martes, 14 de marzo de 2023

CANDELARIA

 

Odio, Candelaria sentía un odio inevitable, incontrolable. Era una espina clavada en su corazón de mulata. Su vergüenza la dejaba sin palabras cuando tenía que ocuparse de las niñas. Los Lastra eran ese tipo de familia antigua que recibían a las huérfanas para darles un techo, comida y algo de trabajo. Bueno, mucho, muchísimo trabajo. La mayor era una chica callada y triste, pero en su mirada había un desprecio visible hacia las servidoras. Se llamaba Sofía.

La segunda era parlanchina y juguetona, pero educada por una madre muy permisiva, era caprichosa y vivaz, se llamaba Belinda. Y todo el día molestaba con preguntas tontas a las pobres muchachas que ayudaban en la casa. Y la más pequeña, Suspiro, era dulce y sencilla, pero sus hermanas eran verdaderos gendarmes para que no se encariñara con el personal de la casa.

Candelaria, tenía un hermoso cabello ondulado que ataba en una enorme trenza que caía sobre su piel morena en la espalda. Siempre usaba la ropa que le dejaban las niñas, descalza, sus pies de piel gruesa se había acostumbrado a deslizarse sin que la escucharan por las habitaciones de la casa. Odiaba a las tres, porque le hablaban de fantasmas, de demonios que impedían que durmiera tranquila. Odiaba a la madre, porque nunca le permitía ir a ver a su única familia. Su abuela Hersilia, vieja de color que trabajó años en la casa del boticario del pueblo. Ya casi ciega, la habían dejado vivir en la parte trasera de la casa del boticario, un solterón agudo y lleno de melindres que asustaba a la gente con sus espejuelos de oro y su gran bigote cano.

Candelaria tenía que sufrir con las picardías de las muchachas de la casa. Los Lastra eran gente respetada y seca, pero siempre le recargaban de tareas los días que ella podía salir a ver a su anciana abuela.

Odiaba a don Plácido… el patrón, porque cuando nadie lo miraba perdía sus dedos de aguja entre los muslos dorados de la Candelaria. El hombre, la perseguía por los pasillos y corredores de la casa y le tocaba los senos pequeñitos, desde que se hizo una adolescente y cambió su cuerpo de nena en mujercita. ¿Por qué no le hacía eso a sus hijas? Hasta que un día lo vio. Tocaba a la Sofía. Le levantaba la pollerita del vestido amarillo y perdía sus garfios entre la piel nívea de la chica. Y otra vez lo vio con Belinda que la había sentado en sus piernas cuando se hamacaba en el patio bajo las glicinas y enredaderas. ¡No dijo nada! Solo miró y se dio cuenta que disfrutaba ver que el don Plácido era un rufián como el lechero, que manoseaba a la cocinera. Le dio pena por la Suspiro. Era la más buena. La madre o se hacía la tonta o era ciega.

Y ella se quedó callada hasta que una noche entró el patrón a su habitación en calzones y quiso agarrarla. El grito que pegó se escuchó hasta en el gallinero. Salió todo el mundo a ver qué pasaba y la vieron que de un mordiscón le había arrancado un pedazo de carne al hombre. La entrepierna sangraba y el no sabía si llorar o taparse.

Esa noche la patrona le dio con el cinturón una docena de guascazos. A ella, que era la ofendida. Las chicas la escupieron y se mofaron por no haberse callado. Se vistió como pudo, sacó un pequeño atado de ropa y salió despacito rumbo a lo del boticario. Amanecía. Esperó en el zaguán hasta que abrieran. Entró, ya era otro día.

Ese día, doña Hersilia y el boticario, la recogieron como a un perrito perdido. Cuando le preguntaron qué había pasado, no dijo nada. ¿Quién le iba a creer a la mulata que los Lastra eran así?

 

 

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