miércoles, 8 de marzo de 2023

CARLOS SE CANSÓ DE IR SIEMPRE AL CENTRO

 

            Hace frío y no quiero moverme. Con cinco grados bajo cero, no quiero ni siquiera levantarme. Abro un ojo. Y veo el reloj de la pared frente a mí. Siento un temblor que me penetra y sube desde los pies hasta el cráneo. Odio, odié y odiaré siempre al invierno. Lo detesté desde chico, cuando a mamá se le ocurrió que debía ir a la escuela en la mañana. Protesté, me tiré al suelo y me revolqué por el lodo del jardín, con el mejor berrinche que pude inventar. Esos derretían el corazón del abuelo. Nada sucedió. Me inscribieron en ese horrible colegio en el turno mañana.

             Adiós al chocolate con vainillas al calor de las mantas escocesas de la abuela, adiós a los arrumacos de mi perra “Colita” y a las pantuflas por el salón donde leía el diario la familia. La única que protestó, fue Renata, mi niñera. Ella debía despertarme y lograr que me vistiera, me lavara los dientes y me peinara con “Glostora”. Así pasó el tiempo. Me fui acostumbrando. Pero al llegar el verano, más o menos uno se sentía mejor. No nevaba ni helaba el cuello bajo el capote de lana. ¡Pero en invierno! Se me corrían las lágrimas sin pena y los mocos se escabullían hasta el pecho y allí se congelaban. Debía parecer esos matungos de pueblo, que reparten la leche y de los belfos se les cae la baba. Así, eran nuestros inviernos. ¡Un horror inolvidable! Ahí se enganchó el odio al frío y al invierno.

  Miro el reloj. Mi ojo se desarma bizqueando hacia la puerta. A mis años, tengo noventa, soy el más antiguo del geriátrico y no me ayudan. Entra Fermín con su bata verde y en la mano, el manto con que me cubren. Es de lana cachemir que trajo mi nieta Margarita. Me van a preguntar lo mismo de siempre: ¿Carlos quiere dar una vuelta por el centro? Y yo bizqueo más. Grito. ¡No quiero! Nunca más me lo digan. Odio el invierno, odio el frío, odio el centro. Odio estar acá. Pero no oyen. Hace un tiempo que hablo en silencio. Tuve un ataque cerebral. Ahora le dicen A.C.V., pero yo entiendo. Soy el mismo Carlos que compraba hacienda y vendía cereales en Rosario. El mismo que buscaba las mujeres regordetas para pellizcarles las colas sonrosadas y abrazaba su yegüa “Dulcinea” y cabalgaba por el campo en primavera. El mismo que se echaba a nadar en el viejo río que atraviesa la estancia de mis antepasados. Me escapaba en tren a Rosario o Córdoba, o iba a los bailes en el ferrocarril San Martín sin pagar pasando de vagón en vagón. ¡Era tan picaflor y loco!”

            ¡Bueno abuelo Carlos, a ventilarse un poco! Dice el idiota de Fermín y me alza en sus enormes brazos y me sienta en ese armatoste de silla, fría y triste. Se me corre una lágrima en mi ojo. Él, me seca la lágrima con pudor de hijo y murmura al oído de una médica joven y bonita: “¡Parece que Carlos se cansa de ir al centro! Lástima que no puede hablar. Y me llevan igual y odio el frío.

 

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