jueves, 9 de marzo de 2023

LIBORIO, UN VIEJO


 

            Dormita en una hamaca de madera pulida. Se queda suspendido en el tiempo. La vida ha pasado rápidamente y ya no tiene sueños. Ni deseo de dormir tiene en la noche. Son como los días, algunas veces calientes otros, el frío le penetra en los huesos viejos, amodorrados de trabajar duro sobre ese suelo áspero y pedregoso, que lo envuelve por el norte y por el sur. Todos los flancos de la vida le enrosca el ajetreo de la tierra inhóspita.

La soledad entra por los nudillos resecos y ruidosos, como sarmiento de viña que arrancan por viejo e inútil. Una réplica lejana de “teru-teru” le consuela el sopor y la tristeza. ¡Aún no se han ido de la finca! Se asombra por la sabiduría salvaje de los pájaros. ¿Cuánto hace que no llueve? Estos bichos siguen acá esperando, como yo, algo inexistente.

            Vuelve a quedarse dormido. Florece el duraznero con tonos iridiscentes presagiando frutos húmedos y tiernos. Despierta con el mismo dolor tenaz en la cadera. Los pies hinchados. Hace tiempo que no puede caminar por las hileras de viña y olivos.

            ¿Cuándo se fue el último de mis hijos? Primero se fue el Juan para la cosecha de tomate. Después se fue el Fermín sin rumbo fijo. Después la Micaela con el tomero del Arroyo de Las Ánimas. ¿Cuándo se fue mi mujer? La Juana. ¡Qué mujer la mía! Tuvo todas las tormentas y las penas de la pobreza endiablada donde la metí y jamás puso en el mantel de la vida una queja. Nueve hijos parió. A la tierra la señoreó con esa bronca machista de una debilidad mentirosa, porque la Juana la preñó con su sudor. Cosecha y siembra. Cosecha y siembra. Año tras año igual. Sin un suspiro.

Se queda dormido y los árboles comienzan a crecer con rapidez inusitada. También el coirón, la chepica y los cañaverales que antes servían para la espaldera del tomate.

 Ahora lo está ahoga el matorral y está perdido entre los yuyos. Quiere apresurarse para entrar en la casa. Levantada antaño con adobe y cañizo. No encuentra la puerta. La Juana seguro trancó por dentro por miedo al tigre. ¡Pobre mi mujer vieja! No sabe que ya no hay pumas por estos lugares. No hay nada en realidad.

Siente un sopor dulzón como de mosto fresco y se le ahueca en el pecho un dolor suave parecido al ronroneo de las abejas en los frutales.

Se acerca despacito al pozo de agua. Se agacha como puede, para sacar un poco de líquido. La sed lo asecha. Sólo encuentra arenita suave y blanca que desliza hacia el fondo y luego, de entre los dedos, comienza a brotar vino.

Siente que de atrás le hablan con ternura de niño. Se da vuelta y ve parado a un chico. Igualito a él. De pantaloncitos cortos, despeinado y carisucio junto al perro Lenteja. "Vení a jugar, Liborio, que estoy muy solo, vení dame la mano y corramos al arroyo". Da un brinco, cae desmembrado con un ruido de huesos quejumbrosos. Se yergue con gran dificultad. Luego va arrastrando los pies hinchados de esperar, por la orilla de álamos talados, junto a Liborio pequeño y al perro.

            Despierta con las estrellas sobre la frente y un chirrido de insectos veraniegos en la cabeza. Se envuelve en una manta y no quiere pararse. Acurrucado en la hamaca vuelve a pasar la noche. Una nube porfiada estampa sombras tapando la luna roja en el horizonte. Mira extrañado a su lado. En otra hamaca está la Juana. Reposa, seca, sonriente. Esperando el día. ¿Es la Juana esa? ¿Cuánto tiempo ha estado a mi lado y no la he visto? “¡Dormí, Juana, dormite, pero andá adentro que aquí hace mucho frío!”. Liborio vuelve al sueño, junto a él, la Juana tal vez duerme.


 

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