lunes, 29 de noviembre de 2021

EL ÁNGEL NEGRO

  

            Estamos cruzando el río con una canoa frágil que compramos con nuestros ahorros. Es pequeña y pintada de colores vivos. El río se desliza suave como un reguero de miel o aceite entre un sin fin de plantas. Hay ruidos desconocidos por la costa. ¿Serán monos o aves? No tenemos idea de dónde provienen. No le tenemos miedo. La aventura nos ha superado. Primero la avioneta se descompuso en medio del tramo que nos llevaba al puerto, luego caminamos por una ruta contraria hacia donde queríamos ir, nuestro viaje de tres días está durando trece.

            Chalo dice que ese número no hay que nombrarlo, es mufa. Yo no creo en esas cosas. Rolando que es medio místico, nos alienta con unas oraciones que parlotea a toda hora. Me cansa, pero no le digo nada porque es bueno y ayuda en todo. Seguidamente al llegar al único puerto que encontramos había sólo una canoa. Ésta que se desliza como sobre miel caliente. Gracias a Dios no estamos solos, hemos visto algunos nativos caminar por la orilla. Nos miran con su boca desdentada y nos hacen señales que no entendemos.

            Giro y un sordo ruido surge entre las frondas. Es una imagen extraña. Lo que vemos es como un enorme ángel negro con un par de alas emplumadas que se abren sobre nuestra bonita canoa. Pareciera envolvernos con sus alas de grafito brillante y garras afiladas. Clava sus grandes ojos en mí. Me toma por el hombro y me sostiene sobre el río como un juguete sin forma. Lloro con desesperación. El número trece, pienso y con un llanto de cobarde, me lanzo a gritar y a golpear con mi mano ensangrentada al Ángel Negro. Los nativos vociferan y saltan de alegría. Ahora entendemos que ellos esperaban eso. Le grito a Rolando que rece por mí. Un dolor cálido me consume mientras mis alaridos se pierden para siempre. Ellos siguen navegando huyendo de ese monstruo alado que ya sació su hambre.

 

SALTÓ AL BALCÓN


 

            Mi viejo era un héroe. Viajaba siempre al interior con la chata llena de mercadería que vendía en el campo. Con lluvia y con sol, con viento y con calma el iba por caminos internos, no por las rutas. Las rutas las usan los comerciantes grandes, los que llevan muestras. Él, no, el vendía ollas, juguetes, ropa de campo, zapatos, alpargatas, cuchillos y mil cosas que conseguía en los galpones de la aduana o en garajes escondidos de los grandes comercios.

            Dormía en la camioneta o tal vez en algún cuchitril, de esos que hay por los caminos con luces de colores y flechas que dicen “Hotel” y son de cuarta. Mi madre lo adoraba. Y nosotros, los cinco hermanos también.

            La Lidia, aprendía piano, con doña Tiburcia y cuando sentía que llegaba rezongando la chata, se sentaba en el piano y tocaba y tocaba y mi padre la miraba y lloraba. De alegría lloraba. Yo coleccionaba “El Gráfico” y él, se sentaba en un sillón destartalado en el porche y los leía y acariciaba mi cabeza. ¿Sabés como me acuerdo de mi viejo? Si me parece hoy que lo estoy viendo con la foto de Labruna y a Di Steffano a quienes admiraba tanto. Mi hermana Célica se escondía debajo de la mesa que mamá tapaba con una carpeta que tejía con hilo fino y una aguja finita, y espiaba los libros de mi hermana que iba a la escuela Normal para ser maestra. Tal vez hubiera sido mejor que nunca creciéramos.

            Un día mi papá llegó fuera de hora. Mi hermana Carlota no había ido a misa con nosotros y mamá. Él, como no tenía llave saltó por el balcón a la pieza de arriba y el mundo se vino en catarata hacia el “carajo”. El Aurelio Marín, nuestro vecino, casado con la Antonia, estaba desnudo en la cama con mi hermana.

            Papá no dijo nada, sacó una pistola que llevaba siempre por las dudas y le pegó un tiro. Tan pero tan mal que en vez de darle al “tipo” mató a la Carlota. Ya no va a ser maestra.

            Vino la policía y se lo llevó a papá y al Aurelio. ¡Pobre mi papá, nunca supo que la puerta estaba sin llave; porque de la vergüenza se colgó en la reja de la celda en la comisaría! 

 

UN PADRE Y SU PERRO FIEL


  

                                                                      La estupidez Humana sobra...: los únicos estúpidos son los hombres.

 

 

Plantó la ligustrina junto a la pared y el perro comenzó a ladrar como enloquecido. Este “Trueno” está loco. Ladra como si una tormenta estuviera por dejar caer rayos y centellas. Esa mañana había salido a correr con él, y estaba tranquilo. Llegaron y se tiró de un zambullón a la pileta, salió se sacudió el agua mojándolo y refrescando el sudor que corría por su cuerpo. Lo envidió por un rato. Ingresó a la casa y abrió la heladera. No había casi nada. Un limón dos huevos, unas rodajas de fiambre viejas y la botella de agua. La bebió con gusto. Se metió a la ducha y el líquido se desparramó en disfrute por su cuerpo. Silbó la canción de la radio que esa mañana había escuchado.

Voy a salir a hacer compras. Se vistió con un Jean y una camiseta de “Boca” y unas zapatillas cómodas, las otras las dejó en el fregadero. Cuando venga la “paraguaya” las lavará.

Estaba divorciado hacía como veinte años y vivía solo con su perro. Tomó un chango y se fue por la vereda hacia el sur. El supermercado estaba medio vacío, cosa agradable por demás. Buscó unas costeletas en la góndola de la carne, unas morcillas y un par de costillas. Luego pasó por los lácteos. Sacó queso gruyere, yogurt y leche descremada. Olvidó la manteca. Compró huevos y algunas ensaladas de esas que ya vienen preparadas. No se acordaba si tenía aceite de oliva y buscó entre las marcas que había la de precio accesible. Compró pan árabe y unas galletas. ¡Ya tenía para toda la semana!

Salió luego de pagar y cruzó hasta el kiosco de don Julián. Eligió dos revistas y un periódico. Se fue silbando un tango de Contursi. Llegó a la casa, justo cuando sonaba el teléfono fijo. ¡No lo atiendo! Seguramente son esos pesados que hacen encuestas. Pero volvieron a insistir y Trueno ladró de nuevo como a la mañana.

¡Hola! Sí, soy yo, ¿quién me habla? ¿Quién? Se sostuvo fuerte de la mesa. Se sentó y pálido escuchó la voz de su interlocutor. ¡Sos vos, Azucena? Hace más de veinte años que no sé nada de tu vida. Yo, estoy bien. ¿Qué pasa? ¿Qué? No puede ser. Nunca me dijiste que estabas embarazada. Tenemos una hija y lo ignoraba. ¡Sos una maldita! Y ahora me lo decís, ahora que ya tiene veinte años. Bueno te espero.

Cortó la conversación. Fue a la cocina y se sirvió un whisky.

Sintió el motor de un coche en la puerta, Trueno, ladraba enardecido. Lo metió en una habitación, no fuera que mordiera a la fulana. Su ex. Sonó el timbre y abrió. La encontró bastante bien, pero desencajada. Los ojos rojos como muestra de haber llorado mucho.

La invitó a sentarse y a tomar agua con limón. Ella como atragantada bebió de un trago.

Se llama Griselda. ¡Tienes que ayudarme! Hace una semana que se fue enojada conmigo del departamento y la vi subir a la camioneta de ese tipo que le pega. Yo no quería que siguiera con él, pero está como alienada. La policía no la encuentra y ya han hecho toda clase de búsquedas en los lugares que frecuentaba. ¿Entre tus contactos no conocerás a alguien que nos ayude?

Me senté lentamente y la miré. Me podés mostrar una foto. Es igualita a vos cuando nos conocimos. ¡Linda! ¡Hermosa! Ella se largó a llorar. Yo temblaba. ¿Qué le pudo haber hecho ese maldito?

No sé, te juro, que de no ser por algo muy serio, no te hubiera llamado. Ese hombre es un malvado. Le suele pegar y ella regresa a casa con moretones en la cara y en la espalda. Tiene un niño de dos años, que ahora está con mi hermana.

Me quedé en silencio. Soy un estúpido, nunca me llamaste para que te ayudara con la niña, con su educación, con su vida…

Trueno, se soltó de la correa y salió corriendo al patio. Ladraba desespera do junto a la ligustrina que había puesto esta mañana. ¡Algo le pasa! Trueno nunca es así, ni te ha mirado. ¡Es tan celoso!

Llamemos al…veterinario. No a la policía, algo raro pasa. ¡Vos como siempre muda!

A los minutos un coche de la policía se detuvo cerca del garaje. Descendieron cuatro agentes federales.

Trueno salió como flecha de la puerta hasta la pared medianera. Ladrando con ferocidad. Buscaron milímetro a milímetro por todos lados. Salieron rodeando la pared  y allí en la tierra recién removida, se plantó el perro. Señalando el lugar. Allí atada y cianótica yacía la pobre muchacha. El estúpido compañero, la mató y se la dejó cerca al padre para causarle un terrible 

UN VINO DE BUENA CEPA

 

                            “En el vinagre está todo el mal humor del vino”: Ramón Gómez de la Serna.

 

                Octavia Solanillas era viuda. Tres años usó un luto riguroso por el difunto esposo. Don Tiburcio De Los Monteverdes y Matera, era el dueño de los viñedos mejor cuidados de todo “Cuesta del Águila”. Sus cepas de uvas eran el lujo de la comarca.

                Octavia, se casó con Tiburcio apenas cumplió dieciséis años y él, regresó de la milicia. Ambos eran unos “cachorros” juguetones que de no ser por el padre del muchacho, no habría trabajado con el ahínco que le fue inculcando con amor a las viñas, su progenitor. Ella era una jovencita que despertaba el asombro por su candidez y belleza. Rubia y de piel blanquísima, debía usar unos enormes sombreros cuando atravesaba los caminos entre las vides. Él, era un mozo bravo de carácter, tierno como niño con Octavia y duro con los mozalbetes que ayudaba en las hileras.

                Del matrimonio nacieron ocho hermoso niños. Tres mujeres y cinco varones. A medida que pasaban los años, el cuerpo de Octavia fue cambiando, su humor también y tuvo que luchar con una casa permanentemente llena de servidumbre que buscaba un duro para vivir, pero que traían varios problemas de convivencia. La mujer que le ayudaba con los hijos, era muy pueril e ignorante, por lo que les hablaba a los niños de fantasmas y aparecidos, de seres inexistentes que ella creía ver y conocer, que aterrorizaba a los más pequeños. Sin embargo era muy hábil para vestirlos, bañarlos y darles de comer. Era rubicunda, gruesa de caderas, ancha de espaldas y su piel enrojecida por el sol.

                Octavia, lamentó el día que se fue. Estaba embarazada y esperaba su propio hijo de uno de los “chabales” que le merodeaban siempre al anochecer. La mujer que la reemplazó era diferente. Fría, áspera y de voz chillona. Los chicos le tenían miedo. Se llamaba Gabina y era de una comarca vecina. Seca, silenciosa y observadora, no opinaba, hacía. Nunca preguntaba si estaba bien o mal lo que les enseñaba a los muchachos. El mayor ya tenía catorce años cuando murió su padre. Y sintió la obligación de sustituirlo en los viñedos.

                Las niñas eran muy dóciles, no así Fermín el segundo de los varones, que odiaba hacer tareas de campo y soñaba con huir de la casa. ¡Quiero ir a la “mili” para no estar encerrado en este lugar de cerdos y olor a mosto! Grandes discusiones con su hermano y su madre, que envuelta en un dolor inexplicable, solo se ocupaba de monitorear el crecimiento de las niñas. Otro problema con Gabina que se interponía a mimos y “bobadas” que según la mujer, harían que nunca fueran mujeres dignas de casarse y tener una familia.

                En Cuesta del Águila, había un par de terratenientes que querían adosar los viñedos a sus plantaciones. Miraban con ansiedad los pasos a seguir de ese grupo tan cerrado de la familia. Trataban de acercarse a la viuda, para ofrecerle un compromiso y atesorar más viñedos. Ella, no se daba por aludida. Un día tras varios intentos, logró un vecino que aceptara asistir a una reunión de empresarios foráneos. No sabía que en eso había una trampa.

                Le presentaron a un alto ejecutivo de una gran cadena de hoteles que compraban vino para hoteles de Europa. Tenía un carácter fuerte y displicente. Parecía no estar muy interesado en nada. Pero por su fuero íntimo, era obsesivo y despiadado. Lo quería todo. Octavia Solanillas, aun de luto, era muy apetecible. Apenas había cumplido los cuarenta y un años, ese verano. Y su piel estaba radiante, fresca aun y sus cabellos de un largo asombroso, reflejaban los rayos dorados del sol. Él, la quiso para sí. Con sus ocho hijos y por supuesto con todos sus viñedos y bodega.

                Se refugió en un hotel lujoso de la ciudad, pero con su automóvil levantaba el polvo de los caminos atravesando los campos. Venía muy seguido a la finca y siempre traía algún dulce para los más pequeños. Se hizo habitué e imprescindible para Rafael y Fermín. Sus acertados consejos siempre se adelantaban a sus preguntas y necesidades juveniles. Felicitas, lo adoraba. Para su cumpleaños de catorce le trajo un enorme regalo en una caja de color rosas con lazos de organdí blanco y dorado. Ella estaba fascinada. Él, la comenzó a mirar más que a su madre, quien se había quitado el luto y lucía hermosa.

                ¡Pero la jovencita era una joya digna de la mirada astuta y avariciosa del hombre! El, tenía alrededor de cuarenta y ocho años y disimulaba unas canas incipientes. Octavia no había advertido las lisonjas y murmullos que le provocaban rubor a Felicitas. Gabina sí. Lo seguía como un águila, poniendo el oído alerta. ¡Ese hombre no le gustaba! Era provocador y astuto.

                Esa semana

martes, 23 de noviembre de 2021

ESA CASA QUE ESCONDÍA

 

Hoy cumplo cuarenta años. Me siento en el sillón del living con una copa de vino bueno. Tomo el álbum de fotos de la mesilla y comienzo a recordar la extraña historia: “La de nuestra casa”.

   Todo empezó cuando pidió una bicicleta a los Reyes Magos. La de color amarillo con pedales de goma y freno. Esa mañana, al saltar de la cama, la vio junto a los zapatitos que había lustrado la tarde anterior. En un cartón, con letras grandes, color rojo, su nombre. Estaba contenta y pidió a Jacinta, su amiguita de la cuadra, que le ayudara a manejar la bici. Tendría que usar pantalones y zapatillas para tener más seguridad. ¡Era un primor!

    Jugaría con su vecina Serena y Jacinta cada día, hasta que comenzaran las clases. En vacaciones se gastarían las gomas yendo y viniendo por la plaza o la vereda. Luego, la guardaría en el garaje cuando se fuese a dormir.

 La noche del veinticuatro de febrero la guardó como siempre y, al otro día, no la encontró. Toda la familia, incluida la abuela Serafina que protestó hasta el cansancio, buscó la bicicleta. Por la casa se revisó en cuanto lugar pudo estar, pero no la recuperaron. ¡Esa fue la primera vez!

Después se perdieron: tijeras, libros, fotografías con portarretrato incluido, hasta el tejido de la tía Evarista. A veces aparecían algunas en el garaje, otras, entre la bolsa de papas o de cebollas. En una ocasión, hallaron la mañanita de la abuela en medio del gallinero. Pero la bicicleta no apareció hasta esa vez… que Lori, buscando su bufanda, entre cajas de trastos viejos, se topó con el cuadro amarillo y el manubrio. Nadie pudo explicarse cómo habían estado allí tanto tiempo y no los habían visto. ¿Y el resto? Fueron dando con el asiento y los pedales distribuidos por toda la casa.

  En verdad, Lori, ese día del cumpleaños descubrió que había gastado casi veinticinco años de su vida, buscando cosas perdidas en esa bendita casa.

  La abuela ya no estaba y, sin embargo, cosas suyas afloraban como por arte de magia en el comedor, la alacena… y la tía Evarista, había partido hacía como siete años al más allá y se tropezaron con los tejidos o alguna peineta en lugares impensados. Otras veces, en la heladera, surgía un libro que se había esfumado hacía diez años. O, en el botinero, advertían un paquete de manteca desaparecido después de doce meses y, lo más extraordinario, intacto como si lo acabaran de guardar.

    Lori bebió con gusto el vino y comenzó a retar la casa. Cualquier hijo de vecino podría pensar que, en lugar de tomar una copa de tinto, había tomado una botella completa. Pero la que descorchó ya no lucía en la mesa. No la buscó. ¿Para qué? Sabía que no la vería por un tiempo.

    Prometió en voz alta no preocuparse nunca más cosas desaparecidas. Discutió a viva voz con las paredes. Y la casa comenzó a crujir, se movió molesta, igualito que un temblor de tierra. Protestó rechinando por su decisión de no indagar ni afligirse.

    De pronto, brotó detrás del televisor la botella de Borgoña, en la alfombra una pulsera de lapislázuli que extravió en agosto, el florerito de cristal de tía Evarista en el sofá y varios objetos de los que había olvidado su existencia.

    Sonó el timbre de calle. Entró Javier sorprendido. ¡Traía la pañoleta rosada que le tejió la abuela Serafina en el embarazo de Rosita y que buscó y rebuscó durante dieciocho años! La encontró en el picaporte de la puerta cancel. “¡Esta vivienda está endemoniada, parece una adolescente ensañada con nuestra familia! Vamos a venderla”. Expresó Javier mientras se sacaba la chaqueta, tirándose en el sillón.

 ¡La casa tiene una vitalidad burlona; es escondedora y pierde a propósito cosas queridas! Se pelea, en esta circunstancia, con la cumpleañera que está enojada y tomó la decisión de no hacerse mala sangre con las extravagancias que sufre. ¿La casa al fin ha sido domada?


LOS BUTACONES INUSABLES


 

            Uno tras otra las butacas del teatro se alineaban despobladas. Un resplandor sutil, conjugaba soledad con silencio. Había rumores lejanos. Voces que era imposible decodificar, ruidos de golpeteo de zapatillas de punta, que las novatas sufrían sangrando. Cada tarde solían acercarse sumisas, para suspirar frente a la boca del plató.

¡Ringa, no te sientes allí! ¡Esa es la butaca de Fedora Stenka! Recuerda sus largas piernas hábiles para desentrañar los pasos más difíciles que inventaba el maestro Romanensky. La piel de sus manos, como alas de aves en vuelo hacia occidente, atravesaba el aire soltando trinos plateados. Palabra prohibida. Libertad. Eso la llevó, gracias a una delatora, a Teblinka, a las minas de carbón donde se fue apagando en un dolor mezquino, negro, azulado. No era rebelde, sí algo extraña para esa época difícil.

Mi memoria la sigue en “El Lago de los Cisnes” vestida de negro junto al príncipe enamorado. Me parece sentir aún el aullido de la gente cuando se agachó a saludar. Hasta el recién nombrado Comisario del Partido se paró para aplaudirlos. Pero a ella, le mandó luego, un ramo de rosas rojas que devolvió rabiosa. Dicen que en Teblinka solía bailar entre la nieve. La adoraban, pero los pulmones le jugaron una mala pasada.

¡Ringa, no te sientes en esa butaca! ¡Esa es la que usa Svetlana Ronsya, ese monstruo sagrado que logró sostenerse varios segundos en el aire! Si pones un tanto de atención, verás que le ganó en ardor a Ninjinsky. Fue un dios pagano en el escenario bailando Tchaikosky. Muy rudo y lejano, su voz casi era desconocida. Pero, cometió el error de criticar al consejo en la etapa de academia, y eso que llegó casi siendo un niño desde la ciudad más pequeña de Ucrania. Logró abrir de boca a los grandes maestros. No cerró la suya.

Su cuerpo parecía engendrado por el gran Fidias o Leonardo Da Vinci. Envuelto en las mallas sus músculos eran cables de acero y seda. Saltaba hasta tocar las nubes con sus dedos y los pies desnudos se transformaban en espadas de alabastro. Svetlana era un chico muy solitario. Triste, diría yo. Cada movimiento fuera del teatro parecían pasos de un gallo de riña. El pelo casi blanco, ¡tan rubio era!, le caía sobre la frente cuando caminaba pensando en lo que haría en el próximo ensayo. Era un Fauno erguido frente a la multitud ruidosa. Lástima que habló. Fue torpe lo que dijo y pasó derecho hasta la estepa helada de Siberia. Se lo comió el vodka. Fue un pájaro herido de muerte. ¡Por eso no te sientes en su silla!

            ¿Ringa, te quieres sentar ahora en la butaca de Ninna Shoronskaya? Eres demente. La frente sudada entre bambalinas, hacía sufrir a los maestros, hasta llegar al éxtasis en medio de “Giselle”. Todos creían que se desmayaría antes de mover un pie, y sabes, la llevaron a países de occidente.

A su regreso cometió el pecado de relatar cómo se vivía en otros lugares fuera de nuestra patria. Sirvió a la causa a expensas de su salud y terminó en un hospital de alienados en Stalingrado. Cuenta su madre que, en las noches de pleno invierno, se desnudaba y bailaba bajo la luz pálida de las farolas de los patios helados.

La pobre mujer ingresaba haciéndose pasar por demente y le fregaba el cuerpo con vodka o vino que conseguía en el mercado negro. Pero no logró sobrevivir. Tenía sólo veinte años cuando partió al paraíso. Ese que ella nombraba creyendo que volvería si viajaba danzando por los teatros del planeta.

 No quieras sentarte en esta fila. Tu lugar es atrás. En la tercer hilera y en la butaca número trece. Esa es la tuya, cuando regreses del Archipiélago Gulasch. Ahora deja que los viejos fantasmas del teatro disfruten mirando “El Quijote de la Mancha”, lo interpreta un muchacho hermoso, se llama Nureyev y hace poquísimo tiempo regresó de Italia. Él pudo conocer otro mundo, mas el HIV lo regresó a casa.

            Sabes, Ringa, me encantó cómo desplegaste los brazos cuando bailaste “Copellia”. Tu cuerpo parecía de porcelana y tus ojos de cielo turquesa.

¿Por qué te animaste a ir a esa manifestación contra la nueva enfermedad? ¿Acaso tú, como mujer, creías que te podía afectar? Siempre los jóvenes proclamando desprecio por la vida que impone el estado, nunca va a cambiar nada, así son las cosas. Cuando en el 17 yo salí a la calle me dieron tantos palos que nunca más pude bailar en el Bolshoy y tú pretendes arreglar esto ahora. No, querida es imposible.

La ingenuidad ha llenado este teatro de fantasmas. Ven siéntate ahora en la butaca que te corresponde. Otros están en fila y esperan su turno. Todos jóvenes y crédulos. Tal vez algo mejore un día, pero falta tiempo aún. ¿No lo sabes? Ringa ven, siéntate junto a mí y cuéntame qué fue de ti en esa tundra helada. No puedo calentarte las manos, ponte estos mitones verdes.  

 

Los nombres de artistas son imaginarios, exceptuando el de Ninjinsky y Nureyev.


 

CUENTOS DE FÚTBOL

 

2-

 

¡Odio el fútbol! Pienso que por culpa de ese juego, los jóvenes de hoy se embrutecen. Cuando digo eso me quieren linchar. Lo entiendo. Se mueve tanto dinero alrededor de ese deporte.

Justo ahora que va a haber un Mundial, prendes la tele y ¡qué hay?: fútbol, los anuncios comerciales se la rebuscan y te meten el balón hasta para vender una galletita, los modistas del mundo crean ropa inspirados en el fútbol. Hay cocineros que preparan platos con color, forma y sabor a pelota de… fútbol. Ni te digo, Martina, que hasta he visto que los mejores grupos musicales se hacen matar para crear una pieza que represente a… los equipos de las ligas de cada país. Gente que se queja que no tiene ni un peso en el bolsillo, anda buscando dinero de países del continente europeo como rublos, euros, dólares, yenes y qué se yo qué, para poder ir a ver el…fútbol.

Nadie habla de otra cosa que de lo caro que salen los pasajes para el mundial, de qué van a comer, cómo será el clima en el fin del mundo donde se juegan los partidos y bueno… ni hablar de la venta infernal de banderas, camisetas y gorros con los colores de los países que participan.

¡Pienso, ¿están todos tan locos o idiotas que no piensan en trabajar, estudiar o disfrutar de otra cosa? ¡Pero no, veo que el raro soy yo! En la oficina me miran rarísimo. Creen que soy homo fóbico y en realidad soy “futbol fóbico”. Soy el “Rara Avis” de los mediocres que no aman el deporte popular. El resto son los normales. Hacen apuestas, se pelean, discuten, se creen que van a cambiar el mundo con el balón.

Yo les digo: “¿Che, cuando todo esto pase, se termina el hambre en el mundo, en África tendrán más agua en los pueblos alejados, lloverá en el Sahara cada diez minutos, no se quemarán más los bosques, se terminará el recalentamiento mundial? Y a que no sabés, me han llegado a tirar con una carpeta y no te puedo pronunciar las palabrotas que recibo. Me ha dicho sádico, estúpido y bueno de todo lo imaginable.

¡No, no me digás que te gusta el fútbol, que te vas al mundial! Perdóname  Martina pero acá termina lo nuestro, yo no me pienso casar con una mujer que deja su facultad para ver un mundial de fútbol… porque el día que tengas un hijo, capaz que se muere porque vos está pegada al partido entre “Las Toninas y Palmera Azul” de la concha de la lora. ¡Salí! Me ofende tanta estupidez. Pásame ese libro que me voy a poner a ver dónde carajo es este nuevo mundial.

 

CUENTOS DE FÚTBOL

 -1

 Mi padre era de esos hombres del siglo pasado que tenía cada día organizado minuciosamente. Se levantaba temprano y salía a cumplir con sus tareas de bancos, oficinas y luego al regresar entraba al consultorio que estaba en el frente de la casa y se vestía como lo que era un odontólogo impecable.

Tenía los turnos escritos en un carnet y como sus clientes lo conocían y sabían que nunca los hacía esperar, llegaban a horario.

Cuando abría la puerta que separaba la sala de espera al espacio donde brillaba su equipo, comenzaba la danza. Había clientes valientes, otros miedosos y otros aterrorizados. Tengo que aceptar que en esa época el ruido del torno era horrible. Yo odiaba cuando papá nos hacía entrar para revisarnos. Temblaba.

Todo era normal durante la semana, pero cuando llegaba el domingo…mi padre se transformaba. Lo primero nos llevaba a misa de la mañana o a las diez o a las once, luego nos sentaba a comer los “tallarines” caseros que amasaba mamá con tuco de pollo casero también que religiosamente nos regalaba nuestra abuela paterna los sábados y luego sentado junto a la “radio” de madera lustrada con diales de baquelita, comenzaba el:” Partido”.

Había que hacer silencio. Nosotras tres hijas mujeres y mamá, a leer o a bordar cerca de él, en silencio. Yo, me abstraía y volaba con mis libros de cuentos de la colección “Robin Hood” y mi hermana mayor dibujaba con tinta china y plumín cucharita, en papel bellísimos trazos de flores y paisajes. Mi hermana del medio, era la más rebelde, recortaba de la revista “Para Ti” fotos de artistas de cine.

Papá se transformaba. Se paraba, se sentaba, bufaba, según fuera lo que relataba el locutor. El grito de Goooolllll solía asustarnos un poco. ¡Nunca lo escuché, eso sí, decir una mala palabra! Pero a veces cuando el partido era peliagudo y ganaba su equipo favorito, se paraba y abrazaba a mi mamá y nos daba un beso a nosotras, que no entendíamos nada.

Una vez, me llevó a la cancha. Era en el parque General San Martín; el club Gimnasia y Esgrima, y me sentó en un asiento que llevaba su nombre y apellido. Miró un partido de los chicos que recién empezaban a patear el balón. Yo me distraía y él, pobre, trataba que me interesara lo que pasaba. ¡Dios no le dio un hijo varón y yo ni entendía ni me gustaba ver a ese montón de muchachitos peleando detrás de una pelota! ¡Pobre papá!

Salió dándome la mano y eso me gustó tanto que le pedí que me llevara cuando quisiera. No pudo ser muy seguido, pues él, era un profesional muy requerido.

Pasó el tiempo y cuando justo apareció la Televisión en blanco y negro, se enfermó y al poco tiempo falleció.

Lo lloraron su amigos, sus clientes y nosotros quedamos desoladas y sin tener casi sin qué comer. Mamá hizo malabarismos para terminar de educarnos y criarnos y el sábado, aunque no nos gustara el fútbol, mamá se sentaba junto al aparato de televisión y miraba un partido en su nombre. ¡Nunca me voy a olvidar cuando llegó el televisor a color para el Mundial de 78!  Por primera vez, nos sentamos todas y lloramos la ausencia de papá, ¿Él estaría entre esa multitud ruidosa mirando un partido? ¡Vaya uno a saber!

 

 

viernes, 19 de noviembre de 2021

LA DIOSA SE ENCOLERIZA Y ME ENTREGA A LOS SACERDOTES

            

            Me demoro limpiando la peluca de mi señora. Ella descansa en el lecho de juncos. Un sacerdote – médico viene a traer en un alfanje un ungüento de almizcle y leche de búfala para el dolor de su cara. Yo me inclino, tengo miedo que la diosa Anubis me deje sin habla. Soy una esclava que encontró mi ama en el soco de Menfis. Allí, pequeñita como era me habían abandonado en una cesta de papiros. Ella me trajo río arriba por el Nilo sagrado y me enseñó todo lo que sé.

            El Señor magnánimo, el gran Ra, me está adornando el cabello con sus colores de oro. Mi señora dice que algún dios o un sacerdote tendrá que hacer algo conmigo. Soy diferente. Al nacer tenía alas en mi espalda y fueron creciendo tal que ahora debo volar en lugar de caminar. Por las tardes cuando el gran señor Amon Ra, se extingue en el desierto vago por las altas columnas de los templos bajo la atenta mirada de los sacerdotes que me odian. No quieren una mujer con alas. Yo toco poco a mi señora. Ella dice que cuando paso mis manos ásperas por sus carnes azuladas propia de los nubios, siente que el aire se enrarece. Yo soy una esclava servicial. Con sólo mirar al desierto levanto una nube de arena y enseguida aparecen ibis en largas colas de cocodrilos voladores. Llegan a la orilla del río y se quedan ofrendando lotos y rosas a mi ama. La diosa Hathor,  siempre se las arregla para que yo no pueda acercarme a los hombres. Ella es muy celosa y los brujos del templo la incitan contra mí. En el templete del dios Osiris, he hecho miles de ofrendas. Incluso he viajado hasta la orilla del mar para llevar ofrendas. Cuando pasaba en la tarde volando, los camellos salían trotando y se perdían tras los altos médanos. Las caravanas se quedaban desorganizadas y los mercaderes aterrados miraban mis alas y caían postrados ante mi presencia, pero yo los tranquilizaba sacando con mis manos agua de unas piedras y dejando un nuevo pozo con agua para ellos. Entonces no comprendo por qué  el sacerdote- médico me quiere encerrar en una pequeña pirámide para que se cure mi señora. Si ella me deja, le saco esa muela que tiene enferma y seguro que se cura y su cara vuelve a ser la más bella de todo Tebas y por qué no, de todo Egipto.

            El aire de la tumba se está enrareciendo. Mis alas se están desplumando. Caen una a una las hermosas plumas color celeste plateado que las cubren. Cuando abran dentro de varios siglos este lugar, no comprenderán qué clase de gente enterró viva a una mujer alada.

TAL VEZ ME DESPIDO

  

Y de mañana.

¿Ternura?

El sol

refleja tu piel de pétalos de terciopelo azul y oro.

Y yo voy salpicándome con sus besos en pequeñas gotas de silencio.

Suspiros.

Cae la  tarde, es cierto, pero no es mi despedida

Es el encuentro de mis pájaros que regresan al nido.

Nuestro nido.

Te estoy recorriendo y siento un deseo de miradas celosas,

de una pasión ilógica por un ayer perdido...

Ahora acaricio tu nombre y tal vez, tal vez me despido.

 

EL COMPADRITO

 

            Nació como según se dice: en cuna de oro. Su padre estanciero, su madre con apellidos para hacer un legajo real. Un bebé de portada de revista de moda. Sexto hijo de una pareja despareja y sombría, pero que aparentaba felicidad. Los tres primeros eran unas niñas que no tenían el glamour que se esperaba de esa gente. Los dos varones que vinieron después, mellizos, eran morenos, de ojos negros y tan diferentes al padre que se murmuró que no eran del patrón, sino del chofer. Tenían una berlina que los llevaba a la iglesia o a la ciudad. Siempre acompañados por la nana, una matrona rubicunda y alegre que le cantaba canciones en francés.

            Lo bautizaron Luciano Rigoberto Cosme, por abuelos y parientes muy queridos. Y aprendió a caminar pronto, más ligero que sus hermanos. Ágil y picaresco siempre haciendo travesuras que eran ocultadas por el resto de los hermanos. Una tarde de tormenta un rayo cayó cerca del camino, el caballo se descalabró y cayeron en un barranco. Dos de sus hermanas: Federica y Leticia quedaron en estado de coma. No hubo terapia que ayudara a las niñas y con el dolor incrustado en el corazón de la familia las dejaron en el camposanto de Laguna Larga. A tres kilómetros de la casa familiar.

            Pasó el tiempo y los muchachos fueron internados en un colegio LaSalle y Amancia la hermana de ocho años, fue a las Clarisas. Quedó él, el niño más mimado de la familia. Con el Jardinero, aprendió a cazar, a pescar y a galopar por los campos de trigo y cebada de la estancia. También don Antenor, le enseñó a capar y marcar el ganado. Para el muchacho todo era un deporte.

            Creció hablando un francés pasable, porque la nana insistió en enseñarle su lengua nativa. Su madre le hablaba en inglés y el padre, como buen hijo de castellanos, le obligaba a usar el español a la perfección.

            Nadie habló de llevarlo a la ciudad a un colegio para su formación y sólo aprendió con esmero de la enorme biblioteca de sus padres. Era muy inteligente y curioso. El día que su padre compró un Ford, estalló en gritos de alegría y ya nadie pudo impedir que trepara al vehículo y aprendiera a manejarlo. Volaba por los caminos polvorientos. Desarmaba parte por parte el automóvil y lo armaba como a un simple rompecabezas. ¡Es un genio! Se decían en la casa. Pero salía con el asiento lleno de armas y volvía con animales sangrando, colgados de los hierros del coche.

            La cocinera se molestaba porque debía limpiar y despostar los bichos. Luego cocinarlos con recetas que le daba la nana. La madre lo llamaba Rigoberto, por una discusión que había tenido con su abuelo de quien el muchacho había recibido el nombre de Luciano.

            Cuando pasó el tiempo, ya mozo, su figura era la de una estampa de buen artista plástico. Alto, bien formado, de ojos claros como su padre y siempre tostada la piel por el sol que recibía entre los campos de girasol y maíz. A veces iba a buscar a sus hermanos y los veía pálidos y descontentos, llenos de remilgos por la exigida escuela y sus maestros. Pero él, sólo pensaba en grandes aventuras.

            Su padre le regaló un campo y él, supo hacerlo trabajar y acrecentar sus bienes. No sería abogado como uno de los hermanos, Rufino, ni cura como Alcides pero su vida sería recordada por siempre. Él, sería un héroe.

            Aprendió a volar unos armatostes de metal, lona encerada y madera. El motor echaba humos como horno de pobre y el ruido era del mismo infierno del Dante. Voló solo y acompañado por su amigo Waldemar. Pasaron del globo al aeroplano como pájaros sedientos. Eran jóvenes y arriesgados. Llegó a Francia y París lo recibió con su bohemia y pasión. Amó a varias mujeres, probó todo. Hasta un día que le llegó un telegrama diciendo que su padre y su madre habían muerto y se lo necesitaba en América. Laguna Larga era su lugar y su mundo pequeño pero asombroso. ¡Y regresó! Ya tenía cuarenta años. De sus hermanos poco sabía. Su hermana se había casado con truhán que le robó hasta la memoria. Tenía siete hijos y deudas hasta en la cocina. Cuando la vio, casi cae desmayado. Delgada y pálida, su cutis otrora arrebolado era color ceniza verdosa, sus manos que parecían ángeles en el teclado del piano estaban llenas de cayos y ampollas. ¡Un horror!

            Resolvió la vida de Amancia, que cambió. La de sus hijos también. Pero, ella le hizo comprender que tenía que formar una familia. Buscó entre las muchachas casaderas a la más inteligente y de buen humor, no quería un limón agrio a su lado. La encontró en Virginia Del carril y Orregio. Una dama, que hablaba francés, inglés y pintaba como había visto a grandes artistas en París.

            Siguió cazando pero junto a su amigo Waldemar, atravesaban la sabana africana o asiática buscando piezas de alto valor entre los hombres acostumbrados a ese deporte. Mientras ellos viajaban, Virginia y Amancia, manejaban los campos y disfrutaban en reuniones con personas pensantes. Hasta que vino una revolución y quedaron dentro de un pequeño círculo que se ocultaba para tratar de reponer la Justicia y el orden.

            Les confiscaron las haciendas y los vehículos. Se salvó el avión porque Luciano Rigoberto lo había llevado a África. No pudo regresar por dos largos años. Su país ya restablecido el parlamento, le había devuelto sus bienes. Cuando regresaban una tormenta los atrapó en pleno mar, debieron aterrizar en una pequeña isla y allí, esperar un tiempo de bonanza. Al aterrizar en Laguna Larga comprendió la verdad, se acercaba un hombre bello, tan hermoso como fuera él, a sus años y supo que había envejecido.

            Un abrazo enorme los unió y una promesa selló sus corazones. No venía un héroe, venía un hombre maduro que ya perfilaba los setenta años. Virginia, con la cabellera gris, le entregó dos cartas. Una de su hermano abogado que exigía la herencia que le correspondía y una de su hermano que ya era obispo, que pedía entregara su parte a los pobres de África. Y así, el muchacho arrogante y veleidoso se arrebujó en un sillón junto a su perro y su esposa, para pasar el resto de su vida como un hombre común típico de un tiempo lejano.

EL PLACER QUE JUNTOS INVENTAMOS

 

            Nací así, casi ciega, de pelo blanco níveo y ojos rojos. Me dejaron a un lado, creyendo que sería un estorbo. Pero se equivocaron, soy mimada y amada como un ser único. Me bautizaron Serena. Y lo soy, me acomodo en el almohadón de seda azul, y duermo tranquila todo el día. Desde allí, escucho todo lo que hablan, como se pelean por dinero o comida. A veces me dan de comer y salen dejándome sola y yo aprovecho para merodear por toda la casa.

            Ayer Camila trajo un cachorro de color blanco como yo, tiene muchísimos rulos y es muy juguetón. Vive en brazos de Camila. Yo lo miro indiferente, pero no me gusta. No es un gato es perro. Le dicen “caniche” y lo llaman Goliat… ja, ja, ja. Es tan pequeño y nervioso que salta de un lado a otro, yo lo miro de soslayo. Me preocupa. En la noche de tormenta del jueves vino y se echó en mi almohadón tiritando. Me dio pena. Esa noche Camila peleó mucho con Enrique. Discutían y se arrojaban cosas, primero fueron trapos, después las zapatillas y finalmente cosas que se rompían al caer.

            Me dio miedo sentir tanto grito y palabras que no voy a repetir por educación, soy muy fina para decirlas. Parece que tenían diferencia con algo llamado dinero. Él, sacó las llaves del auto y dando un portazo salió en plena tormenta. Los rayos y truenos parecían fuegos artificiales. Pero Goliat temblaba pobrecito. Lo envolví con mi cola, tengo una cola hermosa, blanca, peluda y calentita. Se durmió, pero yo no pude. Camila lloraba mucho. A media noche escuché el motor del auto. Entró Enrique. Caminó descalzo por el comedor y el pasillo. Ella abrió la puerta y el le pegó. Hazte a un lado, ladrona. ¡Le dijo ladrona! A ella que es buenísima. Te sacaré todas las tarjetas, le gritó. Y ella se las tiró al piso. Y él, la recogió y las rompió con una tijera. Yo vigilaba para ver qué hacía con ese instrumento que odio. Lo usan para cortarme algunas veces el pelo de mi cuerpito.

            El se metió en la habitación de huéspedes y ella se encerró en el baño. Goliat se despertó y comenzó a ladrar. Enrique salió y nos tiró un zapato grande y pesado. ¡A ver si me dejan dormir! Eso era para nosotros. Yo ni un maullido. Goliat se quedó medio desmayado del zapatazo. Camila salió despacio y se llevó a Goliat a su lecho, yo me metí debajo de la mesa del comedor hecha un ovillo. Lástima que al ser tan blanca me pueden encontrar enseguida.

            La mañana fue tranquila. Pero Goliat, estaba muy enfermo, se ve que lo golpeó mucho el zapato. Se arrastra. Lo traje como a los cachorros, del pellejo del cuello y lo cuidé. Lo lavé con mi lengua áspera y suave, lo acerqué a la comida y lo asistí varios días. Enrique no vino unas cuantas noches. Dormían separados. Ella lloraba. Hablaba con su madre por el teléfono de la cocina. Finalmente, una noche llegó Enrique con un amigo.

            Camila se atrincheró en su habitación y yo con Goliat, comenzamos a jugar suavemente, con el placer de los amigos que es estar juntos. Con mimos y tranquilos. ¿Me pregunto si los humanos se odian, porqué no se van lejos unos de otros?

            Enrique, le sacó ropa, zapatos y dinero y se fue. Camila se quedó llorando, sola y nosotros fuimos y le comenzamos a tocar con nuestras patas y nuestro amor de animales. Ella se calmó y se quedó dormida. Mañana tal vez el se arrepienta y vuelva. ¡Pero mejor no! Goliat y yo, seremos su compañía. Es mucho más seguro.

miércoles, 17 de noviembre de 2021

“DEL VINO Y DE LA VIÑA”: “SANGRE DEL AGUA”


 

Bautista camina de prisa, quiere llegar antes que se termine el horario del transporte de la tarde. No desea caer en la noche a la casona. Hace un repaso mental de todos los temas que tiene que concluir en la ciudad. El trajinar en las veredas es increíble para un hombre de la tierra. Sus ojos curiosos se mueven a un ritmo ágil y frenético. Pasa junto a un escaparate y se detiene. Absorto pone su vista intrusa en una imagen. Tras el cristal, una foto antigua, en colores desvaídos y sepias, lo golpea en su intimidad. ¡Ese es el abuelo Fortunato! Alguien lo empuja sin disculparse y firme sobre sus pies le sale un breve y feo ¡Eh, infeliz, no empuje! Mira, sin distraerse, detalladamente el retrato. Los ojos son los típicos semicerrados del viejo, las manos, ásperas por el trabajo duro, un traje desgastado y barato con la camisa raída y un corbatín ajeno a su costumbre.

¡Me olvidé la hora! Sos un aturdido Bautista Grassetti. Dejaste pasar el autobús que tenías que tomar. ¡Ahora pasarás unas horas dando vueltas en este loquero absurdo que es la ciudad!

El hombre ingresa en la tienda. Mira las ofertas, pero sólo quiere preguntar por la foto de la vidriera. Una regordeta mujer arrebolada, se le acerca con una desagradable sonrisa esforzada. ¡No le gusta vender! ¿Qué necesita joven? Mueve las manos de uñas largas y rojas con esmalte desprolijo. Acá tiene vinos de bodegas pequeñas que no tienen mucha propaganda.

Perdone señora, me puede decir: ¿Esa foto que está en el escaparate, dónde la encontraron? La mujer revolea los ojazos maquillados de verde y negro y sonríe. Es el tío abuelo de mi suegro. Eso me han dicho. La han hecho grande y usaron un sistema nuevo para mejorar la imagen. ¿Por qué?

 

 

 

 

ASÍ ES MI TIERRA


 

UN AMOR SIN RESPUESTA

 

            Un fuerte portazo hizo vibrar los cristales de la oficina  de  María Julia. Otra vez había discutido con Jorge. Siempre cabía entre ellos ese arma mortal llamada “competencia”.¡ Jorge medalla de honor en medicina pierde la beca a Frankfurt por no saber alemán y María Julia pierde el cargo de jefa del hospital por ser mujer...! – Luego, los logros de Jorge en diagnósticos que se diluyen tras el interminable trabajo de papeles en la dirección del nosocomio.

            Todo el personal observa calladamente esa pelea constante. María Julia siempre está impecable, - piensa él. Para ella no hay cansancio ni fatiga. Una sonrisa que corona su belleza europea, su ropa elegante incluso cuando tiene puesta la bata para operar. Sus manos hábiles y seguras con el bisturí. Nunca una duda, nunca un signo de dolor frente a lo irremediable. María Julia solitaria, siempre lista para remplazar a su colega enfermo o con problemas de familia. En las guardias nocturnas los días en que todo el personal quería irse a casa para festejar, allí la sonrisa amable de ella. La alegría festejando algún chiste o comentario de un compañero de tareas. Su color dorado en la piel que manifiesta el suficiente tiempo al aire libre. Cosa, que él, detesta más que su euforia cuando todos gritan un gol frente al viejo T.V. de la sala de terapia. María Julia nunca olvida un cumpleaños, un aniversario del hospital o el día del secretario o del enfermero o... Ella es la mar de detallista.  Sale con un portazo porque él no le quiere  aceptar que la sala de cirugía tiene un virus inter-hospitalario y que hay que clausurarla. A él ponerlo frente a los medios y ¿su reputación? - ¡Nunca jamás haría eso!-

            Doctor...el teléfono celular de María Julia, digo de la doctora, no responde. Es la primera vez que falta y sin aviso. ¿Qué hacemos?

-          Bueno ya mando a una persona a su departamento.

-    Gracias, sí, luego le aviso. Y el comentario en voz imperceptible en los labios de todo el personal.

 

            El joven chofer parado frente a la puerta del departamento. Golpes persistentes. Silencio. La vecina abre y sostiene que no debe estar...- Siento la ducha desde anoche- y el portero tratando de abrir. Una llave en la cerradura. Rompen la puerta. En el piso del baño una María Julia aterida, con sus ojos vidriosos y casi exánime apenas abre los labios. La ambulancia desparrama miedo con su sonido agudo en las calles inhóspitas. Cae una lluvia fuerte sobre el cristal del chofer y las lágrimas, hacen competencia con

 

las gotas enérgicas que golpean. Todo el hospital está alerta. Jorge espera con un enorme nudo en el pecho. Percute su corazón en las sienes. Sacan la camilla. El pulso ha llegado a cuatro. Un tomógrafo está listo. El laboratorio parece una colmena.

            Tumor encefálico muy avanzado con dolores que han hecho crisis. – Hace por lo menos un año que ella trajo una ecografía y una tomografías, diciéndome que eran de un paciente. El nivel de glóbulos era bajo en rojos y tenía alrededor de 15.000 glóbulos blancos - , murmura un médico sorprendido por su ingenuidad.

Está muriendo...- Y él, abrazando el cuerpo que no había advertido es ahora casi la mitad del que fue, besando desesperadamente los labios apenas tibios. Y rogándole que  siga viva porque no podrá amar nunca a nadie...ella, sólo ella,  puede salvarlo de su egoísmo y la  soledad.

            Nadie se atreve a sospechar la desesperación de amor que quema el pecho del frío director del nosocomio más moderno. Su vida no tiene sentido sin ella. Llama a sus colegas de Europa y  de Estados Unidos. Llegan, algunos en persona, y, otros mandan todo tipo de sugerencias.

            La mirada afiebrada de María Julia sostiene un mudo diálogo con los ojos de él. Nadie más sorprendida que ella. En ese mundo algodonoso que la alejan de él, piensa... ¿Por qué nunca dio una señal? Apenas tuvo el primer síntoma hubiera buscado su ayuda. Nunca sus ojos le transmitieron el amor que hoy delirante le proporcionaba de mil maneras distintas. Siempre hay una mirada hacia adentro y otra hacia fuera. La mayoría de los humanos no queremos mirar por miedo. La verdad  y el antifaz que nos esconde nuestro espíritu.

            María Julia cerró los ojos y expiró sabiendo que había sido amada por el hombre que más había amado después de su padre.

UNIENDO LOS OPUESTOS, DESAFÍO DEL TIEMPO


 

                        No es fácil ser músico, pero es hermoso. La vida transcurre de otra manera. Un concierto aquí, una serenata por allá, un compromiso sin sueldo y la necesidad de ganarle a cada artista un lugar. Es como encontrar una estrella en la constelación con tu nombre, ser dueño de un árbo, vaya, no sé, ser músico te pone frente a la gente como a alguien medio extraño, especial, alegre. ¡Aunque a veces seas más trágico que Mahbeth! Yo soy optimista por naturaleza, me decía Ernesto, mi amigo saxofonista. Yo también, le dije, pero no es tan fácil, cuando tenés que pagar las cuentas y no tenés ni un cobre.

            Mi historia es bonita. Desde chico me gustó interpretar música criolla en guitarra. Me extasiaba escuchando a mi padre y tíos, bajo un sauce en las tardes de verano, allá en el sur de mi provincia, cuando cantaban entre vino y vino, chacareras y tonadas. Aprendí bien, en la universidad. Papá no quería que fuese de esos músicos improvisados y noctámbulos, sino un señor. Así, logré mi título universitario en composición e intérprete de varios instrumentos. He vivido un sinnúmero de anécdotas. Y ahora les contaré una tan especial como una canción de amor.

           

            En un viaje que hicimos con un grupo de amigos músicos, para un festival de esos que en el verano, te devuelven la fe en la gente; nos detuvimos en un pueblito perdido en el campo. Teníamos sed y hambre. El boliche, parecía recortado de una lámina de Molina Campos. Reja separando al hombre de los paisanos. Botellas de ginebra barata y vino tinto en tetra; moscas y naipes grasientos que brillaban sobre mesitas de madera de álamo ennegrecidas con humo y tierra. Mugre, mucha mugre. De unos piolines caían unos salames grises, viejos y secos. Un queso bajo una campana de vidrio ordinario y vasos facetados de todo laya. Ninguno igual. Los parroquianos, verdaderos hombres de campo, puesteros cuyas manos endurecidas de pialar ganado cimarrón, de alambrar campos inhóspitos a pura mano y abrir pozos en medio de los pedregales con pala y pico. Ropa gastada y antigua. Alpargatas deformadas en sus pies callosos y con nudos artríticos. Sombrero infaltable y el cuchillo, en la cintura, por si acaso.

            Nos sentamos en una de las mesillas y pedimos bebidas cola. Nos miraron con desprecio y ofuscado el gringo, nos sirvió un vaso de vino tinto a cada uno. Cuando vieron las guitarras se vinieron como abejas al polen. Despacito se fueron arrimando y con gestos serios y poco expresivos algunos preguntaron en voz baja nuestro nombre. Otros nuestro destino. Alguno, si queríamos gastar unas cuerdas para ellos y se armó la guitarreada. Como a las siete de la tarde cayó un tal Garrido. Ramón Garrido. Puestero de lejos del boliche. Se acodó en el mesón detrás del enrejado y pidió una ginebra. Atento, escuchó una cueca y volteándose, pidió un trago para los convidados. Esos éramos nosotros. Relumbraba el cuchillo en la cintura. Los otros hombres comenzaron a despejar y salir hacia sus caballos; tomando el camino que los llevaba a sus puestos de regreso. Seguimos tocando zambas, tonadas y gatos.

            Se fue acercando la hora de ir al Festival y cuando ya el vino nos hacía cabriolas en la panza, nos despedíamos de Ramón Garrido. El puestero, tomó a mi amigo Baldomero Vargas, gran percusionista en el bombo legüero, y le ofreció, como  regalo,  su cuchillo. Mi amigo no sabía qué hacer. Se negaba y el hombre iba juntando bronca. El “Cholo” Pereda, el otro compañero guitarrista, le dijo por lo bajo, que le aceptara y Baldomero le recibió el cuchillo. A cambio le entregó su “querido” pañuelo del cuello, que un amigo le trajo de Medio Oriente.

            Quedamos invitados a su casa para el día siguiente cuando se terminaba el festival. Así, después de recorrer con el jeep sesenta kilómetros de camino difícil y cerril, llegamos a un rancho de barro y caña. Esa era su casa. Entramos a la gran habitación, donde dormían dos pequeños. Luego aparecieron de a uno otros cinco niños, con caritas curiosas y curtidas. Ramón, nos llevó bajo un enorme aguaribay y en un tablón, vimos el generoso banquete que había preparado. Un chivo crocante sacado recién por su mujer, que estaba embarazada de entre siete u ocho meses de preñez, de las brasas. Jamón de ñandú, charque, guiso de liebre, queso de cerdo hecho por las manos hacendosas de su mujer, y un sin fin de verduras cocidas a las brasas. Vino tinto patero.

            Sacamos bombo y guitarras y serenata va serenata viene se pasó la tarde. Teníamos que regresar a nuestra ciudad. Mañana todos teníamos que continuar con la vida loca de la capital. Baldomero, le prometió volver en cuanto pudiera. Lo miramos serios, porque para Ramón, sería un agravio si no lo hacíamos. Yo, sinceramente ni soñaba regresar a ese puesto lejano. Entonces el “Cholo” dijo… tal vez, en semana Santa nos vemos. Nos tomó la palabra y comenzó a decir todo lo que nos esperaría. Chivito, cerdo, y un sin fin de manjares.

            Al subir al jeep, Baldomero dijo. Yo, no vuelvo, tengo que ir a Córdoba a tocar para Semana Santa. Yo, tampoco, toco para las españolas del ballet de San Juan. Y cada uno recordó sus compromisos.

            La mano de Dios, no sólo ataja penales. En Semana Santa, cambiaron todos los planes por razones múltiples y nos contrataron en el sur, para un congreso de médicos locales. Viajamos. Por la mañana del Jueves, estábamos sentados bajo un sauce llorón descansando de tantas fatigas, cuando a lo lejos, vimos una polvareda. Un jinete se acercaba a nosotros. Cuando ya lo visualizamos, era Ramón Garrido. Venía a nuestro encuentro desde su puesto; traía entre sus brazos, envuelto en el pañuelo de oriente su nuevo hijo. –“Acá le traigo al ahijado.” – y le extendió el cuerpecito moreno al Baldomero, que lloraba como un niño emocionado.

2038, UN AÑO DESPUÉS

              

            Dejo los dibujos y el guión sobre el escritorio de mi trabajo y comienzo a leer los mensajes de texto que recibo a diario. Un sofoco de papeles llena mi mesa. Detrás, en los estantes la colección de historietas de los años 1920, 1930, 1940, hasta la fecha, son el mismísimo collar de diamantes y perlas que regresan a la vida, no sólo a sus autores, dibujantes y guionistas, sino a los personajes como “Alvar Mayor” y tantos otros que me inspiran.

Estoy produciendo un personaje nuevo, con dibujos hiperrealistas.

            Son pocos los creadores cuyas viñetas no estudié y que conozco como el contorno de la cintura de mi amada Gaby. Puedo relatar y diseñar a Trillo o Brecchia como una tabla de multiplicar, pienso mientras abro uno a uno los mensajes en mi pantalla táctil. Hay una invitación  que despierta mi atención. Me tienta con palabras interesantes. Es de un tal Arthur Mc. Harrynthon. Tiene historietas de Oesterheld, inéditas, dice. Otra de Wood editada en Edimburgo en el siglo pasado. He aceptado una cita en Agoterre y Selteviño, en el café de “Los Argonautas”. Hacia allá me dirijo.

            Miro el reloj y tomo un taxi hasta estación Carapallo. Allí, me meto en la estación de trenes. El andén está vacío. Me siento en una banqueta de acero. Una pantalla gigante sirve de distracción con propaganda política de las nuevas élite. Cierro los párpados. Instalo en mi interior un mundo de viñetas para la nueva tanda en la revista “El Innegable Rufián”.

            Llega la máquina y al tañido agudo de un gong se abren las puertas. Subo. Me siento. No hay otro pasajero. Arranca y el silbido aletarga mi mente. Coloco en la ranura del GPS., la tarjeta con la dirección a la que asisto. La máquina me la devuelve marcada. No podré usarla nuevamente Un sonido musical, anuncia la próxima detención del tren. Se abren las portezuelas e ingresan varios hombres de unos veinte a treinta años. Altos, delgados, vestidos de traje de fibra micro elástica gris, camisa celeste, corbata  azul con rayas plateadas que monitorean sus movimientos. Todos peinados y afeitados igual. Parecen clones de un humano del siglo XX. En su teléfono móvil comienzan a escribir mensajes. ¿Qué dirán éstos? En sus oídos, mínimos micrófonos, le agregan, tal vez, noticias, música u órdenes del dictador.

No me miran y eso me permite observarlos. Extraigo sutil una libreta electrónica dibujo sus movimientos: exactos, febriles. El convoy apresta su  movimiento con un sonido diferente.

Tras un trecho corto se detiene en otro punto de la ruta, ingresan féminas jóvenes. Todas vestidas con trajes de fibra adhesiva activadora de código numérico de Dignidad Vital, con diferente estructura molecular a las ya usadas en el otro nivel de superficie. Botas altas, abrigos de paño de fibra óptico-termo variable  y un bolso de tamaño regulable. Como tocadas por un instrumento invisible, abren el bolso y comienzan a extraer una pantalla de cristal de cuarzo espejada. Con una mano la sostienen y con un tubo, de una crema coloreada, la van esparciendo por el rostro, dándoles aspecto humano. Luego se aplican un tornasol con brillo de diferentes tonos iridiscente en los párpados. Los ojos adquieren el tono del polvo desparramado. Un lápiz óptico láser delinea el contorno de las órbitas aumentando la profundidad de la visión para ver en 3D, luego con otro artilugio extraño arquean las pestañas. Un pequeño cilindro con tono rojo les devuelve forma y color, a lo que parece ser su boca.     

Están maquilladas igual a las mujeres de mis historietas y dibujos que transitan mi pantalla. ¡Pero a medida que ellas van logrando esa transformación casi humana los robot-masculinos tornan pálidos y demacrados desdibujando su atuendo!

En la próxima parada, elevándose de sus asientos, se apretujan en la puerta y descienden apurados, desaparecen.

El tren continúa y me dispongo a salir en la estación donde debo encontrarme con el desconocido, pero una de las mujeres que está sentada allí, pone un pie y me hace caer de bruces. Todas se agazapan sobre mí. Me tocan, me palpan y me muestran sus bragas fosforescentes. Nunca pensé que pasaría por esta situación. Me arañan, incluso quieren desvestirme. Tironeo y puedo desprenderme de sus manos.

Prácticamente me largo del coche de un salto antes que cierren la puerta y continúe el convoy. El ruido del tren se extingue en la profundidad de la tierra. Las luces me indican por dónde debo ascender a la superficie. Un zorro-policía-verde se acerca y me da una insignia. “Usted es un héroe”, me dice. “Logró evitar ser usado como semental por la manada del Tercer Grado Infra Terreno”. Sólo atino a seguir, agradeciendo el lazo amarillo, que se pega en la pechera de mi traje. ¿Será un signo de supervivencia?

            Al salir a la calle, veo el famoso café de “Los Argonautas”. Sonriente un hombre muy anciano de larga barba cana, me muestra detrás del vidrio del escaparate, unos amarillentos álbumes. Corro, y en cuanto entro, comprendo que estoy en una de las oficinas del Dictador. Me esperaban. Caí en una trampa, pienso.

            Ahora estoy en un asilo en la campiña. El edificio es una vieja fábrica de productos lácteos que han reciclado. Hay perfume a leche y desinfectante. Un personaje por habitáculo. No hablo con nadie. Nadie habla acá. Se sienten quejas y llantos. Yo no me lamento, porque ponen en mi mesa papel y lapiceras de color y puedo dibujar y crear. Cada noche desaparecen mis viñetas y trabajos. No puedo seguir el hilo secuencial como antes hacía. Día a día empiezo un trabajo nuevo, distinto. La soledad me exaspera. Soy un ser lúdico y social. Espero, siempre espero, que entre alguien y hable conmigo. Quiero contar que soy… era, un gran historietista. ¿Ahora qué soy?

            En mi otro escritorio, el de antes que sucediera esto, están las pruebas de mi trabajo. Nunca podré hacer conocer a la verdadera gente del futuro que hay un mundo hermoso, diferente, donde se puede pensar y mostrar lo que es la Libertad de Crear.

            En el asilo donde me guardan, hago a hurtadillas como un Conde de Montecristo, las historietas que espero algún siglo aparezcan y demuestren lo que ha sido capaz un hombre de ADN humano. En ellas cuento que fui indiferente a las mujeres del tren. ¿Cómo será el mundo lejos de esta celda en los años transcurridos? ¿Existirán los laboratorios genéticos? ¿Me habrán clonado? ¿Seré el Clon de un Historietista?

           

    

LA JAVIERA

 

Creer es vislumbrar lo invisible, es descubrir la dimensión misteriosa de la vida.

                                                                                              Joseph Thomas.

            ...y sí, cuando se hizo la noche llegó la Javiera cargada con las bolsas repletas. Estaba exhausta, traía un cansancio caliente en caminar las piedras cuesta arriba. Como su vida, cuesta arriba. Desenvolviendo huellas dejadas por las bestias de carga. A veces, un olor a hinojo o a llantén penetra los senderos, las más, el aire está preñado con la bosta de los animales, que cargados hasta la testuz, suben las empinadas laderas hasta “El Infiernillo”.

            ...a la hora que llegó, la luna era un brocal gigante, de un extraño color bronce. Emergía de entre los esqueletos negros de los árboles muertos en el valle. La luna, estaba media oculta por nubarrones negros. Imitaba un tamiz de humo con silencio de tinieblas. ¡Pobre Javiera! Sola, siempre sola.

            ...las polleras oscuras, secas y gastadas, sacudían inquietas los jejenes torturadores de sus piernas hinchadas y sangrantes. Un sin fin de luciérnagas revoloteaban entre los cardones inaugurando la noche. Era una fiesta adelantada de las fiestas del verano.

            ...entró resoplando con los pulmones ahítos de doloroso aire puneño. La noche  se cargaba de ruidos y  la luna se fue despojando hasta quedar nevada. Un disco de nieve en la distancia, iluminaba el ambiente donde el fuego regurgitaba vapores. Tiró los bultos al descuido, sin pena y se desplegó en la silla que protestó al instante. ¡ Estoy hambreada y se lamenta la muy quejosa!- piensa en voz alta la Javiera, mirando el fogón humeante. El perro lame sus manos. Las piernas flacas se encogen buscando el calor del Chuspi. Este, mueve la cola revoloteando ternura. Luego se echa. Javiera lo acaricia.

            ...entra la luz de la noche como chorro de leche tibia. Huele el olor acre de los insectos que se aplastan contra los adobes, cerca de la luz, en puerta. Los sapos esperan, atribulando a la Javiera que no quiere el desperdicio y esos esqueletos negros por el camino. Los excrementos que dejan los sapos tienen formas extrañas y son de un feo color sucio. Deben ser del infierno, los sapos grandes, piensa, por eso crecen desproporcionadamente de una año al otro. Les tiene mucho miedo.

            ...se desata las crenchas, cae el pelo sobre la espalda curvada por el peso de cargar tanto fardo. Entre el cabello tiene guardado el remedio que le dio Doña Lindora, su médica del corazón. Una piedrecita de cuarzo con plumas de “tumuñuco” y florcitas de retama. Tal vez él regrese y vuelvan los buenos tiempos.

            ... el aire se espesa. Javiera saca del bulto una bolsita con harina de mandioca. Con leche de cabra amasa una tortilla y la pone al rescoldo. Busca un cubo de agua del manantial que atraviesa su tierra y comienza a lavar su vestido negro. Su único vestido negro de viuda, tal vez, así evite a los hombres que la miran y le silban cuando va por los caminos. Ella cree en el regreso, cree en la gente, cree. Javiera espera hace años. No importa cuando regrese, pero ella cree y espera.

            ... oscurece. La mujer arregla los bultos. Es lo que llaman “mula”; pasa todos los días la frontera llevando y trayendo cosas. Nunca “merca”. Tiene miedo. Ha visto a varios desaparecer con la “merca”. Nunca vuelven o los traen muertos. Ella trae azúcar, harina, relojes, pantalones, zapatillas, algún objeto de plata y hasta ha pasado un anillo de oro para el señor Rafael Merlo Sapiola, el patrón del pueblo, quien le dio dos pesos en recompensa. Javiera se conforma con el trueque. Ella es una mujer decente. Entre burlas le dicen “ la Viuda” y le gritan patanerías, como dice doña Lindora, su médica del corazón. -¡ No escuches a esos gusanos!- eso le dice, y también- ¡No te avergüences de ser como sos, una hembra guardiana de vos misma!- por eso ella cree. Seguro que cuando él regrese va a estar orgulloso de ella. Se queda dormida y una sombra se desliza por el patio.

            ... el grito estalla en la noche. Javiera despierta con los ojos incrustados en su cuerpo apenas envuelto por una manta vieja. El loco del pueblo, de apenas diez años mentales o menos, aunque tiene como treinta de edad, nadie sabe en realidad cuántos años tiene. Él,  la mira, la espía, la observa. Mudo, desdentado en sonrisas gorrinas. No la toca y ella le grita, lo echa, lo insulta. El “loco” asustado se aleja. Llora en la puerta el granuja. Javiera se viste y rápido, le habla. El niño-hombre la mira desorbitado con ojos lastimeros. Con pesadumbre la Javiera, trata de explicarle que espera a su hombre. El loco se ríe. – ¡Está muerto, está muerto..., está muerto!- dice en un susurro de palabras aprendidas en la boca de otros hombres. Y el pobre loco escapa, corre y desaparece.

            ... hace calor en la mañana. La viuda con su eterno luto sigue buscando cositas que le encargan las “señoritas” del pueblo. En susurros le piden cremas para verse lindas. La Javiera es tan linda que las mujeres la miran con envidia. ¿Cómo hacés Javierita para tener ese cutis? ¿Con qué te lavás el pelo? Y así, mil preguntas, que ella no contesta porque no sabe por qué ella tiene esos enormes ojos azules en el cutis moreno. Un cabello negro azabache con brillo de terciopelo. No sabe. Y no le importa. Pero siente siempre detrás de ella al Loco que la sigue, que la custodia. Camina y la persiguen mil ojos, mil labios mojados y sucios la desean a la muchacha. Ella erguida sigue el camino sin mirarlos. Hay mujeres que la odian. Otras la espían pensando que miente y tiene muchos secretos.

            ... regresa con tres bultos sobre la espalda y otro en la cabeza. Parece una estatua de bronce negro en el calor de la puna. Los gendarmes la detienen. El Loco salta y les tira piedras desde su altura de simio. La dejan ir no está comprometida su compra. El orate sigue escondido entre los cardones y la espera cuando se detiene y camina cuando ella camina. Al llegar al caserón, ella busca agua y pan y le da un trozo. Ella también bebe y come. El loco ríe. Ríe con su boca desdentada. Ella entra pero le dice que no la siga, que se vaya. É l se aleja y se detiene a la sombra de un algarrobo. Suda y habla en un idioma incomprensible. Pero Javiera entiende que nombra al Crisanto. -“¡Está muerto, está muerto, el Crisanto está muerto...! -repite y repite como una canción, como una oración. Ella se deja acunar por la suave brisa que viene del sur. Siente un grito y es el Loco que aúlla, dos mujeres merodean la casa. Le tiran piedras a la pobre ventana donde está la viuda. Despierta sale para ver qué necesitan, pero las mujeres huyen. El loco babea y llora. Recoge las piedras y persigue a las mujeres tirándoles una a una en lluvia las mismas que ellas echaron. –“ ¡Bruja, andate! ¡Bruja!- Corren  asustadas ppor la inesperada lluvia de piedras que el Loco les arroja. Javiera llora. ¿Qué es eso? Ella no entiende. ¿Qué puede hacer ahora?

            ... los hombres en el boliche se han peleado por la viuda sin hombre. El pueblo es una olla hirviente. Las mujeres se desesperan. Esa bruja nos quiere quitar nuestros maridos. Si no se va la sacaremos de las crenchas arrastrándola por la plaza del mercado. El “loco” la custodia. Si ella sale ahí está él, con sus pálidos ojos negros siguiéndola por donde pasa. Él vio “algo” hace un tiempo. Vio al Crisanto en una riña, vio el cuchillo. Sabe, él sabe. Busca al cura y le tira de la sotana para que intervenga. Llueven piedras cuando pasa la Javiera. El cura habla y las mujeres muy resentidas le hablan verdaderos infundios. Mienten. El cura las reprende y espera.

            ... una mañana de otoño, la Javiera sale y en el mercado la enfrentan. Le arrancan su pobre vestido negro. Le cortan las trenzas, la golpean y la escupen. Las mujeres, las mujeres. El Loco, grita, chilla y salta para cubrirla con su cuerpo. Una piedra le da en la frente. Sangra el “Tonto”, pero es ella quien lo cubre ahora con su sus brazos heridos. Aparece el padre cura y enojado los sostiene.

            ... la Javiera de la mano del muchacho, camina hacia su casa. Por la avenida de algarrobos, aparece don Rafael Merlo Sapiola con un papel en la mano. Se lo entrega a la Javiera. Es la notificación del regreso del Crisanto, que ha estado en la cárcel por matar a un narco. Javiera inicia su camino hacia su casa. Ella esperará acompañada del Tonto, único amigo que tiene.

·         Tumuñuco: picaflor, colibrí, en ciertas regiones del norte.

·         Narco: traficantes de Coca.

·         Mula: personas que transportan y trasladan hoja de coca o pasta de cocaína.

·         Señoritas: forma en que se dirigen las clases populares hacia las damas de mayor poder económico y social en la Puna.

·         Puna y puneños. Región de la frontera con Bolivia, en Atacama y Humahuaca.

·         Llantén: Alisma plantago-acuática, planta monocotiledónea, helobiales, antófila, alismatácea, puede tener otra forma: grande, o Plantago Mayor o media.