jueves, 11 de noviembre de 2021

UN NOMBRE

            Cuando la Candela se amancebó con Ramón, su abuela lloró un día entero. Ella la había criado desde que nació en la finca los “Trigales”. El rancho era pobre pero fuerte para los remezones que de vez en vez les movía la tierra. Los árboles frutales y los viñedos los cuidaba el viejo Hilario. Desde chica le fue enseñando a recoger los huevos de gallinas y patas. A guardarlos por un tiempo en arena que traían del río. Los botijotes con aceitunas se mojaban con el agua fresca del zanjón de arriba. Pero, Candela, apenas cumplió los catorce se fue de torpe con el  Ramón Ojeda. Era guapo y callado como buen hombre del secano. Trabajaba desde que se despertaba el día hasta que las sombras cubrían su pequeño rancho.

            Candela se embarazó temprano. Su abuela no podía creer que su niña iba a ser madre. Pero como buena criolla de ley, ayudó en lo que pudo. El anciano, hizo con sus hábiles manos una cuna. Y los ágiles dedos, tejieron batas y mantas para el retoño. Ese año, se hicieron más orejones de ciruela y durazno. Se guardó grasa de cerdo y chicharrón en trenza. Juntaron unos billetes para llegar hasta la fecha en que naciera la creatura.

            Y una noche de luna, comenzó con el parto. Ensanchó muy pronto y apenas asomó la cabeza, la abuela sostuvo el cuerpo húmedo del bribón que llegaba. Envuelto en suave paño, lo limpió y lo bendijo, como era la costumbre. Después el padre cura, de la capilla del Santo Rosario, haría el bautismo de agua bendita. Lo llamaron Idelio. Igual que el abuelo materno, que nadie conoció. Había perdido una riña y un facón traicionero lo clavó en una estaca.

            Candela, con sus pechos, como ánforas de seda, amamantó al pequeño que se prendió al instante. Ramón lloró bajito, sorprendido al ser padre. Y se fue con la azada a enterrar los restos debajo de un manzano, como hacen los criollos, con el triperío que queda terminado el parto. ¡Eso traerá simientes buenas en el año entrante!

            Los ranchos estaban de fiesta y como un augurio de suerte, esa semana llovió suavecito mojando la tierra que sin pasto, dejaba a las majadas sedientas y mustias. Poco tiempo después estaba todo verde y en el fogón cantaba un guiso su canción de vida. Aromas de históricas recetas.

            Después de la cosecha, ya el niño comenzó a balbucear y los oídos atentos acompañaban los leves monólogos del niño. Dos cachorros de galgos, se fueron criando con el niño. Aprendió a caminar sosteniendo la cola de los perros. Idelio… era despierto y curioso. Seguía a Ramón entre los surcos y con sus manitos jugaba con las hojas de álamos, con los racimos pequeños y verdes que pendían de las parras. Era un niño feliz. Candela seguía gustosa a su hombre. Acarreaba tachos, cestas y botijotes como un muchacho más. Pero algo había cambiado en su mirada. Una nube de grises le ocupaban las tardes. Y pelando arvejas, se quedaba dormida. Y mondando damascos se quedaba dormida. Y una tarde de enero… no despertó. Cuando Ramón llegó, encontró a Idelio abrazado a su madre. Y echados a sus pies los galgos protectores, custodiaban el sueño de su corazón dormido.

            Una cruz hizo Hilario para la nieta. Un ramillete de margaritones, cubren su memoria blanca. ¡Duerme, duerme Candela que el secano te abraza! Y toda la tierra, madre de tu estirpe criolla te cubrirá de espera y de dulces sueños.

            

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