martes, 26 de diciembre de 2023

INFIEL

 

Apesta el olor a fritura en la galería. Los visillos dibujan filigranas sobre el corredor que lleva en damero a los fondos de la casa. Es vieja. Hace calor y hay humedad. Las chicharras clamorean sus atractivos sexuales buscando aparearse. Una modorra manifiesta se despliega en los dormitorios. Ventiladores perezosos desdoblan sus aspas gastadas, con zumbidos de insectos invisibles, sobre las sábanas de algodón que clarean las sombras. Hay perfume a clavo de olor, canela y vainilla, mezclado con otro hediondo. Puro sexo. Vómito y mierda.

Fantino yace semidesnudo bajo el sopor del vino y la cerveza. Ron y cachaza, noche tras noche, amancebado con las busconas de Puerto Las Palmas. Un vientecillo suave, mueve las cortinas de una puerta ventana, atrayendo aire con hedor a río que se entrevera con aromas interiores de la casa. Aire que espanta moscas y mosquitos que, en la oscuridad sacrifican, con su necesidad de sangre, la grosera piel del ajumado moreno.

            Temprano ha comenzado el ruido de los carros que llevan la pesca y los mariscos al mercado. Los gritos de los hombres que trabajan no lo despiertan de su interminable borrachera. Una gallina atrevida ingresa en la habitación en penumbra y picotea el piso donde hay restos mutilados de comida derrochada en la jarana. Nadie se atrevería, como el bicho, a acercarse. Seguramente, un zapatazo sería la respuesta. Sin embargo Nunila, escoba en mano, limpia el patio de tierra sacándole brillo al polvo cerca del catre. La cadera sazonada sostiene la enorme falda, de algodón blanco, que arriscada atesora su cuerpo mulatazo.

Las manos hábiles fabrican, para curiosos y extranjeros, metros y metros de puntillas en las sombras de la tarde, cuando espera el grito de Fantino que la llama. Odia esa voz. Odia al hombre. Odia el mundo y a las hembras que venden su cuerpo a esos machos y al infame gordo alcoholizado. Su marido. Está siempre tirado, pensando vivir sólo para copular noche tras noche, incluso contra la voluntad del cuerpo que apenas se resiste. Grotesco. Inmundo.

Nunila fue bella. Morena de ojos claros y larguísimo pelo ondulado con brillo de perlas negras. Creyó en él. Creyó que la sacaba del infierno donde vivió hasta los doce años. Del rancho, donde cada hombre era más y más bruto con el ron o la ginebra en su cuerpo infantil. Estaba allí, ahora, en la semi oscuridad de la vieja casa que guardaba un secreto. Antiguo caserón con estirpe de épocas pasadas, donde la riqueza relucía entre los marrulleros comerciantes que traían oro y plata de las minas del interior. También esmeraldas y putas.

Cada barco que atracaba era un escándalo en el puerto. Atiborrado de mujerzuelas y borrachos. Gritos y peleas, que acababan en las zanjas con sangre de algún infeliz nunca buscado por alguien.. Marginales. Para Puerto Las Palmas no había una ley y, si la había, nadie sabía cuál era.

Nunila en silencio sobrevivía al horror de todo ese horror. Callada, cocinaba plátanos fritos, marisco y pescado, arroz con cerdo y especies. Nunca le dio ni una moneda, el Fantino. Nunca. Sólo vivía de las manualidades. Pagaba a algunas rameras con los pocos billetes que conseguía de los extranjeros que en el mercado, se enamoraban de los encajes que elaboraba con habilidad de maga. Le daba dinero propio a las putas que tenían hijos criados por abuelas del campo.

 El áspero vino fiestero y el alcohol de caña, lo traía Amancio —socio de su marido— que en realidad era el dueño del burdel y de hembras robadas con engaño del interior empobrecido. La casa era de la suegra.

La morena era fiel. Era Nunila la “mujer” de Fantino. Salía, con el turbante entramado, que escondía el tesoro de pelo que usaba en una ceñida trenza. Ronroneaba cadencia la pollera suelta que le cubría hasta el tobillo. Descalza. Seria. No era igual a esas infelices que traían cada noche a la bullanga.

            A veces, se atrevía a los altos, por la escalera desvencijada y entraba en la gran alcoba de la señora Santina, la suegra muerta; y abría los cofres cubiertos de mantos de seda filipinos. Se ponía uno de aquellos trajes de seda que fueron la gloria de la madre de Fantino. Soltaba la cabellera. La sujetaba con peinetas de carey o nácar; y usaba los aretes de oro y zafiros que escondidos en un pequeño cajón de la cómoda, dormían en descanso de tiempo. Se transformaba en señora. En dama. Caminaba sobre la alfombra de Persia. Se daba aire con el abanico de plumas de ave del paraíso. El espejo le devolvía un fantasma. Gloriosa su belleza nativa. Majestuoso su porte de reina. El preferido era el verde agua, con encaje de Bruselas. Las enormes enaguas de lino aún conservaban la fortaleza del almidón. 

Nunila parecía una pintura arcaica de la colonia moribunda. El cuadro era de otro siglo. De otra vida. Después se desvestía, guardaba su secreto y volvía al traje de algodón blanco y al turbante. Nada sacaba para sí, su marido, si la atrapaba, le daría tantos palos como pelos tenía en la cabeza. La señora Santina su suegra, esa que ella cuidó hasta la muerte y que nunca la consideró esposa del hijo idealizado, no permitiría su travesura. ¡Si viera a Fantino! Borracho todo el día, encamándose cada noche con una, dos y hasta tres mestizas del puerto, cuando ella se encerraba en el dormitorio. Caería en otra apoplejía como la que sufrió cuando supo que, su finado Evaristo, tenía una manceba con nueve hijos por ahí, en las afueras del Puerto. Hijos que, por supuesto, hizo desaparecer sin recelo de la zona pagando a unos matones sin escrúpulos, antes de caer en esa inmovilidad que la desquició.

            Después, con el tiempo, la mulata tomó por costumbre pararse frente al cuadro de doña Santina para hablarle. Como le charlaba en el lecho, mientras le curaba las escaras evitando que se infectara. El calor era una molestia que irrumpía a destajo con toda clase de bichos, casi invisibles, que picaban y mordían la piel dejando heridas. ¡Insectos infernales!

 Otras veces, cuando le daba de comer, la madre se negaba a abrir la boca y algunas lágrimas corrían por su piel lechosa. Ella, con un pañuelo secaba una a una y le acariciaba la frente. Igual, nunca la quiso. Nunca devolvió un gesto, una palabra, nada. Nunila, bella mestiza, era hija incestuosa, tenía madre-hermana, negra y el padre blanco y borracho empedernido de ojos claros. Por eso alardeaba la mujer de los propios. Eran de cielo cambiante y, según se avecinaba una tormenta, mutaban en destellos tentadores en una mirada profunda. Un día en la feria, tropezó con un hombre que le dijo: ¡Hembra tienes ojos de mar tormentoso! ¡Sí que eres bella, serías mía si te atrapo! Huyó, dejando abandonada la cesta con la compra, sobre un mesón de madera en la calle.

Provocada por la seducción de las palabras escuchadas escapó. El hermoso extranjero trató de atraparla, corrió, pero lo evitó desapareciendo entre los callejones malolientes del puerto. Después, lloró su destino. Entre los paraísos en flor, lloró su suerte.

            Al regresar una mañana a la casona, un grupo ruidoso de gente; entre ellos dos vecinos que siempre la codiciaron, y Amancio la esperaban. Algo extraordinario había ocurrido. Fantino salió gritando por la calle. Cayó como partido por un rayo en las piedras mugrientas de la acera. Balbuceó algo. Una espuma blancuzca le burbujeaba entre los labios. ¡Nunila ayúdame! ¡Santina vino a buscarme! ¡Mamaaaaá! Luego, dando un revolcón en tierra, quedó sin conocimiento. Los ojos en blanco y uñas amoratadas como los labios. Fue lo último que se vio en él, antes de que se hundiera en la perplejidad de la muerte.

            Nunila con el señorío y silencio de siempre, redujo todo a un sepelio corto. Sin ruido y sin llanto equívoco. Pocos conocidos fueron para acompañarla. ¡Mejor!       

            Despachó con fiereza a prostitutas y al Amancio. Los parroquianos salían disparando cuando les tiraba con lo que tenía a mano. ¡Vuelvan a sus mujeres! Les incitaba. ¡Vuelvan a ser hombres de verdad!

            Una semana más tarde, limpió la casa. Pintó con cal cada habitación, lavó y cepilló ventana por ventana, mueble y piso, dejando que la luz de la vida regresara a la vivienda. Se transformó en la dama que soñó ser. Con la tela de los vestidos de doña Santina se hizo ropa a la moda de la época, se adornó el cabello con aquellas peinetas de la difunta y habilitó el salón, para que allí, se aprendiera a fabricar encaje. Pronto, las muchachas de otros barrios llegaron para aprender. El murmullo de las voces juveniles, le cambió el estilo a la zona.

            Un atardecer, estaba sentada Nunila en la galería, cuando vio que bajaba por la escalera misia Santina, resplandeciente con el traje de seda amarillo pálido, le tomó la mano y dejó en su palma una caja llena de joyas, que nunca supo, ni Fantino, que existían. Luego, le dio un beso en la frente y salió por la galería desapareciendo para siempre entre los jazmines.   


EL MENSAJE

  

“Cuando quedará mi cálida luna acumulada en mi cintura poblada de fantasmas que blanquean al trasluz el bosque, allí donde pacen los unicornios y las gacelas. El cielo se transforma en un oscuro escondite de la sombra, de allí saldrá una nave de tránsito ligero. Viajará la niña, con su perro dormido entre los brazos”.

La carta se cayó entre los pies de la joven que sorprendida, miró tras la ventanilla del tren que volaba sobre la planicie.

No comprendía el mensaje, era como un lenguaje cifrado propio de la contienda. Comenzaba a nevar y la nana la cubrió con una manta de piel. Un fuerte olor a alcanfor penetró en sus pulmones. Sabía que estaba huyendo del infierno, pero no alcanzaba a desentrañar el recado. La hiriente mirada del acompañante le daba temor, era tan dura, tan inquisitiva que creyó imposible dormir.

Sin embargo el movimiento del vagón y el suave calor que le prodigó la manta, le dieron un insinuante sopor, quedó dormida, Y soñó. En la pradera se movía un caballo que galopaba con un andar  cadencioso y firme. Montado en él, un hombre con la capa azul que envolvía su rostro y apenas se mostraba un mechón de cabello renegrido. De repente el tren se detuvo en forma brusca y se despertó. Ingresaron dos soldados vestidos con capotes negros, impermeables, de rostro enrojecido por el frío. Pidieron los papeles y la nana, asustada entregó el suyo y rebuscando nerviosa el de Ludmila, se arrebató  frente a los jóvenes, que por inexpertos, sólo osaban gritar en un idioma incomprensible. La muchacha les pasó el papel, el mensaje. Ellos intentaron leer, pero en su ignorancia, amagaron pedirle a la nana que les leyera.

La mujer abriendo los ojos y respirando profundamente dijo:

 “La niña Ludmila Trensky, es llevada a un monasterio cercano a Moscú, para ser ingresada como enferma mental. Se ruega no molestarla, es muy delicada de salud y su familia, está muy preocupada por su destino” la firma es ilegible, dijo.  Ustedes saben que los médicos y los generales tienen escrituras muy complejas. ¿Verdad?

Los inexpertos soldados, aceptaron la respuesta de la acompañante. No tenían órdenes y no se animaron a persistir. Descendieron del carromato y siguieron junto al tren hasta que éste se perdió entre el humo y la niebla.

Ludmila, cerró los ojos y comenzó a reír. Su risa engrosó el humor del vagón, otros rieron sin saber por qué.

¿Por qué les mentiste? Si ni tú, ni yo entendimos el mensaje. Me parece que ellos no saben ni siquiera las letras… sus ojos parecían los de un cordero enfermo.

¡Ay, Ludmila, si no les inventaba eso, te llevarían y quién sabe qué maldades te harían! Te salvé la vida y honra.

El caballero que  estaba frente a ambas, se atusó los bigotes y sacó una petaca del capote, y por primera vez sonrió. Bebió un largo trago de vodka y

Dijo: ¡Realmente la felicito! Supo engañarlos como corresponde, pero a mí, no. Y parándose, tomó a las dos de los hombros y empujándolas las sacó de la cabina. La manta quedó en el suelo y el mensaje cayó junto a la puerta. Era un extraño correo con notas de máximo valor militar, pero el viento lo sacó por el pasillo y se fue volando por el aire fuera del tren, perdiéndose en la nieve.

 

LIBERTAD

 


 

No sufras, calma el espíritu ardiente de tu estirpe orgullosa.

 

No tanto como para marchitar sonrisas, lindas carcajadas puras para veladas de baile y jarana. Verás que entre los arrojos de voces cantarinas hay un duende plateado corónalo de nomeolvides frescas. Con tus manos aprisiona solamente un instante, la esperanza de un ángel que quiere ser gaviota. Tus dedos...déjalos que entreabiertos fluyan en dulce almíbar, en polen perfumado, en espuma. Jaula de incienso. Humo.

 

    Ahora tendiéndote en una verde pradera contemplando los nidos. Busca el sol con tu boca. Besa. Bebe. Corre. Acabas de construir un paraíso. Vuela hacia el poniente. Ya eres libre. Vuela, abandona las manos que se quieren quebrar en perfume de ladrillos.

Eres un ser libertario. Vuela.

 

EL HERMANO

 

“Sobre el vidrio de la ventana cada mañana aparecían las huellas grasientas  de unos dedos. La hermana del muerto, mirándolo allí, en la cuneta dijo: - No tuviste, hermano, ni tan siquiera una limpia muerte- y se secó el sudor con el delantal de la cocina, que hacía tiempo usaba.

Eloisa caminó unos pasos en el callejón ahora poblado de curiosos. Esa noche, el “Pardo Ortega” lo vino a buscar para ir al boliche. Fue. Lástima de destino, porque el Lucho era un tipo simple, callado y trabajador. Muy sombrío, si, por ser analfabeto. Pero un hombre bueno. Todos por ahí lo querían.

La muchacha, que lo crió desde chico, sabía que era incapaz d pelear a cuchillo, como decían los mirones.

Esa mañana ella miró la ventana y no había huellas de dedos grasientos en el vidrio. ¿Quién era ese fantasma infernal que se había evaporado entre los olivos?

Vino el Oliverio y le puso en la mano un fajo de billetes. No los necesitaba. Ella y su hermano eran cosechadores y concientes de que no tenían que tirar la vida en chucherías. Pero el hombre insistió tanto que guardó en el bolsillo del delantal el fajo. Cuando pudiera se lo regresaría.

La gente de bien y de palabra no se queda con dinero ajeno. Para eso vendía unos cerdos o una vaca.

Lloró. Sola en el mundo ahora, buscaría la forma de irse a la ciudad y emplearse de mucama en cualquier casa que encontrara. Luego vendería la finca del abuelo gringo. Y entonces, conoció al inspector que vino a cargarle la culpa de lo de su hermano. Le fue creciendo una rabia enorme. El Lucho no se merecía que pensaran que ellos eran malos.

El tipo la miró con lascivia, pero astuta como buena campesina, le dio la espalda. Llamó al Oliverio y le pidió que presenciara el interrogatorio. El hombre preguntaba si tenían deudas de juegos o de trampas con las ventas de los olivares. Muda, miró de frente a los ojos oscuros y morunos del inspector. Afrenta a mi hermano difunto y a mí, le dijo. Somos gente de bien.

Pasaron los días y otra vez aparecieron los dedos grasientos en la ventana de la cocina. ¿Un fantasma o un ánima?

La madrina del Lucho vino con una noticia: ¡Sabés Eloisa, que el Lucho tiene un hijo? Ayer lo conocí en la parada del micro que va para Paredita. Es de la Mireya, la gorda pintada que se metió en el catre a tu difunto hermano. Para mí que fue ella.

No, yo lo sabría. El Lucho no me escondía nada.

EL PESCADOR DEL GUAYQUIRARÓ

  

El agua subía distrayendo la costa para derrumbar camalotes isleños. El Charú, continuó empujando la jangada hacia la orilla de Caá Curá. La ranchada se adormecía en la superficie de las aguas que aleteaban como pájaros alertas. De vez en cuando se oía el grito agudo de un macaco aullador. Las mojadas cachas, que apiladas dormían en la mitad del madero parecían el cadáver de un chancho de la selva.

El chajá voló en silencio. Se asentó en el esqueleto de un timbó. Rápido, se pobló de aves blancas y negras. Parecía un árbol florecido a destiempo.

El Chorú se recordó del árbol del playón del almacén del “Gringo” en el poblado de Rodeo, era por las navidades y una “doñita” se porfiaba en adornar con chucherías de colores que brillaban con la luz.

Pasó cerca una lancha de prefectura y se elevó el agua en una lluvia fría que humedeció su miedo.

No hay que confiar en esos tipos, ellos te sacan los cueros de carpincho y encima tenés que aceptar un rebencazo en las costillas.

Un odio antiguo le afloró a los ojos y saltó de su alma de pescador pobre. Pensó en la Lena, China fuerte que le había dado siete hijos.  La trajo de Paisandú. A tiempo la mandó río abajo a los Rosales con los críos y algunas cachas. Él, tosía mucho y el Cotito, tenía fiebre antes de que se fueran. Ella también. En los Rosales había una “dotora” hábil con los yuyos y los ungüentos, seguro le sacaría el mal de ojos y cualquier maldad del cuerpo. La Virgen de Iratí, san “La Muerte” y el “Gauchito Gil” le sacaría los demonios.

¡Cuando niño necesitó a la “médica” de Caá Guazú! Le dio algunos yuyos y le curó la gusanera de las tripas. Le enseñó a Mama Vieja a cocer todo lo que les llenaba el buche, asar bien las carnes y el agua tenía que cocinarla siempre por un rato. ¡Eso es lo que te enferma a los críos, dijo” Si comen chancho del monte o carpincho… bien cocido, mucho fuego!

El sol ya había desaparecido y un manto azuloso dejaba los árboles de los montes como los esqueletos de gigantes muertos. Las ranas y sapos rompían el tibio ronroneo del agua con sus llamados de amor.

El Chorú se quedó dormido. La jangada siguió río abajo y encalló en un arenal tan lejos, que al despertar, no supo donde estaba. Se tiró al agua y nadó a la orilla, buscó algún humano y solo, se sentó a llorar bajó un árbol que no conocía. La soledad le trajo un dolor agudo al pecho, el Chorú, quedó allí, hasta que un paisano lo encontró medio muerto. Lo llevó al poblado y la policía lo llevó hasta los Rosales.

¡Nunca se podrá olvidar ese tiempo!

 Vocabulario:

Guaiquiraró; río de Argentina en la mesopotamia.

Jangada: especie de barca que se construye con troncos atados con cuerdas.

Cachas: bulto con ropa y utensilios del hogar.

Chajá: ave tíca de la zona.

Paisand{u: ciudad de la Mesopotamia.

Dotora o médica: se le dice a mujeres indígenas que tienen conocimientos ansestrales de curación con hierbas.

San la Muerte y Gauchito Gil: personajes que detectan ciertos cultos populares en regiones del país. No son aceptados por la religión cristiana.

Carpincho: capibara o chancho del monte.

 

LLEGANDO A TAIWÁN

  

Fue un viaje mágico. Al pisar tierra y enfrentar ese mundo de gente arremolinada con sus bártulos, ver cada rostro con sus ojos llenos de luz, me sentí que entraba en un el territorio irreal de otro planeta. No veía en ningún rincón un occidental y pensé que estaba irremediablemente en otro mundo. Entendí lo que es ser analfabeto. Cada cartel, cada señal, me era ajena. No entendía qué decían esos signos que ordenaban la vida de los humanos. ¡Gracias a Dios iba rodeada de mis amigos que sí, eran taiwaneses y me ayudaban!

Estaba invitada a la boda de uno de mis alumnos que había alfabetizado en castellano en Argentina. Viajé con toda esa hermosa y generosa familia de 35 personas. Apenas pasamos aduana subimos a una trafic para ir a Taichung, nuestro destino. Cansada y sorprendida, miraba un verdadero enjambre de autopistas que se enrulaban en distintas direcciones y en distintas alturas una sobre otra como los edificios de departamentos de las grandes ciudades.

Desde la ventanilla miraba sorprendida en las casa luces rojas. En mi ignorancia pensé: “¿Cuántos Hoteles Alojamiento o Burdeles?” Cosa que no congeniaba con el estilo de vida de los “budistas” y siendo tan estrictos con la educación de las tradiciones. ¡Me equivocaba! Supe al llegar a la casa de los mayores, que eran los “altares familiares” que se entronizan en cada vivienda a los Antepasados.

Esa noche caí redonda al lecho. Habían alquilado una cama occidental, para mí, ya que ellos duermen en edredones en el piso de la vivienda. A la mañana siguiente sentía la sangre como si hirviera. Era el haber dado vuelta alrededor del mundo hacia oriente. Me esperaban en la casa de al lado. Las viviendas tienen cuarenta metros cuadrados. Y son muy pequeñas. Poseen un baño mínimo, pero con una profunda bañera con agua caliente que disfruté. No tienen cocina al estilo occidental, ya que el ama de casa se sienta en un pequeño escabel, corta las verduras en un recipiente y por orden del gobierno no pueden acumular desperdicios por cuestiones ecológicas. Ya no hay espacio para la contaminación. Es una isla de alrededor de seiscientos kilómetros cuadrados con una montaña en el medio y agua alrededor con más de cuarenta y cinco millones de habitantes. ¡Hasta los perros están en jaulas apiladas una sobre otra en las (ínfimas callejuelas) como en propiedad horizontal!

El desayuno excelente. El cariño indescriptible. ¡Pero me tenía que adaptar a su tradiciones! Por lo que la primera tarea fue asistir a saludar a los ancianos de la familia. En la casa de la “Abuela” caí como un extraplanetario. Me acercaron a la dama que ocupaba un sitio importante. Allí, yo, ignorante recibí un “rosario de cuentas budista” y que tomé afectuosa y le “plantifiqué un beso en la mejilla a la abuela”. ¡OH, el ¡Ay! ruidoso de toda la familia me paralizó! ¿Qué hice? Ella sonrió y dijo algo en taiwanés. (No se preocupe… he visto en televisión que los occidentales se dan besos). ¡Era la primera vez que alguien en su vida le había dado un Beso!!! Ni siquiera el esposo, ni los hijos, ni los nietos. ¡Ni sus padres! Y yo, mendocina ignorante le dí el primer beso de su vida. No sabía dónde esconderme. Pasado ese momento, me subieron a un auto y por tortuosas callejuelas me llevaron a un sitio donde según me explicaron tenía que honrar a el “Abuelo” que había fallecido hacía poco tiempo. Llegamos a un parque de no más de una manzana. Allí había una especie de tumba redonda frente a un atrio donde a los costados había dos estatuas de cerámica de colores vivos, que representaban a un hombre y a una mujer. Vestían trajes tradicionales. Me entregaron tres varillas de incienso color rojo con letras doradas, me indicaron que pidiera autorización a las figuras de cerámica para acercarme a la tumba. Así lo hice. Explicando quién era yo, y luego comenzó mi ceremonia de bendición y honra al “Abuelo”. Lástima que no tenían una filmadora, sería genial para una película ver una mujer occidental, haciendo reverencias con el fuego sagrado de las varillas. Luego el resto de la familia hizo sus bendiciones. Yo como católica me sentí muy emocionada, Dios, pensé está aquí junto a mí.

Cuando regresamos a la casa, me sentí muy feliz. Pero…debía ir a la casa de otro familiar a cenar por mi condición de docente de los futuros esposos. Allá fui, con un regalo: Un disco de Tangos, porque la dueña de casa amaba el tango Argentino. Conocía todas las letras de memoria: Gardel, Tita Merello, Discépolo, Del Carril…en fin yo ni se la mitad y tampoco lo aprendí a bailar, cosa que siempre lamento. Esa noche me recibieron como una reina. Catorce platos diferentes era el menú. ¡La esposa del hijo mayor, cocinaba sin participar de la cena! Yo no lo podía creer.

Antes de la boda, me llevaron a conocer el Instituto donde habían estudiado mis alumnos. Era un colegio Jesuita. El director, un norteamericano, sacerdote, hacía diez años que vivía en Taiwán y a través de mi italiano, ya que no hablo inglés y mínimo mandarín, le pedí la comunión. ¡Nunca lloré tanto como en ese momento! Tan lejos de mi patria, rodeada de budistas y tomado la Santa Hostia, era un regalo que me deparó la vida.

Luego de la ceremonia donde se prometieron Kuo Wei y Pey Ti, me invitaron a conocer el sur; tomamos el tren a Caushung, y atravesamos los campos de arroz de esa hermosa isla. Isla que fue nombrada en la antigüedad como “Formosa” por jesuitas portugueses…y realmente es hermosa. Pasé veintinueve días increíbles.

Siempre me sorprendo reconocer que no conozco zonas de mi país y recorrí de norte a sur y de este a oeste aquella maravillosa y pujante isla: Taiwán.

 

UN TERREMOTO EN CHILE

 

Mi cumpleaños es en el mes de febrero. Para festejarme, me invitaron a ir al norte de Chile una semana. Adoro la comida chilena y sus playas del norte, donde se puede ingresar un poco al mar, ya que no hay agua tan fría. El hotel muy bonito, con amables personas que nos atendían de maravilla.

Siempre solemos ir a Santiago y a Viña del Mar, que queda en la Quinta Región, pero allí las playas son pequeñas y el agua muy fría. De todos modos, me gusta subir  a Valparaíso y andar por las calles del puerto y llegarme a la casa del poeta Pablo Neruda, La Chascona. Allí hay objetos que usaba en vida y como buen escritor, coleccionista de objetos varios.

El olor de las Caletas con los pescadores que venden los frutos de mar recién recogidos, el perfume de los mariscos que fríen en simpáticas pailas de cobre, los rumores del mar y gritos de la gente, me fascina.

Siempre usando las famosas “liebres” pequeños autobuses que atraviesan toda la costa, te permite recorrer ese paisaje típico de los puertos. ¡Pero nosotros estábamos en el norte, en una ciudad llamada “La Serena”. Allí caminábamos con mi hermana, por la orilla del mar, observando los diversos pájaros: pelícanos, albatros y ciertas palomas. En las playas no hay tumbonas, ni parasoles como en otras playas que conozco, la arena, es gris o marrón oscura a raíz de los frecuentes sismos que ha sufrido el territorio chileno.

Sin embargo, el mar es muy amable, poco salino y el aire fresco mengua el calor del sol del medio día. El desayuno era excelente con las variadas frutas que hay de primerísima calidad en Chile; que exportan por todo el mundo, cosa que he comprobado en otros viajes. Cenábamos en el hotel, generalmente las ricas paltas rellenas con camarones frescos y perfumados a mar… ¡Una delicia para el paladar!  Luego chupe de “jaiva” o albacora a la plancha, con abundantes verduras asadas. Y frutas varias de postre. Así, entre ricas comidas, paseos y playa pasaron siete días. ¡Mañana nos volvemos a Argentina, déme  la cuenta, por favor, le dije al conserje! Don Rosmando sonrió y se lamentó. ¡Lástima que ya las damas nos dejan! Muy amable su comentario, como siempre.

Esa noche nos hicieron una cena especial: entrada ”Jardín de mariscos”, segundo plato unas empanadas de salmón, seguimos con “machas a la parmesana” y finamente un flan de “chirimoya” que nos dejó fascinadas, rociado todo con un buen vino chileno blanco bien helado. Nos regalaron una pequeña paila de cobre con la banderita azul, roja y blanca del país y nos retiramos a terminar de armar nuestro breve equipaje.

Luego de revisar cajones y estantes, miramos un rato televisión y nos dispusimos a dormir. Nuestro avión salía hacia Mendoza, a las trece, por lo que debíamos estar en el aeropuerto a las diez.

Ya dormíamos profundamente cuando un sismo muy fuerte me despertó. Todo crujía y se movía con mucha fuerza. Acostumbrada a los sismos en mi tierra, ese me hizo asustar, ya que era muy, muy fuerte. Me asomé a la ventana y el agua en la piscina se elevaba hasta casi medio metro de la orilla y regresaba a su lugar con chasquidos insólitos. Mi hermana dormía bajo la medicina que toma por su salud, pero despertó y a mi pedido comenzamos rezar. Invocamos a cuanto santo y Vírgen conocemos. Fue mermando. Nosotros sabemos que suele haber “réplicas”; es decir se suceden temblores más suaves en cortos tiempos, como un acomodamiento de las capas tectónicas. ¡Era muy fuerte!

Al rato escuché voces en los pasillos del hotel. Me asomé. No había luz eléctrica, como es lógico. En casos así es aconsejable cortar electricidad y gas, para evitar incendios. Pero medio dormida, les pedí un poco de “silencio” porque nos teníamos que levantar temprano para ir al aeropuerto. Me pidieron disculpas. Yo me acosté y me dormí como si no hubiera pasado nada. ¡Deben haber pensado que estaba loca o drogada!

A la mañana siguiente nos levantamos y llegamos al desayunador, donde una trémula asistente nos miró con extrañeza. ¿Anoche no sintieron el Terremoto? ¡Sí, claro tembló, dijimos a coro! ¡No, señora, ha sido un terremoto grado 9,8 destruyó la Quinta Región!

Nos sirvió un desayuno magro, disculpándose porque no tenía ni gas, ni electricidad.

Cuando salimos con nuestras valijas, y quisimos llamar un taxi, don Rosmando nos dijo que creía que estaba cerrado el aeropuerto. Igual, con la esmerada atención llamó por su celular un taxi. Éste llegó al hotel y nos miraba como a dos extraterrestres. ¿Las damas no tienen miedo?

Ingenuas… yo le contesté, estamos acostumbradas a los sismos. ¡Pero esto ha sido grado 10 en ciertas zonas! Era el 27 de febrero. Por favor, llévenos al aeródromo. Y el buen hombre nos subió a su vehículo y nos llevó. Las calles rotas, casas con trozos caídos y grandes grietas, postes de luz en tierra… allí advertimos que había sido devastador. El aeropuerto Cerrado. La pista rota. No se podía salir por ahí.

El caballero, no puedo decir otra cosa, nos llevó a la terminal de ómnibus y consiguió dos pasajes en un bus de tipo doméstico, no como para atravesar la cordillera. Era el último par de tiketes que había. Subimos rezando para poder regresar a Mendoza, Argentina. Mi celular…muerto. No conseguíamos comunicarnos con la familia. En todos los lugares los teléfonos y medios de comunicación desactivados por razones de seguridad. Antes de subir preguntamos si podíamos hablar con un carabinero (policía de Chile, muy profesional) No, dama están todos desplegados por el terremoto en las zonas de mayor desastre. Me hice la Señal de la Cruz, ¿Cómo pude ser tan idiota? No tenía forma de avisar que estábamos bien, vivas y en viaje.

El autobús, era de cuarta. Pero nos llevó trepando por encima de los escombros, en algunos lugares se detenía y un tractor lo hacía pasar por enormes puentes de metal, que el ejército había desplegado. Las cuentas de mi rosario, brillaban y sacaban chispas. ¡Por fin supe lo que había pasado y sentí, no miedo, horror!

Cuando llegamos a la madrugada a “Libertadores” la frontera con nuestra patria, los comentarios eran de los muertos y de la catástrofe que dejábamos atrás. Ya en territorio argentino, sonó mi celular. Cuando lo atendí era mi nuera que lloraba. ¿Están vivas? Sí, y ya en tierra de nuestra patria. Tranquilos. Llegaremos a la terminal de buses alrededor del medio día. Hicimos aduana y nos miraban coma extraterrestres. Creo que no abrieron las valijas y bolsos por la sorpresa de ese cachivache que nos traía de Chile. Yo ahora lo veo como el mejor de los autobuses que usé en mi vida.

Cuando estacionó el coche en la terminal, toda la familia parecía ver a unos fantasmas. ¡Qué ignorante puede ser uno! Y tan soberbia que no se da cuenta que la naturaleza puede jugarnos una apuesta con la muerte. Cuando mostraban los noticiosos los lugares de Chile, yo comencé a llorar. Puentes carreteros derrumbados, casas que habían caído al mar desde las costas, autos arrojados en grietas enormes… ¡Dios, Gracias por ese taxista y ese valiente chofer que nos trajo!

Pero, ahora medito siempre, que somos una pequeña gota de agua en un océano que puede ser calmo o borrascoso. Que debemos estar preparados para sobreponernos a cosas similares, pero que yo, especialmente, debo ser más serena en mis actos y respetar con prudencia a mis congéneres. ¡Jamás debí creer que lo superaba todo! Gracias a esa buena gente chilena que nos ayudó sin pedir nada cuando tal vez ellos habían sufrido pérdidas importantes. Chile es muy bello, y seguí yendo cuando pude, sin dejar de estar alerta a los sismos.

PALABRAS MORDIDAS ADENTRO DE UN CORAZÓN ROTO

 


Digo

El mármol de tu voz es la saeta que esgrimes

contra el cielo.

Digo

Que se partió entre escombros un hálito de espera

aun no llega.

Digo

Que los silencios retumban entre capas de fuego.

Así es el infierno.

Por eso digo

Que he perdido las fuerzas

Que la lucha ha quedado suspendida en la entrega.

Digo

¿Acaso oyes mis ruegos?

 

LA FAMILIA DE JOHANNS


La niebla lamía sus pisadas de botines viejos, heredados. Su padre, regresaba del obraje con las manos secas y el corazón alegre. El perfume de la olla se percibía desde el contrafrente de la casona. Era un día de fiesta. Era su día. Una noche llena de luz y esperanza escrita en la frente de su hija. Luna llena. Fragancia de albahaca y estofado de gallina.

Ingrid esperaba sentada en una silla frente al fuego. Esa mañana había regresado Erna de la casa grande con ropa usada pero limpia. Feliz de traer una gallina, pan de trigo y patatas. La muchacha encontró a sus hermanos como los había imaginado. Altos, desgarbados y rústicos. ¡Pero tan buenos como cuando eran chicos!

Ellos, cuidaban y ordeñaban a “Mimí”, la vaca con su nuevo ternero. Segaban el centeno y cosechaban los frutos de manzanos y perales. Otto, tenía una conejera con hermosos gazapos blancos. Y Kurt cuidaba las gallinas y el cerdo, que engordaba con esmero. Érica, la pequeña, hilaba como su madre lana de las ovejas del patrón de la casa grande.

Eran felices. Se sentaban junto a la mesa a cantar después de la cena. Hasta que el viejo reloj del templo llamaba a la oración de la noche. Se contaban historias y leyendas. Luego cada uno a su lecho, para despertar al alba.

Todo era silencio entonces hasta el canto de los gallos. El salto era de enérgico despliegue, cada uno a su tarea. ¡Pero vino la guerra!

Los muchachos debieron marchar, las mujeres redoblaron el trabajo hasta la requisa del gobierno, que se llevó chancho, conejos y pollos. Escondieron la harina y la cerveza casera que fabricaba Johanns. Se llevaron la mula y al patrón las ovejas. Hubo que destejer y retejer las medias, los chalecos y las mantas.

El carbón y la leña no alcanzaban. El frío comenzó a invadir la casa y huyeron hasta los pájaros de los pinares. Entonces, las muchachas usaban los botines heredados, remendados por las hábiles manos de la madre.

Siempre esperando al padre y los muchachos. Tardaron varios meses, muchos. Algunos regresaron. Y volvieron a calentar la casa con lo que quedaba de sillas, cajones y muebles de la casa. Ingrid, se ingenió para llenar las ollas con exquisitos aromas que buscaba en el bosque. Regresó Johanns con las manos llenas de medallas de honor. Sus valientes hijos, no regresaron ese invierno. Otto, vino abrazando a un soldado herido y a su hermano sin piernas. Igual, se sentaron junto a la mesa y cantaron hasta que el silencio los doblegó en cansancio. Ya el reloj del templo estaba callado. Y el patrón no venía. Erna buscó a la esposa, que enferma y triste, estaba sola en la enorme vivienda.

La dama, solitaria lloraba y sonreía, alternativamente. Pero estaba muda. No comía. Erna le daba pequeños bocados. Bebía algo de cerveza casera y miraba asombrada a esas mujeres y hombres valientes que la cuidaban como a un niño. Érica, le sobaba las manos para calentarlas y los pies para que cobraran un color vivo.

El amor de esa gente le devolvió la vida. Una mañana cuando el sol asomaba, apareció el patrón y se abrazó a Johanns. Había perdido todo. Había recobrado todo. Esa familia tenía un tesoro increíble. Esperanza y amor verdadero.

¡MATA A TU PATRÓN, ADELAIDA!

 

            El país era un caos, los automóviles pasaban como balas por las calles y se oían balas en la noche. Es una asonada. No, es una revolución. No lo crean es una reivindicación social. Es la nueva política que viene.

            Y hasta el hartazgo en los medios radiales se oían a politólogos hablar. Los diarios ardían. El mundo estaba patas para arriba, señor. Yo había entrado a trabajar en esa casa como ayudante de un pediatra muy amable. Su mujer era una excelente ama de casa y tenía muchos niños; cinco para ser exacta.

            Nunca me faltaron al respeto, me hicieron sentir despreciada o me obligaron a hacer tareas superiores a mis posibilidades. Fíjese, señor, que me daban a elegir la presa de pollo o el mejor bife de la fuente. Me hacían servir primero a mí y luego doña Raquel, le servía a mi patrón y a los chicos. Al final ella se quedaba con lo que quedaba, generalmente lo más pequeño o lo que sobraba. ¡Nunca la oí renegar del trabajo que le daba coser la ropa de toda la familia! Muchas mañanas yo me levantaba y saliendo de mi habitación veía que ella no se había acostado terminando una camisa o una prenda para los niños.

            Mire señor, me pagaban antes que terminara el mes y siempre me daban algo más como una especie de propina o premio por alguna tarea especial que hubiera hecho: limpiar los bronces, cambiar cortinas y almidonarlas, hasta si servía un café sin que me lo pidieran como idea mía para que se sentara un rato el doctor a charlar con la esposa.

            La casa era grande, pero no demasiado. Era una casa como para varias personas, pero no brillaba el lujo o algún despropósito. Muchas veces él, el patrón atendía a un niño y no cobraba si veía que era gente de trabajo y pobre. ¡Hasta les daba los remedios, esas muestras gratis que le dan los laboratorios!

            Yo, lo digo sin vergüenza, me enamoré de esa familia. Eran buenos, muy religiosos y vivían como cualquier obrero, sólo que tenían escuela. ¡Si yo hubiera podido ir a estudiar no me hubiera sucedido todo aquello!

            Una noche sonó el timbre y fui a abrir la puerta, pensando en un niño enfermo que llegaba sin aviso. ¡No, era mi ex marido! Él, es un alto personaje en los sindicatos de madereros. Manda como “patrón de estancia”, así decía él, que se jactaba de ser mejor que los estancieros. Nunca conocí a uno. Vino y me sacó casi a la rastra. Entre después de darle un buen empujón y le avisé a uno de los chicos, el mayor, el Pipi, que salía un momento con un pariente. Que le avisara a su mamá. Salí y en la esquina había una chata con dos tipos armados hasta los dientes. Me metieron de “prepo” en la chata y salieron echando chispas. Llegamos al parque y allí me dieron un ultimátum…”Tenés que matar a tus patrones y a los pendejos”

            Se imaginan como temblaba. Yo sabía que son de los de la pesada del sindicato. No me la iban a perdonar. Temblaba como una lámina de metal, me castañeteaban los dientes y las rodillas bailaban una contra la otra. ¡Qué julepe! En una bolsa entré el arma con seis balas en la misma y otra caja más. Porque eran siete, sí, siete con el Pipi y la Clarita. Sole tenía tres años y Luchi cinco. El bebé no caminaba todavía pero ni se lo sentía de tan bueno.

            Esa noche no pude dormir, fui como seis veces al baño, tenía vómitos y colitis. ¡No es para menos! Yo, Adelaida Gauna tenía que matar a esa gente hermosa por orden de un atado de locos gremialistas. En la mañana la señora me preguntó ¿Cómo le fue anoche con su pariente? Y le tuve que mentir. Vino a avisarme que me tengo que ir señora. Mi abuela en San Juan está moribunda y no hay quien la cuide y pensaron que yo soy la mejor nieta para cuidarla, así que esta tarde cuando termine las tareas me voy.

            ¡Qué pena Adelaida! La queremos tanto, pero está bien usted se merece cuidar a su familia.

            Me temblaba el cuerpo. Hice todo lo que pude para no mostrar mi miedo y mi vergüenza. Me pagaron con un premio por mi trabajo y salí corriendo. Me subí en la Terminal De Micros el primer coche rumbo a Buenos Aires, ya que allá es tan grande que no me iba a encontrar. Por lo menos en un largo tiempo, plata tenía, ahorraba algo de mi sueldo todos los meses y más lo que me habían dado al salir.

            Viví escondida en un pueblito del sur de Buenos Aires cinco años. Trabajé de vendedora ambulante, vendí helados, cociné en una fonda, hasta cargué bolsas en una feria de verduras. Un día hubo una revolución y sacaron a los palos a muchos, especialmente a algunos políticos mafiosos. Yo escuchaba las radios de noche en la pensión. ¡Ah, me mudé cuatro veces a distintos pueblos y nunca di mi nombre ni mi documento! Les decía que me lo habían quitado en un trabajo unos patrones malos.

            Supe porque me atreví a llamar a una comadre, que mi ex marido estaba preso; había matado a unos mayoristas de madera. Y volví. Dejé pasar quince años… y fui a buscar al doctor y a su familia. ¡Los encontré! Estaban muy felices de verme. Cuando les conté mi historia, me abrazaron y me pidieron que almorzara con ellos.

            El Pipi, me contó de usted, que es su profe del secundario y que escribe historias verdaderas, por eso me atreví a relatarle mi verdadera vida. ¡Pensar que me querían obligar a matar a toda la familia de mis patrones, por no estar metidos en los chanchullos del gobierno! Adelaida Gauna, nunca hubiera hecho algo tan horroroso.

EL PECADO

 

            Su tamaño le permitía hacer una suerte de piruetas y malabares como si la hubieran engendrado con siliconas, dúctil, ligera y fuerte, se contorneaba en un sin fin de movimientos circenses admirables. Lo hacía desde pequeña como juego, hasta ese día en que la vio Restrepo, el secretario del club del barrio. Tenía, ella, unos once años.

            Se presentó al presidente del club en una reunión y pidió la palabra, era uno más del equipo. He visto a una niña que puede hacer maravillas con su cuerpo, parece de goma. Describió lo que había observado en la clase de “tela” mientras la profesora del gimnasio, le daba unas ideas para trepar; cosa que ella hacía en forma increíble.

            Estaban pensando crear un grupo de chicos y no tan chicos para una murga que representara al club. ¡Era la persona justa! ¿Le permitiría su familia?

            Los interesados se moverían buscando la aprobación del padre. Y como era un socio antiguo y prestigioso, tal vez, les diera el ansiado Sí. Hicieron un llamado a un conocido murguero de la ciudad, un tipo extraño que movía multitudes de gente de toda laya en murgas famosas. ¡No sabían que tenía algunas denuncias por acoso! Pero todos sabían que era el mejor. Lo contrataron.

            A la semana tenían entre quince y veinte personas dispuestas a armar una murga. Los había bailarines, saltimbanquis, músicos y bribones. El club se hizo cargo de comprar ropa de acuerdo a los colores pensados por la comisión y los instrumentos que precisaban. Un a madre se aseguró el pago para confeccionar los trajes y los sombreros llenos de color y lentejuelas.

            A la pequeña, después de mil promesas, los padres la autorizaron ser del grupo. Ruidosos y versátiles, comenzaron a prepararse para una actuación frente a la comisión del club. ¡Fue extraordinaria!

            De tarde, casi cuando el sol terminaba de escaparse por el horizonte, se reunían para ensayar en la cancha de básquet que daba el espacio y el equilibrado lugar donde el ruido ensordecedor de los redoblantes y tambores. Una tarde llegó un joven que sabía de clarinete y saxofón. ¡Más sonido! ¡Ruido espantoso!

            Yola, sintió que ese era su destino, su vocación y amó la murga. Cada día despertaba soñando con la hora serena de la tarde en que se vestía con una simple calza y una remera ajustada a su menudo cuerpo, y así, con unas zapatillas deportivas adaptadas para moverse con absoluta libertad. Se sentía una musa  griega, tal vez Calíope o Terpsícore; sólo sentía que su corazón se agitaba cuando caminaba hasta el salón donde la esperaba la música y el movimiento.

            Llegó una tarde, más agitada que nunca. Se colocó la ropa que le habían confeccionado y de pronto se vio en los brazos de ese compañero nuevo cuyo rostro sombrío le asustaba un poco. Era alto, fuerte y musculoso, la alzaba sobre sus hombros donde Yola, hacía acrobacias. Luego un salto y caí en brazos del profesor. Sintió que era una muñeca de trapo. ¡Se molestó, pero era parte de la coreografía!

            Pasaron los días y se fue acostumbrando al ruido de la música y silbatos, al brusco movimiento de los cuerpos, al miedo que le provocaba Tulián, su compañero.

            Comenzó a adelgazar, comía poco y no tenía deseos de ir al club. Comenzó a faltar, a evadirse. Los compañeros la fueron a buscar, los padres preocupados, pidieron un descanso.  Yola no era así, antes era alegre, risueña… ahora se encerraba en su cuarto en silencio. Preocupados los padres llamaron a un médico. ¡Está cansada! Pero no vemos problemas serios de salud, tal vez un psicólogo la ayude.

            Una tarde salió hacia el club y sintió un fuerte olor que la seguía, ella había sentido ese penetrante aroma. Al atravesar el parquecito sintió una mano que le cubría la cara, le apretaba el cuello y casi no podía respirar. Pensó en Melpómene, la diosa de la tragedia, me van a matar, se dijo. Pero se defendió mordiendo a su atacante. ¡Ese olor! Su memoria, le traía en el cerebro si oxígeno casi, una figura desdibujada de un hombre. ¿Cuál? Sintió un golpe y se desmayó. Cayó rendida sobre el pasto húmedo. La atravesaron como a un animal en celo. Y la dejaron tirada en la penumbra. Salvajemente en medio de su sangre. Los ojos amoratados, la lengua crispada en el crimen interminable de la fuerza que con siseo mortal atacó su inocencia, a la vera del parque. Rota, desmembrada y trágica. Quedó allí hasta que al amanecer un transeúnte la vio y llamó a la policía. Una ambulancia la llevó ululante hasta un centro de salud.

            La murga, estaba consternada, sus compañeros y todo el cuerpo directivo, se propuso buscar al malvado que la dejó moribunda en ese estado. Yola, no reaccionaba. Su cerebro no respondía. Un coro de personas lloraban como el cuerpo de un teatro de tragedias. Menuda, empequeñecida y sombría se ahuecaba en el lecho rodeada de profesionales médicos y especialistas terapéuticos. Pasaban los días, sólo sus padres podían llegar hasta donde ella luchaba por su vida. Y una tarde, se acercó un terapista y el olor, ese que había penetrado en su conciencia, la hizo reaccionar levemente. Él, escapó de la habitación. Vio en los monitores que los signos habían variado enloquecidos. Nadie advirtió su huída.

 

EN LA CÁRCEL


 

La Katia llora, se enoja, blasfema. Se lo dijo mil veces a “Tuco”. Nunca la escuchó.

            La casilla estaba lejos, pero ella tenía un planchado en lo de doña Rosaura y el changueaba en la dársena del híper. ¿Por qué carajo se metió con el Chivo?

            “El hijo e’ puta ese está en la pesada del Tomba, ¿no te da la calabaza para pensar, a vos?

            ¡Vino la cachetada, que sonó como el acordeón apolillado del abuelo!

            Es un güevón el Chivo, ya se me cruzó dos veces y me hizo una seña de… otro golpe y me dejó muda.

            Ahora lo enganchó la “yuta” con merca robada. Asaltaron un camión que venía del puerto de Chile, cargado con teles digitales. No sabían que entre los plásticos había heroína. Los chapó la gendarmería y adentro.

            La Katy se lo había dicho. Es de mal agüero salir un martes trece. El Chivo y el Tuco se tocaron los güevos antes de salir. Para colmos se olvidó sobre la cama el 38 y lo jodieron mal.

            Cuando fue a verlo a Almafuerte, la silla estaba como a dos metros. Le quitaron todo lo que le llevaba. La revisaron de atrás para adelante. La hija e’ puta le abrió el culo y la revisó, negra de mierda. ¡Como si ella fuera una reina!

            Cuando abrieron la puerta y entró el Tuco, estaba hecho un trapo. Golpeado, como un chico ausente. No hablaba. Lloró. La Katy también lloró. ¿Sabes, le dije, ayer soltaron al cabrón del Chivo? Es puntero del partido y lo vino a buscar el “López” ¡Ese otro hijo de p…, no llorés, cagón! Mirá cuando salgas, todos dicen que sos un héroe y, que te van a dar buenos laburos, así dijo el López cuando vino a la villa a preguntarme si vos los habías votado. Yo les dije que si, que los dos y él (caradura) me prometió que salías en dos o tres días.

            Esperá no te vayas, esto te mandan la Jenifer lo hizo en el jardín, porque fue el día del padre. Y esto te manda el “Pelusa” es la foto del gol del domingo.

            Bueno, que mierda, ni siquiera me decís una palabra.

            ¡Ah, que sentís pena! ¿Soledad? ¿Y yo que tengo que esperar ahora, una manifestación? ¡Si sos un boludo! Chau Tuco, tómatela, nos vemos la próxima visita.

 

Vocabulario: sociolecto de las clases sin educación de mi país.

Changueaba: trabajo sin protección estatal, momentáneo, que surge de acuerdo a las  necesidades. Se paga en “negro” y es esporádico.

Tomba: equipote Fútbol de ligas mayores.

Yuta: policía o gendarmería.

Chapó: encontró, descubrió.

Güevos: testículos; entre la gente común signo de buena suerte.

Almafuerte: penitenciaría recién construida en medio de las montañas, alejada 50                            kilómetros de la ciudad.

Cabrón: mala persona, soplón, ingrato.

Laburos: trabajos.

Villa: asentamiento inestable de gente sin techo.

Boludo: tonto, lelo, ignorante.

sábado, 23 de diciembre de 2023

RECUERDOS IMPERDIBLES

 

            La ambulancia se detiene frente a una casa humilde en un barrio tranquilo, deja sólo las luces intermitentes que iluminan en rojo y azul la fachada derruida. La mujer que desciende del vehículo, prácticamente arrastra el maletín médico. Su cuerpo agotado insinúa un profundo ensimismamiento. A su lado, el chofer, con una radio pegada a la oreja, disfruta un partido de fútbol al que no puede asistir.

            Cae la tarde, con su mantilla fibrilante de insectos ruidosos. El húmedo calor sofocan al crepúsculo. Un suave golpe en la puerta cancel, transpuesto el zaguán, pasando la sala de recepción, una lamparilla dibuja la alcoba sedienta de vida.

            Semiadormecida yace la solitaria anciana. Abre los ojos lentamente, perezosa y ávida de recibir amigos. Una sonrisa juguetona desdibuja el silencio. Estira el brazo fuera de la primorosa colcha tejida que tapa su cuerpo debilitado por los años, mientras pronuncia palabras de tierno reconocimiento a la pareja de profesionales.

            La médica le toca amablemente la frente, sin mirarla y se desparrama en una hamaca junto al lecho de la enferma. La joven Valentina, no tiene fuerzas para hablar. El chofer ensimismado con el partido se aparta de la mujer. ¡ Está tan sola! Pero la doctora, que por la mañana ha recibido la sentencia de divorcio, tiene un bloque de cemento en el corazón y no habla. No puede, el ancla que se clava en la garganta le impide sentir su corazón herido. Sólo siente el débil corazón de la anciana.

            Como ausente comienza con las preguntas de rutina, que anota en la carpeta, mientras asoman a sus recuerdos los brazos otrora amorosos de Ramiro, su ex esposo. Recuerda cuando por las escalinatas de la facultad la elevaba en sus brazos haciéndola volar como a un pájaro libre, vueltas y vueltas. Su risa fuerte. Sus besos calientes. Recuerda el nacimiento de Natacha y Franco, sus pequeños hijos. Recuerda la boda. Recuerda, recuerdos que le van achicando el pecho. Una lágrima sutil se desliza por su rostro cansado. Ha estado de guardia setenta y dos horas continuadas. Los niños con su madre hoy, ayer con la otra abuela. La casa, cuando regrese estará tan fría como su alma.

            La enferma, observa todo con estupor y sufre. Los ojillos empequeñecidos por la pena que comparte sin palabras. Las cataratas tamizan las sombras, pero su espíritu ve la soledad de Valeria. Entonces le toma la mano, que se detiene en su ir y venir de médica. Automáticamente le sonríe y con sus manos artríticos le señala un álbum en el anaquel de la biblioteca.

            Tito, el chofer, le alcanza el preciado volumen. Al abrirlo, una minuciosa pegatina de recortes de periódicos le muestran el acopio amoroso de la anciana. Tienen fecha. Algunos son de Los Andes, otros del Mendoza y los más antiguos del diario La Libertad. También hay algunos del diario Uno. Valentina se sorprende y Tito se acerca para mirar.

            La mujer busca con ansiedad entre los recortes y les muestra fotos. –“Son de la época en que en los periódicos, se podían leer buenas noticias. Ahora sólo se comunican desastres, muertes, asesinatos y robos. Estos eran de 1956, cuando con mis alumnos de la escuela, ganamos el viaje sanmartiniano, y este es de cuando vos, Valentina te ganaste la beca Calle.¿ Te acordás cómo te ayudé, para que fueras la mejor? Tu padre estaba muy enfermo y no ibas a poder seguir la escuela. Mirá,  acá en este recorte está la medalla de oro que sacamos con el proyecto de vacunación en la campaña.¡ Me acuerdo la carita de los niños entre las viñas, tratando de escaparse por el miedo! Y este recorte es cuando te recibiste de médica. Tu boda. Allí te perdí. Pero un día regresaste.”- las manos temblorosas recorren las páginas con ternura.

            Valentina ha quedado sin habla. Mueve las páginas del álbum y se encuentra con la vida de cada uno de los chicos y compañeras de la primaria. Mira los anaqueles de la biblioteca y observa por primera vez, que hay decenas de álbumes iguales.

            Tito saca otro y se encuentra la foto del actual gobernador, y del jugador de Gimnasia y Esgrima que él admira y sigue encontrando vidas. En cada recorte de diario hay un retazo de historia de la ciudad ajena que pierde su memoria en desvergonzados olvidos.

-¡Mire, doctora, la maestra ha guardado toda la historia de sus alumnos. Pero es cierto... se corta en... ¡ –“¡Estos tiempos, en que sólo se conoce lo feo de la vida, lo que empaña la esperanza de la gente, la falta de recursos para la educación, el hambre”! -  se acomoda la anciana en su lecho y continúa - “ Antes, y no hace mucho tiempo, era noticia un joven que lograba hacer carrera, un becado, un artista que descollaba o un muchacho decente que ayudaba a la gente. Ahora sólo es noticia lo dramático y feo. Y todo pasa rápido y se olvida. Como se olvidarán de mí, y también de ustedes, que día a día hacen milagros para llegar a los pobres que no tenemos posibilidades de ir por nuestros propios medios a curarnos. – se ha agotado en su charla. Penetra entre ellos el silencio agudo de la meditación. Espontáneamente Valentina abraza a su antigua maestra, a quien había olvidado. Se disculpa y sonriente le promete regresar cada vez que pueda, pero no sólo para controlarle la presión sino para hablar de los viejos tiempos. Tiempos que ha perdido y que la prisa de estos tiempos le han impuesto a su vida. Piensa en los niños. Se detiene tan sólo a darle una receta. Disculpándose, la rompe y promete traerle los medicamentos. Otro abrazo y una despedida cargada de afecto y de recuerdos. Sus hijos la esperan y ella tiene algo importante que contarles, recuperó un retacito de su vida.  ¡ Qué lástima que no guardó los diarios en su época!

-¡ Valentina llévate el álbum de tu vida yo ya no lo necesito! – dice la anciana y recuesta su cabellera blanca sobre la almohada. Seguirá soñando con ellos, sus hijos del corazón, que en cada recorte de periódico atesoró por años.

UN TROPERO JUSTO Y BUENO

 

 

Serapio ha llegado a los setenta y tantos. El patrón lo aprecia, pero lo ve cansado y lento. Muy bueno para amansar potrillos y arrear el ganado por los pasos en la cordillera. El tiempo ha pasado y la Justina se fue mermando hasta que no despertó una siesta.

La llevaron al campo santo junto a la capilla de la estancia “El Tronador” de don Hilario García, en la quebradita. Allá la rodeó con retamos y bajo un aguaribay, que le diera sombra a los penitentes de los alrededores. Ella no estaba sola. Otros difuntos la acompañaban.

Siguió la vida con sus tranquilas costumbres de siempre. De vez en cuando venía su hijo a verlo y le traía yerba, tabaco y harina. La que venía más pronto era la Lila, la más chica. Ella traía ropa de abrigo y calzado. Algunas chucherías y juntos iban para el “El Tronador”, a la capilla a rezar por la difunta. La Carola no vino nunca. Estaba enojada con Serapio. Se había ido al sur con un medio indio cochino, que según decían era matrero y había tenido entreveros con la policía. ¡Pero las mujeres no escuchan! Se van con el primer macho que las enamora. ¿Quién sabe qué sería de ella? Nunca se supo nada.

Una tarde de esas de otoño, que parecen que el cielo está amortajando el cerro, apareció el patrón con una camioneta nueva. Con él, un hombre. No le gustó al Serapio, tenía una mirada turbia como el barro del remanso del arroyo el Tigre.

Mirá Serapio, este caballero me arrienda el campo por un par de años. Yo, tengo que irme de viaje lejos y no puedo proveerte de los medios que necesitan los animales ni el campo. Las semillas, el alimento y los remedios te los traerá el señor Lontario.

¿Quién arrienda el campo de mis amores?- ahora me las veré malas. Yo ni me quito ni me doy y soy duro para el trabajo, pero no necesito a extraños en el campo. Ya estoy viejo, canoso y cansado pero usté sabe bien que aquí no pasa nada. - Estando el horno caldeado nunca saco el pan crudo. Así soy ni más ni menos  como buen criollo de esta hacienda. Perdono el error ajeno, porque puedo perdonarme si una majadita se embrolla o se muere un potrillo en la parición.

Lo se bien Serapio, sos un buen hombre y te prometo que no te faltará apoyo. Hacé nomás lo que venís haciendo desde que llegué acá como el dueño de Las Margaritas.

 Esta tierra es parte de tu vida, lo sé. – La llama del sol que te calienta es la que tienes en casa y te calentó en inviernos de nevadas grandes.-

-Altanero, como buen criollo el tal Serapio.- Dice el nuevo patrón. -¡No crea! Contesta don Braulio.

 Se cree justo y sabe que si lo descubren buenazo van a llevarle todo y le  sacan lo que quieran… y a pesar de que es viejo aún puede. No es soberbio ni  hablador. Es de silencios largos y miradas frescas, pero esconde su corazón herido. Se auto abastece y no es mudo cuando la cosa se pone a mano y tiene que defenderse. Le teme al invierno que es duro y traidor por esa zona.

Robusto y con una mirada inteligente. Hábil y rápido. Olor a tabaco, humo y transpiración; estiércol y asado. Sólo es amigo del mate, usa los aperos que él mismo forja y rejas de arado. La dueña del campo, esa, la anterior lo conoció de cachorro y era un lío porque era de afuera. Con una educación extranjera sin conocer nada de la tierra y de los animales. Era buena. Se casó y tan mala pata, la pobre que le tocó un “toruno”, pegador y jugador que la dejó en la calle. El hombre codiciaba el campo y la yeguada. Un día en el boliche se emborrachó y con un cuchillo mató al comisario. Tuvo que huir. Yo le ayudé a la doñita, la pasé a Chile por un paso escondido entre las montañas. Yo eludo las miradas y las insinuaciones. Los otros me miran y comentan... que soy tan culpable como el matón, pero si no la pasaba yo, estaría muerta.

Ahora veremos qué sol calentará mi rancho.

 

LA FRÍA GRAN BRETAÑA

 

Llegar una Argentina a Londres es toda una experiencia. La primera vez que fui, no había existido aun, la Guerra por las Islas del Atlántico Sur con Inglaterra. Nosotros queremos recuperar las llamadas Islas Malvinas, Georgias del Sur y Orcadas, a lo que los británicos llaman “Falkland”. Es un tema sensible para nosotros y enojoso para ellos. Sin embargo como personas de bien, fuimos a conocer esa enorme Isla Británica.

Londres es una hermosa ciudad que a pesar de los miles de bombas que la destruyó en la segunda guerra mundial, se ha levantado como Ave Fénix de sus cenizas.

Hicimos el itinerario de todo turista: Conocer el palacio Real, castillos antiguos, la Catedral donde se corona a la Reina o Rey, el maravilloso Museo en donde hay obras “prestadas” sin voluntad de ser devueltas de varios tiempos y países.

Junto al Palacio donde dicen que habita la Reina, está el museo con las joyas de la corona; luego de hacer una cola bastante larga, ingresamos y comenzamos a ver alhajas hechas en India, Pakistán, Francia, España y por supuesto América toda: Brasil, México y hasta de mi país.

Cuando en un momento me acerco a una de las vitrinas para ver mejor, me dieron un grito que me paralizó. ¡Qué atrevida esta mujer! ¿Cómo se atreve a estar tan cerca de una joya como la Corona que tiene nada menos que el famoso Diamante “Koinor” y piedras enormes engastadas en oro, platino y quién sabe qué otro metal preciosos?

Aprendí, que hay que serenarse y no decir nada, pedir disculpas y seguir, no vayan a creer que soy una indígena sin educación o quiera robar la corona de la Reina

Nos mostraron en el jardín los cuervos que cuidan y alimenta una persona del palacio porque existe la leyenda que si no queda uno sólo, cae la Corona y se termina el reinado de Gran Bretaña. También, amorosos ellos, nos llevaron a ver el lugar donde el Rey Enrique VIII, hizo decapitar a varias esposas y enemigos que parece que no lo amaban mucho. ¡Dios, qué horror! También nos mostraron una pared donde según explicaba el guía, hacía muchos años, habían encontrado en un doble muro, los cuerpos de dos adolescentes, hijos de un rey que habían amurallado y desaparecido para que otro hermano o pariente tomara el trono. ¡Una belleza de familia!

Pero reconozco que la ciudad de Londres es hermosa.

La ciudad tiene un aire moderno, clásica y llena de vida. Fuimos al lugar donde en un sótano cantaron por vez primera los amados “Beatles”, hoy siguen debutando grupos de música y uno puede beber un “Ale” cerveza negra en una enorme copa de vidrio con esa espuma frágil y deliciosa para el sediento. Fuimos a “Harrods” a tomar el té. Fue un éxtasis. ¡Muy caro pero tan paquete! Luego recorrimos los pisos de la tienda más antigua y famosa, creo, de la ciudad. Allí vimos el homenaje que le han hecho a Diana la Princesa Triste y a su prometido. Nos cruzamos con numerosas mujeres musulmanas, que vestían sus túnicas negras y cubrían sus bellos rostros. Creo que eran las únicas que podían comprarse las piezas de ropa o cuero en zapatos y carteras, ya que para nosotros eran inalcanzables. ¡Es un lugar de la Mil y una Noche!

En Picadilly hicimos lo increíble, ver pasar en auto a la reina Isabel que me pareció una mujer solitaria y triste. Autos adelante con sirenas y atrás, la seguían a pasos para que nadie se acerque. ¡En verdad, me dio pena! Ha tenido una vida muy larga y difícil.

El museo Británico es una maravilla. Al ingresar está la “Piedra Roseta” que un joven de catorce años, llamado Champollion descifró los jeroglíficos egipcios. Había una multitud, por lo que seguimos a las salas donde había parte de los frontis del Partenón. ¡Justo ese día nos enteramos que en Afganistán habían dinamitado unos antiquísimos budas de piedra los Yihad! Por lo que yo pensé, por lo menos, los frisos no están perdidos ya que en Grecia, al Partenón, lo habían usado para guardar explosivos en una guerra.

Luego pasamos por varias salas de pintores famosos donde la vista se embeleza con tanto arte. Cansadas regresamos al hotel, donde como todos los días comimos pescado con papas. ¿Pensar que antes que Cristóbal Colón, llegara a las costas de América; no conocían ese tubérculo comestible y rico?

En una de las tantas excursiones nos llevan sin decir claramente qué había allí. Bajamos del vehículo y caminé por un estrecho sendero y de pronto… ¡OH, sorpresa! Mi corazón dio un salto gigante. Frente a mis ojos estaba “Stone-Age”  Stonehen el monumento paleolítico más estudiado en la escuela y estaba allí, ante mis ojos asombrados y temblaba de ternura. Es una de las situaciones más hermosas de mi existencia. Las había visto en todos los libros desde mi escuela primaria, hasta el secundario y simplemente millones de  años estaban así, como un lugar familiar en mi camino. Sólo el frío y el viento me sacudieron y caminé alrededor imaginando los seres humanos que habían levantado semejantes piedras sin herramientas modernas, sin ayuda tecnológica y eran hermosas y cumplían su espacio para recordarnos cuánto de humanos somos y cuánto le ha dado Dios a los hombres para que elevaran ese círculo mágico de enormes piedras. ¡No voy a olvidarme nunca mientras viva lo que sentí en ese momento!

Cuando partimos para Escocia, supe que iba a un país de ensueño. El sonido de las gaitas, las faldas Kil, las leyendas y cuentos de la época de los celtas, me dieron un regalo precioso. Conocí varios castillos y también viejas catedrales e iglesias que se han transformado en templos Anglicanos. Respetaron mucho, en algunos, antiguas reliquias de santos católicos y estatuas de la Virgen María. Igual Escocia es muy parecida a Irlanda. Luego conocimos Gales, es una región muy verde, con ríos y riachos por doquier, con pequeñas casas típicas en las ciudadelas y otras con techos de paja (creo yo)  que se ven en la campiña. Me quedé encantada y muy cansada físicamente en ese viaje. El clima me resultó muy duro. La gente amable y educada, nos miraba raro a veces cuando nos preguntaban de dónde veníamos y decíamos: Argentina. Muchos de ellos habían dejado algún familiar en las islas del sur.

 

 

ESE LUGAR DONDE UN APÓSTOL, CASI BAJA LOS BRAZOS


 

Según dice la “historia”, cuando Jesús envió a sus amigos, los apóstoles, a llevar su mensaje, cada uno salió hacia un lejano lugar del antiguo mundo. Ese que llegó a tan lejos, fue Santiago. Los paganos no se dejaban seducir con ese hombrecillo que les hablaba de un Dios único y bondadoso. Sus dioses eran rudos y violentos. ¡Y el apóstol, casi baja los brazos y se marcha, pero dice la memoria que se le presentó la Madre de Jesús y le dijo que lo ayudaría! Y de verdad, sí que lo ayudó. Lo demuestra la inmensa ciudad que se ha construido alrededor de ese templo.

La enorme iglesia que se levanta en el lugar es increíble. Su explanada está muy concurrida de peregrinos y son muy estrictos con los horarios. Yo había soñado con poder ingresar, fue una utopía. ¡Pensar que estaba a miles de kilómetros de mi casa y no pude encontrar un horario para ver el famoso “Vota Fumeiro”! Me conformé con una pequeña réplica que atesoro en una vitrina, ya en casa. Igualmente es un pueblo o ciudad, llena de vida. Sus calles están pulidas por el perpetuo pasaje de gente que peregrina. De todas las edades y contexturas, de lenguas que al oírlas, no podría decir cuántas intenté descifrar su origen. Por todos lados me ofrecían un símbolo de los peregrinos, una valva de “viera”, que pulida y blanca tiene una bella cruz pintada en color rojo que la distingue de otras que he visto en mis viajes.

Salimos de la zona de la catedral y comenzamos a caminar por las antiguas calles medievales, en cuyas vidriera, se podía ver infinitos mariscos, pulpos, langostas y gambas, que se movían en enormes peceras de vidrio para que los paseantes eligieran ese pobre animal.

Caminamos por recovecos históricos y restaurados por la mano de expertos artistas. Hay arte en cada rincón. Y luego ingresamos a un bar donde la gente leía en sillones de pana y comía o bebía en silencio; una suave música clásica sonaba en un tono sedoso y tierno. Tomé un té, en una vajilla preciosa y me integré a ese pequeño paraíso artístico.

Nuestro hotel estaba lejos. Siempre nos ubicaron en lugares alejados de los centros urbanos, lo que nos creó ciertas dificultades para movernos y alimentarnos.

Una mañana solicitamos un taxi y llegamos al centro de la ciudad. Allí una joven repartía un folleto invitando una excursión a “Finis Terra”, el último punto del  mar Atlántico. Según dicho Tour. ¡Y nos entusiasmó ir hacia ese lugar! Yo había leído un libro sobre ese sitio y la entusiasmé a mi amiga. Tomamos el autobús que nos buscó en el hotel y allá fuimos… al punto más al norte de Galicia. Allí hay un faro que desviaba los barcos para no hundirse. Caminamos por unas explanadas llenas de obras de arte y luego nos dirigimos a una zona donde había una antigua iglesia dedicada a “Nuestra Señora de las Arenas”, cuya hechura es una gran mezcla de arquitectura, ya que con las borrascas e incendios ha sufrido muchas restauraciones. Hoy declarada Patrimonio de la Humanidad. Es bella, pequeña y muy protegida. En las cercanías unas hermosas mujeres sentadas en butacas hacían encajes de “bolillo” y vendían verdaderas joyas.

Me tenté y abrí mi billetera, no podía dejar y no tener una de esas maravillas.

Llegamos a unas rocas cuya leyenda cuenta que eran barcos hundidos que con el tiempo se han transformado en enormes piedras chatas como planos de lajas, entre la que luchaban unas flores silvestres para robarle calor al sol de la incipiente primavera. Viento y bramido de olas contra los peñascos, gaviotas y aves que pescaban renacuajos, minúsculos moluscos y peces. Los peregrinos que mojaban sus destartalados botines en el agua de “FINISTERRA”, el último punto de su romería. Un lugar mágico, que nos enamoró.

Hasta ese lugar: ¿Habrá caminado el Apóstol Santiago?  ¿Allí se sentó a pedir un apoyo Divino? Hoy está declarado Tesoro Universal y Propiedad de la Humanidad. Me sentía un insecto merodeando en las leyendas que habitan esa región donde los ártabros enfrentarían a los monstruos de la mar. Por  eso se le nombran “Costa de la Muerte”. ¡Cuánta historia en un rincón lejano de la Coruña!

Nos costó dejar el lugar y regresar a la bulliciosa ciudad. Ese día no pudimos comer pescado ni mariscos, nos parecía que traicionábamos ese mar glorioso, dominante y ruidoso.

Tal vez, los peregrinos buscan ensimismarse con el cielo y la tierra del Fin de la Tierra. Ser unos con ella, como nos pasó en nuestras entrañas montañeras. Y recordamos que nuestro país, también tiene un punto al que llaman “El Fin del Mundo” en Tierra del Fuego. ¡Dios qué lejos y qué cerca estamos de la vida y de la muerte! La leyenda es tan grande que tendría años para recordarlas a todas.

¡Adiós Santiago de Compostela! Antes de tomar el avión a Madrid que nos llevaría a San Sebastián, un hombre que supo éramos de argentina, nos dijo: Señoras, argentina es la quinta provincia de Galicia. ¡Tantos fueron los gallegos que emigraron a estas tierras en el sur y ahora los nietos van regresando en busca de ese mundo maravilloso que ha crecido con el tiempo!