jueves, 14 de diciembre de 2023

EL HOMBRE DE MARRÓN

  

Creo que corría el año cincuenta y seis o cincuenta y siete, yo era una niña de alrededor siete u ocho años. En casa se respiraban unos aromas extraños, con silencios sospechosos y miradas sutiles. Mis hermanos y yo, parecíamos extraterrestres. Nadie nos decía qué sucedía.

Mis padres escuchaban encerrados una radio y luego se sentaban y rezaban juntos. ¡Algo estaba pasando, pero los pequeños no participábamos de los hechos!

Mi casa era un tanto grande, con varios dormitorios y el comedor separado del estar. Nuestra zona escolar tenía un espacio para cada uno según el estudio que transitara y así, ninguno se tenía que tropezar con el hermano. Así mamá y papá controlaban nuestras tareas y para que no discutiéramos por algún elemento escolar que se perdía. Pero en esos días el clima familiar era muy misterioso.

Se dio licencia a la secretaria de papá y a la ayuda de mamá en los quehaceres domésticos. ¡No era la época en que había vacaciones! Igual, nos arreglamos bastante bien porque todos en casa colaborábamos cunado no había personal de ayuda. Yo, por ser mujer debía ayudar el doble que mis hermanos. ¡Gracias a Dios hoy no es así y los varones tienen que compartir las tareas por igual, ya que la mujer trabaja fuera de la casa de la misma manera que los hombres! A veces tenemos más exigencias que ellos.

Una tarde, papá la llamó a mamá y le pidió que nos arreglara que venía una persona a cenar y probablemente (después nos enteramos) se quedaría unos días a vivir entre nosotros.

Nos hicieron bañar y lavar el cabello. Mis hermanos perezosos trataban de evitar esa rutina diaria y dejaban a veces un par de días sin la necesaria higiene impuesta por mis padres. Me pusieron un vestido que usaba los domingos para ir a misa y luego a la casa de mis abuelos a almorzar. Cosa que me extrañó. Igualmente mis hermanos usaron ropas domingueras. Mamá había cocinado unos pollos al horno con guarnición de verduras y una entrada de tomates rellenos, sopa de zapallo y de postre un flan de dulce de leche. ¿En día de semana? Era bien extraño y mis hermanos estaban felices… de cualquier manera, algo misterioso sucedía.

A la hora de la cena, papá salió del escritorio acompañado. Lo invitó a ingresar al comedor principal. Y allí parado conocí a un hombre pequeño de tamaño vestido con un traje marrón, un poncho de vicuña color canela y zapatos lustrados de cuero negro. Usaba un sombrero de fieltro marrón tipo chambergo, que se sacó y sostuvo en las manos nerviosamente hasta que todos nosotros lo saludamos. Su piel cetrina y una incipiente calvicie, me hizo recordar una foto que había visto hacía unas semanas en el periódico, que religiosamente leía mi papá y que nosotros hacíamos fila para recortar los temas útiles para la escuela.

¡Yo lo había visto antes! Y sí, era un sufrido político enemistado con el gobierno de turno al que luego supe, habían torturado un grupo de “malvados” en un galpón olvidado de la capital de mi país. De grande supe que parte de la tortura había sido tan cruel, que cercenaros sus testículos entre otras salvajadas que le propinaron. Papá que era muy cristiano lo había protegido a pesar de que podían descubrirlo y tomarse una violenta venganza con él, pero papá y mamá, con caridad lo escondieron unos días hasta que pudiera salir a Chile por el paso cordillerano. Por razones obvias no voy a decir su nombre.

Era muy callado, su garganta estaba muy lastimada y vi sus manos arrugadas y con serias cicatrices. Luego mamá nos dijo que se las habían quemado. Habló de algo llamado “picana eléctrica” que dolorosamente después supe que era muy usada por mafiosos y hampones. Y a veces por policías inescrupulosos. ¡Dios los perdone!

Cuando cierro los ojos me parece ver a ese hombrecito de triste mirada, pelo ralo y manos tortuosas, mirando con cierto desafío a las sombras. ¡Cuánto habrá sufrido! Hoy ya mayor, pienso que la presencia en mi casa fue un ejemplo de mi familia por defender la justicia. El amor a los desposeídos y perseguidos injustamente.

Suelo soñar con su figura, allí parado junto a un bello cuadro laqueado que había hecho en su tierna juventud mi madre. Sombrero que seguramente usaba de escusa para no mostrar el temblor del miedo, del horror y la tristeza.

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