jueves, 14 de diciembre de 2023

DEYANIRA

 

¡Ese rumor que en vuestra alcoba, escasa de luz… es la voz de un espíritu, que pasa agitando sus alas en la sombra! Amado Nervo.

 

 

         Por un amor incómodo y frustrado, la llamaron Deyanira. Su piel morena y ojos de lustre luminoso hicieron su camino un desquite de cielo o de infierno colosal. Era verano. La canícula caía sobre la tierra estéril como la fusta a un potro indómito y malvado.

            El cielo ceniciento con un polvo volátil con el viento arrasaba sin piedad el rancherío. El río seco, las aguadas mermadas y sedientas. Sin sombras para albergar una sonrisa, un sofoco persistente o un doloroso recuerdo de otros días.

            Así llegó la niña. Del vientre deformado por la ira de su madre que nunca quiso verla. Y la llevaron hasta el otro valle. La recogió una mujer discreta y solitaria. Le dio un cobijo de madre. Modesta era el nombre de quien albergó a la pequeña. Su vida era ese recuadro de vergel que con astucia y paciencia había logrado arrancarle al erial.

            Al comienzo alimentaba a la niña con leche de una pastora que venía de los alrededores a amamantar a Deyanira. Cuando supo que ya la pequeña podía comer otros alimentos, preparó con esmero papillas y caldos.

            Observaba el sueño de la niña, mientras soñaba con el futuro de ambas. Ella, la estéril, había tocado el cielo con las manos. Tenía en su regazo una vida que crecía con un ritmo normal y precioso.

            Todas las tardes, cuando el sol se ocultaba tras los árboles, ralos de hojas, se sentaba en una hamaca a cepillar el suave cabello de la chiquilla. Seda castaña que empujaba para dejar guedejas brillantes. Modesta, usó lasos de colores vivos y animó el efecto de su cabellera para hacer feliz a la pequeña. Su compañero, Demetrio, la observaba a distancia porque se sentía opacado tras la llegada de Deyanira.

            Demetrio siente un vacío oculto en su corazón, desplazado por ese canturrear tierno que empobrece el antiguo silencio. Los perfumes familiares a su matriz de hombre rústico de campo, acostumbrado al perfume de los eucaliptos y estiércol de los animales. Espía a su mujer, en su interior la odia y sueña con matarla. ¿Cómo puede ahora deshacerse de ella? ¿Y la niña, esa intrusa que genera una ira incontrolable en su espíritu? Huye. Se esconde en los plantíos de maíz. Se pierde en un mar de verde amarillento.

            La niña camina. Corre tras las piernas cuyas huellas de bosta y barro, se desplazan en el galpón. Nadie mira. Hay un despilfarro de pájaros que revolotean junto al pozo. Ladran los perros cerca del chiquero. Corren las comadrejas que se mezclan con las aves. La pequeña cae. Demetrio, la deja llorando.

            Modesta corre, recibe un golpe en la espalda, inesperado. Igual se yergue y levanta a la nena y la abraza. El humor del hombre es bravío. Un insulto estalla y la mujer se desplaza como tigresa asustada. Entra en la casa y se parapeta en la cocina.

            Espía por la celosía que entreabre para husmear. Allá ve la figura umbrosa de  su hombre. Tiene la fusta en la mano y sabe que pronto romperá la puerta y entrará chicote en mano contra ella. Ya vio su mirada. El odio. ¿Qué puede hacer ahora?

            El sueño la contiene. Se duerme apoyada en la tabla de amasar. Deyanira duerme en su cama. Y una sombra avanza por el pasillo. Silencioso Demetrio las observa. La noche se derrama sobre las dos.

            Cada mañana, se escucha el griterío de los animales que van al mercado, un zumbido de abejas se enreda entre los matorrales que proporcionan dulzura en polen.      Los panales están llenos de la miel, dueñas de sus necesarias vidas. Modesta saca pequeños trozos para edulcorar las comidas. Sería un lujo que alguna vez, su compañero se sentara junto a ella y a la niña, a probar sus cocidos. Es una eximia cocinera. Olores exquisitos salen por las ventanas atrayendo pájaros y algunos cachorros que ingresan por las cercas rotas, cuyas piedras enmohecidas filtran seres ajenos a su cuidada sala.

            Él trae mazorcas de maíz y los frutos que sembró en otoño, pero se detiene en el dintel de la puerta. Las mira como distraído, pero sopesa cada cosa que ve y su ira aumenta. ¡Él es el hombre! Él es el dueño de torcer las vidas de esas hambreadas, que le roban su libertad. Se aleja con una sonora carcajada. ¡Si Modesta supiera! Su mirada se pierde por la orilla de la propiedad hacia el otro rincón donde yace “su amor”, su dueña.

            Nadie debe saber lo que ocurrió aquel día entre los árboles de cerezos. La boca de la hermosa quinceañera que probó como un vino nuevo o el éxtasis de una sangre joven. Nadie puede saber dónde escondió su avarienta verga para amancebar a la doncella… la risa lo deja exhausto. La madre de ese engorro que lo seguía por todos los rincones del campo. El secreto que consiguió guardar cuando luego le puso su cuchillo en la garganta para que no se acordara ni de su rostro y menos de su nombre.

            Fue una tarde de cosecha. Los obreros se esparcían entre los árboles cuyos frutos relajaban sus ramas con el dulzor de las cerezas. La pilló por la espalda y así, la dejó silenciada con la boca tapada por su pañuelo sucio y transpirado. ¡Él tendría un hijo! El que no le podía dar la borrica de su hembra. Un varón de pelo semejante al suyo. Lo robaría de la cuna y sería como la flor del árbol de la vida.

            Cuando supo que era mujer, la odió. Pero aceptó como un desquite para que Modesta la cuidara. Y fue creciendo, la niña y su idea de deshacerse de ambas. Soñó con las diferentes formas de matarlas. Cavó un pozo en una zona de la tierra que no araba desde hacía muchos años. Allí las tiraría como se tira la mala hierba.

            Un día se sorprendió al sentir su nombre en los labios de la pequeña. No quiso responder ni mirarla. Siguió caminando a tranco firme. Azuzó a los perros para que la echaran y ella, llorosa regresó a los brazos de su “madre”, la que la cuidaba como a una figura de cristal y ámbar.

            Cuando llegó el invierno, se negó a entrar en la zona tibia de la casa. ¡Quédate con esa molesta niña! Yo, haré lo mío. Y el frío entró, descansó en los ambientes de la casa y de los corazones. La nieve se acumulaba en las entrañas de la tierra y de las vidas. Modesta no entendía la actitud hostil de su hombre. ¿Para qué trajo a la pequeña si está tan obcecado y gruñón? Las dudas corroían su alma. Se aferraba más y más a la chiquilla. Esta,  cada día más despierta y juguetona. Se parecía mucho a cierta cosechadora de otra época. Y pensó, será su hija.

            Él, pensó esperar para hacer lo que tenía entre manos. Una muerte silenciosa y brutal.

            Una noche de tormenta entre truenos y relámpagos, cuando se apagaron los faroles y el silencio se acomodó en la casa, entró y sacó a la niña dormida. La llevó hasta el lugar que bien perfilado, había preparado y le clavó un cuchillo en la garganta. No se escuchó ni un gemido. La echó en el pozo y la tapó con piedras y tierra. La lluvia fue borrando toda señal que pudiera delatarlo. Se fue despacio con las manos sucias hasta el aljibe y se acicaló como un perfecto caballero.

            A la mañana, los gritos de Modesta se escucharon por todo el campo. Embarrada y llorosa, buscó y rebuscó a Deyanira. No estaba en ningún lado. Él, contrito le ayudaba. Cabalgó por los montes y llegó al río, hizo todo lo que se esperaba. La niña no estaba. Se había esfumado.

            Los vecinos buscaron, hicieron novenas y peregrinaciones a la capilla. Se prendieron velas y candelas. Pero ella no aparecía. Llegó a oídos de la muchacha violada. Y sintió pánico. Ese maldito me buscará para que le de un hijo varón.

            Huyó a la ciudad para esconderse, de allí a otra aldea lejana. Puso toda la distancia  posible. Y descansó del terror que había vivido.

            Modesta, no podía con su pena. Su hombre la trataba de consolar diciendo que pronto volvería y si no, buscaría un varón que viniera a remplazar la niña. Pero no tenía ese dolor que ella sentía. Apenas dormía, por lo que Demetrio ingresó a la casa y comenzó a comer en la cocina y a disfrutar de los guisos y pucheros. ¡La miraba de reojo, para ver si ella tenía alguna duda sobre él! Pero la pobre mujer no tenía esa picardía de los malvados.

            Todas las noches dejaba una luz encendida. Él, en cuanto ella se dormía la apagaba. ¡No hay que gastar en cosas inútiles!, pensaba. Su lecho estaba cerca de la ventana que daba al salón donde se ubicaba la antigua cuna.

            Pasadas unas semanas, una noche de tormenta, Demetrio despertó con el suave roce de una mano. Encendió una candela. No había nadie, y se acercó al lecho de Modesta. Nada. Ella dormía con una manta de la niña entre sus manos. Él se sonrió. ¡So tonta! Si supieras… y regresó a su lecho. Al amanecer el silencio de los pájaros lo dejó asombrado. El sol envolvía los árboles con una luz rojiza y una persistente niebla se acodaba en la zona donde había quedado la niña. Salió a buscar las herramientas, cuando escuchó el ruido de los carros que traían a los cosechadores de cerezas.

            Una sonrisa amplia le surcó la cara. Llegaban con la algarabía de la esperanza, una buena paga. Miró y remiró a las mozas que bajaban riendo y tomaban sus cestas con chanzas y canciones. Se restregó las manos. ¡Hoy será mi día!

            Cuando se acercaba a una, salían dos o tres y la rodeaban. Le llamó la atención. ¿Qué les sucede? Acaso presienten o saben. Mientras camina por los cuadros de los cerezos, siente una mano suave que le toca la espalda. Se vuelve y no hay nadie. Una y otra vez, comienza a sentir muy pesados los brazos. Atrapa a una joven, al mirar su cara, es de un mozo de más de cuarenta años, que lo mira extrañado. Se confunde. ¡Perdón! Y camina. Tropieza, se cae y dos guapos lo ayudan mirándole a la cara.

            Ve a las mozas que ríen y busca tocarlas, pero les cambia el rostro tan pronto se les acerca. Son muchachos de la edad de Deyanira. Y se mofan. Corre hacia la casa. Se interpone su perro y cae en el cieno. Desfigurado el rostro, parece un demonio. Lo rodean las cosechadoras cuyas carcajadas, le impiden moverse. Miedo. Terror. Horror.

            Entra a esconderse en la casa. Modesta lo mira y le pregunta muy seria: ¿Qué tienes marido? Y en ella ve a la niña y siente su mano sobre la espalda, suave la voz que le nombra: ¡Padre! ¡Demetrio! ¿Qué hiciste conmigo? ¡Es el espíritu de Deyanira que bajo la suave luz se precipita como el ala de un ángel vengador!

            Él, huye hacia el huerto y cae. ¡Ese rumor que en nuestra alcoba, escasa de luz… que apagas cada noche, se escucha la voz de un espíritu, que pasa agitando sus alas en la sombra! Modesta se acerca y le murmura al oído, todo lo que sabe.

 

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