jueves, 7 de diciembre de 2023

DAIANA CHOIQUE SOLA Y TRISTE POR EL MUNDO


 

            Menudita y con los ojos brillantes se plantó frente a mí y con su sonrisa desdentada dijo – He dispuesto que usted sea desde hoy mi madre.

            Un sollozo quedito atrapó mi atención detrás de su cuerpito flaco. Era su hermana que con los mocos verdes y alargados sobre su carita morena me escondía el miedo. Daiana, tendría siete años de penar constante. Sus ropitas sucias con necesidad de espuma jabonosa no desmerecía su ingenua esperanza de recibir un sí de ésta mi boca abierta. ¿ Qué podía hacer yo para ahuecar mi instinto a sus necesidades? La pequeñita no tendría más de cinco años y miraba sorprendida el brillo misterioso de mi computadora que a esa hora castigaba planillas en mi oficina. Daiana arrastraba su historia desde uno de esos barrios de barro y pobreza. ¿Dónde estaba ahora su verdadera madre? Acaso la mujer que yo viera una mañana en la vereda de mi oficina las había dejado sin protección? Difícil.

            Me pidió un caramelo de esos que yo siempre guardo en mi cajón del escritorio. Ensayé un chiste cómplice sobre sus muelitas que sufrirían con los azúcares de colores e hizo un ademán de – No me importa tu caramelo- Y me quedé con la mano tendida y el papel brillante perdido entre los dedos. No lo quiso tomar. Su expresión de despecho me abrió una pequeña herida. Pero, ¿acaso ella estaba en condiciones de saber la importancia de cuidarse los dientes? Apenas comía día por medio y con mucha suerte. La más pequeña, se llamaba Abigail, un nombre extraño para una niña con su origen. Era de un color de piel indescifrable. Ni moreno ni blanco, el  casi color de la tierra que cubría todo por el camino de su caminata para conseguir sobrevivir al hambre perpetua. Abigail atrapó ambos caramelos y los comió casi con desesperación. Supe que no habían comido y que el hambre apretaba sus barrigas desinfladas. Me acerqué y las abracé con ternura. Volvió a decirme ya con más interés después de las caricias...-Serás mi mamá ahora.- Y acomodó una bolsita de plástico con algo de ropa y chucherías. No supe qué hacer.

            Comencé a interrogarla sobre la madre. El silencio se enquistó en sus ojos y en sus labios que cerraba con fuerza. La hermanita comenzó a balbucear que estaba presa. Lejos, dijo, en un lugar feo y no vendría por un tiempo. Yo sospeché que algo muy grave pasaba pero nunca algo así.

           

            La villa estaba abarrotada de gente que en otro tiempo labraba la tierra. Hoy sin precio, las verduras y las hortalizas, no permitían sobrevivir a esas pobres familias de gente sin estudio ni preparación. Las casillas precarias se derrumbaban con los temporales. El barro se entremezclaba con el orín, los excrementos, los desperdicios y los perros que vagabundeaban entre la mugre buscando alimento. Los niños, miríadas de niños de todas las edades,  también. De vez en cuando llegaba ayuda de algún político de turno. Lo de siempre...promesas incumplidas. Eso era la trastienda de la ciudad. Allí había gente que había perdido hasta el sentido mismo de su valor de humanos. Viejas amadrinando jóvenes sin futuro dedicadas a la prostitución temprana, madres solteras y solas, hombres sin esperanza bebiendo cualquier cosa que se pudiera comprar con alcohol. Y allí en esa villa nacían todos los días pequeñas y desválidas personitas con nombres de novela. Cada uno buscaba sobrevivir como podía. Y una enorme alegría por la vida y una enorme tristeza por la vida,  impregnaba el lugar junto al olor a grasa de los fritos y el carbón.

            En la villa cada refugio a los sueños permitía que siguieran soportando inviernos, veranos y que la historia continuara hasta el final. Las mujeres golpeadas salían temprano a buscar su día. Cada una como una cazadora de esperanza potenciando el posible alimento para sus crías. Muchos hijos, muchos por cada matriz fértil.¿ Si es lo único que saben hacer? – dijo un día una asistente social del gobierno en un programa de televisión por cable. Y las calles siempre pobladas de niños y perros hambrientos, costillas marcadas como cuerdas tensas de un  arpa artesanal, son una muda acusación a la utopía.

            La villa hervía con caldos de amores descontrolados. Su música de gritos y misterio era un carnaval sombrío. Sin ventanas ni puertas, con humedad y frío abrigaba el tedio de los innombrables para la gente del centro. Monumento al desprecio por la vida humana morían  sin decir el nombre de sus enemigos. Daban todo lo que tenían por los que creían eran sus amigos. Hasta allí vinieron la Braulia y el Serafín desde la finca de Piedra del Águila. Allá había quedado todo lo que los retenía a la esperanza de una vida digna.

            Analfabetos,¡ si allá no necesitaban eso que en la ciudad era tan necesario! Con nudos en las cuerdas contaban el ganado igual que lo había hecho su padre, su abuelo, su bisabuelo y quién sabe cuántos otros hacia atrás en la memoria de sus vidas pequeñas de campesinos pobres. No conocen de aparatos eléctricos ni automóviles. Sí de carro y caballos, de mulas y animales. Allí, donde viven ahora, está prohibido criar cerdos, gallinas y conejos. Si alguien trata de hacer una huerta se la rompen o le roban...esa es la ley de la villa. Nadie es más que otro. Bueno eso creyeron ellos. Sí había alguien. El “ Rubio”, un hombrecito de mirada áspera y malos tratos. Cuchillero y armado hasta los dientes, que se sentía dueño de todo y de todos. Como Serafín no lo saludó apenas llegaron, entró a la pequeña covacha y les rompió todo a patadas.¡ Esa es la ley acá! Había que respetarlo. Cínicamente y delante del Serafín le arrancó la ropa a la Braulia y la violó. ¡Esa es la ley del patrón de la villa! Y el dolor y la humillación transforman la esperanza en odio y en ganas de venganza. Calladamente va creciendo el monstruo de la venganza en el campesino. Que muerde la idea de matar al Rubio... pero es un cobarde.

            Pasan los días y la necesidad lo acerca a pedir ayuda a algún vecino. Nadie puede ayudar. Y aparece el matón con comida. El silencio se desparrama en un rugido animal que escapa de la garganta del hombre. Siente que un sudor frío le ataca el pescuezo y le atora las tripas. Se inflama la llama en sus ojos muertos de furia. Tiene que bajar los brazos y se va por las vías del ferrocarril  rumbo a la ciudad que  cada día es  más  indiferente.

            Regresa con una borrachera y duerme dos días sin conocer el sol  ni las estrellas. Está muerto y para la Braulia empieza el camino a sus desgracias, más desgracias que las que le endilgó el haber nacido hembra en un mundo de machos. En un país de pobres, de ignorantes, corruptos y estúpidos. Ella lo espera con algo caliente. Temprano recorre las calles buscando tablas y cartones. Con unos ladrillones arma un fogón a la usanza indígena, lo alimenta con guano seco, papeles, cartones y tablas. Allí calienta el agua que saca con baldes de una acequia que corre junto a las vías del tren.¡Hay que tener cuidado con el agua si no se hierve uno se va de las tripas y se muere! – Le había enseñado su abuela-  Eso lo hace bien temprano casi de madrugada. Pero alguien la observa. Se dan cuenta que es una mujer laboriosa y eso es peligroso en la villa. La siguen y dos hombres del Rubio le quitan el fardo que arrastra y le dan una paliza que la deja morada y exhausta. Se arrastra hasta la casilla y llora , tanto llora que se queda dormida. Cuando despierta está el Rubio observándola y se asusta.  El canalla está sorprendido con  esa mujer que trata la vida como un desafío. Una mujer inteligente es un peligro para él. Hay un desnivelado enfrentamiento entre ella y él. Pero de alguna manera se instala entre ambos un respeto distinguido. La mitad de lo que ella traiga es para el jefe. Ella pelea. No, lo que ella encuentre es de su hombre y suyo. ¿Eso un hombre? Piltrafa curda, grotesca apariencia de macho que sólo sirve para llorar su destino...y se ríe tanto que hasta Braulia comienza a esbozar una sonrisa. Sale con su eterna cohorte de mirones y matones. Ella se queda sola o casi sola porque el Serafín la mira con ojos extraviados por la eterna borrachera.

            Y comienza el lado oscuro de la historia. Está encinta. Ella sabe que ahora se le viene lo más feo. Su vientre se va hinchando. Siente hambre y trata de despertar a su hombre...pero nada. Viaja tarde a la ciudad buscando misericordia entre la gente linda. Algo encuentra. Va juntando trapitos y monedas. Come con lo que le guardan en algunos restaurantes de la estación de trenes. Ya le va quedando chico todo, está inquieta por el día de mañana. Llega un tal “Pastor de fieles” y le alcanza una cunita. Agradecida le promete ir a su templo. Nada. Ella no pierde el tiempo en cosas sin futuro.

            Llega la hora. Es una madrugada y como todas las hembras de su raza se higieniza, hace un pozo en la tierra en un rincón de la pieza que cubre primero con papel y sobre eso un trapo limpio. Se acluquilla y pare apretando un trozo de madera entre los dientes. Una vieja le corta el cordón y limpia el niño. ¡Gracias a la vida es machito! Lo recoge corajeando al dolor y a su espanto. Lo prende a la teta. Se ha comprado un pollo y ha hecho un caldo a la antigua. Come sabiendo que es bueno y es poco. Nada dura para ese tiempo de mierda.

            Serafín está sobrio por primera vez en meses. Sale en busca de algo...nada trae. Ella lo deja con la esperanza de encontrarlo bien a su regreso. El pequeño apretado en la espalda. Cuando vuelve lleva el niño en el pecho y un fardo en la espalda. Serafín está envuelto en un mar de sangre y sus gritos despiertan a los vecinos. Llora, Braulia, desesperada no tiene qué hacer. Pasa un eterno tiempo para ella, media hora de relojes y por la vereda aparece el Rubio escoltando a unos hombres vestidos de verde claro. Son médico y enfermero de una ambulancia que llamó el “jefe”. Auscultan al enfermo y hablan quedo con el hombre que los trajo hasta allí. Hay que llevarlo al hospital Central y el Rubio la empuja tras la camilla que transportan dos secuaces. Algo pone en su mano. Cuando la abre un rollo de billetes apretados le dan la bienvenida.

            El largo pasillo solitario es la entrada al infierno en la noche más negra de su vida. Gracias al cielo el hijo duerme prendido a su pecho. Tiene hambre pero se sienta en el suelo a esperar. No sabe qué espera en realidad. Pasa el tiempo amigo de su mente que se puebla de monstruos y demonios. Se va quedando tranquila. Ya casi no camina nadie por allí. De pronto se abre una puerta, para ella es la boca del infierno. Sale una mujer menuda, cansada y dulcemente la toma del brazo y la hace sentar junto a sí, en una banca de madera que está a pocos pasos. Braulia la observa. Es una mujer joven pero se la ve fuerte de carácter, firme y calma. Tiene un pantalón y un blusón verde claro casi igual al color de los ojos que la miran franca. Le cuelga del cuello un aparatito brillante y en la mano lleva una carpeta negra.

           

           

Bueno mi querida...¿cuál es tu nombre? Braulia. Bien Braulia yo soy la doctora Lourdes Miranda  y tengo que hablar seriamente contigo. Espero que me entiendas. Él es tu ¿ esposo o compañero? Está muy grave. Él tiene una enfermedad provocada por la picadura de un insecto. Se llama “Chagas – Masa” y por ahora no conocemos como curarlo. Además tiene “tuberculosis” ¿sabes lo que eso significa? Está muy grave. Si no tomara alcohol...tal vez no hubieras sabido hasta dentro de un tiempo de su enfermedad. Por ahora quedará internado y será mi responsabilidad intentar que regrese a tu casa mejorado. Sólo un poco mejor pero no creas que por siempre.

 

            La vida era una masa de hielo o fuego en su pecho. Se sintió atrapada en ese minuto y se quedó callada. Un verdadero tropel de golpes caían en su cabeza como cascotes de piedra muerta. Allí la Braulia se metió en el recuerdo del cuerpo de su madre y le pidió la muerte. La mujer bondadosa la miraba y le tocaba las manos que apretaban los billetes del Rubio. Estiró la palma abierta y le ofreció la ofrenda como quien le da a los dioses un sacrificio tratando de sobornar al destino. Sólo recibió un suave rechazo y una cálida sonrisa. Nada podía desarmar el ovillo tenebroso de su destino. La `señorita´ le explicó con palabras raras lo que atravesaba el  magro cuerpo ceniciento de su compañero. La invitó a entrar en una sala enorme donde camas abarrotadas de hombres sollozantes o distraídos no la miraban. Escondida en su miedo llegó hasta uno de los lechos entre níveos trapos blancos perfumados a yuyos fuertes, como un perdido niño acurrucado, estaba el Serafín. Al sentir su olor abrió los ojos y sorprendida vio que lloraba. Alargó sus afilados dedos fríos y tocó al niño. Ella dio un paso atrás. ¿Acaso era tan malo que podía pasarle al hijo esa enfermedad? La doctora le dijo que podían abrazarse, que le hacía bien al enfermo para querer curarse. Apareció otro médico y le preguntó tantas cosas que no podía pensar y contestarle. Le pidió tiempo. Así descubrió que aquella tos rotunda que tenía era mala. Que a veces escupía sangre y eso era más malo. Los doctores se miraban sorprendidos al ver la ingenua ignorancia de la Braulia. La despidieron. Le recomendaron que viniera sin el niño y sólo a ciertas horas. ¿Cómo iba a hacer ella si no tenía a nadie? 

 

            Cuando entré en casa me recosté en el sillón pensando en lo que me había sucedido. ¿ Qué puedo hacer con esta realidad? Soy una mujer soltera. No me quise casar por miedo a no poder superar mis miedos. Estudié hasta quedar miope y tengo un trabajo muy esclavizante para no tener tiempo para pensar. Mamá me crió dependiente hasta lo irrisorio. Con mi manía por la pulcritud no tengo mascota. Mi placard es un archivo perfecto en donde hasta las sábanas están envueltas en papel de seda y una cinta de color ajusta cada juego. Mis zapatos lustrados en cajas apiladas con etiqueta conforman un singular adorno en un mueble especial. Todo está tan limpio, cuidado y ordenado que para no pisar la alfombra blanca del departamento me quito el calzado en el palier. Cocino en microondas evitando aceites y frituras, al vapor las verduras, que traigo cortadas y lavadas del supermercado. ¿Qué voy a hacer ahora, me planteé?

            La imagen de Daiana y Abigail  se incrustaba en mi memoria casi a fuego. La mirada trastornada cuando les expliqué que yo no podía tenerlas...y el sollozo de ambas cuando después escucharon que hablaba con la asistente social. No podía comer. Recordé la carita frente a la comida que hice traer del bufet de la compañía. Devoraban todo y se relamían como gatitos desamparados. Cuando fui al baño para lavarle las manitos y la cara, descubrí que no habían visto nunca canillas desde donde el agua salía tibia en forma automática. No sabían usar el inodoro, ni el secador de manos y sentí que se me desgarraba el corazón cuando Daiana me dijo si en “nuestra casa había todo eso”. Pensé que los piojos me invadirían, los olores que tenían penetrado en la piel atravesarían las paredes de mi alcoba. Quise huir. La razón y mi amor por las niñas fue mayor que mis temores. Las acompañé hasta la llegada de la jovencita del servicio social. Ella les explicó que primero había que hacer trámites y luego tal vez, si un señor que se llamaba Juez, lo permitía vivirían conmigo. Yo -  cumpliré sesenta años en el verano, no me siento capaz de tener a las niñas conmigo- , pensé en voz alta y la licenciada me observó sorprendida. Sabía que las pequeñas habían quedado mirándome con un dolor extenuante. ¿O era odio? Ellas tenían un desparpajo irreal para expresar sus sentimientos. Tan diferente a mí, que siempre oculto y disfrazo mis sensaciones y deseos. Esa forma ambigua de encubrir los sentidos de alejarme de lo vulnerable que se aprieta en mi ser.

            Me senté frente a la compactera y me quedé escuchando arias de mis óperas favoritas interpretadas por Monserrat Caballe, María Callas y Renata Scotto. Cerré mis ojos y traté de cerrar mi conciencia. Fue inútil la imagen de las niñas desprotegidas y llorosas se prendía a mi retina aunque apretara los ojos. Me preparé un bocadillo que me supo agrio al recordar el hambre desesperado. ¿ Dónde dejaba la sociedad a los niños desprotegidos? ¿ Y yo no era acaso parte de esa sociedad descuidada? Me preparé un baño de espuma y desnuda me concentré en la voz de las cantantes, pero entre los agudos y bellos gorjeos aparecía la vocecita de Daiana o Abigail. El estridente campanilleo del celular me sacó del estado de irritación que tenía.

 

            Braulia logró que la gente de la villa le diera apoyo para ir al hospital sin el niño. Serafín regresó pero nunca se curaría. La vida continuaba. La juventud e ignorancia le trajo otro embarazo a la mujer que tenía veintidós años apenas y mil de sufrimientos. Nació una hermosa hembrita a quien el Rubio quiso apadrinar. Se llamaría Daiana. La heroína de la telenovela venezolana que veía toda el pueblo por ese tiempo. Tal vez si tenía suerte la nena conseguía apoderarse mágicamente del destino de la protagonista del culebrón y terminaba casada con el superhombre rico y famoso del “cauntry” aledaño al barrio de vagabundos.

            Un invierno extrañamente gélido propinó una recaída al padre de los niños. Nuevamente al nosocomio de donde no salió vivo. Braulia se había quedado con dos brazos acomodando hijos y sin saber que en sus entrañas crecía otros pedacito de carne con corazón que palpitaba. Nada le ayudaba en la vida y su desdén desgarró el instinto. Una palabra al Rubio y en pocos días con un desesperado instrumento desgajaron el cuerpito del pequeñito que dejó un ínfimo recuerdo a su paso por la villa. ¿Qué puedo hacer ahora pensaba la desgraciada? ¿Quién me puede ayudar a mí? Ya no tengo ni fuerzas para defenderme del demonio. Acalló su conciencia y caminó por las calles abarrotadas de apurada gente indiferente, que  a veces le daba una migaja de su abundancia o compasiva le alcanzaba una mirada de amor infinito con algo que achicaba su pobreza. Su pobreza no sólo era de cosas materiales...no, adolecía del favor de los dioses para pertenecer a los afortunados que sabían leer y escribir, que tenían un oficio y trabajo. La dignidad de pertenecer a la raza era un instinto en Braulia que no sabía las palabras pero sí el sentimiento y deseo de no tener que vivir casi como una exiliada de esa gente hermosa que veía...

¡ Ella no sabía que su belleza era tan digna como la de esos...!¡ su amor a los hijos...! Su sabiduría ancestral defendiendo lo que para ella era lo más importante, la hacía hermosa a los ojos de la humanidad y del Dios de todos los que la conocían!

            La soledad de la mujer sin hombre y viuda,  despertó el instinto de uno de los hombres del `jefe´ y una vez sintió la mano sobre su espalda. Se enderezó con furia y escupió. El hombre horrorizado por el estupor le propinó un golpe que la dejó ciega sobre el eterno barro del pasillo de su tapera. Le había quebrado la clavícula. La arrastró del cabello y la metió en una de las casillas. La gente que la habitaba  salió silenciosa. Los dueños eran los amigos del Rubio. Todo era del Rubio. El grito agudo pidiendo ayuda se perdió en el furioso ruido de una radio con música “bailantera de cumbia”. Nadie podía atreverse a auxiliar a la desgraciada. No ahora. Quedó tendida en el suelo. Otra vez se había perpetrado el ritual ancestral de la violencia. Una hembra no es nada más que una cosa para usar. La descartó y abandonó. Su vagina desgarrada le impedía ponerse de pie. Su humillación era una  pesada roca en el cuerpo. Se arrastró y alguien la ayudó a erguirse. Apoyándose en las frágiles paredes húmedas llegó a lo que quedaba de su casilla. La habían incendiado con su pequeñito adentro. Un vecino había sacado a escondidas a la pequeñita Daiana por orden del manda más, su padrino. Se quedó allí muda. Tomó a la nena y caminó- en la más terrible degradación- hacia la calle. Un compasivo cachorro trotaba atrás como queriendo aplacar su soledad. Así llegó al hospital donde reconstruyeron su intimidad destrozada.  

 

            Querida señora no quisiera darle malas noticias. Creemos, acá, con los doctores, que nunca más podrá tener otro hijo. Por su historia clínica y porque la conoce la doctora Miranda, sabemos que su compañero falleció hace un tiempo. ¿Cuántos años tiene? Veintitrés...es muy joven. El doctor de barba que la viene a ver, es especialista y la va a ayudar. Es siquiatra. Usted mi pequeña ha vivido un momento muy doloroso. Me dicen que en el incendio murió su hijo varón. ¡Malo...malísimo! Y que no tiene a nadie para que la refugie. Nosotros no la vamos a dejar. Será nuestra huésped por un tiempito hasta que suelde su hueso del hombro y cicatricen sus heridas. Después ya buscaremos que...bueno, ya veremos... ahora hay que seguir esperando con paciencia. Y los médicos cuidaron cuerpo y alma de Braulia en ese momento de horror.

 

            La encontré durmiendo una noche en un negocio cerrado. Estaba cubierta con cartones y plásticos.   Entre sus brazos firmes acunaba a la pequeña Daiana. La desperté y la llevé en un taxi a un refugio de mujeres abandonadas. Allí la ubicaron en un pequeño dormitorio. La ayudaron con ropa limpia, zapatillas y ropa para la nena. Una ducha caliente y parecía que el cielo había vuelto a abrirse para que el sol brillara. Comida caliente. Después supe que Braulia durmió dieciocho horas seguidas. En el refugio un médico le diagnosticó neumonitis. La volvieron a internar. Por esas raras vueltas del destino al salir del nosocomio se encontró con el Rubio. La mirada sorprendida del hombre no impidió la de odio de la mujer. Lo enfrentó con todo el rencor que acomodó displicentemente en su memoria para lo que le hicieron.

            Le ordenó que regresara a la villa. Ella se negó y trató de escapar a la mano hercúlea del macho enojado. No pudo desprenderse. Lo tuvo que seguir. La ubicó en una de las casillas más fuertes. Era el “dueño”. Le compró todo lo necesario para ella y la nena que ya caminaba. Ella supo callarse y aparentó estar agradecida. Comenzó una danza viperina entre un áspid y una cobra. El “jefe” trataba de seducir con mil artimañas y ella fingía que estaba encantada. Así con el milagro de lo imposible quedó embarazada del Rubio. Tuvo a Abigail, una inútil esperanza de paz. La ingenua soberbia del macho impidió desconfiar de la mujer memoriosa.

            Mi relación con las tres se había hecho algo imprescindible. Ella venía a mi oficina y se sentaba silenciosa mientras yo hacía mis planillas y servía el té, que yo bebía siempre con cariño. Me traía pequeños panecillos de pasas de uva que amasaba con grasa de cerdo y que horneaba en su vivienda. Otras veces me traía dulce casero de manzana o de damasco. No había perdido la capacidad doméstica de caserita pobre. Hablaba poco. Yo le admiraba el amor que ponía en el cuidado de sus hijas. No era frecuente verla llegar de día y en invierno se espaciaban sus visitas agradecidas de aquel salvataje primigenio. Ahora me enfrentaba con la verdad. ¿Dónde estaba? Yo no iría a enfrentarme con el Rubio que ya estaba canoso y avejentado, peleando su puesto de dueño con un pandillero pendenciero y sin escrúpulos. Las drogas hacían estragos en la villa. El alcohol era tiempo pasado. Yo era una mujer soltera, sola y muy educada. ¡No podía! Pero mi conciencia me impelía a conocer la suerte de Braulia.

           

            Había esperado ese momento. Ya las nenas conocían bien qué tenían que hacer. Buscarían a la Señorita Encarnación, la que les había ayudado siempre. Esa noche se preparó para la cena con su mejor vestidito dominguero. Se puso unos bigudíes y se esmaltó las uñas. Había cumplido hacía unos días veintiocho años. Ya era vieja...ya podía cumplir con la promesa. Lo esperó con una cerveza fría. Le relató, en el lecho de amor, un cuento indígena antiguo,  de cómo matan las “yarará”con la mirada. Puso un “gualicho” de bruja,  escondido en la cama. Y cumplió con el Serafín, con su hijo muerto...y - “ Total la señorita Encarna sabría qué hacer por ellas”- , las dos nenas.

 

            La policía me trajo algunos objetos encontrados en la casilla para que le diera a las nenas. Nadie quería tocar un extraño muñeco de madera y arpillera con la forma del Rubio cubierto de clavos, incrustado un diente de yarará en el corazón pintado con sangre humana. Lo encontraron en el mismo lugar donde había quedado el cadáver. Me explicó luego el comisario que el Rubio murió de muerte natural... ¿ O tal vez no sucedió así?

 

 

Bailantera: música popular de una región argentina ( Córdoba ) que se ha extendido en los suburbios de todo el país.

Chagas- Masa: enfermedad endémica provocada por el “tripanosoma cruci” y cuyo agente de contagio es un insecto llamado Vinchuca. Habita en zonas carenciadas con  viviendas de barro.

Gualicho: dícese a un encantamiento popular hecho con hierbas y plumas de aves muertas. Magia Negra de la región central de argentina  y periférica de la provincia de Buenos Aires.  

           

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