miércoles, 30 de agosto de 2023

IRA

 

Dejó la escuela con una pila de amonestaciones. ¡Nadie le iba a decir a ella qué tenía que hacer! Estaba cansada que se burlaran de su aspecto. ¡Sí, era mestiza y como descendiente de africanos era obesa! Su cabeza daba para más, pero no podía con la rabia que le producía ver a esas estúpidas muchachas riéndose de sus nalgas. En su país de origen las mujeres eran así, de enormes nalgas donde se acumulaba desde la antigüedad la grasa para poder superar las hambrunas. ¿Qué sabían de eso estas cabezas huecas? Su abuela le contaba que debía caminar kilómetros para poder buscar agua o llevar sus cabras a pastar. Y ni hablar de las épocas de sequía en que viajaban por el barro seco y quebradizo de los ríos sin una gota de agua. Muchos morían en el intento de llagar a un pozo.  

Cuando se rieron la primera vez, lloró. Luego comenzó a ser hiriente con el idioma de sus abuelos y finalmente golpeaba a quienes osaran reírse de ella.

Lo último fue cuando el profesor de gimnasia se burló porque ella no podía hacer ciertos movimientos y sus grandes piernas rodaban por el suelo brillante de la pista de básquet. Y lo peor fue que vio una seña obscena y le propinó una trompada con tanta furia, que le rompió la mandíbula a la preciosa “Reina de la Primavera”, de la escuela.

Sabía que en su casa se armaría una guerra. La madre la correría con una escoba y la abuela la ayudaría a esconderse.

Siempre la abuela, en las noches frías le contaba las historias que vivió en su África lejana. De cómo las tribus se mataban entre sí, de cómo raptaban a las niñas y las vendían a los hombres blancos que las llevaban a los burdeles. De ella aprendió las canciones de dolor e ira, de amor y ensueño. De ella aprendió a cocinar y a preparar el lecho para abrigar a los pequeños.

Cuando vinieron a este continente, sólo traían la tristeza y la pena por sus árboles viejos que habían abrazado antes de partir. Pero sabían que de quedarse allí los matarían los vendedores de diamantes o de oro. La abuela también le enseñó a odiar.

Llegó a la casa y encontró a sus hermanos sentados en la escalerilla de la entrada. Algo pasaba adentro. Ingresó de puntillas y escuchó la canción de pena de su madre a los muertos. La vio. Estaba cubierta con una de las únicas telas hechas en la aldea a mano por las mujeres de entonces. Corrió y abrazó a la mujer que quieta y fría parecía de cera. Carbón apagado y silencioso.

Un grito, un alarido salió de su garganta áspera y doliente. La ira la llevó a tomar una botella y reventarla en el suelo junto al lecho donde dormía la abuela. Se echó a los pies y lloró dos días hasta que la llevaron a un campo santo. Ella no creía en un Dios bondadoso. Ella era un fuego encendido dispuesto a todo. ¡Y salió su rabia! Caminó hasta la escuela y le prendió fuego. Bailó una danza antigua mientras veía las altas llamas que quemaban el edificio donde había sufrido tanto.

Esa noche la buscó un auto policial. La encerraron en una celda donde cantó hasta la madrugada en el idioma de sus ancestros. Después de un corto juicio, la dejaron salir porque aun no había cumplido los trece años y la Juez comprendió el sufrimiento de la niña. 

 

 

           

 

 

 

 

AMBICIÓN

                       

Che, Gino ¿te cambiaste el auto? Si no tenías ni para fasos cómo ahora tenés ese Honda súper sport plateado y de todos los que te conocemos nadie supo que te ganaste el Quini o la lotería, ahora venís a decir que te llegó una herencia de tus viejos, salí si con tu viejo no hablás desde los ochenta y con tu vieja desde que llegaste de Catanzaro. Pero mirá qué pedazo de coche y también el Cholo me contó que vas a arreglar la casa, que le vas a agrandar el estar y no se cuántas cosas más. ¡Murió tu vieja? Perdoname no sabía...y bueno si de algo sirve vaya el pésame.

      Así se quedó el Gino solo en el bar de San Pedrito y comenzó el recuerdo.

La vida en su pueblo era un infierno. El dueño de la vida y des todos,  de cada uno estaba en manos de Don Peppo ese viejo avaro y maligno que se aprovechaba del trabajo de los labradores y de cada muchacha hermosa del pueblo. Él, Gino, un día se enamoró. Sus diecisiete años eran el desmayo frente a ese rostro perfecto de madonna de Donata. Su virgen perfecta de ojos amarillos y cabello negro que caía hasta la cintura cuando se sacaba la pañoleta negra, lo miraba de reojo cuando cruzaba el pueblo rumbo al paesetto donde trabajaba en la granja de su tío. Don Peppo lo descubrió y sacó a la chica y la llevó del pueblo. Luigi le contó que estaba en un burdel y que cantaba medio desnuda en un cafetín de mala muerte. Era del viejo.

Se vino a la América. Compró un boleto de tercera y viajó como un carnero entre los montones de italianos que trataban de hacer su vida lejos de sus pueblos. Llegó a un hotel en Buenos Aires y de allí lo llevaron a un trabajo al interior.

Aprendió a vivir como acá, sin hacer mucho y cobrando más que lo que hacía. ¡Lo echaron! Viajó a una ciudad y se empleó con unos “tanos” en una panadería en la ciudad. Aprendió el oficio y le gustó.

Después de un tiempo se volvió a la capital, puso una panadería y contrató unos “tanitos” y entre harina y huevos hizo hacer fideos, pasta de todo tipo y mandó dinero a su mamma. Gino, conoció a Bianca y se la llevó a vivir con él. Al año ya tenía un niño, hermoso, rubio y de ojos grandes y mirada dulce. ¡Esto es la Felicidad!

Un mañana muy de madrugada se incendió la panadería y como no tenía seguro, se quedó en la calle. Sin un peso en el bolsillo. Pero no dijo nada. Él, tenía mucha ambición y saldría adelante. Bianca trabajó a destajo. Compraron una pensión y alquilaron por piezas

Pero había guerra, allá en Europa y la gente no tenía plata. Por lo que no había mucho para repartir.

Hasta ese día que llegó un telegrama desde Italia. La mamma había muerto. Y con su vuelo al paraíso dejó un montón de liras que Gino esperaba para volver a ser el “capitán de su barco”, la panadería más completa de Buenos Aires.

 

 

 

 

 

 

 

 

LA DESIDIA

  

                        El maestro llegó en su moto justo en el minuto en que se desplomaba la última pared que quedaba en pie. Venía para ver qué sucedía con la pequeña Rocío que no asistía a las clases desde...hacía como un mes y medio. Su asombro lo dejó entre extasiado y desesperado. No podía comprender cómo se puede destruir una casa como esa. Recordaba cuando el era niño y pasaba por ahí. Estaba construida con buen material y diseñada por arquitecto e ingeniero. Tenía todo lo que una familia de clase media trabajadora podía necesitar. La buena señora Adelaida, la dueña, había plantando toda clase de vegetales, árboles que yacían como esqueletos afiebrados en el secano ahora. Vio por primera vez a Chacho, el hijo, ese muchacho mimado que nunca logró hacer nada. Chacho estaba allí parado sin moverse. Las manos en su enorme cadera flaca. Huesos y piel era lo que quedaba del hombre que criaran Adelaida y Floreal, el padre. Una mujer, la madre y esposa del padre de sus hijos, contemplaba las ruinas con mirada de idiota. Los niños, nueve, lloraban. Sucios como siempre, desvalidos y ansiosos, se le acercaron buscando una respuesta. ¿Qué podía hacer él?

                        Llegaron los bomberos, tarde, porque en realidad ya no eran necesarios. La casa se había comenzado a morir cuando los viejos murieron. Chacho era incapaz de mover una mano para trabajar. Todos los días tenía el pretexto locuaz para no salir a trabajar. Esa palabra era tabú. Él no había nacido para “romperse el lomo”. Las lluvias, los vientos, el descuido...hicieron el resto. Como un cáncer la casa se fue destruyendo. Nada quedaba de la que fuera la mejor casa del barrio. Quedaba el grupo familiar como los miles de desamparados que viven en las calles. Pero en el caso de Chacho y su mujer, por no querer aceptar la dignidad del trabajo. Habían quedado desnudos de un techo, un hogar.

El abandono y la pereza los había ganado. Ahora el gobierno se haría cargo de los niños que desnutridos parecían espantapájaros sonrientes y bobos. Nunca pisaron la escuela. Era un esfuerzo que el padre y la madre no podían o no sabían enfrentar.

            El maestro llamó a salud mental ¡Ya es tarde le dijeron! Pero rocío, era una niña inteligente y podría superar. El juez aceptó la tenencia al docente y dicen que fue la que con el tiempo reconstruyó la casa.

                       

LA GULA Y LA AVARICIA

 


 

            -Pare Tito voy a vomitar-, me dijo el doctor, mientras atravesábamos la avenida y yo lo miré sorprendido. -¡Mire que hemos visto juntos cosas terribles en estos dos años!- Pero me pidió que me detuviera y paré. Soy el chofer de la ambulancia desde hace cinco años y hemos sido compañeros todo el tiempo de su guardia y perfeccionamiento.

            Luego fuimos juntos a tomar un café en un boliche del barrio y se tomó un whisky. Tenía una cara de terror o asco que me dejó lelo. Esa tarde, recuerdo, fue variada hasta que llegó un pedido de una zona “bacana”.

             Llamaban de un edificio en Belgrano R y cuando llegamos el portero nos hizo entrar sin pedir ni siquiera una credencial.  ¡Después se quejan que hay robos! El ascensor  nos depositó en un palier de lujo en un treceavo piso. Allí parada en la puerta como ave de rapiña estaba una mujer flaca y con cara de salir de una película de terror. Apenas habló mientras nos acompañaba por un pasillo que desembocaba en una habitación iluminada.

            Fue un impacto terrible ver esa figura: las paredes de un rosa brillante, rotas en zonas donde la humedad había hecho estragos, a la izquierda una ventana se abría con su vidrio sucio a un balcón-jardín reseco y abandonado. Allí en el medio sobre una pila de colchones, un enorme cuerpo deforme por la obesidad, inmensa bola de piel que se desplazaba como una oruga casi gigante. Bucles dorados y ojillos aviesos que se escondían tras unos párpados hinchados. Los labios finos se movían rítmicamente en su mandíbula que tenía un perpetuo ajuste a la ingesta de: bombones, masas dulces, caramelos, flanes, tortas, emparedados, ravioles, ñoquis, tallarines y todo, todo lo que se podía engullir en diez o doce horas de vigilia. No caminaba. Hacía casi dos años, que no lo hacía, y la cama que fuera de bronce estaba quebrada.

            Permanecía en medio de almohadones de fino lino rosa pálido orlados de puntillas y cintas, encajes y sábanas de linón bordadas por manos amorosas en bellos racimos de violetas y rositas se desplazaban sobre la gelatinosa barriga de ese ser, mientras las piernas paquidérmicas, apenas móviles, agitaban suavemente un aire enrarecido y hediondo a grasa. Por suerte la cubría un hermosa camisa de satén y encaje cuyo canesú flotaba entre una miríada de manchas de salsas y huevo, tomate y chocolate dibujando un trabajo surrealista que se movía acorde al despilfarro de grasa.

            Alhajas de oro y esmeralda se perdían en las hendiduras de los brazos. Anillos de rubíes y brillantes, dirimían sus reflejos en la inmensa cama. ¿Cómo había llegado a ser así...? ¿Cuántos años tiene? ¡Veintitrés! ¿Y cuánto pesa? ¿Doscientos pesaba la última vez que la pudieron poner en una balanza? El doctorcito, joven y sano, se revuelve en su delantal blanco, no entiende. El departamento es nuevo, es de muy alto nivel, hermoso se podría decirse.

                        De repente ingresa en el espacio el Dr. Porfirio Andrade, el decano de la facultad y Tito, unos pasos atrás, petrificado, le toca el hombro al médico que asiste a esa enferma. No pueden comprender qué ha sucedido. El padre desesperado suplica ayuda. Su hija se muere, el corazón colapsa y nadie quiere ayudarlo. La mujer sonríe distraída. Es la madrastra. Callada se recuesta en el rellano de la puerta para mirarlos. Ella no hizo nada, claro, era la enfermera del decano, cuando la joven esposa y madre de Rebeca, se electrocutó con la plancha, hace trece años. La niña la estaba mirando y quedó allí junto a la madre con sus contorciones y su visión perturbadora. Nunca olvidó el olor a quemado que desprendía el amado cuerpo.

             El joven galeno, aconsejó sacarla de allí para lo cual había que romper las puertas, bajarla por una ventana interior y luego llevarla a una clínica muy conocida.

                        Un ruido sofocado y un paro cardíaco, le impidió toda maniobra. Habían llegado demasiado tarde. La otra mujer la miró sonriendo y sólo atinó a sacarle las alhajas.

                        Después de vomitar Federico le pidió a Tito que lo llevara a tomar un wyski y se fueron a ver “Matrix” a un cine de barrio.

 

                                  

           

 

           

 

lunes, 28 de agosto de 2023

LA ENVIDIA


                        Cuando llegó a la dirección que le diera Micaela, se recortó la figura escultural de Guillermina, que contra el enorme paredón del cementerio pareció un pájaro derrotado. Una lágrima de desencanto se desprendió de sus bellos ojos dejando un surco en el suave maquillaje sofisticado. Cerró los puños y con dolor comprendió el error, haber confiado.

Pecosa, de cabello castaño oscuro y ojos verdes, Guillermina era una nena de esas que en el barrio todos miraban. Tenía una sonrisa alegre y jugaba con destreza. Su padre tenía un negocio de comestibles. Su madre era una mujer simple. Adoraban a esa hija que había llegado casi cuando las esperanzas de amor se pierden.

                        Un día cruzó el farmacéutico y tomándola de la mano la invitó a jugar con su pequeña. Fue un encuentro feliz. Se hicieron inseparables. Micaela era hábil en el piano, con los patines, declamando y era muy hermosa. Juntas hacían las tareas escolares, aprendieron a jugar tenis, hacían gimnasia y disfrutaban de todo lo que el mundo de los adolescentes les llenaba la vida. Comenzaron a salir de compras y a bailar las matinés con los chicos de la escuela. Se enamoraban y dejaban de “amar” con el mismo ritmo de todas las muchachas de su edad.

                        El primer concierto de Micaela fue un éxito y su figura de niña frágil le atrajo un puñado de cargosos admiradores almibarados, que ella despendía con una chispa de superioridad. Guillermina la admiraba. Veía sus pequeñas manos jugar en el teclado y soñaba con tener la misma habilidad, pero no estaba dotada para la música. Se terminó su adolescencia con sólo dos diferencias: Guillermina había crecido y estaba altísima, su figura se destacaba por la perfección de sus medidas y Micaela quedó con su cuerpo casi infantil, sin curvas y de estatura normal. Los chicos del barrio le hacían toda clase de burlas pero ellas no hacían caso a los torpes compañeros. Las largas piernas torneadas, la cintura fina, los senos graciosos y la belleza atigrada de la primer muchacha era un suplicio inconfesado para la otra. Nada hacía parecer que Micaela sufriera. Pero la madre, que observaba, se preguntaba cuándo comenzarían los problemas.

                        Ingresar a la universidad les dio un respiro. Se trasladaron a la capital, alquilaron un pequeño departamento y cada una comenzó la carrera elegida. Micaela además continuó sus clases de piano en el conservatorio nacional con maestros de prestigio internacional. Mientras estudiaban no tenían tiempo para arreglarse, sí para sentirse acompañadas en ese mundo insólito de la gran ciudad. En sus ratos libres, Guillermina completaba sus clases de idiomas extranjeros e hizo un curso de modelo a sugerencia de otras compañeras de la facultad. Cada día estaba más hermosa.

                        Ambas recibieron su título con honores. Eran ganadoras en todo...pero, Micaela veía celosa, cómo su amiga atraía la mirada de los hombres que a ella le interesaban.

                        Regresaron esas vacaciones a su pueblo que las recibió con ardor y sorpresa. Eran un orgullo para todos. Así fue que el día que se llamó a un casting de animadoras para el canal de TV. de la pequeña ciudad, Micaela le dio a su amiga del alma, una dirección equivocada y ella apareció en el programa mostrando todas sus habilidades. Es lógico saber cómo murió esa amistad.

 

UN LADRÓN EN LA CASA

 

            Hacía un año, más o menos, que de la gran casa de los Flores Ancely, desaparecían valores. Un día desaparecía de la bodega un barril de oporto, otro mes un caballo de carrera que había ganado un Derby, otra oportunidad, los candelabros de plata heredados de sus antepasados. ¡Nadie sabía nada! No se podía descubrir al ladrón.

            El patrón, había muerto hacía dos años e Isaura, su viuda, desesperaba por descubrir al maldito.

            Una noche, don Guzmán, se preparó con el arma del patrón, que se guardaba en un lugar estratégico de la casa. Se escondió entre los matorrales de la entrada de la vivienda. El frío le penetraba los huesos, y tenía las manos duras de apretar el rifle. Rulito, el perro, agazapado junto a Guzmán, vigilaba.

            Pasó una berlina y apenas se detuvo unos segundos cerca del enorme roble que cubre parte importante de la fachada de la casa. Alguien saltó el murete y corrió por el jardín. El perro salió corriendo y moviendo la cola. ¡Esto no puede ser! Colmo de colmo. El hijo de doña Isaura, se había desplazado para pasar inadvertido por la ventana del ala sur, donde estaba el escritorio del difunto. ¿Qué querrá este mequetrefe?

            Como un sonámbulo se acercó para espiar los movimientos dentro del escritorio. Vio como el muchacho rebuscaba en los cajones del enorme mueble donde solía ubicarse para escribir sus memorias don Ovidio, el padre de ña’Isaura. Revolvía las pilas de papeles y carpetas con un escalofrío de impaciencia. Al acercarme y espiarlo por el ventanal, su figura temblequeaba y sudaba. Se cubría el rostro con un pañuelo de seda verde claro, que yo le había visto a don Ovidio. ¡Pero es el niño de la casa!

            Me achiqué. Rulito se apretó a mis piernas que tiritaban. ¿Cómo le digo a la patrona que su hijo preferido estaba buscando en el escritorio esos papeles o carpetas? Para qué. No me va a creer. Salió sigiloso por el ventanal y se las arregló para que no se abriera con el viento. ¡Un genio para despistar! Rulito gruñó, pero porque yo lo tenía de un bozal apretado. Quería salir a jugar con él, siempre de día cuando llegaba a almorzar con Isaura, su madre, parecía un ángel. Jugaban un rato y el animal fiel, lo adoraba.

            Saltó por el muro y desapareció en la oscuridad. Yo aproveché y me fui a mi dormitorio y vestido me tiré a dormir, mañana vería cómo enfrentar el perjuicio. Me saqué las botas y el cinto con el revolver, dejé el rifle junto a la cama por las dudas y dormí. Tranquilo por primera vez desde la muerte de don Justo. Ya sabía quien era el que sacaba las cosas de la casa.

            A la mañana, desperté con los ladridos de Antenor, el perro de la señora Isaura. Era un danés joven, que dormía junto al ama. Pegué un salto y me calcé. Salí de mi cuarto y la vi parada junto al antiguo desayunador. Su bata blanca perfilaba la silueta del ama. Rulito, se asomó en una postración de temor ante el danés. Me acerqué. ¡Seora Isaura, no escuchó ruidos anoche? ¿Ha pasado por el escritorio del difunto? Porque anoche, nos pareció ver una sombra por allí y de repente no había nadie. Me asusté porque Rulito no gruñó ni ladró. Si fuera un extraño le haría mucho ruido.

            La doña, me miró asombrada. ¡Será un fantasma! ¡Acaso tenía el porte de mi querido Justo? ¿Cómo sería el tamaño? ¡Quién se atrevería en la noche a husmear sino el único dueño de su escritorio! Una lágrima corrió por la mejilla de la mujer que temblaba. Mi amado esposo… ¿Qué podría estar necesitando?

            ¡Guzmán, llame al cura don Gabriel del Sagrado Corazón y pídale que venga! Y Guzmán salió con pasos cansinos, sabiendo que no era ningún fantasma, que era el Niño… al acercarse al templo, entró a la casa parroquial y pidió asistencia. El anciano sacristán llamó al padre Gabriel, que estaba enroscado con un penitente que porfiaba con sus errores. Lo despidió, con mandas de regresar a la tarde y se enfrentó a su nuevo sayón. ¿Cuál es tu problema hijo mío? ¿Acaso la viuda tiene alguna necesidad de Dios… que yo pueda resolver?

            Don Gabriel, tengo que hablar primero con usted y luego, llevarlo con mi señora Isaura. Y se despachó, con la historia. El cura, no sabía si reír o sermonearlo. ¿Cómo iban a creer en fantasmas? Lo bendijo, sacó la estola, se la puso, tomó un crucifijo de regular tamaño y siguió al hombre. Cuando entró en la casa de la viuda, salió toda la servidumbre sorprendida. Nunca venía desde el suceso del patrón, un sacerdote a la casa. Isaura, lo invitó a entrar a la biblioteca y estudio  para que hiciera sus rezos y ¡Oh, sorpresa! Todo estaba revuelto y en la alfombra, sillones y mesillas, carpetas y papeles. Pero lo más complicado que la caja fuerte había sido violada y faltaban algunos dineros y joyas de los dueños de casa.

            El hombre de Dios, se hizo la señal de la cruz y dejando salir un estruendoso suspiro, volteó y dijo: ¡Acá no ha entrado un fantasma, sino un ladrón! ¿Para eso me han sacado de la casa? La señora se largó a llorar y comenzó a relatar todos los elementos que se habían desaparecido de la casona. ¡Y bien, hay que llamar a la policía! Dejemos que ellos hagan su tarea y no los hombres y menos yo, un cura. Los bendijo y salió apurado, seguido por Guzmán, que sabía la verdad. ¡Padre, gracias!

            Cuando llegó el inspector el niño estaba sentado sosteniendo la mano lánguida de su madre. ¿Quién podría pensar que él, era el merodeador? Las preguntas iban dirigidas a la viuda, luego a Guzmán, al muchacho ni lo miraban. De pronto entró un ayudante con una boina azul. Esto estaba entre los arbustos del jardín cerca del árbol que da a la ventana donde robaron.

            Eso es de mi hijo, mi amado muchacho la debe haber perdido. Sí, pudo ser Rulito, que la llevó hasta allí o el danés, que juegan siempre con mi hijo. Pero los ojos del inspector y su ayudante se clavaron en el joven. ¿Yo lo he visto en ciertos lugares de la calle… de Los Remolinos, y en el bar de “los Griegos” y en un garito de san Cristóbal? ¿No tiene usted algún problema de dinero, Joven?

            El rostro arrebolado de Arturo se transformó en un volcán a punto de estallar. ¡Bueno, he estado por ahí, si, pero no tengo ningún problema! Y se paró adelantándose a los pasos del ayudante que se acercaba insidioso a su lado. Una mano firme lo paró en seco. Vamos a charlar un rato con usted a solas, salgan todos de aquí, incluso usted señora Isaura. Guzmán, reía por dentro, su rostro impávido, no demostraba lo risueño del momento, pero recordaba las tareas extra que tuvo por culpa del mequetrefe. Todos salieron y dejaron la sala desierta, quedando los policías y Arturo.

            Pasaron unos largos minutos y salió el ayudante con el joven esposado. ¡Acá está el enigmático ladrón! Su hijo, doña Isaura, lleno de deudas de juego, de putas y de alcohol, ha estado sacando de a poco su herencia. Y de gracias a Dios, que no lo mataron por sus atrasos en pagos, con gente de mala vida. Esos tienen sus métodos y no son bondadosos con los morosos. Ellos matan.

            El silencio cubrió nuevamente la casa de los Flores Ancely, como cuando murió su dueño. Ahora el duelo era por el Niño Arturo, que no regresaría hasta no devolver con trabajo social y en el penal, el daño que había hecho a su familia.

domingo, 27 de agosto de 2023

EN LA VIEJA CASONA DE SAN COSTANZO

 

 

            Había una marcada oposición entre Yolanda y el padre. Ambos sentían aversión por la sociedad, pero mientras el hombre amaba el dinero, la fama y el poder; Yolanda sólo quería ingresar a un convento como Carmelita Descalza. Escapar a su realidad. Del horror.

            Las discusiones cotidianas penetraban como púas en cada acto que acontecía. Un bocado era ácido, un bocado era veneno. Cada gota de líquido que se bebía en la comida cotidiana era un trago amargo. Lágrimas se mezclaban con el vino y con la leche.

            Yolanda, obligada a tomar por esposo a un pomposo joven de la casa lejana, sólo lograba agregar una fortuna al apellido de su padre. Apellido pálido de honor y credibilidad familiar. Ella, sollozaba en los rincones del helado caserón. Llegado el tiempo de la boda, su nodriza rebuscando en los arcones, que aportó la madre de la joven mujer, encontró tres cosas singulares: el traje de bodas, un cuaderno de notas y una caja azul con cerradura hecha por orfebre y sin la llave maestra para abrirlo. Todo oculto en los desvanes del alto, bajo la mansarda del ala norte. Los tules, encajes y sedas de un amarillento cobrizo, parecían hacerse eco del desprecio a los sentimientos que representaban a los ojos de los hombres. Allí sólo importaban las propiedades aportadas a la joven novia., que pasarían a poder del padre.  La pequeña figura de Yolanda enfundada en ese vestido era un sueño inédito en la memoria del padre. Un respingo malicioso en su mirada fue la respuesta a la apariencia fantasmal de su hija.

            La ceremonia fue modesta, junto a los criados, que ya ancianos llorisqueaban viendo a “su” niña así, fueron los inapreciables testigos de la infamia, como siempre. Los familiares del novio, eran una extraña manifestación de mal gusto y torpeza social. ¡Nuevos ricos! Gente que había logrado fortunas con las plantaciones de café, algodón y tabaco en América. Esclavistas, que arrastraban a pobres africanos de sus costas a trabajar como animales en las tierras extrañas. Nada más lejano que los sueños de Yolanda. Cuando vio al muchacho que sería su marido, le tranquilizó la mirada limpia en unos ojos negros sin escondrijos. Él, aportaba dinero, ella un apellido conocido para los bancos de Londres y América del Norte, donde enormes cultivos llenaban de oro las arcas de los avaros.

            Hicieron un trato amable. Su vida transcurriría como si fueran hermanos hasta conocerse. Todo oculto a sus progenitores. Compraron una propiedad cercana a la casa paterna de Yolanda. Estanislao, cumplía ampliamente con la palabra de dejarla hacer tareas caseras y llevar alivio a los desposeídos de la zona, a pesar que era mal visto por los padres de ambos. Así se fueron haciendo amigos. Compartían largas pláticas y ensoñaciones frente a la chimenea o a los viejos robles en las noches cálidas de verano. Pasó un tiempo en que se descubrieron y se amaron como todos esperaban. Nació un pequeño que llamaron Godofredo y luego una niña que llamaron Célica. Transcurrió un tiempo y la muerte traspiró cerca de ambas familia entre los mayores que creyeron se habían cumplido todos sus anhelos. Era un tiempo de espera para la pareja.

            Así, ya dueños de sus deseos, viajaron hacia las plantaciones de América y descubrieron que la crueldad del hombre es mayor a lo imaginable. Hambre, golpes y enfermedad abrazaba a los trabajadores, muchos de los cuales habían muerto por el maltrato y los sacrificios físicos y mentales. Una guerra se avecinaba. Estanislao y Yolanda decidieron darle la “libertad” a su gente, pero no era fácil para aquellos la subsistencia y casi todos se quedaron. La hacienda crecía de otro modo. Habían cobrado muchos enemigos que no tardaron en crear verdaderos caos en las plantaciones. Quemaron la cosecha y mataron a los infelices.

            Una noche, frente a una descarga de proyectiles que atravesaban el plantío, Estanislao salió con su arma a defender a su gente y recibió una descarga de trabuco, muriendo en el acto. Huyeron los misteriosos homicidas. Yolanda lejos de amedrentarse, luego de enterrar a su querido amigo, continuó con la vida. Célica, ya adolescente ayudaba a su madre, que rápidamente envejeció por la pena. Una noche discutieron por la necesidad de Yolanda de dar amor a los desposeídos. Célica no comprendía a su madre. Las palabras hirientes dejaron débil a la mujer. –¡ Tú y tu manía de regalar el esfuerzo de mi padre… nadie en plena guerra te da nada, ya no queda alimento en las alacenas y el campo está arrasado. Eres injusta con nosotros, eres indiferente y egoísta. Tu sola esperas ser reconocida como si fueras un ángel, pero eres pérfida y malgastas nuestro futuro…!-  gritó Célica en la cena. Yolanda se llevó la mano al pecho y cayó desgarrada de dolor sobre el plato de comida. Su cabello gris, mimó el trozó de pastel que comía. Godofredo corrió y transportó a la madre al lecho. Allí suplicó a su ayudante le trajera la caja azul. De entre su corpiño extrajo una pequeña llave. Se la entregó a los hijos.

            Célica y su hermano buscaron auxilio en un médico, que llegó presuroso, pero tarde. Pasaron las ceremonias y los días. Luego, en un descanso abrieron la famosa caja azul. Allí junto al cuaderno donde explicaba el horror de la vida que había vivido su abuela, estaba la verdadera historia de Yolanda. Juntos lloraron. Abrazados los hermanos comprendieron… y se prometieron vivir de acuerdo a ese sueño de sus padres.

-          ¡ Godofredo,  después de haber abierto la caja azul, pude perdonarlo todo!.”- nadie que soportara tanta humillación y horror en su vida pudo ser tan buena. – ¡Mira acá está el extraño aparato con que el abuelo torturaba a la abuela y a mamá!.- muestra Godofredo. Un momento de doloroso silencio se produce entre ambos. El horror se marca en sus rostros. Afuera se agitan las flores de magnolia que tanto amaban sus padres, impregnando de perfume el salón.

“ME DESPERTÉ Y NO HABÍA SIDO UN SUEÑO”

 

El río que ha crecido por la lluvia. Ruge furibundo. Arrastra troncos y matorrales arrancados con violencia. Una tormenta esperada. Está oscureciendo. Con cada relámpago la estancia se alumbra. Sólo un frágil candelabro con bujías movedizas amarillea la habitación. Obscenos nubarrones nos envuelve.

La silueta de Dionisio sentado frente al piano sostiene una melodía que ronda en su cerebro hace tiempo. Está solo y la música atraviesa el plexo donde cobija una ira incontrolable. Amortigua el odio con arpegios crueles que dibuja en pentagramas enredados. Sus dedos deformes, teñidos con tinta, se desbaratan sobre el teclado. Cada percusión en las teclas es un puñal que clava. Cada compás que enmaraña con sonidos discordantes, un grito.

Su alarido de rebeldía, enojo, cólera crispa la melodía. Sólo el cuerpo encorvado sobre el piano persevera en el intento de sobornar el recuerdo. Una pasión que lo devora. Recuerda los besos de tenue sabor a mora. Los músculos cuajados de pelusilla rubia, la cintura flexible en arrebatos bravíos. El sexo exuberante. ¿Dónde estás? Amante inalcanzable como la música que ronda día y noche. Huiste de mi amor, infiel como felino en celo.

Cierra los ojos y se muerde los labios con tanta irreflexión que un hilillo de sangre se funde con saliva. Hace días que no prueba bocado. Hay copas desparramadas por todos lados. El vapor del vodka intrinca la piel cervuna. Disemina hojas por el pavimento húmedo. Un destello cinabrio llamea sobre la cabellera oscura del pianista, desnudo y aterido. Otra ráfaga de furia funde un sonido trasgresor a su cuerpo arqueado y la espalda queda torcida en un escorzo agobiante.

 Allí, está la ópera buscada durante todo el período de la pasión perdida.


UNA FIGURA SOLITARIA

            

Miró el cielo y se sorprendió por el color sombrío de las nubes. Una tormenta perturbadora se apoyaba sobre el horizonte. Amarró la barca  en el fondeadero junto a la del “Griego” y ató con fuertes sogas el trinquete  y las lonas para sostener su futuro. El bote pesquero que tanto amaba podía ser presa de la ira de los dioses del mar. Era lo que aún tenía para seguir viviendo. El sentido de respirar y suspirar, de alimentarse y seguir vivo.

            Tres años atrás, había perdido a su compañera. Guadalupe o Lupe como él le decía en la intimidad, sucumbió al cáncer que hizo estragos en su amada. Noches en vela abrazando su cuerpo débil y dañado, su fragilidad era la de una ola en la escollera.

            La piel y los huesos se perfilaban en el adorado cuerpo de Lupe. El sol se apagó en sus ojos y en su corazón y la dejó en la tierra bajo una losa que apenas sostenía el nombre querido: “Lupe, amiga y compañera”

            El “Griego”, le gritó que saliera del malecón y se refugiara en la vieja casa de piedra. No lo oyó. La lluvia, truenos y relámpagos tapaban incluso el agitado tañer de las campanas de todo el puerto y barcazas. Corrió. Se encerró en la bodega del “Húngaro” esperando que cayeran algunos rayos. Maldijo en todos los idiomas que imaginaba existían. Sólo con una botella de ron, se tiró en una hamaca desvencijada y se quedó dormido. El bramido del mar sobre las piedras y el choque de la madera quebrándose entre las rocas, lo despertó.

            Aventuró una salida y en el enmascarado chubasco, entre luces de rayos y relámpagos, alcanzó a entrever su casa. Aferrándose a las paredes y pasamanos pudo llegar. Empapado y haciendo un enorme esfuerzo abrió la puerta y un aire helado encubrió su aterido cuerpo.

            Encendió la salamandra y desnudo, se tapó con una manta que tenía más recuerdos que años y más nostalgias que belleza. El aguardiente le avivó la sangre. No supo por qué, lloró como hacía años que no lloraba. Y por primera vez, después de haber regresado del dolor de Lupe, pensó en Dios. ¿Existe? Pensó en su historia de marino pobre. ¿Cuándo ese Ser dispuso que él, fuero lo que era y ahora estaba así, más inerte que las piedras de su morada?

            Bramaba la pesada puerta y las celosías como gigantes en guerra. Las olas traían grotescas ráfagas de agua salada hasta la vivienda. Casa muy antigua la de los marineros. De generación en generación estaban ocupadas por familias pobres y linaje de bravíos pescadores. Comió un trozo de pan con tocino. Y concluyó con la imagen de su destino. Mañana si estaba en pie y su bote perduraba; y la borrasca, como otras se amansaba, saldría a buscar atún con el “Griego” y el “Húngaro”. Eran amigos. No, eran su sostén en la pesca y sólo compañía en el bar algunas noches de bonanza. No conocía sus nombres. No sabía ni cuándo ni de dónde llegaron a Puerto de Las Palmas.

            Nunca se preguntaban nada, la gente llegaba y se unía con sus barcos y sobrevivía sin investigar pasado ni presente y si un día ponían proa y se iban, dejaba un silencio que pronto ocupaba otro extraño hombre de mar.

            Ajumado con un aguardiente pésimo, se durmió hasta no oír la tempestad que pugilaba la rada.

            Envuelto en un silencio roto sólo por el grito de los cormoranes y aves peregrinas que desquitaban bocados dejados sobre la escollera y las piedras del puerto, despertó. El sol caía poderoso después de la tormenta. Se vistió y salió. No quedaba nada. Maderas rotas, jirones de lona que fueran sus velas y restos de redes. Rocco Vaccaro no tenía nada. Su linda chalupa era tablones y astillas. Se sentó en las piedras frente a lo que fuera su barco. No habría atún, ni cangrejos, ni sueños.

            El “Griego” y el “Húngaro” llegaron y mudos se quedaron junto a él, y lloraron por primera vez unidos. Después caminaron hacia el viejo bar. El anciano “Krystos” como antiguo pirata, les sirvió una copa del mejor ron caribeño y no articuló palabra.

            Pasaron horas interminables sin hablar. Pertinaz, Rocco de pronto dijo: “Tenemos que hacer algo. Juntar lo que nos queda y comprar otro barco.”

            La mirada sorprendida de los hombres lo hizo perseverar y les habló de su pérdida más grande: Lupe.

            Se pusieron de acuerdo, comprarían un bote y seguirían pescando. El ron hacía su parte en el acuerdo.

            Al salir del tugurio, se dispersaron buscando cada uno la ruta a su promesa. Rocco se detuvo frente a su casa y parada allí, había una extraña muchacha. Lo miró largamente en silencio. Era joven y frágil. Perplejo siguió hasta la plaza y buscó el letrero del viejo prestamista. Él aún tenía el reloj de oro de su abuelo y monedas que encontró buscando ostras. Eran monedas de oro, antiguas y las había guardado mucho tiempo. El viejo avaro, las mordió, cepilló y pesó, repesó y mascullando improperios le entregó unos buenos billetes. Al salir de la vivienda del ducho mezquino, la volvió a ver. Estaba parada junto al portal. Esperaba. ¿Qué? Se preguntó Rocco con temor, tal vez ¿quería su dinero tan duramente conseguido? No. Sólo lo miraba. Ojos color de cielo tormentos y silencio obstinado.

            Llegó a su casa. El “Griego” lo esperaba sonriente. Tenía un puñado de billetes. Llegó el “Húngaro” y también traía él su cosecha de dinero. Juntaron suficiente para comprar un barco de pesca de altamar. Oportunamente vieron a la joven detenida en la escollera. Solamente Rocco, la miró con detenimiento. Era bella.

            Pasó un tiempo y cada día, la figura solitaria, parada en los caminos, calles o sitios más extraños, estaba ella. Un día Rocco se animó, la encaró y habló. Mil preguntas, ninguna respuesta. Le tomó la mano y se la llevó al pecho de hombre fuerte, lo miró a los ojos y él sintió un calor descolgándose en su cuerpo. La atrajo a su casa, a su cama y osado la gozó en silencio. Dulcificó los días. Una noche de tormenta, cuando dormían, ella despertó y salió. Se fue.

            Nunca supo el nombre. Nunca de donde vino y jamás sabrá adónde la podrá buscar. ¿Será el alma de Lupe hecho mujer?

           

           

 

ALGUIEN EN SETIEMBRE IZARÁ PALOMAS EN TU PUERTA

 

 

¡Qué látigo  septiembre

con su tumulto de tiernos sauces

su estallido de panteras verdes!

 

Te caerá a la piel su junco roto

con la luna partida por las trenzas

nadie, entonces, cantará la aurora

 

la ventana venderá un arcángel

su sonrisa     su voz señera    cascabeles

abanicará noviembres tras las viñas

 

una hamaca de algas asombrará el cenit entre los prados

alambique de tornasol florido. Septiembre

ojos de cielo      sin frontera

un niño   juguetes desparramados  chocolates con forma

tamborcillo de lata    otro  otros

casi nada 

 

una mujer sobre la breve veta de la tierra. Desnuda

sin palabras. Y las palomas en un portal izando sus pálidas

plegarias. Setiembre sin argumento de pradera. Esperanza

nido con azaleas y malvones.

 

UN CUADRO CON RETRATO DE MUJER Y CABALLERO

 


Cuando menos lo esperó, el hombre sintió la participación de Sinali, que no quiso quedarse afuera de la fiesta. Ella ejecutaba el rabel sentada en una alfombra de Izmir. Su silueta se dibujaba detrás de la luz que proyectaba la luna en la ventana abierta. La cabellera suelta y larguísima caía sobre la túnica de seda. Era un rayo de azabache entre las horas muertas de la noche. Sus senos rosados e inocentes, sugerían la turbación de su juventud, dorándolos con la suave luz celeste de la esquiva Venus. El sonido grave adormecía la mente, mientras los ojos iban desperdigando miradas sensuales, curiosas, conmovedoras. Sinali estaba allí vacilante y perturbadora como una vestal esclarecida.

La fiesta había cumplido con todos los augurios esperados y soñados. Sólo faltaba eso, la magia del rabel con su sonido ensoñador y triste.

Ese día, las mujeres más bellas, brillantes y sensuales, se habían trajeado y embellecido para despertar ardores inquietantes entre los varones esquivos.

El menú, preparado por las manos mágicas de un chef inigualable, había saciado el estómago más exquisito del condado. Bebieron el mejor vino de la cava más admirada y prestigiosa de la región. No había faltado nada. La noche se alejaba y el amanecer quiso entrometerse en el momento más huidizo de la plenitud selenita.

El hombre quiso cerrar la ventana pero un viento helado se interpuso. El marco dorado se movía imperceptiblemente sobre la pared del salón. La silueta de Sinali, la diosa del rabel, se había desprendido y yacía lujuriosa en la alfombra.

Sólo faltaba el fantasma del caballero armado para completar la escena.  Pronto se desprendió de la vieja tela, orgulloso y febril, tomó a Sinali por la cintura, arrebatándole el rabel, se metió en el cuadro sin darse cuenta que la muchacha había envejecido ciento de años en un instante.

El temido espacio sibilino entre la vida y la muerte no respetaba la fantasía de una noche refinada y astral para los escorzos impresos en el antiguo óleo del gran salón de fiestas. La fealdad había incluido al caballero armado que ahora era un simple esqueleto con guadaña en lugar de la filosa espada reluciente.

            El hombre se durmió esperando el sol para aclarar los mensajes nocturnos que borrosos en la penumbra no podía comprender.

VIEJO MANUEL

 

            En la oscuridad brilló el cerillo con luz roja hasta perderse en sombras de humo azul. Estaba apretado contra el muro de piedra, como cobijándose de un chubasco inexistente. Envuelto en la noche sólo se oye el rumor de algún paso lejano en los corredores solitarios.

            Ya no era Manuel el que miraba interrogando las sombras, era otro. Encendió otro cerillo y paneó alrededor con admiración y sorpresa. No había nadie. Otras veces había guardias que lo jaqueaban con sus batas blancas y ojos cetrinos. Ahora buscaba a Violeta que seguro no estaba tuberculosa y viviría para cantar o a Lucía para evocar la escena de locura o Julieta cantando en el balcón para él. ¡No puedo! Han pasado las doce y el carillón del parque no ha sonado como todos los días.

            La luz titila en su mano temblorosa. Se agazapa escondiéndose de sus perseguidores. Tiene puesta la capa de la obra que interpretó hace muchos años. “Hamlet”. Se desliza por el pasillo y abre una puerta con protesta de metal. Ingresa y la mirada perdida desplaza una visión fantasmal por la habitación. En un lecho duerme un hombre tapado con un hilachento cobertor blanco que desentona con el gris que los envuelve. Manuel se acerca, le tiembla el pulso cuando toca la frente húmeda del yacente, éste se mueve y alarga una mano vendada buscando algo. “Tartufo” acá tienes tu pan. Tal vez el alimento que no te han traído hoy, te creen moribundo. Te han olvidado en la espera. El viejo le entrega un bollo que escondió entre sus ropas y sale casi como un alma en pena.

            El hospicio es frío y oscuro. Todos son forasteros de tiempo, que están allí por designio del destino, no es una penitenciaría pero lo parece. La soledad envuelve a cada interno. Forzados a ser nada por un descuido de su familias están esperando la libertad final. ¿Todos son desperdicios humanos? No poseen nada y eso atrae la soledad y la desidia del mundo indiferente.

            Acorralados, detenidos en una nada de estratégica espera; buscan la escapada última. Son simples cosas, son los “viejos” que van declinando en el espacio y el pasar de los calendarios y relojes.

            Dulce muerte que llega siempre a tiempo en primavera. Es paradójico pero mueren siempre en primavera. Manuel, otrora gran tenor, canta cuando puede y escondido en un armario tras la puerta de un salón, para que no le den esas medicinas que él escupe cuando sale la matrona de las llaves, a su encuentro. Es el cancerbero de la honorable sede de gerontes olvidados. Siempre de blanco inmaculado el uniforme, sin arrugas y afeites que la transformen en humano. Su nombre es Dorotea, pero nadie la llama así. Señora Tremon a secas. El médico del Estado viene dos veces por semana y sólo asiste a los que presentan dolencias fatales. Moribundos silentes. Revisa apenas a los a que están exánimes. Deja junto al camastro, con una cinta con goma sobre la cabecera, un papel con el nombre de algún calmante u otro remedio que nunca llegará a tiempo. No los toca, no los ausculta, no los ve. Sólo se detiene en los que ya son un despojo. Tiene que correr a otro nosocomio y tiene 60 turnos dados por otra enfermera inhóspita.

            En la mañana del jueves quince de diciembre Manuel despierta con un suave cosquilleo en la espalda. Tiene una pequeña saliente en los omóplatos. Pasan los días y cuando canta “Trovatore” o “Cosí fan Tutte” le crece y al pasar varias semanas, la señora Tremon trae al doctor, está preocupada. Ha visto que en la espalda del viejo Manuel hay pequeñas plumas de color ambarino, que pasan a ser un objeto indeseable en la institución. ¡Son un hermoso par de alas” dice el doctor sin pestañear! Si bien no es común, en los viejos artistas soñadores puede suceder que le crezcan alas.

            Los corredores se han iluminado y ya no hace tanto frío. Es verano. Manuel emprende un primer vuelo por el patio. Luego ensancha el horizonte y desaparece como Ícaro volando hacia el sol, cantando, siempre cantando una ópera de su repertorio. 

2038, UN AÑO DESPUÉS

             

            Dejo los dibujos y el guión sobre el escritorio de mi trabajo y comienzo a leer los mensajes de texto que recibo a diario. Un sofoco de papeles llena mi mesa. Detrás, en los estantes la colección de historietas de los años 1920, 1930, 1940, hasta la fecha, son el mismísimo collar de diamantes y perlas que regresan a la vida, no sólo a sus autores, dibujantes y guionistas, sino a los personajes como “Alvar Mayor” y tantos otros que me inspiran.

Estoy produciendo un personaje nuevo, con dibujos hiperrealistas.

            Son pocos los creadores cuyas viñetas no estudié y que conozco como el contorno de la cintura de mi amada Gaby. Puedo relatar y diseñar a Trillo o Brecchia como una tabla de multiplicar, pienso mientras abro uno a uno los mensajes en mi pantalla táctil. Hay una invitación  que despierta mi atención. Me tienta con palabras interesantes. Es de un tal Arthur Mc. Harrynthon. Tiene historietas de Oesterheld, inéditas, dice. Otra de Wood editada en Edimburgo en el siglo pasado. He aceptado una cita en Agoterre y Selteviño, en el café de “Los Argonautas”. Hacia allá me dirijo.

            Miro el reloj y tomo un taxi hasta estación Carapallo. Allí, me meto en la estación de trenes. El andén está vacío. Me siento en una banqueta de acero. Una pantalla gigante sirve de distracción con propaganda política de las nuevas élite. Cierro los párpados. Instalo en mi interior un mundo de viñetas para la nueva tanda en la revista “El Innegable Rufián”.

            Llega la máquina y al tañido agudo de un gong se abren las puertas. Subo. Me siento. No hay otro pasajero. Arranca y el silbido aletarga mi mente. Coloco en la ranura del GPS., la tarjeta con la dirección a la que asisto. La máquina me la devuelve marcada. No podré usarla nuevamente Un sonido musical, anuncia la próxima detención del tren. Se abren las portezuelas e ingresan varios hombres de unos veinte a treinta años. Altos, delgados, vestidos de traje de fibra micro elástica gris, camisa celeste, corbata  azul con rayas plateadas que monitorean sus movimientos. Todos peinados y afeitados igual. Parecen clones de un humano del siglo XX. En su teléfono móvil comienzan a escribir mensajes. ¿Qué dirán éstos? En sus oídos, mínimos micrófonos, le agregan, tal vez, noticias, música u órdenes del dictador.

No me miran y eso me permite observarlos. Extraigo sutil una libreta electrónica dibujo sus movimientos: exactos, febriles. El convoy apresta su  movimiento con un sonido diferente.

Tras un trecho corto se detiene en otro punto de la ruta, ingresan féminas jóvenes. Todas vestidas con trajes de fibra adhesiva activadora de código numérico de Dignidad Vital, con diferente estructura molecular a las ya usadas en el otro nivel de superficie. Botas altas, abrigos de paño de fibra óptico-termo variable  y un bolso de tamaño regulable. Como tocadas por un instrumento invisible, abren el bolso y comienzan a extraer una pantalla de cristal de cuarzo espejada. Con una mano la sostienen y con un tubo, de una crema coloreada, la van esparciendo por el rostro, dándoles aspecto humano. Luego se aplican un tornasol con brillo de diferentes tonos iridiscente en los párpados. Los ojos adquieren el tono del polvo desparramado. Un lápiz óptico láser delinea el contorno de las órbitas aumentando la profundidad de la visión para ver en 3D, luego con otro artilugio extraño arquean las pestañas. Un pequeño cilindro con tono rojo les devuelve forma y color, a lo que parece ser su boca.     

Están maquilladas igual a las mujeres de mis historietas y dibujos que transitan mi pantalla. ¡Pero a medida que ellas van logrando esa transformación casi humana los robot-masculinos tornan pálidos y demacrados desdibujando su atuendo!

En la próxima parada, elevándose de sus asientos, se apretujan en la puerta y descienden apurados, desaparecen.

El tren continúa y me dispongo a salir en la estación donde debo encontrarme con el desconocido, pero una de las mujeres que está sentada allí, pone un pie y me hace caer de bruces. Todas se agazapan sobre mí. Me tocan, me palpan y me muestran sus bragas fosforescentes. Nunca pensé que pasaría por esta situación. Me arañan, incluso quieren desvestirme. Tironeo y puedo desprenderme de sus manos.

Prácticamente me largo del coche de un salto antes que cierren la puerta y continúe el convoy. El ruido del tren se extingue en la profundidad de la tierra. Las luces me indican por dónde debo ascender a la superficie. Un zorro-policía-verde se acerca y me da una insignia. “Usted es un héroe”, me dice. “Logró evitar ser usado como semental por la manada del Tercer Grado Infra Terreno”. Sólo atino a seguir, agradeciendo el lazo amarillo, que se pega en la pechera de mi traje. ¿Será un signo de supervivencia?

            Al salir a la calle, veo el famoso café de “Los Argonautas”. Sonriente un hombre muy anciano de larga barba cana, me muestra detrás del vidrio del escaparate, unos amarillentos álbumes. Corro, y en cuanto entro, comprendo que estoy en una de las oficinas del Dictador. Me esperaban. Caí en una trampa, pienso.

            Ahora estoy en un asilo en la campiña. El edificio es una vieja fábrica de productos lácteos que han reciclado. Hay perfume a leche y desinfectante. Un personaje por habitáculo. No hablo con nadie. Nadie habla acá. Se sienten quejas y llantos. Yo no me lamento, porque ponen en mi mesa papel y lapiceras de color y puedo dibujar y crear. Cada noche desaparecen mis viñetas y trabajos. No puedo seguir el hilo secuencial como antes hacía. Día a día empiezo un trabajo nuevo, distinto. La soledad me exaspera. Soy un ser lúdico y social. Espero, siempre espero, que entre alguien y hable conmigo. Quiero contar que soy… era, un gran historietista. ¿Ahora qué soy?

            En mi otro escritorio, el de antes que sucediera esto, están las pruebas de mi trabajo. Nunca podré hacer conocer a la verdadera gente del futuro que hay un mundo hermoso, diferente, donde se puede pensar y mostrar lo que es la Libertad de Crear.

            En el asilo donde me guardan, hago a hurtadillas como un Conde de Montecristo, las historietas que espero algún siglo aparezcan y demuestren lo que ha sido capaz un hombre de ADN humano. En ellas cuento que fui indiferente a las mujeres del tren. ¿Cómo será el mundo lejos de esta celda en los años transcurridos? ¿Existirán los laboratorios genéticos? ¿Me habrán clonado? ¿Seré el Clon de un Historietista?

           

    

             

UNA ESTACIÓN EQUIVOCADA

  

El Víctor descorchó el último champagne y abrazó goloso a la Rubita. Ya no recordaba cuándo la invitó a esa fiesta, pero estaba allí. Con el escote generoso mostrando la piel morena, y un vestido escaso de tela en color rojo furibundo, se contorneaba frente a su cara zorruna.

No era rubia. El peluquero había hecho maravillas para que luciera así. No importa. La tomó por la cintura sentándola entre las piernas. Sintió escalofrío. Esa mujer lo volvía loco.

            Ella con una corta mirada sopesó el salón, la ropa, los muebles y la vajilla, que había desplegado el hombre. Su calva relucía con tanta luz y los ojitos, casi cerrados por el alcohol, la desvestían con su desvergüenza de borracho.

            A una seña de Ronaldo, se acercó a la boca del tipo y lo provocó a un beso. Escapó a tiempo con un gritito histérico y comenzó a cantar un bolero de moda. Él sollozó por el cuerpo perdido. Ella escurridiza, lo incitaba con mohines teatrales. Era el candidato preciso y precioso para timar. Cuarentón, soltero y con guita. El Ronaldo le hizo un signo y alargó un pie desplazando el tajo del vestido que envolvía la pierna. Un muslo fuerte y cobrizo, engolosinó al hombre que la manoteó sin pudor. Cayó en un sillón, apoltronando el cuerpo apetecible en los brazos y alargó los dedos rasguñando, agatunada, el rostro sudoroso de deseo. Acarició torpe los senos de la hembra. Dio un salto, y volvió a cantar con voz de loba en celo.

            Había aprendido eso después de escaparse de su casa. Allá en medio de fincas y huertas nada encontraba divertido. Soñaba con las novelas que veía en la televisión y pensando que la vida era fácil, una tarde de otoño, cuando un mantón dorado cubrió el verde, huyó de lo que creía era una verdadera esclavitud. Una noche de tiniebla la acogió. La ciudad la deglutió sin fantasía. No tuvo escapatoria. ¡Prostituta! Eso fue. Era. Sería por siempre.

La Pichaca, la acogió en una casa del barrio bajo, cerca del zanjón que traía agua para el riego. Le prestó un vestidito corto, una tanguita mínima y unos tacones altísimos. Maquillada como un fresco de Miró, salió por zonas oscuras a hacer la calle. La primera vez, se le murió un sueño. El alma. Le nació un dolor que escondió con furia en el corazón herido. ¿Regresar? ¡Jamás! Para la familia, había muerto. La Juana Leiva, una mañana en el mercado le contó que así le habían dicho, allá en su casa. Sintió alivio. ¡No los necesitaba!.

            Un día de tormenta, la enganchó el Ronaldo. Las contrató, a la Pichaca y a ella para la fiestita de unos garcas. No sabía qué significaba. Pensó que era gente con plata y sólo eso. No. También eran degenerados. ¡Algunos de puta madre! Esa trasnochada, supo que iba a terminar mal. Pero el Ronaldo fue bueno. Le pagó un fangote de guita y ofreció ayuda. Si se portaba bien, claro.

 Cada fin de semana había una fiesta. Cada vez más podridas, con cocaína, crac y juegos pervertidos. Aprendió a vestirse de otra manera, a pintarse mejor. Se tiñó el pelo casi blanco. Frente al espejo se cantaba “La rubia Mireya” y se paraba como las viejas actrices de los cincuenta. ¡Esas viejas sí que eran bárbaras!

 Él se le reía en la cara, el Ronaldo, digo, porque ahora en los brazos de ese gil, se sentía Marilyn Monroe. A ella qué le importaba si lo timaban después, “Era el destino de los lujuriosos”, leyó en una “Gente”. Y, si lo decía, Mirta Legrand era fija. Esa noche, el Víctor después de varios morbos depravados, se durmió en su cuerpo. Cuando despertó, no estaba ni la rubia, ni su dinero, ni los cubiertos de plata de su abuela, ni las pieles de su difunta madre. ¡Todo se había esfumado como en un sueño! No podía denunciarlos. En el Banco, la tele, la radio y el club, hablarían de su berretín de andar con putas y travestidos. No, no podía.

            Llegó la época de Vendimia, la ciudad se llenó de turistas y de gente exótica. Las calles hervirían de patanes cargados de billetes de todos los colores. Pero, esa noche no quiere salir. Prende la tele y se queda pasmada frente a la pantalla. Comienza a llorar y la Pichaca la observa preocupada. Algo grave le ocurre. Nunca la vio llorar así.

—Mirá, che, ésa que va en el carro, esa bonita, la reina, es mi hermanita menor, la Lidia. ¿No es preciosa? ¡Ves qué cuerpo, qué sonrisa, qué chiquita! Si me encontrara, no creo que me reconozca. Fijate cómo tira besos.

La compinche la abraza y llora con ella.

—¡Si me hubiera ido en época de cosecha, no estaría tan lejos!

De pronto, en la pantalla, la imagen del Víctor enfrenta a los televidentes abrazando por la cintura a la niña. Lo muestran como un galán atrapando el cetro que tiene la Lidia en la mano. Él está junto a su muñeca haciendo un reportaje para el canal en el que trabaja. La niña inocente sonríe...

 La Rubita salta, toma la cartera y sale corriendo. Detiene un taxi y grita: “¡Llevame a la Vía Blanca, tengo algo importante que hacer!”.  En la cartera esconde un revólver.

 

 

TANGUERO POR ELECCIÓN

 

            El campo se pintarrajeaba de luz a esa hora en qué los pájaros dispersan los insectos. El griterío de ranas y sapos despertaba a los que se habían atrevido a romper con los relojes naturales del sueño. El mate pasaba su peor momento, flaco de yerba y azúcar quemada unido a yuyos de aquí y de allá, saborizaba la tranquilidad de la garganta.

            Don Elías se acomodó el cinto, allí escondido tenía un viejo revólver que no tocaba sino para pavonearse en caso de emergencia. Un bolso donde apretaba el dinero para pagar a los cosechadores, soportaba el permanente pasaje de la vista aguda del patrón.

            Llegó a la finca la noche anterior. La cosecha magra por el granizo tempranero, dejó la mitad de la uva en el suelo. Algo de melesca y algunos racimos se habían salvado. El sesenta y cinco por ciento apenas, dijo el de la cooperativa. Sí, era cierto, pero a los hombres había que pagarle igual.

            El tractor atropelló suavemente los perros que intentaban robar algo del fogón nocturno. Salieron ladrando sin problema. En la parrilla dormitaba, sobre las brasas, un asado que merecían los obreros. La Florita se acercó con una “sopaipilla” y le tendió una servilleta. El hombre tenía tiznada la frente. “Límpiese don Elías”. La pava, que se desmembraba sobre la hornalla, tenía hollín de varias cosechas. Algunos gallos juntaban ganas de cantar aún, y las gallinas picoteaban alrededor del dueño y la mujer.

         —¿Doctor, alguien sabe que usted vino anoche? ¿Y si se aparecen todos juntos, no habrá camorra? Anoche chuparon mucho. Era vino viejo, lo que queda, pero tontos no son. Ellos saben—. Sin esperar respuesta la Florita se levanta y se mete de lleno en la cocina.

         Don Elías sigue cebando mates suaves y lavados, pero con sabor a menta y cedrón. Comenzaba a amanecer. El rojo círculo entrelazaba su luz con los viñedos, que ralos ya, ponderaban el paisaje.

            El hombre había nacido en la tierra y por esfuerzo de su padre, tuvo que emigrar a la ciudad para ser abogado. Aún se regocija y estremece de placer al ver la finca. Harto de expedientes y códigos, añora su vida juvenil, cuando ayudaba entre hilera e hilera, atando o podando la vid. Simplemente colaboraba cuidando el agua, para que el gringo de la otra finca no se robara, de madrugada, ese oro imprescindible.

            Recordó las noches de luna, allí junto al zanjón, con la escopeta aperdigonada con sal. Evocó a su madre, esa extraña libanesa de ojos negros y profundas ojeras que, silenciosa, seguía viviendo como en otro mundo. Única mujer entre ocho hermanos, su madre era sumisa y sabia. El padre la casó con el paisano de Rivadavia. Y allá fue sin haberlo visto nunca. Obediente aceptó ese matrimonio, pasiva como toda mujer de aquella época. Siete hijos, había criado. Todos varones. Don Elías era el más pequeño. El hijo predilecto. Pero un día se fue a la eternidad, silenciosa como siempre.

            Rememorando estaba, cuando una sombra se proyectó tras él. Alcanzó a manotear la navaja que trataba de cortarle la yugular. Logró hacerle, por detrás del pecho, un profundo tajo que le abrió la carne. Su mano diestra cogió la hoja aunque se abrió una herida sangrante en la palma.

            El grito de Florita asustó al ladrón que trató de manotear el bolso con la paga de los cosechadores. Salió corriendo el bandido y en una moto se perdió entre los parrales hacia el norte con un vil acompañante que lo esperaba.

            Con el amasijo, la Florita tapó la herida y medio a la rastra llevó al apuñalado hasta el automóvil. Como pudo, el pobre don Elías manejó hasta el hospital Sícoli.  Al oír el bullicio de los que esperaban en la vereda ser atendidos, salieron corriendo los hombres y mujeres de la guardia. Rápido ingresó a cirugía. Un manchón de sangre regaba el corto espacio hacia la muerte.

            Recuperado, don Elías, descubrió que la existencia, demasiado corta, tenía un nuevo ventanal para sus sueños. ¡Siempre había querido cantar tangos! Ahora era su tiempo.

Así, con los sábados despierto a la música, en espacios sorprendentes, cantó tangos para amigos y desconocidos, que se sorprendían de su entonación y fuerza. Otra vida diferente se prendió en un farol de la esperanza en la esquina venturosa de una calle cualquiera de la ciudad.

 

Vocabulario

Melesca: cosecha de uva que queda en no más de dos o tres granos después de la cosecha grande.

Sopaipilla: torta frita, típica de Cuyo y otras regiones de América del Sur.


EL AMOR INCREÍBLE

 

 

           Solange no se llama Solange. Se llama Rosa María. Nació pobre, pero hermosa. La madre la preparó para ser una mujer dominante y con poder.

 Así vivió desde pequeña. Cuando cumplió la edad de presumir, la mandó a casa de una tía lejana, muy adinerada, de la capital.

            Luego, esa pariente la refinó, le enseñó inglés y francés y la presentó en sociedad. Pasó a ser la muchacha más amada y odiada del ambiente. Los jóvenes se acercaban para conquistarla, apenas la veían. Las otras jóvenes de élite no podían competir con ella.

 

            Bella, la mujer descendió del avión. Sus largas y bellas piernas se contorneaban sobre la alfombra roja y los tacones de aguja, hacían piruetas para evitar una caída sobre el breve camino. La brisa insufrible batía el ala del sombrero que sostenía con gracia entre sus dedos finísimos de uñas esmaltadas. La envolvía un velo de gasa que cubría el pantalón de seda tai. Sin un gesto que mostrara, de modo alguno, el disgusto que le producía ese vientecillo que le quitaba exquisitez, siguió recorriendo el corto espacio que la separaba de la sala VIP.

Era una reina. Era Solange que llegaba para encontrarse con el marido. Él había concretado ya, unos días antes los negocios, por los que ingresaban miles de dólares en sus cuentas bancarias.

            Un apuesto guardaespaldas traía consigo el abrigo, su bolso de mano y los documentos. Nunca hacía trámites de inmigración. Siempre tenía al secretario o al custodio de turno, para que le prestara asistencia. Tomaba un refresco o café según, el clima del lugar y la hora en la que la atrapaba el viaje.

 Un coche esperaba para entrar en la ciudad donde se alojaría por unos días. Su amado Gastón, la aguardaba en el hall del hotel que había elegido. Siempre optaba por una suite cinco estrellas.

            Los vidrios polarizados, no le permitieron ver que atravesaba una zona mísera y vulgar. Luego de varios minutos de carretera, ingresaron en un parador. Esta vez no era muy lujoso, sino una especie de cabaña cerca de un lago artificial. Enormes árboles de roble, pinos y sauces, se mecían entre los cerros que armaban una corona vegetal, protegiéndolos de la vista de extraños. Bien ambientado, el pequeño refugio, semejaba una cabaña del Tirol. Pero estaba en Sudamérica y en el país.

            Solange abrazó del cuello a Gastón, quien pudo sostenerla sin antes quejarse de su excesiva demostración de afecto. Frente al personal de servicio era inapropiado. En silencio, se compuso y le expresó que extrañaba su presencia ya que, después de la ausencia, había tenido varios compromisos que le produjeron angustia y el psiquiatra le había aconsejado el encuentro en ese rincón. Gastón sonrió y le hizo un mimo extra. Al retirarse el guardaespaldas, la tomó en brazos y la llevó hasta un sillón junto a la chimenea y fue sacándole la ropa. El cuerpo estilizado y frágil, de piel clarísima, quedó de un ampuloso color rojizo frente al crepitar del fuego. Con el ardiente solaz del amor se durmieron abrazados.

            Breves paseos por los alrededores le hicieron disfrutar un clima inesperado. Fresco, pero con un sol radiante, el aire le dejaba la tez seca. Para Solange, según su estilista, era malísimo, por lo que Gastón, contrató a un grupo de masajistas y personal especializado en cuidar a su mujercita.  Llegaron con un gran bullicio y alegría, pero pronto el celoso mutismo de Solange los hizo aquietar.

            Cada mañana se bañaban en la piscina de agua termal, más tarde venía un desayuno preparado por la dietista y una larga caminata, que dejaba a la pareja predispuesta al diálogo. Así comenzaron algunas discusiones propias de un matrimonio que tiene poco para hacer y mucho para disfrutar.

Gastón sentado en la terraza, que se extendía frente al lago, permanecía ratos en silencio. Hablaba por celular cuando su mujer estaba distraída. Luego, inventaba alguna excusa y salía en el Porche rumbo al pequeño poblado con minúsculos pretextos. Siempre volvía con un regalo, chucherías, ya que el lugar era bastante olvidado y apático.

Solange sentía que algo andaba mal. Llegó una nueva terapeuta y sus masajes fueron originales. Llenaba la bañera de mosto o vino blanco y tinto. Le hacía permanecer media hora inmersa en esa pasta viscosa.

 Después, con las manos enguantadas en fino látex, comenzaba a masajear desde los dedos de los pies hasta la cabeza y se detenía en el cuello. Con suaves movimientos y presiones hacía su tarea. Agregaba una charla amable sobre temas que despejaban la mente de Solange.

 Al tercer día, la hermosa Solange, comenzó a sentir mareos. Cada tarde un sopor doloroso le daba espasmos en piernas y brazos. Perdió el apetito y al ingerir alimentos sentía nauseas. Al quinto día, tenía una visión deficiente y se mareaba. Gastón preocupado le sugirió ir al pueblito por un médico. Solange se negó y prefirió que el galeno se acercara al hotel.

Llegó un hombre mayor, con signos de ser alcohólico y cuya traza impactó negativamente en la enferma. Lo despidieron sin más y decidieron completar los días que quedaban de descanso, pero hicieron regresar a la capital a todos los empleados contratados. Sólo quedó la terapeuta, por las dudas que Solange no se sintiera bien. Así, cada día, cuando salía de su baño de vino y mosto, su cuerpo estaba más y más dolorido y su mente confusa.

            Tan mal la veía el joven guardaespaldas, que comenzó a preocuparse. Trató de hablar con Gastón quien, sonriendo agradecido, le explicó que debía ser por algún alimento que había consumido en mal estado; o por el clima. Débil, la muchacha, ponía mucho empeño en hacer de la estadía algo agradable y feliz. Cada vez se sentía peor.                    

Una mañana, al séptimo día, al tratar de erguirse de su lecho, cayó sin conocimiento. La mujer que la vestía y le hacía masajes, la levantó en vilo y la trasladó a la terraza. Allí el aire puro y el sol, le dieron un poco de fuerza, Solange pidió el teléfono y por primera vez en años, habló con su anciana mamá. Ésta sorprendida, al escuchar la voz casi imperceptible de la hija, se desesperó. ¡Su reina estaba enferma!

   Hablaron mucho. Hablaron todo. Casi fue un encuentro de hermanas. La madre le pidió que observara cuanto ocurría a su alrededor. Le sugirió que su esposo podía estar haciendo algo dañino. Solange rió a carcajadas. ¡Gastón la adoraba!

Hacía unos días, le había regalado un auto flamante de marca afamada, había tomado dos seguros altísimos, para cubrirla ante cualquier contingencia, que le permitirían vivir siempre como lo que era, una reina.

Si llegaba a sucederle algo, Gastón, también cobraría una pequeña fortuna. Y además había invertido, para ella, en dos cuadros de un pintor llamado Kandinsky, famoso en New York.

A su joyero ya no tenía nada interesante para comprarle y hasta había ido a Italia, para que adquiriera la indumentaria de invierno en Módena, a un nuevo creativo que hacía furor en París en el mundillo de la moda.

La madre quedó en silencio y le recomendó que se cuidara. Ambas dijeron todo el amor que guardaban y Solange se despidió, prometiéndole que, cuando regresara a la capital, la buscaría para compartir un viaje a Madrid.

            Esa tarde, después del baño de mosto y vino, sintió un ardor enorme que le penetraba la piel, se desmayó y entró en coma. Tenía los labios de suave color morado, los ojos de tono rojizo. La piel verdosa le daba el aspecto de un fantasma. A las dieciocho y treinta, tuvo un estertor y su corazón se detuvo.

            Gastón le entregó a la mujer de los masajes, un cheque por doscientos mil euros y dispuso que la llevaran incinerada a la capital.

 Los restos de vino y el mosto en la bañera, fueron limpiados escrupulosamente por la masajista.