miércoles, 30 de agosto de 2023

LA DESIDIA

  

                        El maestro llegó en su moto justo en el minuto en que se desplomaba la última pared que quedaba en pie. Venía para ver qué sucedía con la pequeña Rocío que no asistía a las clases desde...hacía como un mes y medio. Su asombro lo dejó entre extasiado y desesperado. No podía comprender cómo se puede destruir una casa como esa. Recordaba cuando el era niño y pasaba por ahí. Estaba construida con buen material y diseñada por arquitecto e ingeniero. Tenía todo lo que una familia de clase media trabajadora podía necesitar. La buena señora Adelaida, la dueña, había plantando toda clase de vegetales, árboles que yacían como esqueletos afiebrados en el secano ahora. Vio por primera vez a Chacho, el hijo, ese muchacho mimado que nunca logró hacer nada. Chacho estaba allí parado sin moverse. Las manos en su enorme cadera flaca. Huesos y piel era lo que quedaba del hombre que criaran Adelaida y Floreal, el padre. Una mujer, la madre y esposa del padre de sus hijos, contemplaba las ruinas con mirada de idiota. Los niños, nueve, lloraban. Sucios como siempre, desvalidos y ansiosos, se le acercaron buscando una respuesta. ¿Qué podía hacer él?

                        Llegaron los bomberos, tarde, porque en realidad ya no eran necesarios. La casa se había comenzado a morir cuando los viejos murieron. Chacho era incapaz de mover una mano para trabajar. Todos los días tenía el pretexto locuaz para no salir a trabajar. Esa palabra era tabú. Él no había nacido para “romperse el lomo”. Las lluvias, los vientos, el descuido...hicieron el resto. Como un cáncer la casa se fue destruyendo. Nada quedaba de la que fuera la mejor casa del barrio. Quedaba el grupo familiar como los miles de desamparados que viven en las calles. Pero en el caso de Chacho y su mujer, por no querer aceptar la dignidad del trabajo. Habían quedado desnudos de un techo, un hogar.

El abandono y la pereza los había ganado. Ahora el gobierno se haría cargo de los niños que desnutridos parecían espantapájaros sonrientes y bobos. Nunca pisaron la escuela. Era un esfuerzo que el padre y la madre no podían o no sabían enfrentar.

            El maestro llamó a salud mental ¡Ya es tarde le dijeron! Pero rocío, era una niña inteligente y podría superar. El juez aceptó la tenencia al docente y dicen que fue la que con el tiempo reconstruyó la casa.

                       

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