lunes, 31 de octubre de 2022

LETICIA 3

 

 

   Habían regresado de las Sierras del Águila Parda después de una enorme tormenta. La tierra había temblado y caían las piedras, ladera abajo. Irma y Segundo, dejaron en la base los caballos. Los esperaba un minibús, con dos médicas nuevas. Eran jóvenes recién salidas de las especialidades. Una, llamada Leticia, era gastroenteróloga y la otra, Jazmín era pediatra. Ambas, sin mucha experiencia pero llenas de deseos de servir en esa zona tan abandonada de la mano de Dios.

Irma y Segundo hacía cinco largos meses que no hacían ese regreso a la vida de pueblo. Ni soñaban quedarse en la ciudad. Apenas un recambio para ubicar un tiempo con sus familias entre reuniones en el hospital escuela y papeleo en la municipalidad.

El hombre tenía veinte años de servicio y pretendía un traslado para ver a sus hijos. La mujer, catorce sirviendo de enfermera, partera, sicóloga, juez de paz y maestra de las mujeres de aquella zona tan alejada. La gente salía a su paso, a medida que se acercaban al puesto de Los Arreboles. A caballo, en mulas o caminando, todos buscaban la ayuda de los profesionales. El minibús se detuvo bajo un enorme “aguaribay” y allí desplegaron un toldo. Bajaron una mesa plegable y se dispusieron a atender a los que hacían fila. Hombres agrestes, mujeres endurecidas por las duras tareas del campo, niños desnutridos o mustios, hasta habían traído sus animales enfermos.

Segundo, se hizo cargo de cortar pezuñas y aligerar heridas de cardones y alambres de púas. Irma, con las jóvenes, iban haciendo una tarea transformadora. Pesaban, tomaban la presión, limpiaban heridas de insectos infectadas, sacaban muelas rotas y flemones, inyectaban antibióticos… vacunaban, Leticia lloraba cuando descubría a niñas muy jóvenes embarazadas. Así fue que se propuso remplazar a Irma y a Segundo. Pero supo que sola no podría y buscó entre sus colegas otros que quisieran compartir su amor por esa gente.

De todos sus compañeros cinco se propusieron asistir. Tal vez no se quedarían en forma permanente como ella, pero sí, el tiempo necesario o que pudieran para socorrer a los que necesitaban su apoyo. Pronto se conoció su obra y algunos oportunistas trataron de hacer que se transformara en una O.N.G. para conseguir dinero extra. Todos se ofuscaron y salieron dando un portazo a los aprovechados. ¡Ahí, no cabía la avaricia!

Leticia sigue haciendo su tarea en aquellos lugares, la suelen ver a caballo o lomo de mula atravesando el valle o ríos helados para llegar hasta un puesto o un rancho. Siempre con una sonrisa y dispuesta a un abrazo fraterno.

LETICIA 2


 

La sala es exquisita, pintada de un suave color verde palta, con cortinas de tela fina y sedosa, un cuadro de firma de una conocida artista plástica del país, y por supuesto un flamante escritorio Reina Ana, con silla haciendo juego. En esa pequeña salita, atiende Leticia; médica con medalla de oro en la Facultad más prestigiosa del país. Tiene una camilla recubierta de pana que enfunda en delicadas sábanas de lino egipcio.

Becada en el extranjero, ha hecho un doctorado y varias maestrías fuera del territorio que la vio nacer. Mujer brillante y obsesiva, detallista y perfeccionista. Tiene fama entre sus colegas porque elige los personajes que atiende. Nadie la quiere, pero la admiran por su facilidad para mezclarse en ciertos círculos de profesionales.

Esa mañana llega en su BMW que deja en una sombra de la cochera. Un lugar privilegiado. ¡Su coche lo merece! Le ha costado fortunas. Su traje del modisto de La Fayette, es un atuendo exclusivo. Lleva tacones de aguja y cartera de Luis Vuitón.

Sabe que hoy la espera un alto jefe del sector de la embajada de Suecia. La ha enviado su amigo Livio Robellinni, de la embajada de Italia. Nunca acepta personas desconocidas.

Entra en su consultorio y su secretaria, le entrega una historia clínica que ha interrogado previamente a la atención personalizada. Es un hombre de sesenta y seis años, que ha viajado por varios países del mundo representando a su país. Ha sufrido un preinfarto y sufre Malaria contraída en Kinshasa. Cuando ingresa, se enfrenta a un personaje rechoncho, de piel ajada y ojos pequeños, miopes y arrugados. Se desplaza con dificultad. Ella al verlo caminar sabe que está atacado de “gota”, ácido úrico. ¡Mala alimentación al revés! Comidas de Gourmet y bebidas “blancas” frecuentes. Carnes abundantes y sin querer se siente feliz. ¡Le prohibirá Todo!

Livio, le advirtió que era muy respetado en su país y en la OTAN, pero a ella solo le interesaba que no sufriera una enfermedad incurable.

Le presentó su mano, de piel fresca y de uñas impecables. Con un ademán displicente le indicó un sillón, ya que si pretendía que subiera a la camilla, tendría que llamar a algún enfermero en ayuda. Leyó con cuidado la historia del hombre. Kharl Jurghans, separado, y muy dolorido.

Le tomó la presión. Altísima para su edad y el reflejo al oxígeno pulmonar que era bajo. La mirada angustiada del hombre, la seguía como búho en la noche de luna llena. El miedo lo dejaba sin aliento. Miedo a la enfermedad. Horror a la muerte. Él, lejos de su tierra, sin familia directa, los hijos desparramados por el mundo. Su ex mujer casada en Australia… ¿Quién se preocuparía de su asistencia? La gente de la embajada era suplantada en forma permanente. Le hizo una serie de recetas y solicitudes de análisis y otros estudios.

 

¡Tranquilo! Su corazón parece un motor que quiere escapar al galope… así no nos podemos entender. Le hizo traer una copa con agua. Él, pidió un whisky. Lo bebió de un solo trago. Con los papeles en mano, entregó un cheque y agradecido salió. Arrastrando su dolorosas piernas sobre las alfombras de la sala de espera.

Un joven alto, de mirada oscura lo observó e hizo un saludo discreto. Pidió hablar con Leticia. La secretaria, hábil, le pidió una tarjeta para entregarla a su jefa. “No es para mí, es para mi Jefe”. Salió la muchacha y luego de un breve diálogo con la médica, se asomó y lo hizo ingresar.

Soy el secretario privado de Kaled Zahir al Abdulah. Necesita una visita en el Hotel donde está esperando una reunión muy importante; pero no se ha sentido bien. Si usted me sigue, la acompaño allí. Solo le pido discreción, mucha. Mi jefe habla muy poco español. Yo le ayudaré.

Salió en un coche totalmente polarizado y blindado. Fue tan rápido que en pocos minutos llegaron a ese hotel en medio de un campo de golf y rodeado de murallas altas con ciertos sectores con gente armada. El auto ingresó a una enorme cochera. La invitaron a descender y con su maletín lleno de instrumental y algunos fármacos imprescindibles, pasaron por una serie de monitores electrónicos.

En un ascensor subieron algunos pisos. Nunca le permitieron ver nada a su alrededor. Al salir del mismo, sus pasos se hundían en unas alfombras persas que parecían estar entre nubes. Se abrió una puerta con una tarjeta que portaba el joven moro. Frente a ella en un enorme lecho, yacía un delgadísimo hombre joven acurrucado.

Leticia, se acercó. Él, la miró asustado. Ella le sonrió y le estiró la mano. ¡No, no la puede tocar! Dijo Kassim. ¿Y entonces cómo haré mi trabajo? Le debo tomar el pulso, la presión, y para eso tengo que tocarlo. Ambos se miraron sorprendidos. ¿Qué podían hacer? El jeque avino a ser tocado por Leticia. Ella con discreción sacó sus herramientas. Las manos frescas de la mujer hicieron encrespar la piel afiebrada del hombre. Le ordenó algo al joven y éste trajo un chal y le hizo que se cubriera la cabellera.

Palpó el vientre del enfermo, hizo preguntas sobre su alimentación y sus últimos viajes. ¡El embarazo del ayudante era supremo! ¿Defecó? ¿Cuánto, cuando y de que qué color? El paciente avergonzado, hablaba con el traductor, que miraba para el suelo mientras respondía. ¿Ha bebido agua del grifo? Supo que no en ese lugar sino en su avión particular. Habría que hacer una prueba con el agua. La mirada del Jeque le dejaba entrever el miedo. Voy a solicitar que hagan estos estudios y comenzó a escribir y prescribir. Lo ideal es que se hagan en un consultorio Clínico Biológico a nombre de otra persona, eso permitirá que el doliente no sea detectado. El secretario recibió los papeles.

Acercó, Kassim la oreja a su jefe y le sugirió que esperar unos segundos. Salió por una puerta lateral. Luego ingresó con una caja de madera y nácar, tallada. Se la entregó a Leticia, saludando amable. Sacaron a la médica con mucha prudencia. El secretario le pagó con varias monedas de oro. La subió al coche que era distinto al anterior y salieron raudos hacia la ciudad. Se quedó en la esquina de su casa. Ella no había dado su dirección. ¡Quiere decir, se dijo, que me han estudiado!

Cuando ingresó en la casa, había algo extraño. Algunos objetos fuera de lugar. Se sirvió una copa de Cabernet y se sentó luego de tirar lejos sus tacones. En el sillón, acurrucada, abrió la caja… gran sorpresa, un collar de diamantes y esmeraldas con sortijas y brazaletes, brillaron a la luz de la lámpara. Encendió el televisor. Se enfrascó en una película y se quedó dormida.

Un estallido despertó a media población. Una enorme bomba había destruido un banco en las afueras de la ciudad. Las fotos que mostraban en las pantallas eran conocidas de Leticia. Supo que tenía que escapar de su país. Seguro la estarían buscando para matarla.

 

 

PINTAR, VIVIR.

La vida es esto

una nueva caminata por las calles de otoño

en un Mendoza de heladas y de Zonda

donde nos desplazamos los locos de las artes

buscando escapar a la distancia

de un mundo intransitable de quimeras

hay un canto diferente en esas bailarinas casi esfumadas de

las telas, blancos pañuelos que extravían en sueños y añoranzas

amores, sufrimientos, consuelo

y un grito por la tierra

que aferra  al hombre de mirar sombrío.

 

Todos es color

todo es movimiento

los pinceles bailan sobre el lienzo amigo

y el brazo se transforma en obstinado aleteo

de palomas de esperanza. 

  

LA PIEL DE UN HERMANO

 


 

                                                             LA HERMANA DE MARCELO, MIRÁNDOLO ALLÍ EN LA CUNETA DIJO:

                                                                                                 NO TUVISTE HERMANO NI TAN SIQUIERA LIMPIA LA PIEL.

 

                Lo peor que le pudo pasar a Petronila, fue nacer con la piel tan oscura. Los ojos de un estridente color negro y rulos en su bello cabello descolorido. No era rubio, no era castaño, no era negro. De pequeña no sintió el peso de su figura, pero de grande, es decir cuando comenzó a ir al colegio, los chicos le preguntaban si estaba quemada por un incendio o si el sol se había enojado con ella.

            Nada que pudiera decirles, servía para evitar las burlas y chismes. Porque hay que reconocer que los pequeños, repetían historias que escuchaban en sus casas cuando por las tardes de calor se  sentaban bajo los “castañolas” para beber te frío. Allí se hablaba y comadreaba siempre como si la vida de todos los que habitaban ese paraíso fuera un motivo importante en la historia de la humanidad.

            Cuando nació el hermano, al que bautizaron Marcelo, lo primero que miraron fue el color de la piel. Y era de un pálido rosa viejo, con algunas manchitas o pecas más oscuras, pero el cabello definitivo era castaño oscuro con reflejos dorados. Petronila, lloró toda la noche. Miraba por la ventana el cielo y le parecía que la luna se reía de su pena.

            Fue creciendo con una belleza que trastornaba a cada madre envidiosa, lo que atrajo una especie de producción de tráfico con manos santas y aprendices de curanderas. Cintas rojas envolvían la cuna, luego los tobillos y hasta llegaron a colgarle un diente de tigre del cuello, para espantar el mal de ojo. Eso no evitó que creciera cada día más lindo, inteligente y con una sonrisa que atrapaba estrellas.

            Las muchachas se acercaban a Petronila, sólo para poder hablar de su hermano. Incluso algunas le regalaban gatitos o cotorras, para que le entregara papeles con cartas de amor. Cuando cumplió diecisiete años, Marcelo era el chico más codiciado de todo el pueblo.

            Como era buen alumno consiguió una beca y se fue a una ciudad cercana para hacer su nueva etapa de técnico agrario. Y allí, se dio cuenta que la vida no era tan fácil como siempre le fue presentada. Extrañaba mucho a su familia y a Petronila, a quien llamó para que lo acompañara en la ciudad. Ella pudo estudiar enfermería y conoció a personas buenas que no la miraban por su piel, sino por su bondad y predisposición para el aprendizaje. Su tono de piel combinaba muy bien con el traje que usaba en el sanatorio donde hacía las prácticas y un compañero se enamoró de ella. Y le pidió que se casaran para la primavera. Los padres estaban felices y Marcelo se puso furioso. Los celos no le permitían disfrutar de la alegría de su hermana.

            Una noche que salió con varios estudiantes, bebió demasiado. Se puso a pelear con unos pandilleros que terminaron dándole un botellazo en la cabeza. Cayó mal herido. Luego lo levantaron entre varios y lo tiraron en una cuneta. Allí lo encontró Petronila y Julián, su prometido en plena madrugada. Nada se pudo hacer, estaba muerto. Y ella con los ojos llenos de lágrimas sólo atinó a decir: ¡No tuviste hermano ni tan siquiera limpia la piel! Ahora qué me dirá mamá… todo es culpa mía, seguro. Y sintió los brazos amorosos de Julián que la protegían del dolor.

 

 

 

 

LA MISTERIOSA DESAPARICIÓN

 


 

            Alfredo exitoso coleccionista de monedas antiguas, había logrado que lo invitaran a una subasta excepcional en la capital. Viajó en un tren que parecía un carromato diluviano. ¡Este país debería renovar el sistema ferroviario! Pensó hasta quedar dormido por bamboleo de vagón.

            En el asiento frente al suyo, viajaba un joven muy acicalado y al su lado una mujer de mediana edad, que aparentaba ser su madre. Despertó cuando sintió el sofoco producido por los vecinos, que creyendo que no despertaría copulaban con descaro y para sorpresa, haciendo verdaderas acrobacias para no salir de sus puestos. Cerró los ojos y los espió con discreción. ¡Qué creaturas más raras! Indudablemente no eran madre e hijo, sino una simple ramera que atrapó a un joven inexperto; bueno no tanto.

            Cuando hizo amagos de despertar se sentaron como dos desconocidos sin dar indicios de lo que había ocurrido minutos antes. Más, le ofreció, la mujer un bizcocho de anís, que según expresó había horneado esa mañana antes de partir. Alfredo declinó en convite y agradeció cortés, pero mirando fijamente al muchacho que con una sonrisa socarrona la miraba de soslayo.

            El tren se detuvo en Rincón Lejano y la mujer saludó amable y descendió como si fuera una cándida señora de hogar. El vecino sacó un libro de leyes y se dispuso a estudiar. No miraba a Alfredo. Quien observó la ropa manchada del muchacho en cierta zona del pantalón, lo que le hizo reír para su interior. Pasó un tren del lado contrario que lo distrajo. El estudiante, se paró y salió del vagón rumbo al sanitario. Miró el libro y leyó el título: Ética profesional del abogado. Se le escapó una risotada.

            Cuando ya llegaban a la capital, el joven sacó de la parrilla superior a su asiento una valija mediana y una mochila tipo militar llena de libros. Lo saludó y escapó hacia el andén. Saltó y desapareció.

            En la subasta Alfredo comprendió que había una dificultad terrible para evitar caer en manos de timadores. Los “Palos blancos” trataban de aumentar los precios de las piezas en forma astral. Alfredo, sólo pujaría por una moneda de plata del siglo XVII; que faltaba a su colección. Las había más antiguas, de oro y de cobre; de materiales y lugares raros, pero él, sólo coleccionaba de la región de los Pirineos, ya que de allí, habían salido sus antepasados.

            Cuando llegó el entretiempo para comer, salieron muchos personajes que se notaba de lejos, que eran contratados por la empresa de subasta. Los verdaderos coleccionistas, se agruparon en un conocido bodegón cercano para hablar sobre sus “Joyitas”. ¡Qué disfrute! Estaba un anciano francés que coleccionaba antiguas monedas romanas; un árabe que buscaba de la época de un Rey Persa, un español, gozoso de su enorme colección de monedas de la antigua región ibérica del siglo de Oro. Comieron cada cual a su placer y bebieron juntos un buen vino tinto Cabernet Sauvignon, que abonaron en conjunto. Regresaron a la sala de subasta y ¡OH, sorpresa! Había un coche policial que les impedía ingresar.

            Ansiosos por conocer la causa, un agente les explicó que habían encontrado al caballero que marcaba el martillo con un cuchillo clavado en la espalda; que faltaban las piezas del siglo XII de Oro y que alguien al pasar había visto salir a un joven muy acicalado con un libro de Derecho bajo el brazo.

            Alfredo, recordó a su compañero del tren. Y abrió grande los ojos cuando vio subir a un taxi a la mujer que le ofreció el bizcocho de anís en el vagón. Se tocó el bolsillo de la chaqueta y descubrió que cuando se había quedado dormido le habían sacado una tarjeta donde estaba la invitación a la subasta.

            ¿Qué podía hacer? Si le decía a la policía podían dudar de su inocencia. Y si callaba se sentía cómplice. Finalmente, los hicieron ingresar y les tomaron a todos las huellas dactilares y una fotografía, luego les avisarían. Él, se acercó a la vitrina y vio que faltaba la moneda por la que él, iba a subastar. Una arruga en el entrecejo y un guante sobre una silla, lo impulsó a mirar tras la vitrina y la vio caída en el piso, junto a la pata de la mesilla del cobrador. ¡Estaba manchada de sangre! Si la tocaba, seguro dirían que él fue. Llamó al inspector y le mostró su encuentro. Los muy malvados le habían querido tender una trampa.

            Su instinto y el no ser avaro lo salvó de un verdadero desastre. Saludó a todos los coleccionistas y partió rumbo a su pueblo. Ya habría tiempo para conseguir otra moneda igual.   

¿QUIÉN PODÍA EXTRAÑAR EL BESO DE LA LUNA?

 


 

Y fue en la noche

que cayó una lágrima sedienta de simpleza

cuando un murmullo de acequia adormecía

el suelo y

la canción trataba de soltarse.

Nadie escuchó la caída desde el sueño.

¿Quién podía extrañar el beso de la luna?

Si en cada estribo de sus besos

queda una astilla que se arquea hacia lo

infinito del silencio.

Una lágrima

cayó sobre el corazón alterado de tristeza

y allí

creció con un dolor plateado

con pétalos de ámbar

fue

un dolor nuevo, noble, saturado

de perfume a violetas

cargado de prestigio

solidario con estrellas dormidas.

Un dolor

que se agitó sorprendido

con los sueños aciagos y

mañana

tal vez mañana, frutecerán las manos

dejará que crezca un mundo de arlequines

arropados saltarines de colores vistosos

carcajadas de niño, esperanza.

Ahora cierra la noche una guiñada fresca entre las nubes.

Ahí te escondes

con cada párpado cerrado de la luna.

 

INCREÍBLE AMOR


 

            Maritza paseaba por la orilla del canal con la sola compañía de “Festín” su perro. Los árboles acariciaban las aguas que corrían lentas por el lecho pedregoso. Leía una novela que le había prestado su hermana Ileana. Ella estudiaba letras en la ciudad y la invitaba a soñar con cada libro que le traía los viernes a la tarde.  Era el momento de festejo en la casa de los abuelos. Sábado puchero y domingo pastas bien a la italiana.

            Se fue alejando sin advertir que se adentraba en la finca de don Martínez, un hombre muy tosco y poco amigable. Cuando quiso acordar dio con el cuerpo enorme del vecino  que la miró con ojos achicados y oscuros. ¿Qué hace por acá la moza? No le parece que tiene que pedir permiso…y se sonrió, cosa que a Maritza le sorprendió.

            ¡Disculpe, leyendo no me he dado cuenta que pasé la tapia, que está rota y…! no es nada. Ya que está acá, le regalo este gato. Y le puso en la mano un pelotita de pelo blanco como copo de nieve. Apareció en mi catre cuando llegué de la feria. Y baya que no quiero ni puedo perder el tiempo en esta porquería. ¡Ah, no me gustan los animales que se entrometen!

            Maritza le agradeció, se disculpó y salió corriendo. Detrás suyo, la risotada del hombre la dejó perpleja. ¡No es malo, le dijo su padre, es un hombre que ha sufrido mucho y nunca te haría daño!

            Mami, le voy a poner Pompón. Es como un copito de nieve. ¡Pero tiene una hermosa manchita negra en la frente! Me quiero quedar con él. Y así, lo crió tan bien que con poco tiempo se puso grande, robusto y ágil. Dormía en su lecho, junto a la almohada, comía de su mano y se ovillaba en su regazo cuando leía o bordaba. Siempre detrás de Maritza.

            La mañana de la Virgen Dolorosa, toda la familia fue a la ermita a la procesión de la cofradía del pueblo. De un automóvil azul, bajó una familia. Entre ellos, un joven moreno, de bello rostro y ojos negros, se clavaron en Maritza. Su familia siguió el rito y ella sentía que en la nuca tenía como dos flechas las miradas de esos ojos. Cuando se acercó a besar el manto de la Virgen, una mano la rozó. Levantó el rostro y lo vio tan cerca que casi la tocaba. El aliento cálido del muchacho le hizo dar escalofrío. Pompón, en su bolsillo, hizo un raro y extraño gruñido. El cura la miró asombrada y con la mano le hizo una seña. ¡Niña, no me gusta que traigas a tu gato a misa! Y ella bajó los ojos apenada. Pero aceptó la reconvención.

            Cuando salieron a la calle, el joven corrió y le dijo: “Mi nombre es Eloy Rossi y quiero conocerte”. El padre de Maritza le hizo una seña de asentimiento. ¡Raro! Generalmente su padre negaba todo contacto con desconocidos. Pero luego supo que era hijo de un viejo compañero de colegio de su padre y que los unía una amistad fraternal.

            La invitó a la plaza y se puso a hablar de sus estudios. Ella, nerviosa, sentía que Pompón arañaba su piel bajo la tela de su vestido, pero, se excusó y lo puso en su regazo. Así comenzó a ronronear feliz. Charlaron y tomaron un helado ambos pidieron de “chocolate” y rieron, ¡Pura coincidencia!; o él, lo hizo por conquistarla. Así se prometieron para otro momento una nueva visita.

            El amor, llegó con la calidez de la juventud. Eloy, recibido de médico rural, le propuso casamiento para la primavera. Vivirían en una casa en un pueblo cercano. La boda se realizó en la ermita. El gato había desaparecido hacía unos meses, por lo que con el trajín Maritza, no se hizo problema. ¡Ya volverá!

            Bella con su velo blanco y flores de azucenas en las manos llegó al altar donde nervioso Eloy la esperaba, el sí fue aplaudido por los amigos y familiares. Luego de una simple cena y brindis de honor, salieron rumbo a su nuevo hogar en el auto azul que el padre del muchacho les regaló.

            Pasaron varios días y al no tener noticias su padre con Ileana se atrevieron a ir a buscarlos. Al tratar de ingresar a la casa, sólo escucharon el maullido duro de Pompón. El padre, rompió la ventana e ingresó a la casa. En la habitación donde encontró a Maritza y a Eloy bañados en sangre mordidos y arañados con furor por el dichoso Pompón. Ambos estaba muertos y el gato se relamía las manos ensangrentadas.

 

LA LARGA HISTORIA DE LA FAMILIA NATUBA, ESCLAVOS QUE LLEGARON A AMÉRICA HACE TANTO TIEMPO QUE SE PERDIÓ EN LAS CRÓNICAS ESCRITAS.


 

1-

            Ya está lista. La lavé. La peiné. La envolví en su manta de paño con los colores que dispuso el anciano Isai Natuba. Eso fue hace como cien años. Nadie lo conoció. Ahora, todos piensan que nunca existió. Pero todos nos movemos al ritmo, que desde su fantasmagoría, él, imprime en nuestras vidas. Ya la pueden exponer para el canto y las ceremonias. Ella es

            Amarinda Bella, la mujer mejor cuidada en la ciudad, después de la primera dama, que vive en una casa alejada de su pueblo. Acaba de morir, sin embargo, una extraordinaria mujer. Mi abuela. Amarinda Natuba.

 Hablar de la legítima esposa del “Señor” Don Felisardo Lastenes Gómez Romero, eterno presidente de la República es imposible. Nadie la ve desde hace muchísimo tiempo. Es como un fantasma de tanto no ser vista, es como si sólo por nombrarla tuviera existencia real. En verdad de la dama nadie sabe nada. Nadie conoce el nombre de la señora presidente. Sólo anda por ahí una foto que según dicen es de mil novecientos treinta y tres. ¿Quién sabe? Tal vez sea cierto y existe. Ella era una hermosa actriz de cine en Paravará. Pero nadie habla de eso. El pueblo se calla. Yo también. Esa otra es la “Desconocida”. Ésta, mi abuela, era la novia visible del caballero. Pero todos miraban hacia el costado cuando el “jefe” la sacaba a pasear con su largo cabello negro cayéndole sobre los claros senos opulentos y sudorosos. En el auto rojo que brillaba al sol o a la luz de la luna llena, sobresalían los ojos de la mujer más codiciada de la región.

            La mortaja la hizo la señorita Libia. Le acerqué el antiguo dibujo trazado con mano ágil de Isai Natuba, que amarillea en el aparador de caoba y palisandro. Lo trajo en uno de sus viajes, según contaba Amarinda. Costó encontrar esos colores brillantes, la textura en los paños y telas. Lograr, en pocas horas, bordados con todos los signos que están escritos en un idioma que ninguno de esta enorme familia entiende. Debe ser algún lenguaje esotérico. Isai Natuba era negro y su sangre, dicen, era más fuerte que la de un buey. La señorita Libia, sabe muchas cosas, pero sólo bordó cuidando en cada puntada, no distorsionar el mensaje. Si llegaba completo, ellos, los ancestros recibirán sin ninguna duda a la querida y bella Amarinda. Los espíritus son como los ángeles, se conocen entre ellos. Nosotros apenas vislumbramos a quien está frente a nosotros. Ellos en el otro espacio, el de los muertos, se miran y saben hasta el nombre y de dónde viene ese difunto. Por eso hay que ponérselo todo. Hasta los zarcillos de piedras de coral azul que usaba en el día que el caballero la robó. La sábana que guardaba con su sangre. Las trenzas que le cortó esa madrugada y los calzones de lienzo, amarillentos, por los años transcurridos. Además de la mortaja que bordó la señorita Libia, todo debe ser ubicado junto a ella.

            Ya llegaron varios llorones. Traen flores de jazmines y jacarandá. Van formando corolas entre cruzadas. Por todos los rincones hay jofainas con agua clara bendecida por el “viejo barbudo” vestido de blanco que nos mira con extrañeza. Y nosotros a él. Pero cada uno en lo suyo. Él con su Dios y nosotros con nuestros mandatos familiares. No hay discusión.

            Un mestizo acaba de entrar con una enorme corona en forma de corazón, hecha con diamelas, en nombre del dictador. Toda la gente, espantada, se hace humo. Yo y el “viejo barbudo”, nos quedamos aquí, quietos, mudos. Agradezco con dos palabras o una, tal vez, el miedo no me deja recordar. El anciano, comienza a echar agua bendita y a ahumar con incienso a la muerta. Amarinda, se hubiera levantado para tirar por el alcantarillado esa blonda del dictador. Pero no puede. Yo no me atrevo y el monje tampoco. Ya fue preso muchas veces por hablar de las cosas malas que sabe del dictador. Lo apalearon. Casi lo matan, si no fuera por el mestizaje de los barrios pobres, ya estaría como muchos perdido en la selva.

            Suena la campana de ingreso a la hora del estado de “sitio” como dicen. Ya nadie puede andar por la calle, aunque sea un festejo de mortal en camino al infierno o al paraíso. Ahora nos quedaremos solas. Amarinda y yo, su nieta.

 

2-

            Este barco apesta y  la oscuridad me impide ver a los que han atado a mi cadena y a pesar de ello, distingo a los que por las diferentes lenguas hablan  Se quejan y pienso que si una vez al día nos dan agua en un balde de madera con olor y sabor a podrido me alcanza o cuando me tiran pan enmohecido me da nausea otras, a veces, me  sabe a cuzcuz a miel y a mango y otras es hiel y sangre y miedo y estos infelices les debe parecer pescado o manjares diferente a los nuestros Ellos parecen chinos o birmanos aunque nunca los he visto con luz y no puedo comunicarme El olor a mierda nos igualó enseguida porque no nos sacan a cagar afuera como se debe hacer con un hombre, soy un sometido que capturaron cerca del río Hago mi suciedad acá debajo de mis pies y tengo rabia Al principio olía a jengibre y ajo A madera y grasa y ahora el olor es el mismo a orín y mierda No me muevo para no tener desgarros en los tobillos donde tengo las argollas de hierro y las cadenas Los palos en que me ataron me hacen sufrir porque apenas entré me golpearon brutalmente. Caí replegado sobre mi vientre Herido Soy un hombre jefe y tengo mando allá en mi tierra Sólo abrieron un poco cuando entró un grupo de chinos o coreanos  pero no sé porque fue después de navegar un largo tiempo entre marejadas enormes y bravías

            Dormito cuando me sacudo con el traqueteo del barco y ya nadie solloza suplicando ayuda Yo tampoco nadie me escucha ni escucha a este puñado de muertos vivos y eso que hay mujeres Entiendo que debe haber hembras y niños por el llanto y los gimoteos Ayer sentimos que paraba el motor y que navegábamos en silencio porque debemos estar cerca de algún puerto o algún barco de bandera que debe haber avistado el nuestro Seguro es pirata como nos dijo el jefe Matamo Ombatu  que este navío debe estar con cuidando y nosotros también cuando uno sale de la aldea yo me alejé detrás de una cebra y me olvidé de lo que me dijo el jefe y mi padre cuando me iniciaron en la ceremonia de adulto y sentí el ruido de la caída de carpas y velas a las que ya estoy acostumbrándome y han  recuperado cuerdas y cadenas de amarre y se escuchan voces de otros hombres aunque lejanas y como bajo un trapo o el agua porque deben tener miedo que los ataque alguien como ellos atacaron en la orilla del río en la cacería en donde me encontraba con Ume Tomana tratando de emboscar una vieja presa para agregar al fogón en la aldea y ahora han abierto una de las puertas  y  entra un aire salobre y sano de mar limpio que me recuerda la vida en mi tierra y oigo gritos y también insultos en  idiomas que no entiendo como no entiendo qué hago acá todo lleno de gusanos y mierda pero siento palmas que golpean los infelices que ayudan al gran jefe del barco que entra con un hombre rubio alto y vestido con un trapo claro un látigo y trapos blancos que brillan como telas de araña en el frente de la panza y sobre la barriga magra y seca lleva una faja azul roja y blanca que se enrosca  y lleva apretado con sus dedos afilado llenos de sortijas de oro un pañuelo sobre la nariz ¡claro que  no puede respirar en ese ambiente de muerte y excrementos y sopesa  los músculos mustios de varios hombre y toca los senos y caderas de algunas mujeres y arranca tres niñas de los brazos de sus madres que gritan y yo sólo no puedo ni moverme para ayudarlas y reciben un latigazo en la cara después sale y oigo gritos en varios dialectos y he visto gente de mi raza de raza bantú de ojos pequeños y vientres abultados por parásitos y hambre y he visto mujeres semi desnudas atadas a hombres que casi ciegos les restriegan un miembro viril muerto para ver si aun respiran y uno que habla algo de bantú dice Macao y yo digo Pemba pero tengo la piel negra muy negra y él tiene la piel amarillenta casi verde como sus ojos aureolados de un salitre lagrimoso que me da miedo no será un fantasma pero es joven y pequeño de estatura pero bien fuerte se nota que ha sido  alimentado por su tribu y sus músculos han liberado empeño en las tareas aunque ahora ya las haya olvidado así escondido como estamos y no lo han visto y  por fin sale el blanco y cierran y en un par de interminables horas que han pasado el barco vuelve a navegar pero el aire se ha renovado un poco y han tirado agua hasta limpiar un tanto el sepulcro en el que viajamos a la nada. 

            Arrastrando las cadenas se acerca a mí y en su lenguaje gutural que no escuché nunca en mi aldea me trata de hacer comprender quien es ¿quiénes somos? ¿acaso aquí pertenecemos a alguien o algo? se ilumina una pequeña brecha en la madera y vislumbro la luna que brilla en la noche y sueño con la libertad y siento un estruendo y yo que soy un viejo pescador de mi isla sé que han chocado con arrecifes y es nuestra esperanza única  que esta madera podrida se desintegre y podamos salir para siempre de la tumba en la que estamos o tal vez vayamos a otra tumba la de la muerte pero a la libertad porque la muerte es otra clase de libertad. 

            Los golpes fuertes de madera astillada que oímos y los corales filosos han quebrado el casco podrido y en la brecha entra agua con espuma que duele en nuestras heridas y gritamos todos porque estamos atados y como no tenemos fuerzas y estamos tan doloridos tendremos una muerte segura pero se quiebra uno de los sostenes y nos deja medianamente sueltos y la chirona se agranda y me arrastra una ola junto a una pequeña mujer amarilla pero por influencia de los demonios que debe atraer su largo cabello negro se enreda en las astillas entonces me grita porque  debe sentir un gran dolor pero yo la tironeo y logro sacar mis piernas por el drenaje recién abierto y entro en un mundo oscuro y helado que  cubre mi cuerpo y mi mente se recalienta pensando en ese puñado de hombres y mujeres que arrastro con mis argollas y cadenas y siento apretada a mi piel que se abraza la hembra salvaje y que clava sus uñas afiladas en la piel de mi brazo que pierde sangre a borbotones entonces pienso en los peces que comen carne humana y no puedo detenerme por lo que nado mucho y me dejo llevar por el recuerdo de mis buenas pescas de ostras en Pemba y así es donde subo a la superficie y veo a los hombres que se dejan caer por todos lados desde el trinquete a la popa y desde el carajo hasta la cabina del jefe maldito y hay un amasijo de gente de todos los colores y sus gritos suenan a tambores de guerra porque es la Muerte que atrapa a  todos yo  apuesto que quieren huir de la Muerte por terror a los demonios.

            Mi compañera de miserias sigue como una anguila mi escape y el pequeño chino y una mujer de mi raza a la que está atado nos siguen y  dejan escapar de sus brazos un bebé y también huyen pero saben que el bebé flotará y lo matarán los arpones de los villanos que sobrevivan porque son brujos del infierno y hay que seguir nadando y alejarme hacia donde me lleve la corriente pero quiero separarme de los ladrones que han caído como cucarachas al agua y yo que estoy tan flaco pierdo una de la argollas de hierro que me sujetan a la cadena y me deshago de la otra y la mujer me estira sus pálidas manos plumosas y débiles para que la atrape del cabello y sigo sin espiar más porque no me detiene nadie y veo la luna que me  permite alejar y atrás de mí a otros que desgraciados aun no se han  sacado las grampas de hierro los miro como se hunden en la marejada igual sigo aunque la sal me quema yo sigo alejándome y se alejan cada vez más los que iban tras de mi cuerpo pienso que parecemos dos delfines fantasmas con linaje de estatuas de azabache y seda que huyen hacia una negra oscuridad pero agotado me dejo llevar por la corriente y cada tramo estoy más apartado de la maldad de los piratas y mi amiga la luna se va escondiendo entre los altos riscos y me invita a desentrañar una huída hacia sitios más seguros y yo siento el filo de los corales en mis piernas doloridas y hay un sinfín de peces que lamen mis heridas y picotean y succionan el líquido que sale de las entrañas de músculos y vísceras.

            Ahora tocamos con los pies la arena y hemos llegado al punto de la playa por eso corro y me sigue la extraña joven le escondo mi cuerpo entre las malezas pero se esconde junto a mí tiritando me avergüenza porque está desnuda y aterrada pienso como se siente sola y cuidadosamente nos alejamos internándonos en una extraña jungla de árboles sumergidos donde el griterío de los monos en la noche nos alienta a seguir hacia lo más profundo de los palmares que son parecidos a mi aldea pero nos caemos varias veces y estamos muy doloridos con los cuerpos heridos y muertos de frío por lo que cada pierna y brazo busca un breve descanso que creo no vamos a lograr si queremos escapar vivos por ahora de los malvados y veo en la penumbra una enorme gruta en la muralla de roca que nos enfrenta desde la playa y allí nos protegeremos por un tiempo breve no sea que cualquier rastro de sangre o marca de pisada pueda ser un enemigo que nos traiga al infierno de nuevo.

            Rendidos caemos sobre la arena seca y fría.

 

3-

            La Ñusta Kunty se acerca a la cabaña con una cesta repleta de frutos de mar y su contorneo atrae la mirada del negro. Una pollera de colores vistosos, su camiseta de fina lana de vicuña y sus trenzas, atadas por mil pompones de colores, atraviesan el mercado con aleteo de aretes y collares de conchillas brillantes. Isai Natuba sonríe con la blancura alborotada de sus dientes. La piel reluce al sol. Esa mujer que habla con los espíritus, es el sueño de Pemba. Ella, sabedora de sus encantos revolotea sus pollerones, frente a la mirada de los hombres y el odio de las mujeres. Fuma su cachimba con mezcla de tabaco y hojas de coca, la planta sagrada de los Incas. Callada la pequeña Ming Li, observa como siempre con una mirada de sometimiento. Sigue a su benefactor todo el tiempo. Callada cuida sus heridas y sus sueños. Ofrece su exiguo cuerpo al hombre, que desprecia con un corto manotazo en el trasero inexistente.

            Ñusta Kunty, la hechicera del pueblo, sabe que el moreno la codicia. Se lo dicen sus caracolas de colores iridiscentes  y sus runas. También las estrellas y el grito del pájaro burlador. Ella es la única que puede fraguar un amorío o deshacerlo con sus travesuras. Yuyos y animales que sirven para pócimas. Ungüentos con grasa de yacaré e iguanas, sirven para destrabar el sexo dormido de los hombres y mujeres. Curandera de almas y de cuerpos, Ñusta Kunty, desea abrazar el cuerpo fibroso del hombre silencioso que la sigue por el matorral y la espía cuando ingresa desnuda en la cascada del mítico manglar. Atrás, siempre la extravagante muchacha china. Muda, mira y observa el deseo contenido del liberto. A veces llora. Aprendió algunas palabras de ese extraño lenguaje de las mujeres kollas. Sabe que ese país, a dónde los llevó el naufragio y la huída, se llama Perú y tiene un mundo antiguo de historia infinita como su Macao lejano. Sabe pedir algunas frutas por su nombre. El chupe de pescado, el ña`Pancha picante y la olla de cocido cuzqueño. Tiene un miedo instintivo, que Isai Natuba la expulse de su lado. Duerme a los pies de la hamaca, en la estera que le ha dado el hombrote. Él, hace ceremonias religiosas en las noches de luna. Baila y canta con voz profunda y enajenada en algunas tardes de tinieblas. Son dos extraños que se unen para poder sobrevivir en esa jungla de desconocidos. ¿Enemigos? Quién sabe. Las piedras raras se hacen edificios perfectos. Hay templos de una religión de hombres vestidos de blanco, barbas grises y aliento a muerte. Llevan un símbolo trágico en sus cuellos flacos. Le dicen “curas” y los niños los persiguen jugando. Ellos no se dan vuelta a golpearlos, como hacen los chamanes. Los ignoran, como a ella. Sólo les dan unos pequeños palitos de azúcar cocido que reciben alegres y el griterío acorta la distancia que le ponen los grandes. Los ancianos los odian. Se les nota en el rostro crispado por los surcos de la piel reseca por el sol caliente.

            Ñusta Kunty, le regala a la muchacha, un pendiente con un pájaro cincelado en plata. Es un poderoso talismán para que se enferme y se muera. Ming Li, sin saber, lo acepta y le hace una guirnalda de flores blancas perfumadas para devolver la atención, como las que le ofrendaba a sus dioses lejanos. La hechicera se enoja por eso, un momento tal vez, y luego, decide hacer un amarre poderoso para el Moreno. Se lo entrega a la mujer para que lo coloque en el lecho del hombre. La mujercita, le pone el ritual bajo la estera al africano, ignorando que es un amuleto de amor. Pero éste, se despierta sudoroso y afiebrado. La bruja no es tan poderosa como cree. Los dioses de él, lo protegen aún, de mordidas de serpientes y arañas ponzoñosas. ¡Y de mujeres malvadas! En lugar de prenderse al malsano abrazo de la Ñusta, se amarra al cuerpo frágil de Ming Li y en insensato extravío la toma para saciar su sed de hembra.

            Inmutable, se despierta junto al cuerpo moreno que elude palabras. Pasa el tiempo y su instinto le dice que hay un niño en su vientre. Le acerca la mano al pequeño bulto que se mueve y crece. Isai Natuba, sorprendido sale corriendo hacia el mar y libra su cuerpo al agua que lo seduce con el frío, de ese océano helado, en el que han llegado después del naufragio. Ahí llama a sus dioses ancestrales. Llora. ¿Qué clase de ser vendrá de ese vientre pequeño de piel casi verde? Una mezcla hechizada de ave y humano.

            Ming Li, busca una india que se llama Charuma para que rompa cualquier embrujo. Esa extravagante curandera, le hace encontrar el camino y le entrega poderosos amuletos entre los que hay un manto tejido con maestría de artesana y dibujos que atraparían a la Muerte y la llevaría a un espacio de paz y regreso a sus ancestros en la aldea, a la que cada uno pertenece en caso de mala parición. Además evitaría cualquier enfermedad del “Mal de ojos” y otras dañosas artes de Brujería. Rituales antiguos y profusos del anciano sacerdote Inca le dan cierta seguridad. Sin embargo cuando llega el tiempo de parir, algo se interpone con su naturaleza e Isai Natuba busca ayuda en el hospital que tienen los blancos. El “cura” les brinda todo con delicadeza conquistando al padre novato. Nace un pequeño niño de tez chocolate y ojos rasgados. Un exótico bebé que atrae la mirada de todos. Lo llama Josué. Un nombre raro como el mismo niño. Al rato, nace una niña. Su piel de color amarillo claro sostiene unos enormes ojos negros. Se llamará Amarinda, dice el padre, con machismo incrustado en la sangre.

            Así crecen los niños, felices. Ñusta Kunty, les hace un sortilegio con mal de ojos y maldiciones; y como no se atreven a contar y temen tanto su influencia, deciden por esa causa, escapar hacia un país vecino. No es la primera vez que salvan sus vidas de la maldad de los demonios ajenos. El “cura” blanco los ayuda a cruzar la frontera y llegan a Bolivia. Allí, un sacerdote Jesuita, le enseña a Isai Natuba, un sin fin de remedios para curar el cuerpo y lo instruye en medicina nativa. El anciano, solicita que lo acompañe a su nuevo destino, un país donde según dicen los blancos, sobra el pan y la miel, como dice la Biblia. Parten nuevamente como eternos fugitivos. Ming Li, Josué y Amarinda, lo siguen entre cerros y montañas heladas, valles calurosos y ríos bravíos, el antiguo pescador africano vuelve a buscar la libertad. Ahora es un hábil boticario y médico lego.

            Pasa algunos años curando enfermos, asistiendo partos y ayudando a criar niños, Isai Natuba comienza a sentir que las fuerzas no le acompañan. Ming Li, busca en sus viejas recetas ayuda, pero no encuentra antídoto a los maleficios de los viejos brujos kollas. ¿Son tan poderosos? El anciano cura la sermonea, pero pueden más los terrores y la ignorancia. Además los calendarios han surtido efectos suculentos en sus cuerpos.

            Antes de dormirse a la luz de la luna, Isai canta a sus dioses atávicos y dibuja en un paño blanco una suerte de rituales extraños. Ming Li los guarda con cuidadoso esmero. Un día ella también se dormirá en los brazos de Josué, que se transforma en sacerdote cristiano; y es él, quien la envuelve en mantas que recibió en su peregrinar por las tierras atávicas de Perú.  Luego, parte para África. Viaja a Pemba.

            Amarinda Natuba, es la que hereda el mandato lejano de Macao y Pemba, sus ancestros. La mujer más linda. Médica y farmacéutica anciana,  que cura el cuerpo y el alma de su gente desde hace tantos años. La que transmitió su sangre y sus rituales mágicos a hijos y nietos. Ahora ya lejos transita el camino hacia el silencio. El pueblo la llora y gime por perder su madre ancestral.

La amada del dictador, amante esquiva de todo un pueblo. Mi abuela, hoy está dormida en la sala. 

           

UN MISTERIO DEVELADO

           

            Entró en la oficina y un viento helado se coló junto a su gabardina azul. Parecía un ayudante de avión de pasajeros. Pero era el “nuevo”. Me entregó una carpeta con sus papeles. El membrete decía Camilo Cruz, “Despachante de Aduanas de Primera”. El cabello cortado al ras. Y cuando se sacó los guantes, pude ver sus manos, delgadas y azuladas. Sus dedos entintados con el color de los sellos que viviríamos poniendo en cada expediente. Como buen profesional, llegaba a la oficina temprano, a la hora en que yo, ya había cumplido mi horario. A él, le tocaba el nocturno. Yo regresaba a casa, donde mi hijo Mario me esperaba bañado, con la tarea hecha y despidiendo a su querida Clarisa, que lo cuidaba cuando yo trabajaba. Aclaro que mi “querido esposo” se había escapado de la región con una bailarina que conoció en el casino.

            Todo andaba muy bien, el puerto era un entrar y salir de barcos cargados de mil materiales y objetos que partían para el mundo. Al tiempo, habrían pasado unos catorce meses, mi compañero comenzó a traer, un portafolio de cuero negro, que no dejaba nunca a mano de nadie. Parecía un comisionado del Estado en Guerra. Lo miraba de soslayo y él, se ponía muy nervioso.

            De la pensión se mudó al hotel cinco estrellas, único en la zona portuaria y se alejaba cada día más de los empleados comunes y antiguos del puerto y de la delegación de la aduana. Yo me sentía curiosa. ¿Qué tanto podía cobrar él, más que yo, que había trabajado veinticinco años en ese lugar?

            Ese verano vino a visitarlo una hermana de la capital y me invitaron a cenar en el famoso hotel. El chef era famoso y algunos parroquianos eran verdaderos comerciantes del mundo mágico de las Bolsas de los Países Ricos. Lo raro que él, portaba su famoso portafolio que ya no era de cuero, era de aluminio o un metal semejante. Lo ponía entre las piernas y sostenía con una pequeña cadena su manija. La gente extrañada lo miraba. Yo pensé: “Creerán que tiene secretos de Estado y es un doble espía”. Luego, apartaban la mirada por temor a mostrarse curiosos y vigilantes. Me moría por saber qué cosa tan extraordinaria llevaba en ese maletín.

            Pasó el tiempo y ya hasta lo llevaba al retrete, al bar, a la cantina… en fin no se desprendía de eso que colgaba de su muñeca entintada de los sellos que a diario golpeábamos sobre los papeles.

            ¡Un día no pude más y lo interrogué! ¿Qué llevas allí, Camilo Cruz? ¿Qué es tan importante, dime? Hemos trabajado varios años juntos en este lugar y nunca entiendo para qué te complicas la existencia por un maletín… y bien, ya sabes que soy gente de confianza, puedes incluso ir al baño y dejármelo y te lo cuido. ¡Ese día me lo entregó! Temblaba. ¡Cuídalo entre tus piernas, que de paso, te digo, son hermosas! Yo no supe si reír o llorar. Lo esperé con él, entre los tobillos mientras ponía en orden papeles de un nuevo barco que había ingresado a puerto desde Rotterdam.

            Cuando salió, atribulado, secándose las manos, me dijo: ¡Amiga, si quieres saber que tiene mi portafolio, aquí tienes la llave, ábrelo! Así lo hice. Ante mis ojos el brillo de docenas de lingotes de oro, brillaron como el sol al medio día. Me quedé muda. Él, sonrió, puso llave al valijín y me dijo: En casa tengo mucho más. Es lo que me gano en esta cueva de ladrones cuando me obligan a pasar mercadería de contrabando.

            Yo, casi me desmayo. Tantos años trabajando con total honradez y a él, le habían llenado la vida de lingotes de oro. ¡Qué injusticia!

            Tuve que denunciarlo y al mes me trasladaron a una oficina en un lugar remoto, donde mi pequeño hijo, ni escuela tenía. Él, Camilo Cruz siguió como jefe en el puesto que yo había sido forzada a abandonar. La que portaba ahora una cruz, era yo por ingenua.

PERDIDO

 

Al fin, todos la habían visto, menos ella. Era la casa más antigua de Lago Hermoso. Tenía un parque de más de mil metros, que según decían fue hecho por un famoso paisajista inglés a principios del siglo veinte. Los mármoles eran italianos y la herrería española. Un estanque formado el arroyo que atravesaba un sector del jardín, estaba lleno de aves acuáticas y plantas con flores. Leticia caminó sorprendida por el alto pasadizo de árboles gigantes. Cada rincón de la casa le atraía por su color a tiempo desgastado. El musgo había marcado cada piedra, cada estatua, cada columna con una pátina inusual. Luego, entre el alto matorral, se sorprendió y gritó. Nadie le había hablado de ese extraño personaje que encontró frente a sí. El hombre, era un ser verdaderamente feo, desagradable. Por su rostro una enorme cicatriz atravesaba su mejilla izquierda y su párpado casi oculto tras una larga melena rojiza mostraba la falta de un ojo. Su paso casi imperceptible la había dejado paralizada. De los labios desdentados apenas salió un agudo chistido y con sus manos agudas mostró un mastín que ferozmente le hacía frente. Leticia, cerró los ojos y dio media vuelta para regresar a la casa. Un dedo afilado y mugriento se lo impidió. Su camisa entre esas manos horrorosas, parecía un mantillón de fiesta. Se detuvo y observó la figura. Apenas gesticulaba. ¿Era eso una sonrisa? Soltó el hombre a Leticia y le dio un ramillete de violetas y juncos en señal de amistad. Ella sonrió levemente. Ya sin tanto temor le preguntó quién era. El infeliz, comprobó, no podía hablar.

                        Él partió sin antes hacerle una inusitada reverencia. El dogo salió tras el hombre sin siquiera gruñir. Se perdió tras una alta pared de piedra cubierta de enredaderas y zarzamora. Un griterío de pájaros y aves silvestres cubrieron el paso sobre los adoquines que tapizaban parte del camino. Al divisar la fachada de la casa suspiró. En la balaustrada vio la figura varonil de Ezequiel que esperaba que los ayudantes terminaran de acomodar los muebles. El camión que los había traído ya estaba casi vacío. La tarde se imponía con sus cálidos colores morados y sus ruidos. Verlo le tradujo el miedo en alegría. Se acercó casi corriendo en el último tramo. Las risas claras de Romina y Tatiana le ampararon la nostalgia de ese cambio de hogar. La pobreza había terminado y por fin la vida recobraba el orden natural. Recuperar la casa era el principio.

                        Todos, esa noche se sentaron a comer sabiendo que nunca volverían a ser los mismos después de tanto sufrimiento. Que ya no regresarían ni el primo Jeremías ni Mario. Ellos serían una presencia en el recuerdo. La charla igual se hizo amena. Había mucho por hacer y decir sobre esa casa y Leticia contó el inesperado encuentro en el bosquecito de castaños.

                        Ezequiel quedó perplejo. No conocía ni tenía noticias que por los alrededores vivieran hombre alguno; lo que lo llevó a tomar medidas de precaución con respecto a puertas y ventanales exteriores. No obstante nunca supieron que en forma permanente fueron observados por aquel desconocido.

                        Transcurrido algunas semanas nadie volvió a hablar de ese episodio. Romina continuó su rutina con el piano. Su Chopin y Schubert mejoraban día a día. Tatiana iba y venía de la ciudad con sus telas adamascadas y terciopelos con los que fabricaba capas y ropa para damas que comenzaban a hacer vida social. Leticia consiguió que un posadero de la ciudad le comprara todos sus pasteles y dulces. Así la casa era una permanente fábrica casera. Había que recuperar lo perdido en la “quiebra” del abuelo. Ezequiel tenía el deber de trabajar los campos y hacer rendir los establos.

                        De vez en cuando aparecían hombres pidiendo trabajo o acilo y ellos le proveían de algún apoyo pensando en sus parientes en “paro”. Una tarde de invierno cuando ya estaban junto a la chimenea, Ezequiel sintió ruidos en la leñera. Tomó su rifle y salió. Allí se enfrentó con un personaje atroz. Éste, al verlo, se quedó sorprendido. Lo encontró con unos leños entre sus brazos. El hombre parecía un mendigo. Tal vez era un forastero hambriento, pensó, y recordó que Leticia le había hablado de un encuentro semejante. Interrogó, pues, al hombre y éste tratando de zafarse, dejó caer la madera e intentó salir. No se lo permitió. Cuando quiso prenderlo del brazo para introducirlo en los cobertizos, el viejo mastín atacó. Salvó la mano gracias a la gruesa capa de fieltro. El menesteroso, tomó al animal con fuerza y evitó un accidente. Agradecido, Ezequiel lo invitó a pasar y el hombre entró por su voluntad a la cocina. La sorpresa de Tatiana y Romina no se hizo esperar. Cada una soltó una palabra de desagrado. El pobre infeliz se acurrucó junto al hogar, se despojó de un viejo abrigo sucio y calentó sus manos contrahechas en el calor. Al entrar allí la cocinera se persignó. Miró al muchacho y les comenzó a relatar su historia. Ese mozo, no tenía aun treinta años, había sido hijo del patrón con una muchacha de servicio. Lo había abandonado de pequeño. El muchacho, siempre se dedicó a cuidar animales y un funesto día cayó un rayo en su cabaña. Se produjo un incendio,  lo atrapó una viga, lo encontraron medio muerto. Se había quemado la cara y roto la mandíbula, perdió parte de la lengua..., en fin un desgraciado accidente. La mujer le proporcionó un cubo con agua caliente, se bañó  y Ezequiel le dio ropa de Jeremías que habían quedado en el desván. Así descubrieron un muchacho joven, fuerte y con un enorme potencial para las innumerables tareas de la casa. A la mañana siguiente el muchacho había desaparecido.

                        ¿Cómo harían para recuperar su confianza? Tal vez con el tiempo aceptara a todos en la casa y regresara.

 

martes, 18 de octubre de 2022

UNA MONEDA DE ORO DE LUÍS XV

 

Nunca supe cómo llegué a las manos de mi dueña. Ella es una doncella de catorce años y vive en una casona en Rue Saint Michel. Ayuda a Madame Regine de Garigny en la recepción de sus amistades, cuando a las tardes se reúnen para leer a los poetas.

De unas manos, que ni recuerdo, pasé a ser el bien más preciado de Cristinne. Y me escondió en un pañuelo que encontró olvidado en el sillón de terciopelo gris del salón una noche al despejar la sala. Como un amuleto, me dejó en el cajón de sus enaguas. La pobre muchacha ha llegado del interior, de la Provenza, un otoño en que París parece languidecer con las calles y los Campos Eliseos, están bastante despoblados. En algunas zonas se ven personas que hacen fuego con pedazos de maderas que juntan de los barrios altos y se calientan, los pies descalzos o mal cubiertos, con botas viejas y rotas.

Cristinne, sale con madame al mercado a comprar quesos y verduras, algunas chuletas y vino. El coche las espera rodeado de chiquillos que mendigan unas monedas y pan. Madame Regine suele repartir generosamente pan y algunas monedas de baja valía.

Al ingresar en la casa, se saca el sombrero y le pide a la jovencita que caliente agua para sumergirse en la enorme bañera de latón. Pone perfume de violetas y con jabón de malva tiene que ayudarle a sacar el olor fuerte que trae del mercado. Son momentos en que mi dueña sueña. Piensa en todo lo que puede hacer con un Luís de oro.

Han pasado los años, Cristinne, se casó y dejó París, me llevó consigo en su pequeño bolso, pero en la carretera a España, los asaltó un grupo de hambrientos y yo caí en manos de unos truhanes. ¡Qué horror! Cuando me vieron un hombre sucio y con un solo ojo, me mordió y dio un grito de júbilo. Yo creí morir, siquiera me derritiera como las velas de sebo que usan para iluminar sus magras cuevas. Nunca más veré a mi niña. Siempre perfumada y bondadosa. ¡Era su más preciosa joya! Y estos malhechores, me manosean con sus dedos llenos de ajo y tierra. Creo que hay uno, que tiene un diente de oro, que va a matar al que me mordió la primera vez, porque le leo la mirada de avaricia cuando el mugroso me expone a los ojos de unas pobres mujeres infelices cargadas de chiquillos enfermos y hambreados. Sucedió. Lo acuchilló por la espalda y me arrebató de un braguero inmundo que tenía el difunto. Me besó. ¡Qué asco! Su boca parece una cripta donde yacen cien muertos pudriéndose. Me escondió en su bota, que a decir verdad le robó al esposo de mi querida Cristinne. Pero el olor nauseabundo es de sus calcetines viejos y rotos por donde emergen dedos llenos de ampollas y sangre seca.

Este monstruo viaja con dos landreros que se solapan en los recodos y asaltan los coches de gente decente como uno. Si encuentran otras parientas mías, dan gritos que retumban en los bosques donde se esconden. Yo, me caí en un cruce de caminos de las botas del ladrón y lo perdí de vista. Quedé allí, enterrada en un colchón de hojas y barro por bastantes años.

Aparecí en un siglo que por los sucesos es por lo menos cien años después. Una máquina muy ruidosa, me despertó removiendo árboles en el bosque. Cuando vio, quien la usaba,  algo tan brillante entre las raíces de un viejo árbol soltó un grito: ¡Alto!

Buscaron y rebuscaron por más, pero, yo soy una sola. Mi nuevo dueño es un tipo rudo, mal hablado y hosco. He visto unos carros muy ruidosos que no llevan caballos. Parecen animales metálicos con un motor. Escuché que le dicen automóviles, pero son muy primitivos, ya verán más tarde por qué. Me llevó en una bolsa pegada a la tela de su chaqueta en dónde había una sarta de cosas: una navaja, unos papeles, un peine, monedas que ni se asemejan a mí.

Cuando se hizo noche, se alejó en un aparato parecido a dos ruedas con unos caños que supe es una bicicleta. Llegó a una humilde vivienda de las afueras y entró como un tropero, vociferando que había encontrado algo “precioso”. ¡A mí! Una mujer lánguida casi desnuda, sin peluca ni faldas amplias, lo cazó de un brazo y le exigió que me mostrara. Ella tendió su mano y ahí, quedé yo, sola, triste y preocupada. ¡Esa mujer no tiene la ropa adecuada como mi ama anterior!

Algo extraño pasó. Me dejaron escondida debajo de una losa del suelo en una habitación junto a una chimenea a carbón. Y desde allí solo escuchaba las peleas de esos dos seres que parecían rugirse. Pasó un tiempo corto y llegaron unos pequeños, por las voces diría con mi poca experiencia que eran como siete. Hablaban con unas palabras que yo no había escuchado nunca. Era un argot novedoso y tardé un tiempo en descifrar lo que significaba. Los muchachos y jovencitas venían de un mercado cercano en el que mi descubridor vendía madera y plantas o hierbas medicinales. ¡Eran puras mentiras! Las plantas no curaban a nadie, pero traían jugosas monedas que un día juntaron conmigo. Gran error. Una de las chiquillas, una noche hurtó varias, entre ellas a mí, y me llevó a un bar donde un muchachote la embriagó, la amancebó y por supuesto le quitó su dinero, luego, supe por oídas, que apareció en un callejón con la cabeza aplastada. El indigno varón, fue puesto en un barco como prisionero y lo llevaron hasta una isla, en medio del Mediterráneo. Lo despojaron de su bolsa y yo fui a parar a un cofre muy paquete del capitán del bote. Así luego de unas cuantas detenciones en puertos del oeste de Europa, se hizo a la mar, con un pequeño grupo de marineros y siguió hasta la Isla de Asunción. ¡Qué clima hermoso! Allí pasé de mano en mano por compras y ventas varias y fui regalado a una verdadera dama.

Con Sully Kinleroyt permanecí un tiempo largo. Me hizo incrustar en una pendiente que bailoteaba entre sus senos jóvenes y tibios. ¡Era, yo, una atracción a los ojos avaros de muchos: hombres y mujeres!

 Mi adorada Sully envejeció. Un día me regaló a la más bonita de sus sobrinas. Anny, quien me guardó entre varias joyas que recibió de sus mayores.

Pasó mucho tiempo para que yo entrara en el continente americano. Viví en Brasil, luego pasé a Paraguay y terminé en Buenos Aires. ¡Una enorme ciudad del sur!  Por todo lo que me ha sucedido me defino como un sobreviviente.

En esa gigante ciudad ya había entrado el siglo veinte. Tenía calles enormes, pampas enormes y era un país enorme. No puedo recordar cuándo me entregaron en un Lugar donde prestaban dinero cuando dejaban objetos: Algo como: Monte Pío. Junté paciencia en una vidriera oscura y oscura. Hasta que vino un inmigrante libanés y se prendó de mí. Era un comerciante inteligente y creativo.

Viajaba haciendo negocios por todo ese enorme territorio que parecía tenerlo Todo: trigo, arroz, ganado vacuno y equino, petróleo, un mar gigantesco y gente que hablaba español y mezclaba con palabras de los distintos idiomas de sus exiliados del mundo.

De él, he oído de dos guerras de las que me salvé en Europa y de otras en oriente. Pero ya soy un poco más finita, más pequeña, por el eterno desgaste al que me he visto torturada. ¡Es mi dignidad por ser de oro!

En una zona montañosa donde Amín, mi dueño, se enfermó con un enorme bulto en una muela; me tuvo que entregar a un “dentista”; en mis épocas pasadas se les decía “saca muelas” y lo hacían los barberos. Pero ahora he visto, cuando le pasó conmigo varias libras esterlinas de oro, un papel recortado en un marco de madera, un certificado de este señor de bata blanca; que indica que es Cirujano Dentista. Me miró con curiosidad y se puso a hablar de historia, mi historia. ¡Bueno, de la época en que me acuñaron allá en Francia! El entusiasmo del hombre, el otro con la boca abierta, lo escuchaba embelezado. ¡Siempre los dentistas los tienen con la boca abierta!

Gracias a ese caballero, un erudito en historia, me enteré de cientos de cosas inventadas y creadas entre que me acuñaron y hoy. ¿Saben que han encontrado un remedio para la viruela, la peste negra y hasta hay un descubrimiento que cura la “tisis”, la lepra, la sífilis y tantos males que llevaban a la pobre gente a las fosas? Yo no lo conocía. Es un milagro. El libanés quedó encantado con el orador. Le pidió si quería que le enviara clientes y por supuesto, dijo que sí.

Cuando el comerciante dejó el lugar sin su muela y su flemón y con unas monedas valiosas menos, el doctor ingresó en su hogar y llamó a su esposa y le mostró mi cuerpo. Ella, le pidió, que la quería guardar. Él, la quería vender para comprar herramientas para su consultorio; ganó la mujer. Así, viví un tiempo en una pulsera de oro que tenía como dije mi dueña. Me amaba. No era avara, era una persona llena de amor por las cosas bellas.

Un día que salió a festejar un aniversario de bodas, entraron dos cacos y me arrebataron del cajón donde estaba guardada. Y junto a otras chucherías bonitas me llevaron a un sótano donde me hicieron lo peor que le puede pasar a un ser especial como yo: me derritieron y me juntaron con otras joyas para no ser detectados por la policía. Los muy ignorantes, no sabían que tenían una “Inmensa Historia” frente a sus narices.

Todavía mi ex familia me llora. Yo, no puedo decirles donde estoy, no lo sé.

  

INCREÍBLE AMOR

 

            Maritza paseaba por la orilla del canal con la sola compañía de “Festín” su perro. Los árboles acariciaban las aguas que corrían lentas por el lecho pedregoso. Leía una novela que le había prestado su hermana Ileana. Ella estudiaba letras en la ciudad y la invitaba a soñar con cada libro que le traía los viernes a la tarde.  Era el momento de festejo en la casa de los abuelos. Sábado puchero y domingo pastas bien a la italiana.

            Se fue alejando sin advertir que se adentraba en la finca de don Martínez, un hombre muy tosco y poco amigable. Cuando quiso acordar dio con el cuerpo enorme del vecino  que la miró con ojos achicados y oscuros. ¿Qué hace por acá la moza? No le parece que tiene que pedir permiso…y se sonrió, cosa que a Maritza le sorprendió.

            ¡Disculpe, leyendo no me he dado cuenta que pasé la tapia, que está rota y…! no es nada. Ya que está acá, le regalo este gato. Y le puso en la mano un pelotita de pelo blanco como copo de nieve. Apareció en mi catre cuando llegué de la feria. Y baya que no quiero ni puedo perder el tiempo en esta porquería. ¡Ah, no me gustan los animales que se entrometen!

            Maritza le agradeció, se disculpó y salió corriendo. Detrás suyo, la risotada del hombre la dejó perpleja. ¡No es malo, le dijo su padre, es un hombre que ha sufrido mucho y nunca te haría daño!

            Mami, le voy a poner Pompón. Es como un copito de nieve. ¡Pero tiene una hermosa manchita negra en la frente! Me quiero quedar con él. Y así, lo crió tan bien que con poco tiempo se puso grande, robusto y ágil. Dormía en su lecho, junto a la almohada, comía de su mano y se ovillaba en su regazo cuando leía o bordaba. Siempre detrás de Maritza.

            La mañana de la Virgen Dolorosa, toda la familia fue a la ermita a la procesión de la cofradía del pueblo. De un automóvil azul, bajó una familia. Entre ellos, un joven moreno, de bello rostro y ojos negros, se clavaron en Maritza. Su familia siguió el rito y ella sentía que en la nuca tenía como dos flechas las miradas de esos ojos. Cuando se acercó a besar el manto de la Virgen, una mano la rozó. Levantó el rostro y lo vio tan cerca que casi la tocaba. El aliento cálido del muchacho le hizo dar escalofrío. Pompón, en su bolsillo, hizo un raro y extraño gruñido. El cura la miró asombrada y con la mano le hizo una seña. ¡Niña, no me gusta que traigas a tu gato a misa! Y ella bajó los ojos apenada. Pero aceptó la reconvención.

            Cuando salieron a la calle, el joven corrió y le dijo: “Mi nombre es Eloy Rossi y quiero conocerte”. El padre de Maritza le hizo una seña de asentimiento. ¡Raro! Generalmente su padre negaba todo contacto con desconocidos. Pero luego supo que era hijo de un viejo compañero de colegio de su padre y que los unía una amistad fraternal.

            La invitó a la plaza y se puso a hablar de sus estudios. Ella, nerviosa, sentía que Pompón arañaba su piel bajo la tela de su vestido, pero, se excusó y lo puso en su regazo. Así comenzó a ronronear feliz. Charlaron y tomaron un helado ambos pidieron de “chocolate” y rieron, ¡Pura coincidencia!; o él, lo hizo por conquistarla. Así se prometieron para otro momento una nueva visita.

            El amor, llegó con la calidez de la juventud. Eloy, recibido de médico rural, le propuso casamiento para la primavera. Vivirían en una casa en un pueblo cercano. La boda se realizó en la ermita. El gato había desaparecido hacía unos meses, por lo que con el trajín Maritza, no se hizo problema. ¡Ya volverá!

            Bella con su velo blanco y flores de azucenas en las manos llegó al altar donde nervioso Eloy la esperaba, el sí fue aplaudido por los amigos y familiares. Luego de una simple cena y brindis de honor, salieron rumbo a su nuevo hogar en el auto azul que el padre del muchacho les regaló.

            Pasaron varios días y al no tener noticias su padre con Ileana se atrevieron a ir a buscarlos. Al tratar de ingresar a la casa, sólo escucharon el maullido duro de Pompón. El padre, rompió la ventana e ingresó a la casa. En la habitación donde encontró a Maritza y a Eloy bañados en sangre mordidos y arañados con furor por el dichoso Pompón. Ambos estaba muertos y el gato se relamía las manos ensangrentadas.

 

LIBERTAD

 

LIBERTAD

 

No sufras, calma el espíritu ardiente de tu estirpe orgullosa.

 

No tanto como para marchitar sonrisas, lindas carcajadas puras para veladas de baile y jarana. Verás que entre los arrojos de voces cantarinas hay un duende plateado corónalo de nomeolvides frescas. Con tus manos aprisiona solamente un instante, la esperanza de un ángel que quiere ser gaviota. Tus dedos...déjalos que entreabiertos fluyan en dulce almíbar, en polen perfumado, en espuma. Jaula de incienso. Humo.

 

    Ahora tendiéndote en una verde pradera contemplando los nidos. Busca el sol con tu boca. Besa. Bebe. Corre. Acabas de construir un paraíso. Vuela hacia el poniente. Ya eres libre. Vuela, abandona las manos que se quieren quebrar en perfume de ladrillos.

Eres un ser libertario. Vuela.

 

jueves, 13 de octubre de 2022

EL MENSAJE

 

“Cuando quedará mi cálida luna acumulada en mi cintura poblada de fantasmas que blanquean al trasluz el bosque, allí donde pacen los unicornios y las gacelas. El cielo se transforma en un oscuro escondite de la sombra, de allí saldrá una nave de tránsito ligero. Viajará la niña, con su perro dormido entre los brazos”.

La carta se cayó entre los pies de la joven que sorprendida, miró tras la ventanilla del tren que volaba sobre la planicie.

No comprendía el mensaje, era como un lenguaje cifrado propio de la contienda. Comenzaba a nevar y la nana la cubrió con una manta de piel. Un fuerte olor a alcanfor penetró en sus pulmones. Sabía que estaba huyendo del infierno, pero no alcanzaba a desentrañar el recado. La hiriente mirada del acompañante le daba temor, era tan dura, tan inquisitiva que creyó imposible dormir.

Sin embargo el movimiento del vagón y el suave calor que le prodigó la manta, le dieron un insinuante sopor, quedó dormida, Y soñó. En la pradera se movía un caballo que galopaba con un andar  cadencioso y firme. Montado en él, un hombre con la capa azul que envolvía su rostro y apenas se mostraba un mechón de cabello renegrido. De repente el tren se detuvo en forma brusca y se despertó. Ingresaron dos soldados vestidos con capotes negros, impermeables, de rostro enrojecido por el frío. Pidieron los papeles y la nana, asustada entregó el suyo y rebuscando nerviosa el de Ludmila, se arrebató  frente a los jóvenes, que por inexpertos, sólo osaban gritar en un idioma incomprensible. La muchacha les pasó el papel, el mensaje. Ellos intentaron leer, pero en su ignorancia, amagaron pedirle a la nana que les leyera.

La mujer abriendo los ojos y respirando profundamente dijo:

 “La niña Ludmila Trensky, es llevada a un monasterio cercano a Moscú, para ser ingresada como enferma mental. Se ruega no molestarla, es muy delicada de salud y su familia, está muy preocupada por su destino” la firma es ilegible, dijo.  Ustedes saben que los médicos y los generales tienen escrituras muy complejas. ¿Verdad?

Los inexpertos soldados, aceptaron la respuesta de la acompañante. No tenían órdenes y no se animaron a persistir. Descendieron del carromato y siguieron junto al tren hasta que éste se perdió entre el humo y la niebla.

Ludmila, cerró los ojos y comenzó a reír. Su risa engrosó el humor del vagón, otros rieron sin saber por qué.

¿Por qué les mentiste? Si ni tú, ni yo entendimos el mensaje. Me parece que ellos no saben ni siquiera las letras… sus ojos parecían los de un cordero enfermo.

¡Ay, Ludmila, si no les inventaba eso, te llevarían y quién sabe qué maldades te harían! Te salvé la vida y honra.

El caballero que  estaba frente a ambas, se atusó los bigotes y sacó una petaca del capote, y por primera vez sonrió. Bebió un largo trago de vodka y

Dijo: ¡Realmente la felicito! Supo engañarlos como corresponde, pero a mí, no. Y parándose, tomó a las dos de los hombros y empujándolas las sacó de la cabina. La manta quedó en el suelo y el mensaje cayó junto a la puerta. Era un extraño correo con notas de máximo valor militar, pero el viento lo sacó por el pasillo y se fue volando por el aire fuera del tren, perdiéndose en la nieve.