martes, 11 de octubre de 2022

EL VIAJE EN TREN

 

 Antes de los noventa, en mi tierra había trenes. El enorme territorio de mi país los necesita. Pero un iluminado los vendió, los desguazaron y hoy sólo se puede atravesar la patria con autobuses o camiones, autos y aviones.

Mi último viaje por tren fue de antología. Tenía que cruzar en forma horizontal los mil cien kilómetros que me separaban de mi madre. Pensé en buscar el vagón más confortable en primera clase. Los había visto en otros países y las butacas eran de terciopelo, con asientos individuales y servicio de camareros y camareras.

Me acerqué con tiempo antes de viajar, a la estación y en la oficina donde vendían los tickets. Un robusto empleado, moreno y peinado con gomina, bigotes enormes y mirada miope, me atendió muy serio.

Necesito un boleto de ida y vuelta a Mendoza, en primera clase. Me miró en forma suspicaz. No tengo. Dijo con una sonrisa irónica. ¿Viene con alguna recomendación del gremio? No. ¿Qué gremio? ¡Del sindicato de Ferroviarios! No, soy docente, maestra de grado y necesito ir a ver a mi madre. Estamos en vacaciones de invierno y por eso…

¡No señorita, no, si no trae un papel del sindicato ya no tengo lugar! Le vendo uno común, para dos pasajeros sentados. Es lo mismo.

Acepté. No podía dejar de viajar. Tenía necesidad de ver a mi familia en Mendoza y mi esposo, cuidaría una semana la casa y los chicos. Pagué lo estipulado. Un cuarto de mi sueldo de maestra.

Hice una pequeña maleta y mi cartera, como todas las de mujer, llevaba de todo. El dinero por las dudas en una pequeña bolsa que se apretaba en mi corpiño. Llegó la hora y mi esposo me llevó al terraplén desde donde partía en tren. Al pasar por el vagón de lujo, observamos que estaba vacío. Nadie lo había utilizado. Seguimos hasta el que me correspondía. Un joven guardia, con un uniforme arrugado, algo sucio y una sonrisa divertida, me tomó el ticket y lo perforó diciéndome que subiera rápido, que los asientos mejores ya estaban ocupados. Un beso ligero de los niños y de mi esposo, con un sinfín de consejos, me subí rápidamente al coche.

Los asientos estaban puestos de frente, de cuatro personas que se mirarían todo el viaje. Eran de “cuerina” marrón, casi todos rotos, rajados y desprolijos. El suelo sucio con barro y algún que otro trozo de papel.

Me acomodé en el único que quedaba libre al lado de la ventanilla a medio bajar. Ya que no abren, es por seguridad. Una familia de inmigrantes bolivianos, eran como doce o trece se paró cuando entró el guarda y se tuvieron que ir a otro vagón de más atrás. Me quedé sola. Un señor anciano estaba sentado en el primer asiento y dormía. Pasó el inspector y me pidió el boleto que mostré con una sonrisa. Me pidió algo de dinero y me dijo que me fuera al medio del coche, señalándome el único asiento sano. Le pasé un billete y me cambié. Estaba más cómoda, el vidrio limpio y la ventanuca cerrada.

Ya habíamos alcanzado un ritmo de velocidad regular, y el tren bailaba sobre los rieles  con una armonía aceptable. Al atravesar algunos barrios el tren bajaba el movimiento. Hasta que en una estación llena de soldados, se detuvo. (Poco tiempo después se derogó el Servicio Militar Obligatorio por ley) subieron ruidosos muchachos veinteañero. Con risotadas y palabrotas. Iban a cargo de un suboficial joven que vino rápido y se sentó junto a mí.

Se presentó amablemente y se disculpó por la tropa. Volvían a vacacionar con sus familias. El humor mío y el de ellos por momentos fue un horror. Me miraban como a una rareza humana. ¡Yo, leyendo un libro de poesía! Uno amagó encender un cigarrillo y el joven jefe le ordenó que mirara y acatara los carteles de: “Prohibido Fumar”.

Media hora más tarde, el convoy se detuvo en un descampado. Allí, para mi horrorosa sorpresa, ascendieron un grupo de prostitutas cargadas de garrafas de vino y botellas de variado tipo de alcohol. Ruidosas, desprejuiciadas y mal habladas, cuando me vieron se quedaron mudas. ¡Me dijeron bruja, maldita! y, ¡Ándate de aquí! Yo les quitaba el trabajo. Los soldados se reían a mandíbulas batientes y el joven que acompañaba a los jóvenes no podía ser escuchado por los gritos y risotadas de todos.

Me acurruqué en mi rincón, siempre con mi libro de poesía de poetas contemporáneos; pero reconozco que no me podía concentrar. El olor de los cuerpos enervados por el vino y la euforia, la mugre y el traqueteo del tren me hizo descomponer. El joven jefe, me pidió que lo acompañara al buffet, antes de cruzar al otro vagón, se volvió y algo dijo, que todos aceptaron con un grito de júbilo. Yo, temblaba. ¿Qué experiencia!

En el vagón comedor, me dieron la mejor mesa. Se debe haber corrido por todo el personal mi situación. Yo tendría unos cuarenta y ocho años y parecía una señora de un cuadro de Fader o de Victorica. Me faltaba el camafeo y el “yabot” para ser de otro siglo.

Traté de beber un café. El vehículo se bamboleaba de derecha a izquierda en el trecho rápido que arremetía el ferrocarril. El mozo, cuya chaqueta parecía un mapa antiguo de la Hispania, me trajo en un platillo de porcelana un pocillo de tamaño mediano de cerámica con un jugo parecido a algo llamado “café”, en otro platillo, azúcar morena y dos pequeños sobres de diferentes marcas de edulcorantes dietéticos. La cucharita era de plástico la rechacé y apareció una de metal, algo torcida y cascada. La taza con plato y todo, se movilizaba de una punta de la mesa a la otra, perdiendo el líquido oscuro en su vaivén. ¡Era una danza espectacular! Saqué el pocillo del plato, con una mano lo sujeté mientras con la otra traté de agregar el azúcar. Ésta cayó en derredor de lo que quedaba del pseudo café. Traté de revolverlo, todo con una mano, la otra aferrada al recipiente para que no cayera al suelo. ¡El empleado me miraba con risueños aleteos de párpados! Parecía un pajarito emboscado. Logré beber el resto. Y vino corriendo a sacarme la vajilla. Me tendió la mano. Quería una propina. ¡Muy de argentinos! Le dejé unas monedas. (Aún tenían valor.) Luego me quedé, por consejo del suboficial, un buen rato mirando por el ventanuco, los campos llenos de plantas de girasol, trigo y un sin fin de trabajo de nuestros queridos campesinos.

El sol se iba recostando en el horizonte y ya habían prendido algunas lámparas en el comedor. ¿Quiere comer algo? ¿Qué se puede comer? Solo una omelet, me dijo haciendo una seña que era lo mejor. ¡Bueno tráela! Le di otra propina junto con exorbitante cuenta de mi gasto. ¡Si hubiera comido caviar con champagne en el Ritz, no me cobraban tanto! No era su culpa.

Tenía que regresar. Sigilosamente el mozo salió y trajo al muchacho que iba repartiendo soldados por los paraderos del tren en pueblos ignotos. Me dijo: “Señora la voy a escoltar al servicio”, lo miré asombrada. Yo, le sostendré su bolso. No se haga problema, acá tiene mi nombre y mi situación de servicio. ¡Era un amigo entrañable para mí, en ese momento y lugar! ¡El baño, era un asco! Sucio, maloliente y sin agua limpia en el lavabo. Me higienicé como pude, oriné casi de pié y salí con mis manos mojadas en ese agua amarronada que salía de los grifos rotos. ¡Pobre país el mío!

Me ovillé en mi rincón. Muchas rameras se habían ido y soldados también. Quedaban algunos dormidos que roncaban por causa del alcohol y el movimiento acompasado de vaivén del ferrocarril. El muchacho, que se llamaba Alejandro Gómez, se sentó bien despierto a mi lado. Me hizo colocar el bolso bajo mi cuerpo y me pidió que durmiera tranquila. ¡Quedan trecientos setenta kilómetros! Duerma, señora por favor. Yo la cuidaré.

Soñé mucho. Cada vez que el tren se detenía en medio de la nada el vagón se iba achicando. Volvía a ese sueño distorsionado entre la realidad y mis esperanzas. Me desperté cuando sonó un largo silbato. Estábamos en Mendoza. Miré a mi lado y ya no estaba mi escolta preciosa. El joven suboficial. El inspector, se acercó para auxiliarme con mis bártulos, que eran bien pocos. Y supe, que en el coche de primera sólo viajaban los que pagaban suculentas “coimas” o eran del sindicato de trenes.

Ahora el ferrocarril corre sólo en ciertos lugares del territorio. Pero se perdió por el mal uso y manejo de políticos y empleados.

Yo siempre quedé agradecida del muchacho que me escoltó y cuidó. Era un ejército que ha perdido sus mejores tiempos; el de los valores y educación patriótica, donde se valoraba a los seres humanos, donde se respetaba a las señoras, hombres mayores y a los niños.

Cuando he viajado en trenes de Europa o Asia, reconozco que extraño esa cinta infinita que conectaba mi país de norte a su y de Este a Oeste.

 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario