lunes, 31 de octubre de 2022

UN MISTERIO DEVELADO

           

            Entró en la oficina y un viento helado se coló junto a su gabardina azul. Parecía un ayudante de avión de pasajeros. Pero era el “nuevo”. Me entregó una carpeta con sus papeles. El membrete decía Camilo Cruz, “Despachante de Aduanas de Primera”. El cabello cortado al ras. Y cuando se sacó los guantes, pude ver sus manos, delgadas y azuladas. Sus dedos entintados con el color de los sellos que viviríamos poniendo en cada expediente. Como buen profesional, llegaba a la oficina temprano, a la hora en que yo, ya había cumplido mi horario. A él, le tocaba el nocturno. Yo regresaba a casa, donde mi hijo Mario me esperaba bañado, con la tarea hecha y despidiendo a su querida Clarisa, que lo cuidaba cuando yo trabajaba. Aclaro que mi “querido esposo” se había escapado de la región con una bailarina que conoció en el casino.

            Todo andaba muy bien, el puerto era un entrar y salir de barcos cargados de mil materiales y objetos que partían para el mundo. Al tiempo, habrían pasado unos catorce meses, mi compañero comenzó a traer, un portafolio de cuero negro, que no dejaba nunca a mano de nadie. Parecía un comisionado del Estado en Guerra. Lo miraba de soslayo y él, se ponía muy nervioso.

            De la pensión se mudó al hotel cinco estrellas, único en la zona portuaria y se alejaba cada día más de los empleados comunes y antiguos del puerto y de la delegación de la aduana. Yo me sentía curiosa. ¿Qué tanto podía cobrar él, más que yo, que había trabajado veinticinco años en ese lugar?

            Ese verano vino a visitarlo una hermana de la capital y me invitaron a cenar en el famoso hotel. El chef era famoso y algunos parroquianos eran verdaderos comerciantes del mundo mágico de las Bolsas de los Países Ricos. Lo raro que él, portaba su famoso portafolio que ya no era de cuero, era de aluminio o un metal semejante. Lo ponía entre las piernas y sostenía con una pequeña cadena su manija. La gente extrañada lo miraba. Yo pensé: “Creerán que tiene secretos de Estado y es un doble espía”. Luego, apartaban la mirada por temor a mostrarse curiosos y vigilantes. Me moría por saber qué cosa tan extraordinaria llevaba en ese maletín.

            Pasó el tiempo y ya hasta lo llevaba al retrete, al bar, a la cantina… en fin no se desprendía de eso que colgaba de su muñeca entintada de los sellos que a diario golpeábamos sobre los papeles.

            ¡Un día no pude más y lo interrogué! ¿Qué llevas allí, Camilo Cruz? ¿Qué es tan importante, dime? Hemos trabajado varios años juntos en este lugar y nunca entiendo para qué te complicas la existencia por un maletín… y bien, ya sabes que soy gente de confianza, puedes incluso ir al baño y dejármelo y te lo cuido. ¡Ese día me lo entregó! Temblaba. ¡Cuídalo entre tus piernas, que de paso, te digo, son hermosas! Yo no supe si reír o llorar. Lo esperé con él, entre los tobillos mientras ponía en orden papeles de un nuevo barco que había ingresado a puerto desde Rotterdam.

            Cuando salió, atribulado, secándose las manos, me dijo: ¡Amiga, si quieres saber que tiene mi portafolio, aquí tienes la llave, ábrelo! Así lo hice. Ante mis ojos el brillo de docenas de lingotes de oro, brillaron como el sol al medio día. Me quedé muda. Él, sonrió, puso llave al valijín y me dijo: En casa tengo mucho más. Es lo que me gano en esta cueva de ladrones cuando me obligan a pasar mercadería de contrabando.

            Yo, casi me desmayo. Tantos años trabajando con total honradez y a él, le habían llenado la vida de lingotes de oro. ¡Qué injusticia!

            Tuve que denunciarlo y al mes me trasladaron a una oficina en un lugar remoto, donde mi pequeño hijo, ni escuela tenía. Él, Camilo Cruz siguió como jefe en el puesto que yo había sido forzada a abandonar. La que portaba ahora una cruz, era yo por ingenua.

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