“Il mio s
La pantalla de la laptop brillaba en la penumbra del escritorio. Una burbuja saltaba distraída en la soledad gelatinosa sin perturbar el silencio. La silla giraba solitaria en un ritmo distinto. Mélida había salido precipitada de la casa. La llamada telefónica había sacudido su pacífica tarea en la que estaba enfrascada preparando los diagramas para la empresa que la contrató este año.
Desconfiada como siempre había sido, atinó a dejar
un mensaje escrito pinchado en el avisador del escritorio. ¡Nunca se sabe! Si
bien habían dado nombre y dirección concreta; y creíble, los temores no le
permitían confiar.
El hombre que se presentó y al que ella evitó
recibir en el departamento dijo llamarse Paolo Montesi. Pertenecía a un estudio
jurídico de Sasso un pueblo o mejor dicho de una ciudad de Italia. Antigua y
que bailoteaba en la memoria de Mélida por historias que había relatado su
abuela Renata cuando ella era pequeña. Siempre en primavera su padre la llevaba
al pueblo natal a visitar a sus parientes. Allí
vivía esa anciana que parecía calcada de un cuadro de Lippi. De niña le temía.
Las cansadas manos rugosas, le acariciaban el rostro dejando enrojecida la piel
fresca e infantil. Siendo más grande la adoró. Relataba historias llenas de
secretos reales o imaginarios que la llevaron por los vericuetos de la
literatura y el periodismo.
Detuvo un taxi y le explicó el camino por donde
quería ir, ya que solían atravesar la ciudad por autopistas atestadas y
encarecían así la prima a pagar. Sus flojos bolsillos le impedían gastar más de
lo que prolijamente repartía cuando le llegaba el cheque de la editorial.
Despreciativo el chofer aceptó el magro pago y ella
descendió en el consulado que abrió su garganta oscura y perennemente cerrada
para quien no fuera un asiduo concurrente. Allí se cocinaban negocios de los
buenos y, según decían, de la “mafia”.
Para ella era la primera vez y tembló cuando tocó el portero. Sintió un zumbido
observando que un extraño robot, se movía y la abarcaba parada en el escalón de
mármol frente a la reja intrincada de la entrada.
Una voz inocua pidió que apoyara la mano en un
rectángulo de gel transparente. Su palma quedó impresa en color verde azulado.
Un sonoro ruido metálico comenzó a movilizar unas clavijas y se fue abriendo
lentamente la reja y luego la gran puerta de roble tallada. Seguramente traída
de la tierra madre italiana.
Caminó tratando de ser natural y fuerte. Un joven
sonriente abrió y la invitó a pasar. Ingresó a un enorme salón de recepción con
pinturas del famoso Valerio Rossi, un novato que tan atrevido como ambicioso
había conseguido entrar en las grandes galerías de Europa y América del Norte.
Vendía sus mamarrachos como pastillas para la tos y le pagaban fortuna sin
pestañear.
Sentada en
una moderno sillón de terciopelo blanco esperó unos instantes. Apareció un
hombre calvo de unos setenta años, acompañado por otro delgado y mustio de edad
indefinida. Con un breve gesto impidió que se parara y le extendió la
mano. ¡Paolo Montesi!, dijo y mirando al
compañero: Mi secretario Aurelio Bonsignori. Hablaba un castellano extraño.
Difícil e inexplicable cómo podía entenderse su modo de expresar la lengua de
Cervantes. Ante su mirada de extrañeza le espetó:
Aprendí español en Milano, en una academia para
representar a la los nativos de países de habla española por el mundo. Y él,
aprendió en Madrid cuando estudiaba Derecho. Esperé otra explicación. Ambos me
observaban y yo a ellos. Tosió el más joven y el tal Paolo Montesi le sirvió de
un bello botellón de cristal tallado un vaso con agua. No abrí la boca, eran
ellos los que querían hablar y esperé que lo hicieran.
Denso fue el corto tiempo en que nos mirábamos,
ellos esperaban mis preguntas que yo no quería hacer. Entones me consultaron
casi al unísono: ¿Su nombre es Mélida Landucci?
No, ese es el nombre de mi bisabuela paterna. Mi
nombre es Mélida Naldi. Landucci era la madre de mi abuelo.
¿Nació en Italia verdad? ¿Ha leído los periódicos
de hoy? Usted lo sabe mejor que
yo. De la historia familiar sólo me ha llegado de boca de mis mayores anécdotas
y chismes. Y no, no he tenido tiempo, leo poco ya que me dedico a buscar la
noticia en la calle.
Bueno
traemos algunos papeles que la tienen como destinataria. Aurelio trata de abrir
el portafolio para mostrarle los papeles.
No, dije, quisiera que esté presente mi hermano
Gaetano. Él, es más avisado que yo en cuestiones legales. Ha estudiado historia
y derecho, su investigación tiene el tiempo completo de su almanaque.
¡Pero él no
vive en la ciudad! Nos han dicho que…
No, está en
el campo, vendrá pasado el domingo. El 22.
¿Hoy es 14,
tendremos que esperar tanto?
Es su problema, si no me necesitan para otra cosa
me voy, por favor llame un taxi.
No, no, espere. ¿Conoce el “Borgo de Sasso”? Allí
nació la historia de su vida. Una fábula increíble que es necesario para todos
desentrañar, en especial para quienes vivimos y trabajamos allá.
Le repito no me interesa, tengo mi trabajo, una
vida tranquila y mucho, mucho que hacer en el periódico y los magazines en los
que tengo que editar artículos semanales. Por lo que… déjeme retirar y
llamaremos a mi hermano que se haga cargo. Por ahora les digo: ¡Gracias y hasta
pronto!
No puede retirarse sin antes darme una señal de
interés. Le traemos muy importantes noticias. Diría yo, que más que eso una
maravillosa noticia. ¿No cree que vale la pena, escucharnos?
Nada me interesa fuera de mi trabajo. Llame a un
taxi por favor. Me voy de lo contrario no llego al diario y las rotativas no
paran. Debo agregar un jugoso artículo sobre… bueno no importa su opinión.
Parada ya, se coloca la chaqueta y comienza a desandar el pasillo que la lleva
a la sala donde está el gran portal. Al lado de un enorme cuadro del actual
presidente de Italia, la figura de Dante es una llamada de atención a la
belleza de los grandes pinceles italianos de otros siglos.
Un camarero, abre y observa tras las rejas que se
deslizan suavemente, un vehículo que la espera. Es el coche del cónsul.
Asciende y el silencioso chofer la mira por el espejo retrovisor como indagando
a esa joven singular que no aceptó saber para qué la habían llamado. Ella no
quería aceptarlo y prepotente la obligaron a usar la “machina rossa”.
La depositó en la puerta del viejo edificio. Buscó
en su bolso un labial y se restañó lo perdido, sus labios estaban resecos. Su
paladar ardía y su garganta parecía que estaba dejando el Siroco en medio de
Marruecos. Se alisó la pollera y arregló un tanto el cabello. Si su jefa la
miraba y le veía el maquillaje en ese estado seguro le haría algún comentario.
Estaba tan nerviosa que no soportaría a esa histérica. Sintió que todos la
miraban mientras atravesaba el largo pasillo atestado de pantallas y papeles.
Su escritorio tenía una pila de periódicos de
origen italiano con titulares en color y blanco y negro, con su nombre. Se
desplegó en la butaca y comenzó a mirar con desagrado los artículos. ¡Gracias a
Dios había estudiado italiano ¡Comprendió las miradas y se quedó esperando el
grito de Jennifer Stroech! La jefa. Cerró los ojos y rogó no estar ahí frente a
letras en molde. Todos admiraban el manejo que hacía para evitar el estrés. Su
gran aventura era saltar los sufrimientos, discusiones y el maltrato con una
sonrisa. ¡Por eso sos linda le decían! Tu belleza es la forma de evitar
complicarte en los trabajos que hacés y tal vez por eso la enviaban a lugares
horripilantes con gente detestable para hacer las notas.
El olor penetrante del tabaco le anunció a Jennifer
que avanzaba con los tacos aguja triturando el triste piso de madera. No podía
impedir su presencia y esperó una ironía que sorpresivamente no llegó.
La vio sentarse con pudor en una silla desvencijada
a su lado. El aliento de cantina que la envolvía le descompuso el estómago.
Desde que su madre murió de cáncer por el cigarrillo, ella odiaba ese olor
penetrante y merdoso que penetra hasta la piel y el cabello de los fumadores.
La miró de frente. La vio diferente, como dócil. Entregada. Rara.
¿Mélida, qué ha pasado con su vida? ¿Acaso nosotros
no somos de su confianza como para que supiéramos esa noticia? Siempre hemos
sido respetuosos y confiamos en su capacidad. Acá encontró amigos y buenos
compañeros. Cuénteme mientras enciendo un cigarrillo y pedimos una taza a de
café.
Comenzó a sonar el celular de Mélida. Era su
hermano Gaetano. Trató de ponerlo en silencio, pero un gesto imperioso de la
jefa, le obligó a atender. Escuchó impávida y sólo atinó a pedirle que viajara
del campo cuanto antes. La mujer la increpó. ¡Qué le dijo? ¿Era su hermano y no
le contó lo que dicen los diarios?
Mire Jennifer yo ni he querido leerlos. De los
periódicos sólo creo lo que escribo yo y tengo certeza de la “fecha” y de
algunos “fúnebres”. Ya que hasta he conocido enemigos famosos que han mandado
datos al “obituario” de personas vivas para ofenderlos. ¡También como venganza!
Recuerda cuando a la fiesta del Senador Uliversky enviaron una corona fúnebre,
ese día era su cumpleaños y cuentan que la familia escapó pensando en un
atentado. No, yo no leí nada de estos amarillistas.
La admiro. De pronto he comprendido el valor que
posee. Y quisiera que mañana pase por mi oficina para replantearnos el programa
para su trabajo.
Estoy feliz con lo que hago, no necesito cambios.
Mañana tengo una entrevista con el médico que encontró un sustituto de la
“Eritropoyetina” una sustancia indispensable para la gente que necesita
diálisis.
Mandemos a Roger Pineda y nosotros reorganizamos su
trabajo. Así es más liviano. Tiene tiempo para dedicarse a lo otro.
¿Perdón, qué “lo otro”? Me parece que no me ha entendido. Le ruego regrese a su
oficina y yo me encargaré de mi vida. ¡Gracias señora!
Comenzó a
escribir una nota para el Magazine de moda. El cambio de temporada incluía el
uso de ropa ligera de colores brillantes y un arco iris de flores abrumarían
las calles de la ciudad. Incluso en los desfiles se avizoraba que hombres y
mujeres usarían en la temporada colores que en la época veraniega anterior eran
tabú. Buscó las fotos que le había dejado Estefanía Liskova. Tropezó con El
Observatore Romano y allí en letras gigantes leyó su nombre. Sintió un terrible
mareo. Comenzó a leer y a medida que se metía en el relato, su frente se perló
de sudor frío. No podía ser cierto. Eso era un conjuro de un sinnúmero de
magos, brujas y hechiceros. Comenzó a sentir náuseas y salió corriendo hasta el
baño. El ruido de su estómago deshaciéndose en el inodoro le devolvió a la
realidad. Esa era ella: Mélida Naldi. Argentina, nieta y bisnieta de italianos,
olvidados en alguna vieja iglesia de un pequeño pueblo del Lacio.
Recordó los relatos de la abuela, las leyendas e
historias que entretejían magia y fantasía. Pensó en la pasta de los domingos,
sus tías y las negras polleras largas que cubrían largas tardes de invierno
junto al hogar. El cabello recogido en trenzas interminables que escondían los
hermosos rostros de mujeres avejentadas por el trabajo a destajo en chacras y
viñedos caseros. Y el cuchicheo cuando
el tío Alfio regresó de Europa con Brunella, esa italianita flaca y desgarbada
que olía a aceite de oliva y violetas. Siempre de negro, siempre callada y
triste. Era huérfana, le habían dicho a Mélida. Era como una ofensa al buen
nombre y pudor. En realidad era pobre, sin una “lira” en la valija y para esos
viejos era una deshonra como signo de vagancia.
Sintió miedo. Ella estaba allí expuesta a los ojos
de un país y un continente. Tiró el periódico y salió corriendo. Todos los
compañeros se quedaron mirando sin entender.
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