Su tamaño le permitía hacer una suerte de piruetas y malabares como si la hubieran engendrado con siliconas, dúctil, ligera y fuerte, se contorneaba en un sin fin de movimientos circenses admirables. Lo hacía desde pequeña como juego, hasta ese día en que la vio Restrepo, el secretario del club del barrio. Tenía, ella, unos once años.
Se presentó al presidente del club en una reunión y pidió la palabra, era uno más del equipo. He visto a una niña que puede hacer maravillas con su cuerpo, parece de goma. Describió lo que había observado en la clase de “tela” mientras la profesora del gimnasio, le daba unas ideas para trepar; cosa que ella hacía en forma increíble.
Estaban pensando crear un grupo de chicos y no tan chicos para una murga que representara al club. ¡Era la persona justa! ¿Le permitiría su familia?
Los interesados se moverían buscando la aprobación del padre. Y como era un socio antiguo y prestigioso, tal vez, les diera el ansiado Sí. Hicieron un llamado a un conocido murguero de la ciudad, un tipo extraño que movía multitudes de gente de toda laya en murgas famosas. ¡No sabían que tenía algunas denuncias por acoso! Pero todos sabían que era el mejor. Lo contrataron.
A la semana tenían entre quince y veinte personas dispuestas a armar una murga. Los había bailarines, saltimbanquis, músicos y bribones. El club se hizo cargo de comprar ropa de acuerdo a los colores pensados por la comisión y los instrumentos que precisaban. Un a madre se aseguró el pago para confeccionar los trajes y los sombreros llenos de color y lentejuelas.
A la pequeña, después de mil promesas, los padres la autorizaron ser del grupo. Ruidosos y versátiles, comenzaron a prepararse para una actuación frente a la comisión del club. ¡Fue extraordinaria!
De tarde, casi cuando el sol terminaba de escaparse por el horizonte, se reunían para ensayar en la cancha de básquet que daba el espacio y el equilibrado lugar donde el ruido ensordecedor de los redoblantes y tambores. Una tarde llegó un joven que sabía de clarinete y saxofón. ¡Más sonido! ¡Ruido espantoso!
Yola, sintió que ese era su destino, su vocación y amó la murga. Cada día despertaba soñando con la hora serena de la tarde en que se vestía con una simple calza y una remera ajustada a su menudo cuerpo, y así, con unas zapatillas deportivas adaptadas para moverse con absoluta libertad. Se sentía una musa griega, tal vez Calíope o Terpsícore; sólo sentía que su corazón se agitaba cuando caminaba hasta el salón donde la esperaba la música y el movimiento.
Llegó una tarde, más agitada que nunca. Se colocó la ropa que le habían confeccionado y de pronto se vio en los brazos de ese compañero nuevo cuyo rostro sombrío le asustaba un poco. Era alto, fuerte y musculoso, la alzaba sobre sus hombros donde Yola, hacía acrobacias. Luego un salto y caí en brazos del profesor. Sintió que era una muñeca de trapo. ¡Se molestó, pero era parte de la coreografía!
Pasaron los días y se fue acostumbrando al ruido de la música y silbatos, al brusco movimiento de los cuerpos, al miedo que le provocaba Tulián, su compañero.
Comenzó a adelgazar, comía poco y no tenía deseos de ir al club. Comenzó a faltar, a evadirse. Los compañeros la fueron a buscar, los padres preocupados, pidieron un descanso. Yola no era así, antes era alegre, risueña… ahora se encerraba en su cuarto en silencio. Preocupados los padres llamaron a un médico. ¡Está cansada! Pero no vemos problemas serios de salud, tal vez un psicólogo la ayude.
Una tarde salió hacia el club y sintió un fuerte olor que la seguía, ella había sentido ese penetrante aroma. Al atravesar el parquecito sintió una mano que le cubría la cara, le apretaba el cuello y casi no podía respirar. Pensó en Melpómene, la diosa de la tragedia, me van a matar, se dijo. Pero se defendió mordiendo a su atacante. ¡Ese olor! Su memoria, le traía en el cerebro si oxígeno casi, una figura desdibujada de un hombre. ¿Cuál? Sintió un golpe y se desmayó. Cayó rendida sobre el pasto húmedo. La atravesaron como a un animal en celo. Y la dejaron tirada en la penumbra. Salvajemente en medio de su sangre. Los ojos amoratados, la lengua crispada en el crimen interminable de la fuerza que con siseo mortal atacó su inocencia, a la vera del parque. Rota, desmembrada y trágica. Quedó allí hasta que al amanecer un transeúnte la vio y llamó a la policía. Una ambulancia la llevó ululante hasta un centro de salud.
La murga, estaba consternada, sus compañeros y todo el cuerpo directivo, se propuso buscar al malvado que la dejó moribunda en ese estado. Yola, no reaccionaba. Su cerebro no respondía. Un coro de personas lloraban como el cuerpo de un teatro de tragedias. Menuda, empequeñecida y sombría se ahuecaba en el lecho rodeada de profesionales médicos y especialistas terapéuticos. Pasaban los días, sólo sus padres podían llegar hasta donde ella luchaba por su vida. Y una tarde, se acercó un terapista y el olor, ese que había penetrado en su conciencia, la hizo reaccionar levemente. Él, escapó de la habitación. Vio en los monitores que los signos habían variado enloquecidos. Nadie advirtió su huída.
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