lunes, 20 de marzo de 2023

ESA MÉDICA INOLVIDABLE


El bus la depositó en un cruce de caminos. El chofer refunfuñando le tiró los bultos en el enripiado y dejando una estela de polvo, se alejó, perdiéndose en el horizonte. A su alrededor no había sino un triste aguaribay que, apoyado sobre las piedras, desplegaba una leve sombra. Se dejó caer debajo. No sabía que el árbol, lloraba su sabia ligera. Miró el reloj y se sorprendió. Han pasado una hora y media y aun no vienen por mí. Recordó lo que le gritara el chofer cuando partió: - ¡ Si en dos horas no vienen, camine hacia el oeste!- y se miró... tenía tacones, su traje blanco de lino, ya no era tan blanco. Sacó el espejo y miró su rostro. Un rastro de color ocre se bifurcaba con el rimel y la sombra de su labial. Era un clon. Envidia de cualquier payaso, su imagen irreal. Abrió la mochila y sacrificó sus zapatos deportivos blancos. Miró en derredor y al asegurarse que nadie la observaba se puso un pantalón totalmente novedoso, que inventaran los gringos para los mineros, de denín, que le regaló Chichita Samaniego cuando regresó de Minesota. Guardó su chaqueta. El calor le hacía sudar copiosamente. Arrinconó los bultos, en donde había mucho instrumental y elementos que servirían para su trabajo y comenzó a caminar mirando al oeste. Así por dos horas, sentándose  sobre alguna piedra y espantando insectos.

            Recordó el día de su  premiación. Diplomada con diez absoluto, le daban un trabajo en un lugar extraordinario, donde podía aplicar sus conocimientos. La misma esposa del presidente, vino a darle su medalla de mérito. ¡ Era bella esa mujer transparente de porcelana! Recordó las palabras:- ¡Querida, mis hijitos queridos, de mi pueblo, será en tus manos el aval de tu despliegue de conocimientos. El presidente, te beca, para que la Patria gane y tú crezcas como mujer de mi Argentina y como médica! – Y salió ovacionada por la multitud, que se apiñaba en la facultad. Ella era la estrella, apenas por debajo de la dama.

            Ahora, pensó, me moriré acá enterrada para siempre. ¿Cómo me hicieron esto? Seguro que algún enemigo político de papá los llevó a que me dieran este castigo. Lágrimas amargas corrían por sus mejillas. Sacó de su bolso una camiseta y se envolvió la cabeza. Su suave cabello castaño caía ceniciento por el polvo sobre la espalda empapada.

            A lo lejos vio un punto negro delante de una gran polvareda. Se agrandaba. Visualizó un caballo y a su jinete. Cuando se acercó, no se sorprendió de ver a un hombre áspero de la montaña. Apenas se tocó el ala del sombrero y le aseguró que no sabían si llegaba hoy o mañana. Que por curiosidad había ensillado. El puesto el Banquito, estaba a dos leguas adelante y desde allí la escuela y el dispensario otras doce leguas cerca de Chile. Ella asumió que tendría que seguir caminando, cuando sintió que brazo robusto la enarbolaba y enancaba.- Mis cosas están en la ruta- voceó al hombre. –Mañana se las traeré. – el silencio se instaló y el camino se fue desgranado entre arroyos helados y cardones. Una miríada de insectos y pájaros los atropellaban en el cielo caliente.

            En el puesto la recibió un grupo de chiquilines silenciosos. Sus ojos negros la despellejaban para reconocerla. ¿ Esa era la nueva? ¿Durará como el otro que vino hace un tiempo?

            Casi sin palabras recibió unos mates calientes, oportunos, porque la garganta hacía horas que suplicaba líquido. ¡ Bendito mate, eran sabios los indígenas! Se apeó y le dieron una yegua mansa. Ella sabía galopar y manejaba bien los corraleros. Siguieron cuesta arriba y así en un mutismo instalado se alejaron tras la meta. Un rancho encalado era la escuela y el dispensario. Flameaba una bandera descolorida. Un grupo de doce o quince chiquillos salió a los gritos a recibirlos. Detrás una mujer canosa y delgada, la miraba sonriente. Era la maestra. La bienvenida fue jubilosa. Entre mate y mate se fue poniendo el sol entre las montañas y comenzó el frío. Un fuego gozoso enrojeció un poco más los rostros que contenían las sonrisas infantiles. Charlaron hasta la oración, como decían los niños, que se lavaron por turno y después de comer un guiso de caracú con múltiples verduras, se alistaron para dormir. No querían dejarla. La maestra, les recordó que ella se quedaría por muchos días, que si se portaban muy bien sería mejor. Pronto todos dormían. La charla se desplazaba de noticias de la ciudad a las novedades del lugar y así en un ir y venir sazonado, se fueron conociendo un poco. La habitación era tan precaria que parecía el claustro de un convento de religiosas pobres. Un retrato de la Madre Teresa de Calcuta era el único adorno. Con su sari blanco orlado de azul, sus arrugas y su mirada límpida invitaba a meditar sobre su obra.

 En una palangana vertió agua y como pudo se higienizó. Casi vestida se tiró en el catre y tapándose con su abrigo, se quedó dormida.

            El cacarear de unas gallinas la despertaron. Sobre la cama, habían depositado huevos pequeñitos y tibios. No comprendía muy bien dónde estaba. Las alegres emplumadas, subían a los pocos muebles y bulliciosas relataban su hazaña maternal. El sol apenas mojaba la superficie de la tierra y escuchó el parloteo de los niños con Clara, la maestra. Se cambió de ropa, más cómoda, vistió su chaqueta blanca. Con el cabello recogido y sin maquillaje, apareció en el salón. Se produjo un silencio conmovedor. Los enormes ojos negros de los veintiséis muchachos le recorrían la estatura para descubrir si ella haría algún tipo de misterioso tratamiento. ¡ Sería la bruja de las inyecciones? ¿O vendría a exigirles que se sacaran sangre para saber qué enfermedades sufrían? Se acomodó en una mesa y pidió un mate cocido, que llegó acompañado por tortas de grasa untadas con arrope de tuna. El perfume la perturbó. Clara, se sentó junto a ella y disparó la pregunta que percutía en cada corazón: - ¿ Cuánto tiempo se pensaba quedar? – y ahora la que se quedó en silencio, fue ella.

           

 

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