Estaba construido en el final del caserón. Eran dos habitaciones, un baño y un lavadero. Oscuro y misterioso para nuestras mentes de imaginación febril. ¿Qué se podía esconder en ese lugar? Nada extraordinario, pero para las “niñas”, era un lugar lóbrego y terrorífico.
Cuando debíamos ir a buscar algo en la noche, se desarrollaban verdaderas campañas feudales. Cada cual sentía que no le correspondía ir al “matogrosso” una suerte de selva cargada de fieras y horrores. Sólo recordemos que en esas habitaciones dormía el personal de servicio. ¡Pobres! Imagino el miedo que les producía llegar hasta allí solas en la noche y peor aun, desvestirse y dormir en un espacio extraño a sus costumbres y solitarias.
Un día escuchamos una conversación entre los dueños de la
casa. Descubrimos que habían sido construidas como taller para la señora
principal, que siendo joven fue una extraordinaria artista plástica y que por
una conducta inexplicable de un día para otro dejó su “arte” y se dedicó a
Allá iban a para todos los comestibles embolsados: harina, azúcar y trigo. Un enorme contenedor de aceite de oliva y encurtidos de todo tipo. Luego se acumularon: libros, revistas, recetas de cocina y un sin fin de trebejos.
Pero una noche una de las muchachas a quien mandaron a buscar algo… al querer encender la luz, tocó algo blando, peludo y móvil. Una enorme araña se había instalado como dueña del espacio.
Nunca más lograron que las muchachas fueran a buscar algo allí.
Hoy debe estar poblado en las noches de seres fantasmales, los que se han ido por el camino cierto de la muerte. Los dueños. La muchacha que se envenenó y cayó del lecho en fuertes convulsiones, ella debe pasear buscando su juventud perdida. Lagartijas que se escondían entre los jazmines. Las calas que cuidaban a rajatabla y con amor infinito. De eso no debe quedar nada.
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