El sol aparecía desteñido sobre el lomo opaco de un horizonte, cuyo frío casi podía sentirse sobre la piel, aún desde la ventana del cuarto cerrado y tibio. Llovería otra vez, una y otra vez como venía aceptando el aterido y ralo pastizal acobardado de invierno y humedad. Llovía indefinidamente sobre los minutos, las horas y los días que giraban en el cuadrante del clima singular de aquella tierra extraña.
Adel se acercó al rincón donde dormía la niña. El sueño tranquilo la dejó satisfecha. Sonrosada, con el cabello revuelto y las manos tibias, parecía un gatito feliz. Ella estaba muy serena. La guerra había terminado y todo había vuelto a la normalidad. Es verdad, que aun faltaba un tiempo para que maduraran los campos, para que regresaran los animales al corral, ya que poco había quedado en pie.
El río traía agua limpia, sin sangre ni restos de escombros humanos y metálicos. El camino se iba trazando con el paso permanente de carros y vehículos de todo tipo. Armand llegó delgado y pálido, pero muy callado como no era en los tiempos de paz. Igual estaba alegre. Su regreso fue un respiro en la vida de Adela y de su hija.
Su perro, “Gigante”, era un guardián que la había salvado de algún salvaje forastero que quiso robarle o propasarse al verla sola. Allí estaba delante de la cuna y atento al más leve movimiento de la casa.
En el hogar unas patatas y un trozo de carne de liebre, olía a familia. El fuego se consumía rápido y salió a buscar más leña. Afuera el lodo había formado un extraño paisaje en la traspuesta de la casa. Una imagen la asustó. Una mujer parada allí, bajo la lluvia, con el cabello chorreando y las manos bajo un raído capote la miraba. Tiritaba. Le hizo una seña amistosa, Adel no había reconocido a su vieja vecina de la granja aledaña. La mujer avanzó y casi se desplomó en sus brazos. Estaba encinta y próxima a parir. La arrastró como pudo y la depositó en un viejo sillón cubierto con una piel de oveja.
No pasó mucho tiempo y comenzó a nacer un niño. Era pequeño y de un color diferente al de los buenos irlandeses que habitaban por allí. Su piel morena lo distinguiría de otros bebés que ella había ayudado a traer a este triste mundo. La madre jadeaba. Sollozaba y mordía un paño, que le había dado para que su fuerza fuera mayor. Cortó y ató el cordón azulado. El niño chilló. Era todo vida. La pobre Elinor, casi desmayada, se quedó dormida con el niño al pecho.
Cuando Armad regresó, se puso furioso. ¿Cómo permitiste que esta perra se metiera en casa? ¡No ves que este bastardo es hijo de un enemigo nuestro!
Nunca había visto tan de cerca al enemigo, porque su guardián sacaba a cualquier extraño rompiéndole los talones.
La lluvia había cesado. Un pálido sol comenzó a coronar el horizonte y un murmullo de aves mostraban su alegría por el cambio.
El hombre tomó el cuerpo de la mujer y al niño, lo subió a la carreta y los llevó por el fango hacia la granja vecina. Allí los dejó sin una palabra de consuelo.
Cuando regresó Adel, lloraba y no quería abrir la puerta. Él, golpeó con furia la puerta y Gigante comenzó a gruñir como una fiera. El sol se fue escondiendo y la mujer dejó que su hombre entrara, después de todo, ella no podía dar nada a Elinor. ¡Así es la vida tras una guerra!
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