La
vieja y deslucida casona de adobones, entre los parrales encastrados escondía un secreto. Nadie sabía cuándo ni
cómo se había muerto
Llegó
el otoño y las hojas de los álamos del carril y del ancho callejón cubrieron
con su crujiente chisporroteo de ocres y aguaitadoras hojas costumbreras, el
adormecido chacrerío del Algarrobal.
Un
calorcito siestero hacía más suave los primeros fríos que alejaron a los
cosecheros y acampujaron a los aporcadores y chimangotes que vuelteaban
buscando changas. Los buenos podadores llegaban más tarde con tijeras y sus
espaldas de cartón y barro. Sus manos artesanas no se movían de balde, ¡ellos
sabían...! y una poda buena era una buena cosecha. La casa de
La
casa de la finada estaba tan destartalada cuando se fueron, que parecía un
amañado estropicio. Después se quedó quieta; parecía una catedral de yeso y
sal, nostalgiada de cacareos de gallinas cluecas, de chillidos y gritos casi
humanos del grasoso engorde para el carneo de julio y el resoplido mañero de la
yegua " Pintada", que arrastraba los trebejos laboriosos de la finca.
La casa estaba muda. Muda la faja amarillenta de la puerta que nunca se había
abierto por miedo a la autoridad.
Y el frío que acercaba el invierno compañero
de los muertos. Pasó el tiempo y nadie merodeó el caserón siniestro. ¡Pero...comenzó
un rumor que se hizo sospechoso a mujeraje..." La difunta se ha devuelto a
la casa abandonada...", "
¡Y entonces...un día...!
La
siesta recalentaba lindo los sesos y los chicos jugaban a la payana junto al
zanjón aquella tarde de verano; un coche pasó levantando mucho polvo y dejando
cegatones a los "culillos", que chapaleaban en el agua marrón como si
aprovecharan un mar sereno y limpio que nunca conocerían ; entre tirada y
tirada, los carozos de durazno, de damasco y de ciruela, frotados, lustrosos y
mágicos volaban entre los dedos ágiles y febriles, eran mejor que las
piedras...y la "vieja" no protestaría por romper los bolsillos de los
desgastados pantaloncitos, con las piedras. El automóvil disminuyó la velocidad
y se detuvo enfrente de la casona destartalada. Unos hombres bajaron del auto y
merodearon con interés delante del derruido portal. Sacaron algunas fotos. Los
chicos curiosos se acercaron al brillante "fordcito" y con las manos
mugrientas y el aliento húmedo comenzaron a lustrar los cromados. Como fieras
los comenzaron a echar y los mocosos ni lerdos ni perezosos, los apedrearon con
todo lo que encontraron a mano. Volaron insultos a piedras, amenazas a
cascotes, gritos y una lluvia de carozos de lustrado lujo infantil. Esos se
fueron rápido decían a coro y atropellando las palabras los chiquilines.
¿Quiénes serían esos puebleros curiosos?
Los
eternos rastreadores de ambiciosos milagros para robar la pobre gente
indefensa, ya miraban los posibles manoseos de los creyeros.
Pasó
un tiempo y todo quedó en la simple anécdota. Para "Patrón Santiago"
con un frío de nieve maliciosa y necesaria,
De
regreso era tarde, ya el sol había comenzado a patinar de colores rojizos y
morados hasta las mismas aguas turbias y se apresaron una junto a la otra
buscando calor, cobijo y bravura...de mujeres simples. Los pies desacostumbrados
a los zapatos parecían aguijoneados por millones de alfileres, tenían los pies
hinchados como sapos y les dolía la riñonada de caminar sobre el baldoserío de
A
la medianoche una lechucita comenzó con su silbido característico frente a las
ventanas de ambas mujeres. Mensaje de ánima. ¡La difunta quiere algo!, ¡Misa,
seguro! El amanecer las encontró con el mate dulce y unas sopaipillas grasientas
y camotes asados al rescoldo, desgranando avemarías y padrenuestros. Don
Carmelo llegó como a las ocho para podar el parral de
-
¡Buenas compadre!- ¿cómo le anda?- dijo estirando la mano.
- Con
achaques de viejo comadre, los mesmos de siempre y ¿qué me cuenta? -y se sentó
en un banco de totora en la orilla del fogón secándose la frente con un pañuelo
de color incierto.
- ¡
_
Doña Arminda... ¿cómo va a pensar que después de tanto tiempo, un dijunto va a
presentarse y a mandinguear a los amigos?-dijo el viejo atragantándose con la
comida- ¿Acaso no sería un atropello de la despojada?
-Yo
de
- No
estará en sosiego en todavía - dijo chupando ansioso el mate dulzón que
rechifló entre sus labios.
-
¡Válgame Dios compadre..., válgame Dios, que dende hace casi un año las ánimas
peregrinan por el callejón de los Sosa. ¿No vio las luces malas a la oración,
si un caso?- secándose la frente con el mugroso delantal señaló la puerta y se
persignó.
-
¿Luces malas?- dijo haciéndo "Cruz-diablo" con las manos callosas y
labriegas.
- ¡Mismo
digo, mismo dicen los que saben!, compadre...- el calor le daba un tono
rubicundo a la cara morena.
-
¡Tal vez
- Yo
le repito la mujer nos necesita.- y juntando varias velas y unas estampas de
santos se encaminó hacia la casa en cuestión, dejando al hombre con el
baqueteo. Al llegar a la puerta sintió un tirón que casi la empuja a la
acequia, y señalando a la ventana comenzó con los rezos mientras tartamudeaba
del susto. De pronto una figura levemente luminosa se recortó en los restos de
vidrios mugrientos. Arminda salió corriendo sin volverse a mirar. A la hora del
Ángelus y cuando ya la tarde se entrometía impiadosa, entre humo de olivo
bendito de Domingo de Ramos, de
Cuando
medio espantadas, se atrevieron a hablarle, desapareció entre los ruinosos
adobes, dejando un enorme perfume de nardos.
Sobre
la mesa un frasco de veneno vacío era el mudo mensaje de
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