La elegante galería de arte frente al lujoso hotel
Ritz hormiguea de gente que gesticula con los catálogos de la mayor subasta de
antigüedades de la década. Allí esperan los dueños de famosos bufetes de
arquitectos y diseñadores para comprar en nombre de sus clientes, valiosos
objetos rescatados de lugares remotos. París está en pleno apogeo de su gozo de
bienestar económico. En el mercado bancario, los grupos de especulación, no
saben ya en qué invertir las fabulosas ganancias de la bolsa. Estas subastas
están a pedir de boca para su avaricia y deseo de esconder los juegos sucios de
las finanzas. Magnates ignotos del petróleo, del oro, de los diamantes y de la
informática, pujan por las obras de arte, que tienen una escalada de precios
irrisorios. Tapan el comercio de drogas, de esclavitud encubierta y
prostitución como de las ventas de deportistas que son esclavos de grupos
oponentes en fútbol y automovilismo. Amén de deportes de competición de países
del tercer mundo. Las antigüedades son el delirio de nuevos ricos.
George Eduard Ardlenn V, desciende de su coche, blindado ahora, por los
numerosos raptos y atentados terroristas, su chofer lo trae desde el aeropuerto
Charles De Gaulle. Espléndido en su ropa italiana no se distingue de los
hombres que desplazan su ansiedad en los escaparates con antigüedades
maravillosas. Entre todo ello, casi escondido un objeto es de su interés. Tiene
un cartel con: “Escabel- circa 1870” ,
aparece como pieza única de origen dudoso. Original, con las marcas del tiempo
que le dan una pátina de huellas de amor. Valor imposible de determinar. Una
Biblia familiar, sí orienta a los compradores, sus anotaciones en vieja tinta y
pluma, manchada por el uso y las lágrimas.
La secretaria de Lord Ardlenn, le ha señado una vajilla Wendwoord, una
cubertería de ébano tallada con platería cincel inglés de circa 1820 cuyas
iniciales le son familiares... son las de sus antepasados. Esos que él, busca.
En otra vitrina un juego de cristal
brilla con las luces estratégicamente ubicadas para iluminar, tratando de
atraer aun más la codicia de esos seres nebulosos. Algunos de ellos cuya
vulgaridad sobresale de lo acostumbrado en ese espacio, se deslizan obsesivos
tratando de obstaculizar el encantamiento de los especialistas.
George Ardlenn está allí en su obsesiva búsqueda del pasado. Ese que sepultó
su abuelo cuando supo que: -“ su nieta
había contraído nupcias con un mestizo, anarquista, tira bombas... muerta luego
en un enfrentamiento con la ley de ese lejano país de salvajes. En aquel tiempo
había llegado un cable del gobierno comunicando que la familia había muerto
luchando contra el ejército regular en la Patagonia. Esposo ,
hijos y su amada Dorothy, armados con
fusiles a plena luz del día... contra
soldados que intentaban defender a los terratenientes extranjeros que llevaban
la civilización inglesa... con el ferrocarril, la cría de ovejas de las
fértiles campiñas irlandesas... ¡ un horror!”
Lord Ardlenn investigó a través del Herald Daily londinense, de
periódicos de New York y Boston. Le llegaron notas de periodistas
independientes con otras noticias inversas: “Unas familias masacradas en la lejana tierra de pastos cortos y heladas
planicies, robadas a los nativos y hoy explotadas por avaros comerciantes
extranjeros” Fusilamientos sin
discriminar sexo ni edad. Nada había
sobrevivido a la muerte, sólo en la aislada tierra yerma, objetos de valor que
fueron saqueados y vendidos por monedas en la capital.”
Un periodista de París Mach, que anduvo por allí, con una expedición de
biólogos, sacó una fotografía. Esa que había dado vuelta al mundo y ganó el
premio Pulitzer – Una mujer avejentada,
abrazada a un escabel de madera dorada, perduraba inmóvil, acribillada en el
páramo patagónico desértico, el viento desplegando hacia el horizonte en
sombra, el cabello rubio-canoso, de
la muerta. Los ojos abiertos al horror y los labios con un rictus de terror – así,
con la imagen grabada en sus noches insomnes, lord George, buscaba sentido a
ese trágico desenlace.
La subasta ha comenzado con la tensión elevándose con pura adrenalina. Un
Renuard alcanzaba los
veintiocho millones de Euros, el jarrón de la dinastía Wang en bronce, con
signos del zodíaco chino, en treinta millones... Lord Ardlenn, no puja. El marchand lo observa, su experiencia le dice que busca algo en
especial y que pagará una cantidad inestimable. Le hace una seña a su ayudante;
el joven, se acerca discretamente y
recibe instrucciones. Delicadamente se aproxima al caballero que impávido
espera. Interiormente una caldera crepita con un ardor que lucha por escapar.
Levemente le entrega un pequeño sobre, al abrirlo, encuentra una llave. La mira
detenidamente sin alterarse. Comprende que tiene que subir al ascensor del marchand. Sigilosamente deja su
lugar- ha pagado una pequeña fortuna por su silla- llega al cubil de acero y
espejos, por donde asciende en silencio. Al abrirse las puertas encuentra a un
hombre de edad avanzada, con aire astuto, amplia barba cana, patillas pobladas
y bigotes enormes, cejas anchísimas y ojos ávidos de zorro. Le da la bienvenida
con ceremonia y mientras acariciaba su prominente vientre donde un reloj de oro
desplegaba su antigüedad y que prontamente trató de esconder, comenzó a hablar:
- “Lord Ardlenn, eminencia, debo contarle
una historia...”- escuchó sin gran sorpresa. Intuía una trampa y él era un
gran cazador. La historia era simple. El viejo había hecho un largo viaje a un
país deshabitado casi, donde logró apoderarse de mercadería especial. Algunos
de esos objetos le serían caros a su búsqueda... no sólo estaban allí esos
recuerdos de familia sino que él poseía los cuadernos con anotaciones diarias
que hicieran su tía Cornelia y su prima Dorothy. No estaban expuestos por ser
tan personales.
Lord Ardlenn, saca la chequera y
firma, el avaro anciano astuto, coloca un número irreverente en el ángulo
superior del billete de banco. ¡ Veinte millones de Euros ¡ se dan la mano.
Desciende el lord al salón sin demostrar la intriga que lo carcome. Es un
“gentleman”. Comienza a pujar por sus deseados objetos. Salta de millón en
millón. Otros oferentes renuncian ante lo absurdo de las ofertas. Así es que
atesora cubiertos, vajilla y cristalería. Quedan la Biblia y el escabel, que
yace allí, codiciado por algunos inversionistas. Una magia especial lo rodea.
Inicia a subir el precio. Nadie abandona la pugna. Sube, sube y el precio era
realmente loco. Comienzan a desistir. De pronto quedan dos en pugna: él y una
dama, cuyo rostro se esconde tras un velo negro. El precio llega a treinta y
ocho millones de Euros. La tensión hipnotiza al público como una ponzoña de
adrenalina ácida. La mujer apenas saca
la bella mano enguantada de su negro escondite para indicar que sube la
oferta, nunca menor al millón. Luce joyas de extraña belleza en sus dedos. Lord
Ardlenn con un imperceptible movimiento indica su trepada. Al llegar a los
cincuenta millones, la pequeña figura femenina sale del lugar sin hablar y cae
el martillo. Un sin número de corresponsales, intermediarios asolan el silencio
tremolante de celulares. Algo inédito ha ocurrido. La incógnita sostiene a los
presentes que sobornarían al mismo demonio para conocer el: ¿por qué?
Cuando George arriba a su caserón en las afueras de
Londres se apresura a leer y releer cada página de los diarios íntimos. También
disfruta de las viejas anotaciones en la Biblia... y se planta frente al escabel. Lo
contempla pensativo. Lo atrae sobremanera, es como un llamado a su delirio
personal... luego se acerca al escritorio que ha heredado de su abuelo. Toma la
navaja Sevillana que le diera su tío... con cuidado corta por la parte inferior
la gruesa tela de lino. Una cascada de monedas de oro cae sobre su regazo, por
la alfombra, por el pavimento de mármol con el dulce sonido de la respuesta.
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