Carolina nació con una estrella en cada brazo, no de verdad,
sino se hubiera quemado. Eran lunares con forma de estrella, rosado oscuro,
limpios, reales. Cuando la bautizaron el agua se escurrió por el cuerpo y lavó
un poco el color de sus lunares, el tiempo fue desdibujando los bordes y cuando
cumplió los veinte años eran dos pequeños puntos, casi imperceptible.
Había días
en que si tomaba sol, se notaban más. Si comía frutillas también o tomate. La
sandía le daba un color transparente. ¡Era cómico como toda la familia estaba
atenta a como cambiaban de color sus estrellas!
El día que
se enamoró, su “chico” se conmovió con la historia. Al darle un beso, su primer
beso, se pusieron bien rojas. El día de la boda…, amanecieron, doradas. Y el
día que nació Benjamín, lo primero que hicieron fue mirar si tenía las marcas.
Sí, las tenía en el pecho junto al corazón, y el médico le dijo: Carolina,
Benjamín trae una marca especial, este año serás bendecida con algo insólito… no
se explicarte, pero será muy bueno.
El niño fue
inquieto pero dulce, inteligente y se abrazaba a su madre con fervor, al padre
lo acariciaba con sus manitas regordetas. Muy pronto aprendió a decir sus
nombres y a darles besos. Y cada día sus marcas brillaban más y más, como si
fuesen de oro.
Tal vez, un ser único e
inmaterial, los colmara de suerte y felicidad. Cuánto más rojas se ponían las
marcas de Carolina, menos brillaban las de Benjamín. Era una suerte de juego
macabro, pero una mañana ambos se vieron sin los lunares y supieron que el papá
y esposo, estaba en el hospital. Había sucedido un accidente fatal. Cuando
fueron a verlo él
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