Cuando
el ferrocarril, dejó a la joven embarazada en el andén, el abuelo la estaba
esperando con una pobre calesa vieja. Escondida por su preñez, Lisia no dijo
nada. Al mes, un mal parto le quitó la vida. El anciano no quiso llamar un
médico y la pobre mujer que ayudó en la parición, no logró sacarla adelante.
Las niñas quedaron sin madre y con un padre desconocido.
Adela
y Marina nacieron sanas. Hermanas mellizas, no gemelas. Una morena, la otra
pelirroja. Una dulce de carácter y la otra obsesiva e insidiosa.
Crecieron
discutiendo cada pequeña participación escolar o familiar. Se hicieron mujeres
y al verlas así, nadie se acercaba buscando amistad o amor. Sólo las unía el
amor de su abuelo, anciano sereno pero extremadamente avaro. Ellas perdieron a
sus padres siendo pequeñas y las cuidó, pero con muchas carencias. Eso hizo que
fueran perdiendo el brillo de la juventud y olvidaran la risa. Cada una tenía
una tarea para realizar. El anciano, envejecía y siempre en la noche, se
escondía en su pequeño taller de relojería. Era pulcro y meticuloso con ese
arte de armar relojes manualmente. Sus pequeñas herramientas parecían de
juguete.
Una
mañana, luego de otra discusión muy fuerte, no escucharon la queja del viejo.
Vieron luz bajo la puerta del taller. Asustadas, no se dieron ánimo para
entrar. Se empujaban con palabras de aliento y promesas.
Llamaron
a un vecino que la rompió y encontró al hombre helado y sin el color de los
vivos. Lloraron un para de días. Lo llevaron junto a su abuela y a sus padres.
Un
tiempo de serenidad, sin discusiones, unió a las mellizas, pero… cuando
comenzaron el aseo del taller, algo les atrajo el espíritu inquieto. La mesita
que servía de escritorio y espacio donde tenía sus elementos de trabajo, pesaba
demasiado.
Buscaron
en sendos cajones, rebuscaron debajo de la tapa, pero sorpresivamente, Adela
descubrió que en las anchas patas del mismo, había un sin fin de monedas. Eran
de oro.
Marina
vociferó, quería todo para sobrevivir a esa mala vida que les obligó el
relojero. ¡Su abuelo era tan avaro como ella! La pelea fue terrible. Empujó a
su hermana y ésta, cayó sobre un borde de metal golpeándose tan fuerte que
murió casi al instante.
La
amargada muchacha, cosió en la capa invernal de su abuelo, cada una de las
monedas de oro y decidió huir. Iba por el camino arrastrando el borde, así se
fueron cayendo los círculos dorados como
si una lluvia se deslizara por la calle. A medida que caminaba y
caminaba, una larga alfombra de oro se pegaba en el barro bajo la lluvia.
Dicen
que cada año, para la época de marzo, aparece la capa de harapos dejando una
estela de monedas de oro, que el pueblo entero, espera para recoger.
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