lunes, 3 de julio de 2023

LA CASA AMARILLA

 

 

Montserrat buscaba una casa para comprar. Había llegado a esa ciudad invitada por la universidad para dar cátedra y asumir una beca. Leyendo un periódico de dos semanas pasadas, encontró un aviso en la que ponderaban una propiedad en un sitio que no quedaba tan lejos de la ciudad, ni tan cerca de los ruidos.

Pidió al teléfono que estaba anotado en el papel, que le diera una cita. ¡Sintió un suspiro del otro lado de la línea! La verdad que no le llamó la atención.

El jueves a las diez la espero dijo la voz del otro lado del auricular. Si llega usted primero, le ruego me espere unos minutos, ahora vivo en pleno campo y como debe haber notado, el tránsito es un verdadero caos.

Se vistió con unos zapatos deportivos y ropa suelta por si tenía que subir escaleras o bajar hasta un sótano. Enroscó su largo cabello color azulado en un primoroso rodete y se sacó las pocas joyas de valor que solía usar, por las dudas. ¡Hay tantos embusteros!

Tomó un taxi y diez minutos tarde llegó a la puerta de la casa. Le llamó la atención la pintura amarilla de la pared del frente. Las ventanas blancas y las rejas de un suave color ambarino. Un hombre mayor, de buena postura esperaba en la puerta. Con un bastón de fina caña de India y larga barba blanca, que se apoyaba en el pecho de su limpia camisa color celeste. Saco y pantalón negro. Sombrero de panamá. Anteojos con armazón de oro, muy al estilo de John Lenon.

La sonrisa le agradó. Montserrat descendió y despidió al chofer. El hombre se adelantó y le ofreció una pulcra mano de dedos finos propios de un filósofo o de un letrado.

Señora mi nombre es Paulo Merino y soy el dueño de esta casa. Hizo una breve inclinación de cabeza y se sacó el sombrero y la condujo derecho hacia la puerta de ingreso. La abrió con una de esas llaves de hierro antiguas, cuyo ojo parecía observarla.

Prendió una luz y luego se acercó a la ventana y abrió la celosía para que ingresara la luz natural. La casa está recién pintada, todo blanco ecepto el frente que como habrá observado es color amarillo. El color que amaba mi difunta esposa.

¡Así supo que el caballero era viudo! Fue deslizándose por los pisos helados de baldosas rojas, que a pesar de una leve capa de polvo ambiental, brillaban. Una a una las habitaciones que no tenían armarios ni placares, se fueron abriendo como flores de azucenas entre los pasillos. Llegaron a una cocina amplia y recién remodelada. Luego le mostró el sanitario que si bien era antiguo, estaba en perfecto estado de uso y limpio.

Abrió una puerta hacia el exterior y un jardín lleno de enredaderas florecidas despertaron la envidia de los cuadros de un impresionista. Violetas, naranjas, fucsias y verdes, envolvían una a una las paredes del pequeño parque.

¡Y bien, dijo, Montserrat: ¿Cuánto cuesta esta casa? Me puede usted decir!

Si la paga de contado puedo aceptar una oferta. ¡Tal vez cien mil dólares o…diga usted un precio! Montserrat pegó un brinco, le pareció muy elevado el precio, la casa es antigua... Dijo y el caballero sonrió. Sí, pero será su paraíso.

Déjeme pensar. ¿Me puede esperar unos días? Yo tengo que ver si junto algo de ese dinero que no es poco. Sí. La esperaré.

Salieron juntos y ambos tomaron diferentes caminos en taxis. Ella volteó para mirar la casa y le pareció que el amarillo le alegraba la vida. ¡Veremos!

Llamó a su padre y a su hermano quienes se apresuraron a confirmarle que le enviarían para completar lo que ella ofrecería por la casa. Con ochenticinco mil dólares creo que podré comprarla.

Así llegó a un acuerdo. Compró y con una diferencia que le quedó compró algunos muebles y utensilios indispensables.

Los vecinos eran muy amables. La saludaban con ceremonia y le preguntaban, cuando la veían si todo estaba bien. Ella respondía con una sonrisa que todo era perfecto. Hasta que una noche, cuando el sol se recostó sobre la vereda y desapareció la luz, comenzó a escuchar un susurro de voces y llantos. Luego, palabras y nombres de mujeres y hombres. En las paredes se fueron dibujando ciertos signos que no interpretaba y que le dejaron una enorme curiosidad.

Una mañana a la pregunta de su vecino, el carpintero, Montserrat le contó y él, sonriendo le dijo: ¿No se preocupe! Ya pasará. Y siguió hacia la parada del autobús. Pero en el frente de la casa comenzó a notarse un cartel en color ambarino que decía: “Acá puede usted despedir a sus seres queridos”.

Fue a la casa de la vereda de enfrente y golpeó una aldaba. Salió una mujer entrada en años. ¿Sí, qué necesita? ¿Puede usted decirme qué tiene que ver ese cartel que aparece y desaparece del frente de mi casa y qué son las voces que escucho? ¡AY, hija, usted ha comprado esa casa que fue una funeraria! Allí han velado a cientos de personas, hasta que murió el dueño, el caballero que la esperó para vendérsela a usted. ¿Y qué hizo con los dólares que le pagué? Seguro que están enterrados en su jardín, dijo la mujer y se dio vuelta entrando en su casa a través de la puerta cerrada. Montserrat corrió y vio que en un rincón del breve parquecillo había un montículo de tierra revuelta. Escarbó y allí en una caja, estaba su dinero envuelto en una hermosa caja de plástico amarillo.

 

 

 

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