Adela logró
su divorcio con mucha dificultad. Cuando conoció a Bernardino, el corazón le
dio un brinco. Ese era el “hombre” de su sueño. Cada noche soñaba con un hombre
fuerte y brillante, dispuesto a la risa fácil, al juego ligero y a la buena
mesa.
Repetitivo,
regresaba cada noche, después de su unión, con la mirada hueca, rojiza y
profunda. Un demonio hermoso, sensual y algo violento. Habían comprado una casa
antigua de arquitectura colonial, de murallas gruesas de piedra. Los ventanales
enrejados dejaban que el sol, la brisa y los murmullos callejeros ingresaran
prepotentes entre sus barrotes de hierro forjado.
Bernardo
era alfarero. Construyó un espacio junto al aljibe donde sus manos jugaban con
artificio en la suave greda, dando mil formas en el antiguo torno de madera y
granito.
Al
principio el calor y pasión amortiguó su machismo que fue una brisa suave
cuando el amor rondaba al alba del romance y luego con el tiempo se convirtió
en un huracán de ira. Los besos tornaron en mordiscos rabiosos, en humillación
y violaciones repetidas.
La soledad
del atardecer, permitió a La mujer reencontrarse consigo y sus ojos violeta, se
posaban con mirada triste en los
jarrones, botijas y cuencos que él, le dejó, antes de irse para siempre.
Junto al
torno, quedó una daga afilada manchada de sangre oscura y pegajosa.
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