Caminaba
rumbo a las tamberías por el camino del Inca el Hunoc, llevaba un fardo con
lana de vicuña, miel de camoatí, patay y
unas hojas de coca. Todo era para el Dios de
Hunok tiritaba por el frío y por el esfuerzo, pero su
mirada estaba puesta en la cumbre que se escondía entre las nubes que
anunciaban nieve. De él dependía que ese año tuvieran agua. Sacó de su ropa un
odre con chicha de maíz y tomó un sorbo, apenas como para darse un gusto y
fuerzas. El aire se iba enrareciendo a medida que subía. Si de él dependiera,
tiraba ahí mismo el fardo y hacía la ofrenda sin seguir subiendo. Pensó en su
madre y en la posibilidad que ese próximo verano le compraran a una mujer de la
tribu del lago. Las hembras laguneras eran fuertes, buenas para pescar, hilar
lana de llama, trenzar totora en toda clase de objetos y tenían las caderas
anchas para darle varios hijos. Un esfuerzo más y lo lograría. Más y más para
llegar a la cumbre. Ya sin aire en los pulmones cayó desmayado entre las
piedras y la nieve. Quedó allí quieto y lo fue cubriendo una nube helada que le
daba un aspecto de roca azulada. No supo nunca de dónde salió el Duende de
Despertó una mañana en el valle. A sus pies había crecido
una planta con forma de vasija cubierta de espinas y flores blancas como nieve.
Una loica se posó sobre el “cardón” florido y picoteó con fruición la dulzura
del néctar. El Duende de
La montaña escondía historias y él, con su gracia
especial, comprendía cuándo iba a llover, cuándo nevar cuándo iba a haber
sequía. Los pájaros le contaban con sus vuelos y chillidos qué pasaba detrás de
esas enormes montañas con nieves eternas. Pronto comenzó a sentir la envidia de
algunos hombres. Varios jefes le ofrecían sus hijas vírgenes para compañera.
Pero algo andaba mal. El médico- brujo lo miraba con desconfianza y podía sentir su desprecio.
Su anciana madre comenzó a envejecer con mucha rapidez y
se achicaba, su piel, como cuero viejo, se llenaba de estrías oscuras y en sus
manos los nudillos se deformaban transformándose en verdaderos bultos
dolorosos. Comenzó la madre a hablar cosas extrañas. Nadie le entendía. Él,
tampoco. Ya se iba doblando su espalda y sus piernas no la sostenían. ¿Delira?
No lo conoce más a su hijos y sus vecinos. Una noche de frío, cuando la nieve
cubría la tierra, la anciana sale a la intemperie y se deja caer junto al
cardón. Cuando Hunok despierta y sale a buscarla, ya no respira. Una lechuza le
cuenta que hay un trabajo del brujo entre la madre y la muerte. Ella, la sombra
eterna, trató de enviarle un mensaje, pero fue tarde. El joven, tapa a la
anciana como le enseñaron sus mayores. Y arma al amanecer su bulto, vuelve a
subir lentamente a la montaña y allá se
pierde.
Dicen... que cuando hay viento blanco, se ve a Hunok,
caminando por las laderas y riscos. Siempre ayuda a los viajeros que se quedan
dormidos en la nieve.
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