Historia
imaginaria de un descubrimiento arqueológico. Nota de autor.
El entusiasmo hizo que se juntaran una docena de jóvenes ruidosos y alegres. Eugenio, que amaba la arqueología, dijo haber encontrado una antigua y extraña cueva en el monte “Argemón”, con raras pinturas y que los invitaba a seguirlo. Lorena y Carolina, se entusiasmaron rápidamente. Yo voy… dijeron a coro. Fermín miró la cara de su hermano mellizo que lloraba de risa. ¿Qué saben estas dos de historia antigua? Si apenas saben el nombre de su presidente actual y eso porque nos aturden con propagandas en la tele.
Lorena lo fulminó con sus ojos verdes y le discutió que sabía más que él, que nunca había aprobado los exámenes de ingreso a la facultad de arquitectura. En verdad que lo dejó mudo y silencioso por un buen rato. Se adhirieron Claudio, Sebastián y Melisa. Eugenio dispuso cómo tenían que organizarse, buscar ropa y calzado apropiado y cada uno se dispuso a hacerse cargo de una de las compras y menesteres a transportar.
El monte estaba algo lejos, era bastante elevado y ríspido, el clima ya comenzaba a enfriar y era probable que lloviera o tal vez neviscara. Les prohibió que hablaran sobre el tema en el club o en la cantina de la facultad. Sino seremos docenas de “idiotas” que no tienen ni idea de lo importante que es este hallazgo.
Así llegó el esperado día. La hora de encuentro era a las cuatro de la mañana. Madrugar no les gustaba pero si a veces se quedaban charlando hasta el amanecer, ese día era totalmente distinto. Claudio trajo su camioneta cargada hasta el tope con mochilas, cuerdas, grampones, bastones, piolets, lámparas y una pala para armar las carpas. Sebastián se hizo cargo de la brújula, lentes para la nieve y de las linternas y algunas colchonetas, que llevó en la parte trasera del jeep. Melisa, Carolina y Lorena, prepararon las cajas con alimentos secos y algunas frazadas. Eugenio trajo agua y pastillas potabilizadoras por las dudas. Invitaron a Félix que estudiaba cine y grabación para que con su buena cámara hiciera un video del viaje.
Exactamente a las cuatro y cuarenta salieron por la ruta 85, rumbo a la montaña. Algunos bostezaban otros se acurrucaron en los tres vehículos y durmieron un trecho. A la salida del sol, fueron abriendo los ojos asombrados ante la belleza de los pasos que iban dando entre montes y cerros.
Cuando llegaron a los mil quinientos metros, comenzaron a sentir la falta de oxígeno, que levemente les apretaba en las sienes. Eugenio repartió unos dulces y les habló sobre la importancia de no beber alcohol en las cumbres.
Hicieron un pequeño campamento, donde armaron una especie de fogón entre enormes piedras y rocas. El viento comenzó a soplar del sur y lentamente enfrió la mañana. Las muchachas prepararon el “rancho”, pusieron una olla en la fogata que hizo Claudio y cocinaron una suerte de “puchero” con cortes de carne de cordero y verduras. El perfume atrajo insectos y algún que otro pájaro travieso. Sentados en rueda sobre rocas, comieron con sus elementos de metal, bebieron hidratándose bien, cosa indispensable en la montaña. Un café y algún té, pasaron de mano en mano. Todo en pequeños vasos personales. Descansaron dos horas y preparándose para comenzar la caminata, dejaron los transportes cubiertos con lonas bien ajustadas con cuerdas.
La travesía fue bastante dura, especialmente para Félix que llevaba su filmadora bien pesada al hombro. Los compañeros lo seguían detrás por si tenía un tropiezo.
Esa noche habían perdido ya de vista los vehículos y armaron el campamento base. Las mujeres en una carpa y los muchachos en otra. Las risas y charlas se iban apagando junto al fuego que habían hecho en un hogar rústico cerca. Durmieron agotados.
Al amanecer el frío viento manoteaba las carpas y despertó a los viajeros. Carolina se había despertado antes y había encendido un pequeño hornillo calentando agua para hacer café. El perfume del oscuro y sabroso líquido, los hizo desperezar. Bebieron comentando la belleza de la montaña. El sol coloreaba con su fuego bailarín sobre nubes y cumbres neviscadas. A lo lejos se pudo ver un hoyo oscuro. Era la famosa cueva. Sebastián comenzó a ordenar sus trebejos y la mochila. Sacó un librito de su bolsillo y leyó un antiguo ritual indígena que atraería la buena fortuna. Todos escucharon en silencio y luego cada uno opinó de acuerdo a sus sentimientos.
Eugenio, serio, les dijo que ya comenzaba una de las etapas principales. Llegarían en cuatro o cinco horas a la famosa entrada. Melisa le ofreció ayudar a Félix y llevó un importante trecho la filmadora, ya que había aprendido un poco a usarla. Los paisajes eran gloriosos. Las piedras y rocas cada vez más complicadas de subir, pero los bastones servían y los grampones sostenían en las zonas ya congeladas de las rocas.
¡Al fin llegaron a la oscura boca de la cueva! El ruido del viento se hacía oír con fuerza y entre ellos apenas se escuchaban, tal era el silbido entre las murallas de piedra.
Ingresaron en fila india, con cuerdas atadas a la cintura. Cada uno con su linterna en la frente que iluminaba el paso a dar. Pronto encontraron un socavón y estalactitas y estalagmitas que brillaban con el agua que escurría de entre las piedras. Se fue apagando el ruido del viento y los murmullos de asombro se agregaban a suspiros.
Eugenio, los encaminó por un espacio semejante a una escalera, pero muy resbaladiza. Se abstuvieron de hablar con temor a un desmoronamiento o simplemente, ante la magnificencia del lugar. Una vez atravesado varios espacios sin ningún objeto llamativo, llegaron a la más bella zona de la cueva. El techo, pintados animales, humanos y vegetales con tizne y sangre de bestias. La admiración los dejó mudos. No querían romper la magia de ese encuentro. Habían descubierto una habitación de hombres primitivos. ¡Una belleza! Félix estaba eufórico, iluminen bien, decía y daba vueltas sobre sí, para enfocar cada personaje, cada dibujo, cada rincón donde había resto de vida de los humanos antiguos.
No se querían ir. Pero se les estaba pasando el tiempo y con desgano salieron felices de ese extraordinario lugar. Ya sabría Eugenio cómo lo tomarían sus profesores eméritos de la facultad cuando vieran el video.
El regreso fue hermoso. Cada uno llevaba en su alma un sueño diferente, un plan distinto, una pregunta más, sobre la vida y la muerte. Cuando Félix quiso armar el video, descubrió que una buena parte se había borrado y que lo que podía mostrar era insignificante. ¿Sería que aquellos humanos que habían vivido allí, no permitían que despertaran sus sueños? Otra incógnita para desentrañar para los peregrinos.
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