miércoles, 22 de diciembre de 2021

VALERIA

 

            Su edad era esa intermedia entre niña y mujer. Su carita aun desdibujada solía resplandecer con un maquillaje fuerte que borraba sus bellos rasgos. Llegaba al colegio en el coche de la mano de un chofer que la había visto nacer y para quien era como su niña. Había sobornado a su modista con besos y promesas para que acortara la falda del uniforme y sus largas piernas juveniles, brillaban con las medias que le trajo su papá de París.

            Alegre, chispeante y siempre risueña, sus compañeros la miraban con un cierto desdén. Las chiquilinas, aburridas por su eterno bienestar, la envidiaban ya que sentían muy vacías sus vidas. Tenía apenas trece años y en primavera cumpliría sus catorce, para lo cual, sus padres habían programado un crucero por el caribe.

            De reojos la miraban los muchachos de los años superiores y más, cuando se conoció que su abuela materna, le había heredado un campo con un “castillo” cuyas partes principales viajaron desde Italia, Francia y otros varios países de Europa, en las bodegas de enormes vapores. Con ellos edificaron un suntuoso caserón que era el mejor proyecto del arquitecto irlandés de moda en los años veinte. La estancia poseía como diez mil hectáreas y sus haras eran famosas en Inglaterra por la calidad de caballos que allí se criaban. Así, era Valeria, la muchacha que lideraba el minúsculo grupo de elegidas por los hados.

 

            En la oscuridad del callejón donde encontraron refugio, tras una puerta semioculta por una hiedra, apareció el cuerpo desmadejado y sangrante de una despeinada matrona  sudorosa. Transportaba los despojos envueltos en sábanas sanguinolentas. Desde las ventanillas entrecerradas de un viejo automóvil unas manos temblorosas recogieron los desperdicios y desaparecieron. Arrastrando el cuerpo exánime de una mujer, un soberbio muchacho, se alejaba apresurado por el callejón. El cabello rubio, alborotado, encubría el rostro juvenil. Apenas podía cargar a la que allí desparramaba una estela de sangre que fluía despacio por sus piernas. Las manos cenicientas desenlazaban temblorosas sus ropas sucias.

            En la noche, parecían dos cadáveres palpitantes. Aterrados. Estaban aterrados. Imposible hablarse o compartir el dolor que cada uno tenía en su interior. Valeria, apenas podía sobornar la muerte que rondaba entre sus piernas. Su hermano, loco de terror, sollozaba por tener que enfrentarse solo a la abominable aniquilación que había compartido. Sintió deseos de soltar a Valeria y correr. No pudo. Ella confió desde el miserable momento en que supo con estupor qué le estaba sucediendo en su frágil cuerpo adolescente. Estaba sola, tan sola que sólo pensó en su hermano. Él, que siempre había sido su máximo enemigo, ahora era el único apoyo y sostén. Si su padre regresaba de Estambul y conocía lo que había sucedido, seguro, la internarían en algún colegio de Suiza o Austria, adonde no tuviera con quien hablar ni compartir nada.

            Su madre, estaba estrenando un nuevo marido y viajaba por las islas del Pacífico. Nunca entendería.

            Con sumo esfuerzo, logró colocarla sobre el asiento trasero. Envuelta en una manta dejó a su hermana. Deliraba. El dolor la hacía delirar. Subió al volante y manejó sin mayor apuro, para evitar encontrarse con la policía, hasta la casa de su chofer. Cuando llegó, hizo un guiño  con las luces y el viejo amigo salió a recibirlo. El espanto se reflejó en sus ojos. Un rugido abrió la garganta del hombre. Llamó a su mujer, quien al ver a  Valeria, se santiguó y sostuvo que tendrían que llevarla a una clínica. Estaba muy mal.

            Ya con la seguridad de años como padre sustituto, llegaron a la clínica del sur de la ciudad. Un médico de guardia, sostuvo con desesperación el cuerpo exánime de la joven que se desangraba. Como un rayo, colocó una bolsa de sangre. Sin preguntar ingresó a la muchacha al quirófano y junto a otros galenos, comenzaron la difícil tarea de salvar a Valeria. En el máximo secreto, hicieron todos los trámites, para que no se supiera quién era esa pequeña moribunda. La mirada áspera de los médicos, sellaron con su mutismo lo que había sucedido. Una joven sicóloga la despertó, pasado el trance de mayor peligro. ¿Qué había hecho para que, siendo tan adinerada cayera en semejantes manos asesinas?

            Su cuerpo estaba tan frágil, su salud tan al límite, que apenas podía abrir los labios para responder. Una historia de horror, que pudo ser su última historia, había convertido su alegre existencia juvenil en un verdadero abismo. Habló sin pausas. Su voz apenas audible parecía un mantra.

           

            Cuando llegó de Estambul, su padre, se sorprendió al ver la palidez del rostro de Valeria. Su risa muerta en los labios sellados. Sus ojos orlados de una espesa niebla oscura. Un mutismo insoportable la convirtió en una anciana de quince años. Nada parecía interesarle. Todo lo intentó, desde regalarle un auto deportivo de famosa marca, hasta invitarla a viajar en un crucero por las Antillas.  No hubo ninguna señal de volver a tener a su niña adorada. No volvió a sentirla parlotear por horas por el celular con sus amigas. Pedía que contestaran que estaba ausente cuando alguna amiga le llamaba. No salía. No jugaba más al tenis ni al golf. Una pequeña renguera hizo que el padre notara un cambio en el cuerpo. La llamó y la interrogó. Un grito de dolor hizo que su querido progenitor, diera un salto y abrazándola, le suplicó que le hablara sobre lo que le sucedía. Valeria sólo pudo llorar. No logró decir la verdad de su amargura. El tiempo pasó. Hubo otros viajes de su padre, y otros maridos para su madre.

 

             

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