martes, 8 de diciembre de 2020

LA TRISTEZA DE UNA MUJER SOLITARIA QUE ESPERA

 

            Cerró la cortina, dejó sobre la mesa una taza de té de limón que ya fría sólo le traía más tristeza. Había esperado horas a su querido primo Reinaldo. Él sí, podía traer buenas noticias del campo. Las nubes pasaban como pájaros muertos sobre los edificios y nada podía cambiar su ansiedad. Ese día había llamado desde Concordia sosteniendo que traía buenas noticias. ¿Dónde estaban? Ya era casi la media tarde y el sol se escondía entre los altos muros del complejo edilicio de la nueva ciudad.

            Encendió el televisor y se distrajo con un programa de preguntas y respuestas. Era muy simpático ver lo poco que sabían los participantes. Ella contestaba antes que los ingenuos que creían saber. De joven se pasó la vida leyendo libros y manuales. Su padre llegó a encargar algunos a la capital.

            Cuando llegaban las cajas con libros las compañeras del instituto donde estudiaba le hacían chanzas. ¡Así jamás te casarás! Y se reían a carcajadas. ¡Y fue así como ellas dictaminaron! No se casó. En realidad nunca logró que un muchacho la invitara a salir a bailar o al club a cenar o al cine. Pero todos la miraban con admiración porque era como una enciclopedia ambulante.

            ¡Malditos conocimientos! ¿De qué le servían ahora cuando hasta le llegó un telegrama con una felicitación por su jubilación? Estaba sola. Triste. Es verdad que varias de las mujeres que se habían casado, estaban divorciadas y solas como ella, odiando al mundo y a los hombres. La mayoría manteniendo como podían sus casas y si había hijos, a los pequeños. Otras arrastrando a sus parejas enfermas y suegras postradas. Ella sola y tranquila.

            Miró por el ventanal hacia el camino. Vio un auto nuevo que veloz venía desde la zona de Concordia. Suspiró. Fue a la cocina y calentó agua para hacer unos mates. Apagó el televisor. Se sentó a esperar y escuchó el chirrido de los neumáticos y luego el portero que temblaba con su ruido. ¡Adelante!

            Reinaldo no venía solo. Tras de sí, una rubia despampanante sonreía con ojos color arena y botox en los labios. La abrazó su primo y le mostró a su esposa, la cuarta o quinta de la lista infinita de mujeres que le hubo presentado en la vida. ¡Acá tienes tu cheque! Vendimos todo el trigo y parte de la avena a unos gringos. Como ves, estoy muy apurado. Le prometí a Yiyi, que la llevaría a la capital a un recital de Rock y las entradas son carísimas. Ella aleteó unas hermosas pestañas postizas y le dio un pringoso beso en la mejilla. Salió tras Reinaldo corriendo. El agua hervía en la hornalla.

            Apagó el fuego, cebó unos mates y se sentó a ver una película que pasaba por cuarta o quinta vez en la T.V. ¡Ella era una mujer solitaria y sin problemas!

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