martes, 8 de diciembre de 2020

VIEJO MANUEL

  

            En la oscuridad brilló el cerillo con luz roja hasta perderse en sombras de humo azul. Estaba apretado contra el muro de piedra, como cobijándose de un chubasco inexistente. Envuelto en la noche sólo se oye el rumor de algún paso lejano en los corredores solitarios.

            Ya no era Manuel el que miraba interrogando las sombras, era otro. Encendió otro cerillo y paneó alrededor con admiración y sorpresa. No había nadie. Otras veces había guardias que lo jaqueaban con sus batas blancas y ojos cetrinos. Ahora buscaba a Violeta que seguro no estaba tuberculosa y viviría para cantar o a Lucía para evocar la escena de locura o Julieta cantando en el balcón para él. ¡No puedo! Han pasado las doce y el carillón del parque no ha sonado como todos los días.

            La luz titila en su mano temblorosa. Se agazapa escondiéndose de sus perseguidores. Tiene puesta la capa de la obra que interpretó hace muchos años. “Hamlet”. Se desliza por el pasillo y abre una puerta con protesta de metal. Ingresa y la mirada perdida desplaza una visión fantasmal por la habitación. En un lecho duerme un hombre tapado con un hilachento cobertor blanco que desentona con el gris que los envuelve. Manuel se acerca, le tiembla el pulso cuando toca la frente húmeda del yacente, éste se mueve y alarga una mano vendada buscando algo. “Tartufo” acá tienes tu pan. Tal vez el alimento que no te han traído hoy, te creen moribundo. Te han olvidado en la espera. El viejo le entrega un bollo que escondió entre sus ropas y sale casi como un alma en pena.

            El hospicio es frío y oscuro. Todos son forasteros de tiempo, que están allí por designio del destino, no es una penitenciaría pero lo parece. La soledad envuelve a cada interno. Forzados a ser nada por un descuido de su familias están esperando la libertad final. ¿Todos son desperdicios humanos? No poseen nada y eso atrae la soledad y la desidia del mundo indiferente.

            Acorralados, detenidos en una nada de estratégica espera; buscan la escapada última. Son simples cosas, son los “viejos” que van declinando en el espacio y el pasar de los calendarios y relojes.

            Dulce muerte que llega siempre a tiempo en primavera. Es paradójico pero mueren siempre en primavera. Manuel, otrora gran tenor, canta cuando puede y escondido en un armario tras la puerta de un salón, para que no le den esas medicinas que él escupe cuando sale la matrona de las llaves, a su encuentro. Es el cancerbero de la honorable sede de gerontes olvidados. Siempre de blanco inmaculado el uniforme, sin arrugas y afeites que la transformen en humano. Su nombre es Dorotea, pero nadie la llama así. Señora Tremon a secas. El médico del Estado viene dos veces por semana y sólo asiste a los que presentan dolencias fatales. Moribundos silentes. Revisa apenas a los a que están exánimes. Deja junto al camastro, con una cinta con goma sobre la cabecera, un papel con el nombre de algún calmante u otro remedio que nunca llegará a tiempo. No los toca, no los ausculta, no los ve. Sólo se detiene en los que ya son un despojo. Tiene que correr a otro nosocomio y tiene 60 turnos dados por otra enfermera inhóspita.

            En la mañana del jueves quince de diciembre Manuel despierta con un suave cosquilleo en la espalda. Tiene una pequeña saliente en los omóplatos. Pasan los días y cuando canta “Trovatore” o “Cosí fan Tutte” le crece y al pasar varias semanas, la señora Tremon trae al doctor, está preocupada. Ha visto que en la espalda del viejo Manuel hay pequeñas plumas de color ambarino, que pasan a ser un objeto indeseable en la institución. ¡Son un hermoso par de alas” dice el doctor sin pestañear! Si bien no es común, en los viejos artistas soñadores puede suceder que le crezcan alas.

            Los corredores se han iluminado y ya no hace tanto frío. Es verano. Manuel emprende un primer vuelo por el patio. Luego ensancha el horizonte y desaparece como Ícaro volando hacia el sol, cantando, siempre cantando una ópera de su repertorio.

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