¡Sí, bueno, era él, pero se le cruzó esa
porquería! ¿Qué podía hacer?, te preguntarás. ¡Nada!, te contesto. Hablaba como
siete idiomas y era muy inteligente, pero ahora hay que verlo. Está tirado en
plena calle, aún usa camisa de puño con botones de nácar, el traje es un trapo
sucio, y le han robado los zapatos. ¡Parece mentira que
un tipo así llegue a eso! Nadie hace nada. Te diré
que al contrario, cuando comienza a retorcerse en el piso en donde está tirado,
y a gritar, esgrimiendo una mano como para pelear, los transeúntes escapan. Se
hacen a un lado, lo evitan. Y no te cuento las mujeres. Arrastran a los niños,
distrayéndolos para que no vean ese cuadro. Incluso la policía se le acerca
sólo para ver si no ha sufrido algún ataque. No lo tocan, ni se lo llevan, ni
siquiera evitan que siga gritando como un energúmeno.
Ayer,
volví a pasar, vos sabés que trabajo en el museo casi a dos cuadras. Bueno, lo
hago gracias a la beca que me dieron en el dos mil cuatro. Vociferaba que era
hijo de un ministro y la gente lo miraba extrañada, pero dejó de babearse y me
vio. Me dio la sensación de que sabía que era yo, se dio vuelta y se quedó en
posición fetal. Tenía la espalda sucia y con sangre.
¿Creerás
que está herido? No sé, pero me urge llamar a los padres y pedir que vengan a
buscarlo. ¿Ellos sabrán que está así? Me duele el hecho de verlo y no poder
hacer nada. Pensar que todo empezó por
una apuesta de quién era capaz de trabajar más horas sin dormir.
Alguien le acercó droga
mezclada con vodka y él ganó. Ganó el juego. Cinco días sin dormir haciendo lo
que hubiera hecho en varias semanas. Perdió. Perdió la vida. Se hizo adicto y
alcohólico y ahora está loco. El cerebro debe estar vacío, licuado. No es un
mendigo, es el producto de una sociedad enferma, desquiciada, sin horizonte.
Todos estaban enamorados
de su alegría, inteligencia, su glamour. Le tengo pena, pero trató de matarme
para que le diera unos euros para comprar droga y vino. El miedo me alejó y
escapé de su manía y demencia. Tiene veintiocho años y parece de setenta, o
más. Si lo vieran los padres así, creo morirían. O no, tal vez saben y no
quieren acercarse como hacen los demás. Me incluyo. He visto que vienen de
Notre Dame unos voluntarios. Les traen algo de comida y cuando llueve los tapan
con plásticos. No me pidas que vaya a buscarlo y lo interne. No es mi tarea, ni
siquiera siento pena. Tal vez sí. Pero nadie puede hacer nada.
¿Vos, te animás? Si me
das una mano vamos y lo sacamos de allí y lo llevamos a un centro de
rehabilitación, después de todo es tu pareja, vivió con vos hasta hace un año y
medio. Te dio una buena vida, sin privaciones. Hasta te dejó el departamento y
el auto. No querés saber nada. ¡Y bueno, cada uno cargará con su culpa! Me voy.
Hasta otra vez que nos crucemos, cuando quieras, trabajo en el museo como
ayudante de un restaurador italiano. Si preguntás por mi, me conocen por “El
argentino”. La beca termina en dos años, estoy pensando en volver, pero acá
estoy bien. Chau.
El joven sigue su rumbo y se
sorprende al comprender que ya ni siquiera él tiene solidaridad para con un compañero
de colegio. Camina solitario y, a poco de andar, ve una ambulancia que retira
el cadáver de otro adicto. ¿Cómo vivirá con su conciencia?
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