- ¡Oye Martín, volvió a ocurrir anoche!- Andrés se enjugó el sudor de la frente y sostuvo la mirada. – Ni que me lo digas, eso no puede ser. Tú deliras, mi amigo. No se te ocurra hablar sobre esto con la gente. Dirán allá va el loco. Y así será tu perdición total. Ni pienses en vender la hacienda ni la cosecha. – la mirada del muchacho tiene el sabor del desafío y dolor. Cada día se despiertan esperando descubrir una vez más la porfía de lo incomprensible. -¿Qué pasó, otra vez sucedió? – No esta vez, y desayunan con cierta paz temblorosa. ¿Cuánto puede durar? - Martín, anoche se volvió a sentir. – gime el desesperado apoyándose en la mesa con los codo desollados por el frotar de la contienda contra la pared. – Pues tendrás que dejar de beber… o ¿estás consumiendo algo extraño?- se habla en el pueblo que traen de la otra orilla del río una sustancia que usan los nativos que producen alucinaciones. ¡Joder hombre, que no! Nada. Ni siquiera he pitado o masticado tabaco. ¿Qué, acaso me crees un grifa? Ni la conozco.
- Tengo miedo Martín, te juro por esta cruz que mis piernas se doblan cada vez que sucede. Y no soy marica ni cagón, pero… ayer te juro, desapareció la habitación de la abuela. Ya no existe. La tierra limpia como el pavimento marmolazo de la catedral. ¡El frío se establece y no se oye ni el canto de los pájaros. Y la semana pasada el escritorio de Don Tadeo, el segundo marido de la abuela. La pared limpita de la biblioteca. De los libros… nada. Ni rastros. Hasta la lámpara desapareció. Soy obtuso pero no ciego. Y de la habitación, ayer, nada, ni cama, ni cómoda ni alfombra ni cortinas. Sólo quedó el espejo, ese enorme donde se miraba cuando se vestía la vieja. Ese en que quedó abrazada cuando se la llevó ¿el demonio? O quién sabe quién. Allá está brillando con la luz de la luna o el sol de la mañana. Martín, que me acobardo de veras. No es normal que desaparezcan las paredes con ventanas y todo.
- ¿Andrés, a qué hora sientes el sonido?-Martín, se sienta cayendo casi, sobre un taburete de la sala. – Creo que debemos avisar a la guardia civil, a los gendarmes y a la policía. Tal vez ellos…- seca con un pañuelo enlutado en listones la frente que despilfarra sudor. Sí, tal vez ellos encuentren la respuesta.
- ¡Pero crees que esos iletrados creerán lo que acá sucede? Ni lo pienses. Dirán que hemos cometido algún extraño negocio y seremos el hazme reír de todo el pueblo. Además no creo que ni el obispo entendería nada. Esto debe ser una venganza de la vieja arpía. ¡Y del tercer marido!
- ¿Te refieres a la abuela? Creo que así como nos legó sus tierras y sus bienes, desde el maldito averno, nos está quitando todo. Piensa en cómo podemos exorcizarla para evitar que desaparezca el ala norte de la casa adonde está el gran salón y la cocina. Detener la evasión o volatilización será nuestra gran tarea. Vamos, primo, la vida está allí dentro. Si logramos acarrear los muebles más pesados y el arcón del salón de fiesta… ah, y la sala de juego con la mesa de ruleta. Hay que salvar lo que queda.
Los jóvenes salen hacia el pasillo que se deteriora imperceptiblemente. Martín escucha el sonido característico que aparece en los sucesos. Mira intrigado y ve desdibujarse el enorme retrato de la anciana que los mira tras unos monóculos de cristal grueso y potente. Se va diluyendo el color púrpura de su amplia pollera de terciopelo y las rosas que tiene entre las manos ya no se distinguen. El decorado que daba prestigio a la figura ha desaparecido, junto a una columna dorada donde apoyaba un brazo. Andrés sofoca un grito y huye hacia el jardín en donde ha desaparecido la gran fuente con la sirena de mármol. A lo lejos se oye el silbido de un extraño pájaro. Los cedros se agachan sobre la gramilla y pierden el verde tornando un ocre disonante. Cuando regresan ya no está ni el marco y el retrato del primer marido se está disolviendo en una tiniebla gris. –¡Es la venganza! – Indudablemente nos odiaba y se están vengando de nosotros. Mira Andrés, que fastuoso se ve el otro lado del parque. Mira el estanque. Las garzas no se han ido todavía. Vamos al pueblo a buscar ayuda.
-No, me quedo. Tal vez si salimos juntos al volver no quede nada. Vete tú y trae a alguna pitonisa, un curandero o al mismo demonio si lo encuentras. Vete. Vete.
El muchacho se queda en el salón observando cada rincón. No se oye nada. Ni el rumor más tenue. Se adormece. Al despertar, brilla sobre su cara la luz de la luna.
La gran casa ha desaparecido y solo en un sillón, aguarda el imposible regreso de su primo.
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