La siesta con una
canícula intensa fue el detonante para que
Él, se subió al autobús
y desapareció. Sólo le dejó un regalo. Ella embarazada sin saberlo y conociendo
sólo que él, mencionaba un tal Diógenes cada vez que arremetía entre sus
piernas.
En el invierno, con una
capa de nieve sobre el rancho nació un niño moreno de ojos grandes, abiertas
manos que arremolinaban el pelo negro de su madre. La matrona, entregó el niño
a los abuelos y partió con un par de pavos y una cesta de chorizos caseros.
Al niño, le pusieron
Diógenes, porque ese fue el nombre que le dijo Rita a los ancianos antes de
irse. Al año el abuelo murió con neumonía y la abuela se quedó sola y con
cuatro bocas para alimentar.
Pasaron los años y cada
uno fue creciendo como pudo.
Un día vino a las
cabañas un hombre que conoció al Diógenes y se prendó del muchachito despierto
y rápido con los números y las manos para trabajar. Bastante robusto para la poca
comida que había y con muchas ganas. Ganas de crecer como hombre.
Al año siguiente,
después de hablar con la abuela, ya octogenaria, se lo llevó a otra gran ciudad
donde aprendería a ser su mano derecha. Allá fue Diógenes y al principio sólo
acarreaba trastos en un negocio grande. Era un depósito de productos de
construcción. Su patrón no quiso mandarlo a la escuela. ¡Allí avivan giles! Y
él no iba a perder una ayuda gratis y fiel.
Aprendió mucho. Apenas
escribía en un cuaderno de tapas de hule negro, cada día, lo que entraba,
copiando de las cajas los nombres y al costado la cantidad. Sabía escribir su
nombre y no conocía su apellido. ¡Total, era como un fantasma! No tenía familia
ni a nadie. Un verano lo llevó el patrón de vuelta a las cabañas y pudo ver a
su abuela, a quien amaba. Era su familia. La anciana lo abrazó y besó como a su
bebé perdido. Ella le dio papeles y llamó a los hermanos, para que lo
conocieran. Hablaron hasta quedarse dormidos.
Semana después partió a
la gran ciudad con el patrón. Éste, lo entregó a un carnicero que tenía un gran
abasto de reces. Aprendió otro oficio. Eran buenos y la señora María, la
esposa, le enseñó a leer y a escribir. Sus dedos cortajeados por el frío y los
huesos duros de los animales, tomaron la forma del lápiz con mucho amor y
esfuerzo.
Pasó un tiempo y tuvo
que hacer la milicia. Allí aprendió otras cosas que le sirvieron para la vida. Una
noche conoció a una muchacha y se enamoró. Como tenía una habitación con baño y
cocina en el abasto, sobre el techo, se la llevó y formó una hermosa pareja.
Ella era muy tímida y trabajadora. Le ayudaba en todo. Juntaron billete sobre
billete y el patrón, les regaló una pequeña suma y se compraron una casita muy
chiquita cerca del trabajo.
No llegaban niños a su
nido. Entonces, Diógenes se acordó de su infancia y le propuso a Norma, traer
uno o dos niños de esos que abandonan en los hospitales o en la calle. Y fueron
una niña y un varón. Los anotaron como propios y los cuidaron con esmero.
Ahora, después de
muchos años, ella, es una afamada modelo de televisión y él, en la cárcel, está
preso por robo a mano armada. Diógenes va todos los domingos con Norma a
llevarle comida casera y ropa limpia para cuando salga, venga a vivir con
dignidad. ¿Qué culpa tiene, si los padres lo abandonaron al nacer? Y Norma le
dice que él, ha sido un hijo del amor, por eso nunca cometió un error como el
muchacho. Pero… ¿no fue educado con amor también? ¿Qué hace que un hijo salga
bueno y otro atravesado con su historia? Diógenes no tiene respuestas para dar.
Norma tampoco.
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