martes, 8 de diciembre de 2020

LA SELVA INQUIETA

 

            Recogió la red, el espinel y las boyas. El agua crispaba la barca que se arrebataba en la orilla. “Tucú” saltó hasta la arena húmeda y ladrando se perdió entre los camalotes. En un costal, juntó los pescados que le había regalado el río. Su río. Esa lengua feroz que solía maltratarlo con la creciente que llegaba desde el norte. Ese día llevaba un buen almuerzo para su familia. Ya eran siete. Se agregaría su suegro y su cuñada pasada la época de cosecha de tabaco en Oberá.

            Descalzo, con su cuero libre al viento, sometió la humilde barca a un empujón fuerte y la ató a un ñandubay. El sol amainaba con la tarde. Y el calor se escondía como niño travieso. Se puso una camisa sudada. Calzó unas ojotas de goma y dejó el bote. Caminó silbando un “chamamé” para que su mujer supiera que volvía.

            De lejos vio el vuelo errante de los cardenales que regresarían buscando alimento para sus pichones. Algunos loros y guacamayos coloridos iluminaron sus alas con los últimos rayos de sol. Con cuidado, por las yararás, camino el trecho que lo unía a la casa. El techo de quincho y palmera resistía las lluvias en la primavera. Él, subía a revisarla y a veces encontraba bichos y arañas entre las cabreadas.

            La tierra apisonada le dio tranquilidad, los niños alborotaban el pedazo de terrón ganado a la selva que perpetua, agredía el espacio. Machete en mano, cortaba cada nueva hierba que intentaba asomar del piso. Era su templo, su lugar en el mundo.

            ¡Pero el río…ese era su amado bienhechor! La María, asomó su rostro quemado por el fuerte clima del monte. Ya estaba lista para parir de nuevo, su gran milagro era tener hijos sanos y felices, en ese pequeño mundo vegetal. Cuando entró, echó la carga sobre la mesa achuelaza junto al fogón y los fuegos, calentaban agua para que los “gurises” no enfermaran de parásitos y otros males. Hacía un para de años pasó el lanchón de prefectura y una médica blanca y joven le enseñó un montón de mañas para que nadie fuera a necesitar ir al pueblo.

            De la chacra, sacó limones y paltas, hizo una ollaza de pescado frito y caldo, el pan crujiente sacado a la mañana del horno de barro, acompañó el hambre de los niños y de Servando.  Se tiró en la hamaca, a fumar un tabaco envuelto con miel de camoatí y se quedó dormido. Miles de insectos le perforaron la piel. Nada lo despertó.

            La luna anaranjada iluminaba el espacio de selva ruidosa y libre. María, cerró los ojos sonriendo. ¡Ese día habían comido bien los “cunumí”! Un carayá curioso se aseguró un lugar sobre el hombro de Servando. Se despertó el hombre y de un manotazo lo espantó, justo para ver que una serpiente se acercaba silenciosa a sus pies. Sacó el facón, lo blandió con destreza y cayó la cabeza de la maligna. Mañana recogería el cuero para estirarlo. Pagaban bien los cueros en el boliche.

            Pasaron dos o tres días y llegó un hombre que no conocían. Se presentó con gestos raros. Desconfiada María, se guardó en el rancho. ¡Que hable con Servando!

            ¿Qué quiere? Unos niños no pueden vivir sin ir a la escuela. Dijo y miró de frente muy formal. Me manda el intendente para que inscriba a los chicos. Y le pidió documentos. ¡Ninguno lo tiene! Dijo el padre y el hombre endureció el seño. ¿Cómo? ¿Y usted? Tampoco, acá no necesitamos esos papeles. Además, cuando el río crece se moja todo y se pierde el sello y la escritura. Entonces, me tiene que acompañar a la prefectura. ¿En calidad de qué? De… detenido. ¡Usté está loco!

            María se acercó, su mirada sombría imitaba una yarará vieja. ¡Acá nadie se va! Y menos el Servando, que trae la comida todos los días. O me dará el pescado y la nutria o el capibara usté. Salga de nuestra casa y de nuestra selva.

            El hombre, cabizbajo se fue alejando con la cabeza torcida. Ya verán estos torpes. Volveré con un gendarme. Y se acabarán los pretextos.

            Pasó un tiempo y llegó la inundación. Y con ella el rancho se fue desdibujando en la selva. María y Servando con su bote se habían ido, lejos con sus niños y animales. Cuando vino el prefecto a buscarlos sólo encontró un trozo de tapera y la selva que envolvía todo. El ruido de insectos y guacamayos era el sonido de una sinfonía intermitente de vida en esa jungla.

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