martes, 17 de junio de 2025

ANA FRANK

 

            RASGUÑÓ LAS PAREDES DEL ALTILLO

            SURGIERON SÓLO ESTRELLAS AMARILLAS.        

 

RASGUÑÓ LA PIEL DE MARGO Y DE SU MADRE

 

SURGIERON BLANCAS VIOLETAS PERFUMADAS.

 

RASGUÑÓ LA PIEL DE “PETER” EN UN ABRAZO TIERNO

SURGIERON MARIPOSAS DE COLORES QUE ESCAPARON

 

RASGUÑÓ LAS TABLAS DEL VEHÍCULO

SURGIERON GOTAS DE SANGRE Y LAMENTOS…

 

RASGUÑÓ LAS PAREDES DEL HORNO CREMATORIO

SURGIERON LÁMINAS DE PLATA EN EL AIRE DE BERGEN BERGE

 

REGRESÓ SU PADRE AL TIEMPO DE LOS CAMPOS

SURGIÓ UN CUADERNO CON TU NOMBRE… ANA.

TARÁNTULA

 


Su niñez fue tan dura que sólo sobrevivió porque en algún lugar del planeta había un ángel que la protegió. Su padre... lo había visto una o dos veces desde que recordaba. A su madre la vio ciento de veces ebria, llorando bajo la mano dura de algún fulano que se acercaba con unas monedas para manosearla. En su memoria, estaba la voz gangosa de esa mujer que la miraba con asco, como todos.

Era fea. Nació llena de pelos por todo el sufrido cuerpo. Brazos, piernas, manos, frente, cuerpo... ojos saltones y ojeras azuladas que hacían huecos en sus mejillas enjutas. ¡Vivió con hambre! Su madre le daba de vez en cuando algo de pan, a veces vino o ginebra. Así, apaciguaba el hambre. Su debilidad le deformó la espalda y las piernas. No sabía hablar más que algunas palabras sueltas. Cundo salía a buscar alcohol para su madre, se escabullía de la mirada curiosa de la gente.

Los mirones de la cuadra, le pusieron de nombre "Tarántula" y se reían. Ella se desplazaba encorvada y sí, parecía una enorme araña peluda. Una noche, que salió le propinaron una paliza unos muchachones que le hicieron saltar los diente de adelante de la boca. Sus pequeños colmillos, era lo que le quedaba y ellos, le dieron más la forma de una araña.

Esa noche, no recuerda por qué, alguien se apiadó de su cuerpo y de su alma. Una vecina, la tomó a su cargo, la levantó y la llevó a la salita del hospital. Allí esas almas amorosas, la bañaron, la acicalaron y le vendaron las heridas. Guadalupe, la vecina, se quedó junto al lecho hasta que le dieron el alta médico. ¡Esta niña debe ir a acción social, dijo una doctora joven! Y Guadalupe, se hizo cargo como familiar y la llevó consigo a su vivienda.

Cuando llegaron al barrio vieron un camión de bomberos que apagaban el fuego en la casa de la nena. ¿Cómo te llamas? No sé, nunca me dicen mi nombre. Bueno... te llamaré Azucena. Y la pequeña, se quedó dormida acurrucada en un lecho que armó la buena mujer en su habitación. Era humilde pero podría cuidarla hasta que encontrara a la familia. Salió a la calle y se dirigió a los bomberos: - ¿Alguien me puede decir si vive la mujer?- La miraron asombrados, y el que se veía jefe, se acercó y le dijo:- No, encontramos un cadáver totalmente quemado en un costado de la puerta, la occisa, había tratado de salir, pero algo se lo impidió. ¿Usted quién es?  - ¡Sólo una vecina! La señora era alcohólica. Tal vez sin querer prendió fuego y bueno... perdió el control.- Y se quedó callada, no fuera que le quitaran a la niña.

Al día siguiente el olor del café con leche, despertó a la pequeña. Desde ese día, Guadalupe se hizo cargo de ella. La cuidó y le dio mucho cariño. A pesar de eso, en la zona, le decían "La Tarántula". Ella al final sonreía, mostrando sus pequeños colmillos que asustaban a los niños.

Fue creciendo y con ayuda de médicos especialistas mejoró su aspecto. Con una buena alimentación e higiene, sus vellos se fueron clareando y ya no tenía esa mirada asustadiza de antes. Guadalupe, llena de piedad, le enseñó algunas palabras, y la llevó de la mano a la escuela. ¡No tengo los documentos, es huérfana. ¿Se acuerdan de la casa que se incendió en la Villa? Bueno ella sobrevivió al fuego. ¿Podrán ponerla en un grado, creo que debe tener...? Los ojos expertos de la directora le dijo... debe tener siete u ocho años. Entonces a primer grado, desde el principio irá aprendiendo y se le dará todo el material humano y físico que precise.

Allí comenzó su aventura. Los rastros de la infancia hacían mella. Le costaba el doble usar los asientos duros del aula, escribir sobre el papel blanco y sin líneas. Pero todas las docentes le ayudaban, al conocer su historia. ¡Un día llegó un chico de la Villa y le gritó Tarántula, qué te han hecho que estás aquí y no envuelta en tu tela de araña! Y se escuchó la carcajada de los chicos. Una compañerita se acercó y le dio la mano. ¡No le hagas caso, son muy tontos! Pero, un dolor agudo le ingresó en el pecho.

No podía escapar de la burla de los insensatos. Mal educados por la calle y las malas compañías, solo atinaban a molestarla. ¡Tarántula! ¡Tarántula! Mordenos. Picanos, araña peluda... Volvió a su casa, salió al jardín lejos de las habitaciones, se envolvió en una cortina de encaje y se prendió fuego...

¡MATA A TU PATRÓN, ADELAIDA!

 

 

            El país era un caos, los automóviles pasaban como balas por las calles y se oían balas en la noche. Es una asonada. No, es una revolución. No lo crean es una reivindicación social. Es la nueva política que viene.

            Y hasta el hartazgo en los medios radiales se oían a politólogos hablar. Los diarios ardían. El mundo estaba patas para arriba, señor. Yo había entrado a trabajar en esa casa como ayudante de un pediatra muy amable. Su mujer era una excelente ama de casa y tenía muchos niños; cinco para ser exacta.

            Nunca me faltaron al respeto, me hicieron sentir despreciada o me obligaron a hacer tareas superiores a mis posibilidades. Fíjese, señor, que me daban a elegir la presa de pollo o el mejor bife de la fuente. Me hacían servir primero a mí y luego doña Raquel, le servía a mi patrón y a los chicos. Al final ella se quedaba con lo que quedaba, generalmente lo más pequeño o lo que sobraba. ¡Nunca la oí renegar del trabajo que le daba coser la ropa de toda la familia! Muchas mañanas yo me levantaba y saliendo de mi habitación veía que ella no se había acostado terminando una camisa o una prenda para los niños.

            Mire señor, me pagaban antes que terminara el mes y siempre me daban algo más como una especie de propina o premio por alguna tarea especial que hubiera hecho: limpiar los bronces, cambiar cortinas y almidonarlas, hasta si servía un café sin que me lo pidieran como idea mía para que se sentara un rato el doctor a charlar con la esposa.

            La casa era grande, pero no demasiado. Era una casa como para varias personas, pero no brillaba el lujo o algún despropósito. Muchas veces él, el patrón atendía a un niño y no cobraba si veía que era gente de trabajo y pobre. ¡Hasta les daba los remedios, esas muestras gratis que le dan los laboratorios!

            Yo, lo digo sin vergüenza, me enamoré de esa familia. Eran buenos, muy religiosos y vivían como cualquier obrero, sólo que tenían escuela. ¡Si yo hubiera podido ir a estudiar no me hubiera sucedido todo aquello!

            Una noche sonó el timbre y fui a abrir la puerta, pensando en un niño enfermo que llegaba sin aviso. ¡No, era mi ex marido! Él, es un alto personaje en los sindicatos de madereros. Manda como “patrón de estancia”, así decía él, que se jactaba de ser mejor que los estancieros. Nunca conocí a uno. Vino y me sacó casi a la rastra. Entre después de darle un buen empujón y le avisé a uno de los chicos, el mayor, el Pipi, que salía un momento con un pariente. Que le avisara a su mamá. Salí y en la esquina había una chata con dos tipos armados hasta los dientes. Me metieron de “prepo” en la chata y salieron echando chispas. Llegamos al parque y allí me dieron un ultimátum…”Tenés que matar a tus patrones y a los pendejos”

            Se imaginan como temblaba. Yo sabía que son de los de la pesada del sindicato. No me la iban a perdonar. Temblaba como una lámina de metal, me castañeteaban los dientes y las rodillas bailaban una contra la otra. ¡Qué julepe! En una bolsa entré el arma con seis balas en la misma y otra caja más. Porque eran siete, sí, siete con el Pipi y la Clarita. Sole tenía tres años y Luchi cinco. El bebé no caminaba todavía pero ni se lo sentía de tan bueno.

            Esa noche no pude dormir, fui como seis veces al baño, tenía vómitos y colitis. ¡No es para menos! Yo, Adelaida Gauna tenía que matar a esa gente hermosa por orden de un atado de locos gremialistas. En la mañana la señora me preguntó ¿Cómo le fue anoche con su pariente? Y le tuve que mentir. Vino a avisarme que me tengo que ir señora. Mi abuela en San Juan está moribunda y no hay quien la cuide y pensaron que yo soy la mejor nieta para cuidarla, así que esta tarde cuando termine las tareas me voy.

            ¡Qué pena Adelaida! La queremos tanto, pero está bien usted se merece cuidar a su familia.

            Me temblaba el cuerpo. Hice todo lo que pude para no mostrar mi miedo y mi vergüenza. Me pagaron con un premio por mi trabajo y salí corriendo. Me subí en la Terminal De Micros el primer coche rumbo a Buenos Aires, ya que allá es tan grande que no me iba a encontrar. Por lo menos en un largo tiempo, plata tenía, ahorraba algo de mi sueldo todos los meses y más lo que me habían dado al salir.

            Viví escondida en un pueblito del sur de Buenos Aires cinco años. Trabajé de vendedora ambulante, vendí helados, cociné en una fonda, hasta cargué bolsas en una feria de verduras. Un día hubo una revolución y sacaron a los palos a muchos, especialmente a algunos políticos mafiosos. Yo escuchaba las radios de noche en la pensión. ¡Ah, me mudé cuatro veces a distintos pueblos y nunca di mi nombre ni mi documento! Les decía que me lo habían quitado en un trabajo unos patrones malos.

            Supe porque me atreví a llamar a una comadre, que mi ex marido estaba preso; había matado a unos mayoristas de madera. Y volví. Dejé pasar quince años… y fui a buscar al doctor y a su familia. ¡Los encontré! Estaban muy felices de verme. Cuando les conté mi historia, me abrazaron y me pidieron que almorzara con ellos.

            El Pipi, me contó de usted, que es su profe del secundario y que escribe historias verdaderas, por eso me atreví a relatarle mi verdadera vida. ¡Pensar que me querían obligar a matar a toda la familia de mis patrones, por no estar metidos en los chanchullos del gobierno! Adelaida Gauna, nunca hubiera hecho algo tan horroroso.

MARÍA, LA ESPOSA

 


            Reinaldo es un chico tan lindo que se paran en la calle frente a la carriola, para mirarlo. ¡Dicen: Parece un Jesús pequeñito! Y la madre se persigna por miedo al famoso pensamiento mágico del que hablan sus abuelas. ¡Lo van a “Ojear”! Cosa de comadres y vecinas sin trámites para hacer, excepto chismorrear.

            Rubio, de ojos celeste y piel muy blanca, como su mamá y su papá, sólo sonríe con dulzura y es tan, tan bueno que es un angelito que crece. ¡Y creció!

            En la escuela era el candidato perfecto para los actos escolares. Su memoria prodigiosa, le permitía recitar, hablar de lo que sus maestras le escribían y aun más, él mismo inventaba discursos preciosos a vistas y oídas de sus docentes. Cuando terminó la escuela primaria salió con el mejor promedio y medallas, fue abanderado y mejor compañero, porque realmente era generoso con todos los chicos.

            Su padre, un hombre sin cultura ni estudios, lo hizo dejar en primer año del colegio secundario y lo mandó a trabajar en una panadería. Allí, lo vieron tan inteligente y serio, que el dueño le enseñó a manejar sus vehículos y repartía todas las mañanas por la ciudad las mejores medialunas y panes de la ciudad. Pronto con su buena educación, logró la confianza de algunos hoteles de lujo y fue contratado para llevar a algunos “turistas” especiales por la ciudad en una “Buataré” de un patrón nuevo que se lo robó al panadero.

            Su padre lo obligaba a entregarle todo lo que ganaba y las jugosas propinas que recibía por su destacada atención a extranjeros. Nunca le dio un dinero para su bolsillo. ¡Eso lo transformó en un muchacho callado, tímido y triste!

            Le encantaba la música. Su madre en escondidas del padre, con sus ahorros domésticos compró una radio y aseguró haberla ganado en la “tómbola de la escuela”, para evitar la ira del su esposo.

            Éste era chofer profesional. Con el trabajo propio y del hijo, compró un automóvil hermoso. Era un Ford negro brillante, con asientos de cuero rojo, radio y todos los chiches de esa época: 1952.            

            Todos los viernes, sábados y domingos, participaba de transporte de novios a las bodas, cumpleaños de todo tipo: quince años, bodas de oro, de plata y mil actividades religiosas de todos los credos. De lunes a jueves el auto dormía en una cochera donde dormía debajo de unas mantas luego de ser lustrado y perfumado.

            Al poco tiempo compró otro de marca diferente; amplio y de color blanco, más delicado y lo usó para llevar turistas de hoteles famosos a personajes “importantes”. Paro ya tuvo que poner a su hijo en uno de los vehículos, porque casi todo el tiempo se superponían los acontecimientos sociales.

            Reinaldo era eficiente y carismático. Su silencio y escucha hacía que los clientes lo prefirieran a él, sobre la charlatanería y mal carácter del padre. Eso molestaba a su progenitor, pero como le entregaba todas las ganancias se callaban y no hacía sino ahorrar para tener mucho dinero en el banco.

            Reinaldo, se levantaba temprano, solía hacerle algún trabajo a su amigo el panadero, por lo que éste le daba un pequeño sueldo que él, juntaba sin decir nada. Así, un día se compró una motoneta Siambreta. Cuando el padre la vio le pegó con la fusta de un caballo de carrera que ya había probado su esposa en varias oportunidades y alguna vez su única hija. ¡Pero permitió que la conservara, siempre que sirviera para trabajar!

            Avaro y rústico, un día le dijo a su esposa: “Prepare una buena cantidad de ravioles caseros con un tuco de mejillones” ¿Para cuándo, preguntó Susana? ¡Para este domingo, que va a venir una familia amiga mía!

            Ese día la mujer y la hija trabajaron mucho. Lustraron los cubiertos de alpaca, heredados de la madre de Susana, la vajilla más fina inglesa, regalo de boda de los tíos de ella, las copas de cristal regalo de un amigo de los padres de Susi, y el mantel finamente bordado por Clarita, la hija que en las monjas donde había estudiado la escuela primaria, le habían enseñado a hacer delicias con hilos y telas. (Nunca le permitió seguir en secundaria y la puso con trece años a trabajar en la farmacia de la esquina)

            A las doce en punto llegaron. Don José Rosales, Josefina López de Rosales y su hija María. ¡Entraron pisando fuerte! Eran rústicos, vulgares y poco sociables. ¡Pero, como dijo Lucio, el dueño de casa… eran los futuros suegros! Sí, era para hacer una transacción social y comercial con los hijos. Reinaldo debía casarse con María, la hija de esos españoles, que tenían una hermosa casa y una muy jugosa cuenta en el mismo banco de Lucio, donde se conocieron.

            La chica menos agraciada del mundo se plantó frente a Reinaldo y le sonrió como un espantapájaros de paja. ¡Éste que había transportados muchachas hermosas, alegres y finas, sintió que su corazón se estrellaba contra un muro! Allí, se murió su espíritu alegre y juvenil

            Nunca jamás podría opinar sin ser golpeado ferozmente por su padre. ¡Era otra época! Finalmente organizaron la boda. La joven mujer se presentó en la iglesia vestida de blanco, sin una pequeña muestra de maquillaje, ni con un peinado especial para un día tan especial; y él, con un traje usado de su padre, de color oscuro, camisa impecable blanca y corbata, parecía un muñeco de fiesta.

            Reinaldo, era alto, rubio, de ojos de un celeste profundo, su bigote fino y su cabello bien peinado lo hacía distinguir entre los clientes que usaban los autos de su padre. En general, gente de mucho dinero y prestigio. ¡Por su educación y buenos modales, era muy apreciado y siempre llamado por jueces, altos gerentes de empresas y sus familias!

            De tarde con su motoneta llevaba correspondencia a empresas. Un día encontró un portafolio con cincuenta mil dólares, cuando llegó a casa de su padre, le interrogó cómo hacer para reintegrar al dueño ese dinero. El padre, avaro pero recto le dijo: ¡Pon un aviso en el diario avisando que tienes el portafolio y da el teléfono del bar del club, para que se comuniquen contigo! Pide una seña sobre los papeles que hay dentro del portafolio, así no te engañarán los carroñeros. El muchacho hizo lo que le aconsejó su padre.

            Pasados tres días apareció el verdadero propietario del dinero. Se encontraron en el club y el hombre cumplió con las consignas. Le regaló cien dólares y se fue. El dueño del bar del club relató a un amigo el hecho y al día siguiente supo que vendría un reportero del diario para hablar con él. La fama se hizo presente por un tiempo. Él, fue un héroe por varios meses. Mientras tanto su vida conyugal era un desastre. La muchacha, que cada día se vestía con ropa muy usada y no se arreglaba, le rogó no salir del lado de su madre y padre. Vivían en una casa con dos cocinas, dos baños, pero las alcobas pegadas cabecera de la cama de padres y de la pareja, por lo que siempre había un pretexto para no tener vida común con María. Reinaldo supo que no tendría un hijo el día que ella y sus padres le plantearon: ¡Mire, un niño significa mucho gasto, trabajo extra en la casa, y María tiene un problema de hormonas que ya sabe…no puede engendrar! La vida se desplomó de pronto. Lo habían engañado y nunca le comunicaron, antes de la boda, que ella era una mujer estéril. ¡Además evitaba el contacto con su marido de todas las formas inimaginables!

            Pasaron los años, los padres fueron dejando este mundo y partían al cementerio. Reinaldo era un enamorado de la lectura y de la música. Soñaba con tener una mujer que lo acompañara al teatro o al club, cosa que nunca logró. Una mañana cuando Reinaldo cumplió cincuenta y seis años, le dio un A.C.V. vivió unos meses y dejó este mundo. Lo lloraron sus clientes, sus conocidos de club y nosotros sus parientes que lo apreciábamos mucho. María no lloró ni en la despedida en el Campo Santo.

            Al año, fuimos con Juan Carlos y Florencia, mis hermanos a saludarla. ¡OH, sorpresa…vestida con la ropa de su “padre”, el cabello cortado como un soldado prusiano, y borceguíes! Era un hombre de la época de la segunda guerra mundial. Nos atendió con una sonrisa irónica y nos invitó a conocer su oficina. Allí descubrimos que era amante de la tecnología y de las más “interesantes” novedades sobre climatología del mundo. Tenía aparatos muy modernos para detectar todo tipo de factores ambientales de la atmósfera y sus tormentas. ¡Aun nos preguntamos si en realidad era un hombre en el cuerpo de una mujer! ¡O una mujer ocultándose en la figura de un hombre! ¡Eso sí, vivía encerrada como un monje dentro del caserón que escondía una historia de novela! Su verdadero yo.

           

           

 

 

UNOS PANES SOBRE LA MESA


FULBIO

Si caminaba un trecho más, encontraría la cornisa de piedras que rodeaba el límite del redil. Sus pies doloridos y mal equipados arrastraban con pena su menester como labriego. La casa grande parecía dormir a esa hora. Los perros no se acercaron para torearlo por pereza y decencia. No hacía frío, pero un vientecillo áspero tremolaba en la fértil parcela de trigo que comenzaba a dorarse en su madurez.

Seguido por su caballo, llegó al pesebre perfumado a pasto fresco. Lo dejó envuelto en una manta decolorada de lana rústica. Cerca de la puerta se lavó con agua fresca de la fuente que manaba descontrolada hacia la vega. Su brazo sostenía el rifle y del hombro colgaban dos liebres que cazara para la cena. Ingresó en la cocina. El perfume a romero y cebollas invadió su alegría. Hogar. Él, era un simple labriego asalariado pero sentía pertenecer.

Nació allí, en la casa, como un duende inevitable de los dueños; se paseó por las habitaciones siendo niño, pero llegando a la adolescencia ya fue ubicado en la zona de servicio. Amaba a esa gente. Eran su familia. El dueño, un astuto comerciante, postrado en una silla de ruedas por efecto de la guerra. La señora, una dama dulce y misteriosa que caminaba como un pajarillo sobre las alfombras, siempre lista para sus hijos que llegaban como gazapos a la mesa, hambrientos y ruidosos.

Nunca le pegaron, ni lo maltrataron. Tal vez, porque era muy parecido al mayor de los niños de la casa. Su madre, era la doncella de la señora. La cuidaba y parecían amigas.

Un día uno de los muchachos se burló de su madre y el señor, encolerizado le dio un azote con la fusta del caballo que montaba cuando recorría el campo. El chico lloró a mandíbula loca, sus gritos se escuchaban desde el gallinero donde Fulbio, se escondió. No quería ser la causa de los golpes. ¡Pero su mamá se metió en la cocina y lloró mucho! No entendía el motivo.

Al día siguiente tuvo que llevar la comida a la habitación del muchacho y este le gritó que lo odiaba. ¿Por qué sería? El chico le descargó su enojo contándole que su padre era el mismo que el de él. ¿Cómo? Sí, mi padre es tu padre, pero tú, eres hijo de la doncella y no de mamá. Salió corriendo. Se escondió en el establo. Lo vino a buscar la cocinera. Debía irse al monasterio por una orden del señor. Eso fue lo que hizo. Partió.

Al tiempo, lo fueron a buscar, tenía que trabajar en el campo. Ya los muchachos habían crecido y no había quien cuidara de la vega. Aró, sembró y cuidó a cada animal de la casa. Ya tenía como veinte años. No le permitieron ser cura, como le proponían en la abadía sus maestros. Manso, volvió y siguió siendo el labrador de la tierra.

Su madre, ya anciana, le explicó, que su futuro era mantener el bienestar de la familia. Eso la incluía a ella. Supo que cada año, sembraría, cosecharía para tener granos, porque tenía que transformar el trigo en pan para los habitantes de la casa. Su casa. Su familia y su vida.

 

ELLAS EN SU CASA

            La niebla lame sus sandalias viejas, heredadas y algo rotas. Ella era tan fuerte como una palmera en el desierto. Rústica y firme. Llena de fuerza y ternura como un nido azotado por el viento. Pero no ahora. Ahora, cuando tendrá que hacer malabarismos para poder alimentar a sus cuatro hijas.

            Antes, cuando Abu Yasir la sacó de su pueblo, allá en las montañas, un sin fin de premios creyó que le depararía la vida. Sabía guisar, asar bien en el horno el cordero y hacer pasta de garbanzos y queso de cabra. Su madre, le enseñó a tejer en un telar familiar. Supo hacer alfombras para vender y ayudar en las compras de su familia. Su hermosa casa de barro y caña, se transformó de pronto en un verdadero refugio, una oquedad segura a su soledad de mujer.

             Una mañana Abu Yasir salió al mercado con su moto y antes de asistir al templo, dejó un pedido de verduras y carne en el negocio de Turuk, que le proporcionara su vecino Omar para hacerse de unas monedas. Depositó la moto allí y siguió entre los transeúntes que se dirigían a la mezquita a orar. Ingresó luego de lavarse y dejar sus sandalias en el sector opuesto al que le correspondía. Ese que estaba destinado a los obreros, extrañamente parecía lleno de bolsas con calzado.

            Vio entrar al Imán y cuando todos comenzaron a rezar, un estallido fatal, arrebató la vida a decenas de hombres. Simplemente quedaron allí, como trozos de carne destripada y sanguinolenta. Había muchos heridos. Llegó un coche policial y nuevamente un estallido impidió que se socorriera a los ahí caídos. Esa noche, Sima esperó en vano. Su vecino golpeó la pequeña puerta y le dijo que la moto de Abu Yasir estaba en el negocio. Ella se cubría con respeto y el hombre de espaldas, le dijo: -Mujer Abu Yasir estaba en la mezquita, donde esta mañana pusieron bombas los “hombres de negro”. De su garganta sólo salió un quejido. ¡Su esposo muerto! Ella viuda en un mundo hostil y cruel, para las mujeres solas. Sus cuatro hijas serían como pájaros muertos.

            ¿Cómo llegar hasta su pueblo en la montaña? No tenía un hombre que la pudiera acompañar y sin un varón no podía moverse en la calle. Menos aun siendo viuda. En la oscuridad de media noche se acercó Turuk. Golpeó la puerta y esperó. Ella asustada se colocó la burka más enlutada y tras una pequeña ventana lo atendió. Señora Sima, le dejo el dinero que no pudo recoger su difunto marido; y la moto. Véndala y ayúdese con eso. Llame a su padre. Ella entre sollozos le dijo: ¡Está muerto, en mi familia que está muy lejos, en la montaña, no hay hombres! Mi madre es sola y vive con un tío muy anciano. Tienen solo un asno y no saben salir del lugar. Llévese la moto y le mandaré a uno de mis niños a recoger lo que pueda darme por su venta.

            Esa noche decidió vestir a su hija de diez años de varón para poder mandarla a la calle en su lugar. Sabía que su prima Suraya había sido varón unos años cuando su madre en la aldea quedó viuda. Se quedó despierta sobre su alfombra cuando ya amanecía. Lamiya, la despertó. Habían venido unos policías a buscarla. Se colocó la burka y se cubrió las manos y los pies antes de asomarse. Un recio preventor de la mezquita quiso ingresar a la modesta vivienda. Ella, no se lo permitió. ¡Aun no ha llegado mi hijo! El hombre sonrió. Sabía que no había un hombre en esa casa, pero supo que debía cumplir con la ley de Alá, el Misericordioso.

            Abu Yasir, su marido será llevado al campo cerca de la “madrasa” y así podrán ir luego a ver su tumba. Cerró ella, la ventanilla de la puerta y dando la espalda al preventor, asintió. Iremos en cuanto pueda salir con mi hijo. Una carcajada pedante y ríspida salió de la garganta del hombre. ¿Usted tiene un hijo? No, tengo una “Bashar posch” en mi hogar. ¡Ah, entonces esperaremos que se presente en la central de policía a firmar unos papeles! ¿Su hijo se llama?... Desde hoy Nihad Mohamed. Hasta ayer se llamaba Lamiya. ¡Ya verá usted lo inteligente que es mi hijo! Buenas noches.

            Desde el altavoz de la mezquita ya sonaba la voz del Imán para la oración del anochecer. El preventor subió al coche policial y huyó del lugar. ¡Puah, puras mujeres y dice que tendrá que transformar a una hija en varón! Desgracia que no tiene un pariente masculino en la ciudad.

            Se sentó en la alfombra a llorar y llamó a Lamiya. Hija desde hoy serás varón. Ven, te cortaré el cabello y te pondré una ropa que achicaré para ti. Era de tu padre. Pasaré la noche entre lágrimas y costura, pero mañana habrá un hombre en esta casa. Debes aprender a comportarte como tu prima Suraya. La niña salió sollozando y se durmió recordando lo fea que se veía su prima Suraya, cuando era hombre. ¡Yo seré un “Bashar posch” y tendré que jugar al fútbol con los varones de la escuela y se reirán de mí!

            La mañana las encontró transformadas en otros seres. Más tristes y llorosas; más pobres y más firmes en sus decisiones. Nihad Mohamed, era un niño de diez años, con sus sandalias raspadas con tijeras, su pelo al ras y con una vestimenta tan fea que le bailaba en el flaco cuerpo de pequeño asustado. Su madre cubierta con tres velos y la burka, caminó tres pasos detrás de su “hijo”. Todo el camino, la miraron extrañados, ya que sabían de su tragedia. El cuerpo de Abu Yasir, estaba aun sobre un trozo de cartón en un oscuro garaje policial junto a restos de seres inescrutables, pedazos humanos recogidos sin piedad entre los escombros. El niño, se tomó de una argolla para sujetarse y devolver la poca comida de la mañana. ¡Nunca olvidaría ese día! Firmó unos papeles que le presentaron con su nuevo nombre y la madre apoyó la yema del dedo entintado. Le ordenaron salir y regresar a su casa. Se ocuparían ellos de los trámites que faltaban. Como un remolino de pájaros negros los dolientes buscaban los despojos de los hombres. La mujer salió detrás del “Hijo” y caminó en silencio. Al llegar a la vivienda, el olor de cazuela de pollo sorprendió a ambos. Su vecina le había dejado una olla con comida. Comieron en silencio.

            Desde ese día, Nihad Mohamed tendría que vivir como el varón de la casa, hasta que creciera y su cuerpo se desarrollara como antes. Por lo que su madre les dijo: Desde hoy cada una de ustedes irá aprendiendo a ser un “hombre”. Y ella permanecería encerrada dentro de esa jaula inhumana en la que vivían.

 

VOCABULARIO:

Burka: velo de tela que cubre desde la cabeza a los pies en zonas de Afganistán y países aledaños. Puede ser de color añil.

Preventor: especie de policía religioso, que controla a la sociedad islámica.  

Bashar posch: se dice de la necesidad de transformar niñas en varones en la sociedad ultra islámica, para remplazar a un Varón. La mujer no puede salir a la calle, ni a comprar alimentos, sola, sin un acompañante masculino de la familia: padre, esposo, hijo, abuelo o tío.

Madrasa: escuela coránica, donde acuden las niñas para aprender a leer y recitar las zuras del Corán.

           

LA TRISTEZA DE UNA MUJER SOLITARIA QUE ESPERA...


            Cerró la cortina, dejó sobre la mesa una taza de té de limón que ya fría sólo le traía más tristeza. Había esperado horas a su querido primo Reinaldo. Él sí, podía traer buenas noticias del campo. Las nubes pasaban como pájaros muertos sobre los edificios y nada podía cambiar su ansiedad. Ese día había llamado desde Concordia sosteniendo que traía buenas noticias. ¿Dónde estaban? Ya era casi la media tarde y el sol se escondía entre los altos muros del complejo edilicio de la nueva ciudad.

            Encendió el televisor y se distrajo con un programa de preguntas y respuestas. Era muy simpático ver lo poco que sabían los participantes. Ella contestaba antes que los ingenuos que creían saber. De joven se pasó la vida leyendo libros y manuales. Su padre llegó a encargar algunos a la capital.

            Cuando llegaban las cajas con libros las compañeras del instituto donde estudiaba le hacían chanzas. ¡Así jamás te casarás! Y se reían a carcajadas. ¡Y fue así como ellas dictaminaron! No se casó. En realidad nunca logró que un muchacho la invitara a salir a bailar o al club a cenar o al cine. Pero todos la miraban con admiración porque era como una enciclopedia ambulante.

            ¡Malditos conocimientos! ¿De qué le servían ahora cuando hasta le llegó un telegrama con una felicitación por su jubilación? Estaba sola. Triste. Es verdad que varias de las mujeres que se habían casado, estaban divorciadas y solas como ella, odiando al mundo y a los hombres. La mayoría manteniendo como podían sus casas y si había hijos, a los pequeños. Otras arrastrando a sus parejas enfermas y suegras postradas. Ella sola y tranquila.

            Miró por el ventanal hacia el camino. Vio un auto nuevo que veloz venía desde la zona de Concordia. Suspiró. Fue a la cocina y calentó agua para hacer unos mates. Apagó el televisor. Se sentó a esperar y escuchó el chirrido de los neumáticos y luego el portero que temblaba con su ruido. ¡Adelante!

            Reinaldo no venía solo. Tras de sí, una rubia despampanante sonreía con ojos color arena y botox en los labios. La abrazó su primo y le mostró a su esposa, la cuarta o quinta de la lista infinita de mujeres que le hubo presentado en la vida. ¡Acá tienes tu cheque! Vendimos todo el trigo y parte de la avena a unos gringos. Como ves, estoy muy apurado. Le prometí a Yiyi, que la llevaría a la capital a un recital de Rock y las entradas son carísimas. Ella aleteó unas hermosas pestañas postizas y le dio un pringoso beso en la mejilla. Salió tras Reinaldo corriendo. El agua hervía en la hornalla.

            Apagó el fuego, cebó unos mates y se sentó a ver una película que pasaba por cuarta o quinta vez en la T.V. ¡Ella era una mujer solitaria y sin problemas!

EN LA TRASTIENDA

  

            El mercadillo estaba repleto de vendedores y transito de comerciantes que a viva voz intentaban atraer  compradores. Los vegetales brillantes y las aves colgaban como flores vivas de colores de los tenderetes. El perfume fuerte, mezcla de mil especies, merodeaba por entre las alfombras y vestidos de mujeres y niños.

            De un pequeño portal, salía una música fuerte que aturdía y rompía los oídos de los caminantes. Azedinne se cubrió el rostro y tras el velo buscó con desesperación a ese hermoso joven que le había ofertado un collar de turquesas en la feria del mes pasado.

            Su padre no le había permitido regresar y le dio varias monedas a su hermano Abdhul para que la acompañara a la Medina. Éste por dinero era capaz de ir hasta a la tienda de ropa del centro más caro de la ciudad. El minarete comenzó a llamar a la oración y todo quedó quieto. Los hombres de rodillas con la frente al piso, rezaban las azuras del Corán y las mujeres de bruces como verdaderas esclavas del Venerado. La mayoría sabía de memoria el libro sagrado, pero por ser mujeres no podían rezar a viva voz como los hombres.

            Un extranjero, las miraba asombrado. Azedinne le escuchó decir que parecían flores negras gigantes postradas en las piedras. Pronto todo se volvió a mover, los hombres caminaron a las tiendas, los ancianos a sentarse en los portales rezando con su rosario de cuentas infinitas y las mujeres como pájaros oscuros comprando con la ayuda de sus hermanos o hijos varones.

            Ella, caminó despacio observando con sus ojos que transparentaban dulzura. Ojos negros de azabache luminoso, se llenaron de tristeza cuando lo vio. Estaba en la  trastienda de un negocio tomado de la mano con una joven extranjera. Su corazón se desmembró. Salió corriendo y su velo voló por el aire. Un susurro de temor y el manotazo del hermano la pusieron en alerta rápido. El muchacho salió tras ella, la alcanzó y le pasó el velo. Mientras la miraba con una forma amorosa y bella. ¿Qué hacía esa extranjera en la tienda?

             Abdhul la sentó en una silla y le ayudó a componerse, para eso era un “hombre” de trece años. Mientras le prometía que averiguaría sobre el joven vendedor. ¡Claro que por un billete!

            Durante los días de la semana,  Abdhul, se entretuvo en la Medina haciendo preguntas sobre el joyero. ¿Es casado? ¿La tienda es de él? ¿Y la extranjera? Toda clase de interrogantes que los mayores comenzaron a preocuparse porque no era bueno que un muchacho averiguara tanto. Todos comentaban sobre su hermana, que había cometido el pecado de hacer volar su velo. Él, avergonzado daba mil explicaciones.

            Su madre comenzó a sospechar. Le quería sonsacar el tan interesante apuro que había adquirido de ir al mercadillo de la Medina. Pero él, serio, solo contestaba que andaba buscando un ajedrez especial. ¡Que Alá, lo perdone! Mentía descaradamente.

            Un amigo del padre apareció por la casa de los chicos. Venía como “casamentero” a preguntar por Azedinne. Y el padre, inocente le pidió una visita de los padres del muchacho.

            Arreglaron la boda. Y dicen que ha quedado en la historia del mercadillo el vuelo del velo de Azedinne al que le han agregado mil fantasías de amor.

DELFOR, EL ORGANISTA

 


                        El día es muy corto para ser egoísta, una vida no alcanza para destruir a una mujer.

 

            ¡María Luisa, baja ya de esa escalera y ponte a limpiar la ropa de tu hermano! ¡María Luisa, sal del baño y apúrate que tienes que cepillar los botines de tu hermano! Y los papeles del escritorio y los libros que dejaba mi hermano por cualquier lugar y yo, la mayor de todos me tenía que hacer cargo de arreglar los líos que él inventaba. ¡Por eso lo hice!

Una mañana me levanté con ganas de salir al parque... para qué le dije a mi madre. ¡Estás loca! Hoy tenemos que hacer humitas para toda la familia. Vienen los abuelos y las tías de San Silvestre y los primos de Los Moros. Vamos a sacar las cortinas para lavarlas. Y palmetear las alfombras. Muévete hija, que se pasan las horas. Y ahí se quedó otro de mis sueños.

Otra vez, eso hace como dos años, decidí salir a la parroquia del barrio de mis tías. ¡Se armó un trastorno horrible! Delfor tenía que dar un concierto de órgano en la de la ciudad. Yo le tuve que armar las partituras, la ropa y hasta arreglarle el cabello. Así me fui quedando con las ganas de hacer mil cosas. No pude, Delfor me necesitaba cada vez más. Tal vez eso me llevó a hacerlo.

Cuando cumplí los quince años, recuerdo como si fuera hoy, mamá me hizo cumplir una tarea que dejaba bien claro que no me haría ni un pastel, ni un regalo. ¡María Luisa, es normal cumplir años! Y tuve que llevar el traje de Delfor a la tintorería en el tranvía a muchas cuadras de casa. Esperé que lo limpiaran y volver. Llegué a casa, era de noche y además, me retó por llegar tarde a la cena. Ví llegar un automóvil que venía a buscar a mi hermano. Salió con el traje limpio y zapatos nuevos, y apenas me dijo adiós. Luego se volvió y me preguntó si quería ir con él. ¡Tenía que dar un concierto en una catedral en la ciudad! Ni se acordó que era mi cumpleaños.

A veces lloré. Otras, me sentaba en el umbral de la puerta, y veía a las chicas pasar cuando iban al cine o a la plaza. Era costumbre dar la "vuelta del perro", es decir las chicas venían hacia el lado de la vereda y los chicos del lado de la calle en orden contrario. Se miraban las caras y se decían cosas... ¡Nunca pude ir!

Mamá enfermó. Según papá, tenía tisis. ¿Creo que era tuberculosis? Y ¿a quién le tocó remplazarla en todo? Pues para eso, dijo papá, María Luisa es experta en cocina, lavado, planchado y hacer mandados. Y dejé de soñar. Dejé de vivir. Cambiaba las sábanas del lecho de mamá y le daba la comida en la boca, pasó a ser un niño o mi hija. Pero Delfor, seguía yendo a dar conciertos en ciudades y pueblos, en teatros e iglesias.

Una mañana cerró los ojos para siempre mi madre. Papá lloraba en mis brazos, Delfor, sollozaba como un bebé y yo tuve que hacer todos los trámites que se hacen en esas circunstancias. Ya tenía veinte años y era una mujer hecha y derecha, como decían los parientes y vecinos... ¡María Luisa es una mujer extraordinaria! Y entonces un día mi papá no quiso comer más. Se tomaba una botella de ginebra por día hasta que se le paró el corazón. Y ese día, ese mismo día, Delfor trajo a una joven hermosa. La presentó a todo el mundo como su enamorada.

Se llama Olga. Nos casamos en dos meses. Espero que la sepas respetar y querer. Así, me dijo a los pies del cuerpo de papá. Y me quedé paralizada. Esa noche soñé con una idea. Y así fue que unos meses después lo hice.

- Mire, inspector, no me tembló la mano cuando me pidió que le lavara la ropa a la Olga. Que cocinara humitas y pastel de champiñones para Olga, que le pusiera tinte dorado en el cabello a Olga. Olga para acá y Olga para allá. Agarré el cuchillo de la cocina y se lo clavé en medio del órgano que estaba ejecutando mi hermano en ese momento. Y queriendo o sin querer, le atravesé las manos sobre el teclado. Y a Olga, le saqué la sonrisa de un tajo en la boca cuando me gritó hija de puta... ahora puede llevarme donde quiera o deba, ya no podrá tocar más un concierto mi querido hermano Delfor.

 

martes, 10 de junio de 2025

EL REGALO DE ABRIL

 

            Llegó una tarde corriendo por el pasillo de la casa. Estaba eufórico, había hecho tres goles con sus zapatillas nuevas. Los otros chicos lo habían rodeado alabando su buen juego en la cancha de la plaza. Bueno, de lo que quedaba de la plaza. Comenzaba el frío y el sol ya no alentaba a salir en las tardes y los ruidos de las metrallas tampoco. La ciudad de Alepo estaba cerca y la guerra se avecinaba, por eso su abuelo le había comprado zapatillas nuevas por si tenían que huir. Esa noche sintieron las orugas de los tanques, los gritos y no pudieron encender luces ni siquiera para orar.

            Un pequeño atado de ropa y su libro de rezos era todo lo que se podía llevar. El abuelo le acariciaba la cabeza y le abrigaba el cuerpo que ya mostraba un poco desnutrido por falta de alimentos. ¡Así es la discordia que amenazaba su país! Su padre se había ido con los del ejército regular y no sabían nada de él. Su madre lloraba, pero se las ingeniaba para hacerles la vida agradable. El techo estaba roto y caían algunas cañas hacia el suelo, pero aun había ese hermoso perfume a hogar.

            Rachid abrazó sus pocas pertenencias y se acercó al anciano. Su madre alzó a Mussi, la pequeña de seis años y salieron despacio por la parte de atrás de la casa. Llevaban muy pocas cosas. Las pocas joyas de la boda de Maymuna las escondió entre sus ropas que ya no tenían ese color negro noche de antaño. El velo le ocultaba el rostro y sus bellos ojos no se veían. Pero una mirada enrojecida abrazaba los párpados. El abuelo iba adelante como indicando por donde debían pasar. El niño se acordó de su pelota y quiso regresar pero una mano fuerte se lo impidió. Era de su tía Alifa. Allí también estaban sus primos. ¡Qué mala suerte, eran estúpidos y siempre discutían por todo! Pero estaban pálidos y callados. Terror. Eso los mantenía callados y serios.

            Un estruendo y prácticamente desapareció la casa. El fuego como mordedura de serpiente había consumido las paredes de barro y caña. Estaba desatada la contienda en el pueblo.

            Caminaron entre escombros en silencio. Las manos apretadas por los mayores y el aire irrespirable. Les dolía la garganta por el polvo y el humo que envolvía todo.

            Al amanecer se escondieron en una granja abandonada. Habían caminado un siglo para los niños agotados. El miedo acorralaba. A lo lejos se veían columnas de humos. Al regresar la oscuridad, caminaron nuevamente hacia el oeste, tenían que llegar a Turquía. Aunque ya el anciano estaba muy débil y los niños llorisqueaban.

            Maymuna, les repartió unos trozos de pita con queso de cabra, un trago de agua que se iba acabando fue lo que los animó un poco. Vieron que otras familias también escapaban por el campo. Algunos trataban de llevar sus ovejas o cabras. Pero se hacía muy difícil. Ellos iban ligeros de trastos. Los dejaban atrás muy pronto.

            Fueron días largos y dolorosos. Dejaron al abuelo que siguiera con su fuerza debilitada. Acompasaron el paso a su paso lento. Una mañana avistaron una colina donde se veía la frontera, la libertad estaba cerca. Sin embargo en silencio observaron a los mayores que miraban con mucha desconfianza la muralla de piedra que separaba su tierra con Turquía. Allí seguro habían puesto trampas.

            Esperó el abuelo las sombras y se fue acercando lentamente entre las hierbas y los matorrales. Vio a unos hombres que colgaban de un poste, otros estaban en la tierra sembrados como semillas sangrientas. Se detuvo y esperó. Unas mujeres que se acercaron al paredón lograron trepar y desaparecieron. Con su bastón les hizo una seña. Avanzaron y llegaron junto a la pared de piedra. Primero emergió el anciano, ya estaba jugado, si le herían era su destino. Luego subió a los niños uno a uno y finalmente las dos mujeres. Unos soldados que no hablaban su idioma les recibieron los pequeños bultos. Y les hablaron serios sobre algo que no entendían. Maymuna entregó dos cadenas de oro por los niños y un brazalete por ella y el anciano. Su cuñada hizo algo parecido. Los soldados las subieron a un camión y despacharon hacia el valle donde estaban los refugiados. Allí fueron acogidos por unas mujeres que no llevaban chador y se cubrían el cabello con pañuelos. Sonó la hora de oración y todos se tendieron para rezar. ¡Alá, misericordioso los había llevado a un buen lugar!

            Esa fue la primera noche que durmieron bien. A la mañana, a Rachid le indicaron que tenía que seguir al maestro. Llevó su Corán y entró en una carpa acondicionada para los muchachos. Las niñas estaban separadas.

            Pasaron días y meses. En abril, una bella señora le regaló un lindo gatito. Le pidió que lo cuidara y así la ayudaba con su tarea diaria. Cuando llegó a la carpa su madre lo regañó. ¿Cómo harás con la comida? El niño no había pensado en eso. ¡Mamá este animalito será un buen musulmán y comerá lo que consiga! La persona que se atrevió a darte este animal, no pensó en nuestras necesidades. Rachid, suspiró y regresó a buscar a la dama. Era una médica que sabía que los niños necesitan tener una mascota cuando pierden tantas cosas lindas en la niñez. Le prometió que le daría una ración para el felino, y lo acarició con ternura. Era una bella doctora extranjera. Rachid, corrió feliz por el pasillo entre las carpas del refugio con su gato que ronroneaba con gusto entre sus delgados brazos infantiles.

UN MÚSICO LLAMADO VALERIO

 


 

                               SEÑOR MINISTRO TENDRÉ EL HONOR DE INTERPRETAR PARA USTED LA SINFONIOTA: EL AIRE ENTRE LOS ÁLAMOS.

 

 

            El artículo del periódico solicitaba un músico con experiencia en piano. No explicaba para qué tipo de tarea era el llamado. Daban una dirección en plena ciudad y en una calle poco concurrida. Zona de bancos y empresas navieras.

            Hacía dos semanas que el había terminado sus giras de conciertos por pueblos del interior. No que ría volver a esa vorágine de ir de hotel en hotel de teatros buenos a lugares húmedos y destartalados. ¡Odiaba ser profesor! Los padres mandaban a los hijos creyendo que iban a ser famosos y lo único que conseguía eran peleas, discusiones y malos ratos.

            Preparó un currículo y vistiendo su mejor atuendo se presentó en la dirección que daba el diario. Una fila variopinta de personas, esperaban ser recibidas. Hombres y mujeres. Pero no eran más de diez. Algunas las había cruzado en algún concierto y a otras ni sabía quienes eran. Se tapó la cara con el sombrero lo mismo que un gángster intenta pasar desapercibido. ¡Un poco de pudor le quedaba, después de todo había trabajado en algunos teatros importantes!

            Detrás s e acomodó una joven pelirroja que masticaba un chicle de globo que estallaba en sus oídos como bombitas pequeñas de plástico. No se volvió a mirarla. ¡Debe ser un desastre de poca educación! Se apoyó contra la pared y se puso a repasar una composición que tenía impresa desde hacía varios días y que no había abierto para estudiar. Ella, la joven, comenzó a cantar una balada picaresca y algunos se voltearon y rieron a coro.

            ¿Perdón usted no es el pianista Valerio Antucchi? Él, intentó esconderse. Pero ella insistió. ¡Sí, es usted! Seguro será contratado. El barco zarpará pasado mañana y estará dando la vuelta en un mes y medio. Yo vengo para servir las mesas de primera. Lo vi. en mi pueblo. Me gustó mucho su concierto, mi mamá allí, como nos ve, sabía tocar bien el piano, pero se casó con mi papá; entre nosotros, un desastre de hombre y... adiós piano y adiós vida, para ella y nosotros los siete hijos hicimos lo que pudimos.

            Se abrió una puerta de madera pesada y apareció un hombre de cuerpo atlético, muy tostado por el sol y de voz fuerte. Los que vienen por trabajo de cocina pasen al piso tres, los que vienen como camareros de habitación al piso dos y los músicos al quinto. Todo el grupo ingresó y al quinto solo le tocó a él. ¡Buena señal, tendría una buena posibilidad!

            En la oficina donde ingresó, en medio de una hermosa "pecera" de acrílico ostentosa se veía un crucero en maqueta muy detallada. ¡Esta será su casa! Y como él, era el único pianista que se había presentado quedó contratado. Viajaría por mar y océanos con su música.

            Le entregaron un contrato abierto al que podía renunciar si no quería seguir en la faena. Pero no era un mal presagio. Conocería lugares y gente maravillosa. Con un cheque por una jugosa cantidad de moneda extranjera, tuvo que ir a comprar un atuendo variado y exquisito. Y a las últimas horas del día siguiente subió en la rada por una planchada al enorme crucero. Lo acompañó un joven que le hablaba en inglés. Pronto supo que hasta el comandante del mismo, era extranjero. Pero una vez dentro, en un camarote digno de un jeque se instaló.

            Sintió el ingreso de la gente y el bullicio de las sirenas y altavoces de mando. Y comenzó el suave movimiento del enorme buque. Tenía tres pisos sobre el agua y varios bajo el agua. Además, una zona más elevada donde viajaban los que tenían el mando.

            Cuando le avisaron que debía bajar al tercer piso a cenar, lo hizo bien vestido. ¡Era el pianista del barco! Cenó austero. No podía interpretar su música atiborrado de comida. Y le indicaron el lugar donde estaba el piano de cola.

            Así, noche tras noche paseó por un sin fin de temas de música del mundo. Mientras la gente comía, bebía y charlaba. Indiferentes a su música. Hasta que una noche se acercó un personaje pintoresco. Un hombre de unos setenta años, calvo y con gafas muy gruesas. El bigote afrancesado en sus mejillas redondas. Le dio la mano... regordeta y suave con uñas muy cuidadas. ¡Señor, Valerio Antucchi,! ¿Qué desea que interprete para usted? ¡Soy el ministro de cultura de la isla Feroe, y le entregó una cartulina con su nombre y varios títulos! Me gustaría que interprete " LA SINFONIOTA: EL AIRE ENTRE LOS ÁLAMOS." Y allí descubrió que no conocía esa pieza musical.

            Él, sin desanimarse, le dijo: Mejor hagamos disfrutar a las damas con la "Abanera" de la ópera Carmen. ¿No le parece?

 

 

UN TREN Y UN DESTINO INCIERTO

 

            Samuel se cubrió la cabeza, como lo hacía desde niño, sólo que esta vez se puso sobre la “quipá”, que se deslizaba por la calva, un sombrero de fieltro gris. Usó la capa negra para cubrirse los hombros. Su lánguido cuerpo muy cansado atropellaba al tiempo frío. Una fina manifestación de gotas caía sobre la ciudad. Tenía que salir. Sacó la máquina de escribir, del lugar elegido donde la guardaba, para esperarlo. Un piso almohadillado de baldosas sucias era el anaquel donde él, dejaba todo lo que esperaba arreglo. Nada se extraviaba a sus ojillos miopes. –“¡Saúl, con manos mágicas, arreglará como lo hizo siempre! ¡Amigo desde que llegué a este austero cobijo! ¡Tengo la urgencia de contactar a Mischa, debo enviarle estas ideas!-

 Salió y tras él un chillido metálico y hueco, afrentó a los goznes herrumbrosos con la calle. Tocó la “mezuzà”, besó ceremonioso sus dedos y recordó a su madre. No olvidaba los gestos que le enseñara en la niñez. -“Ritos sagrados, de los que hoy los jóvenes descreen o avergüenzan”-.

La calle era una fragua apagada, húmeda y quieta. A la izquierda la estación lo esperaba indiferente. Unos chiquillos, bajo un toldo deshilachado, jugaban al truco. El tiempo apremiaba. Quiso correr, pero no pudo, trotó entonces y se recortó una figura tragicómica en la vereda umbrosa. Risotadas juveniles y burlescas palabrotas se le adosaron a la capa. Las arrastró hasta el andén al que llegó justo a tiempo para trepar al carromato que lo acercaría al centro. Atrás, la casa, quedó envuelta en una maraña de glicinas muertas, abandonada, como un cementerio de recuerdos.

Un estallido ínfimo de un “chicle” le hizo dar un salto. Sosteniendo el sombrero se cruzó de un lugar a otro, para alejarse de los intrusos. Se arrebujó en la capa. Confundido, observó a su compañero de viaje. Apretados, malolientes e indiferentes, todos regresaban de sus labores. Un pertinaz malhumor abrazaba a la gente. ¡Esa era su ciudad!

Tal vez recordó otro viaje allá en Polonia. Unos rayos de sol aparecieron entre nubes y edificios que ocultaban su escuálida belleza. Esas figuras ahí, parecían enemigos mudos, que no lo sobornarían con mentiras. Apartó la vista y aprovechó que una mujer obesa, con un niño dormido en brazos, abandonó una butaca y se desplomó en ella. Cerró un instante los ojos. Tal vez se quedó dormido. El tren se detuvo. Miró el reloj que colgaba de su chaleco. “¡Las once y cuarto!” El barrio donde vive Saúl se acerca. Amigo.

 La estación Medrano muestra sus “azulejos pintados” con chorreaduras de óxido y humedad. “Mejor bajo acá. ¿O en Pasteur?, y, camino”. Tomó con esfuerzo la decisión y alcanzó la puerta. Seguro con la Olivetti en su mano izquierda, como un escudo de armas genealógicas, caminó, lentamente por el barrio. Allí estaba rodeado de gente como él.

Distraído primero, sorprendido después. No reconocía nada. No llegaba nunca. Nadie, de esas figuras le era familiar. Miró el cartelillo con el nombre de la calle. Era el correcto. Nada. Se detuvo y tocó a un joven que leía la “Toràt”, sus largos “peiots” caían tras la frente repitiendo dos chorros rojizos de seda brillante. Jugaba el muchacho con ellos. Lo miró curioso, ese anciano parecía recortado de una vieja fotografía. Preguntó por su amigo. Sorpresa en los ojos verdes del chico. Un hombre mayor se acerca al grupo y pregunta nuevamente.

            ¡Saúl Kats...! Inquieto el viejo le observa. “Murió hace cinco años. Sus sobrinos vinieron de lejos, vendieron todo, derrumbaron la vivienda, el negocio. ¡No quedó nada, nada, nadie! Ahora construyeron ese edificio”. Dio un grito apagado. Su corazón parecía escapar del cuerpo que derribado interiormente tremolaba.

Salió caminando rápido sin rumbo fijo. Murmuró unas palabras ininteligibles para el joven. Tomó una vereda cualquiera, equivocada, jamás llegaría a su casa de regreso. Escapar, eso es, escapar de esa locura. No comprendía. –“Si tomamos el té con cuatro cucharadas de azúcar, en el viejo bar. En la misma mesa de siempre, él, me acercó la silla, abrió la puerta de vidrio y espejo. Pensó en el espejo..., ¿se había reflejado? Recordamos los tiempos donde no teníamos  nada. Ni té, ni pan, ni azúcar, ni esperanzas. No percibía la verdad, ahora. ¿Saúl Kats muerto?”- Siguió hasta Pueyrredón o ¿era Medrano? Llegó a las vías. –“Hablamos horas en el café, había poca gente, es cierto. ¿Había gente? No. Estábamos solos. Si habían saludado a algunos conocidos. A León, Marcos, ah, Sara Brosnik. ¡Sara Brosnik...tan joven? ¡No puede ser! ¡Todo esto no ha ocurrido!”-

Caminaba solitario por el terraplén, comenzó a pensar en su vida. Subió distraído al andén que olía a aceite agrio y metales oxidados. Evitó la escalera eléctrica. –“¡Estas cosas modernas ya no son para mi, hombre, tanto sufrimiento!”- Sube a un tren. De pronto está en estación La Lucila. ¿Está, acaso, perdido? Baja del coche y sale a la calle y lo abrazan los hombres indiferentes con su mirada curiosa y despectiva.

Miró el número 7 de la casa en la calle Guido. Era allí. Tocó el timbre. Recordaba ese antiguo pórtico sólido que se incrustaba en su memoria juvenil. Un hombre alto y elegante, envuelto en una bata de seda bordó, abrió la puerta. No era Saúl. Pero el rostro era igual. Tal vez, su hermano había viajado desde lejos, era un mellizo, un gemelo. ¡Saúl su amigo perdido!

El hombre lo saludaba con vehemencia. Lo abrazaba afectivo. Le hablaba. ¡Mi querido Samuel...te estaba esperando! Dio un paso atrás, inventó una excusa, salió corriendo hacia la estación del metro. La multitud lo apuraba. Lo empujaba. Él, parecía detenido en el tiempo, no sabía por qué. -“¡Qué está pasando? ¿Quién era ese hombre de la calle Guido que me estaba esperando? Saúl Kats está muerto... ¿muerto?”-

 

Vocabulario:

Mezuzá: objeto religioso de la ortodoxia Hebrea, que se coloca en la puerta. Contiene un trozo de la Sagrada Torá.

Torá: Libro de Las Sagradas Escrituras. Biblia o palabras de la revelación a los profetas. En la Sinagoga son rollos escritos en hebreo.

Peiots: largos mechones de cabello que se enroscan en las orejas. No se corta ese cabello desde el nacimiento.

Quipá o kipá: sombrero que usan los judíos para identificarse como tal y para ingresar en los templos o sinagogas.

 

ÁFRICA

 


En el principio fue silencio, oscuridad y soledad

 

Vino una Luci-Eva primigenia y apareó la vida

 

Construyó el zahara, la sabana y la selva prieta

 

Se pobló de fieras, áspid y corzuelas. Hubo elefantes,

 

Cebras, pájaros y simios que transportaron fuerza.

 

Tribus abiertas en abanicos múltiples. Guerras. Sangre.

 

Hombres de piel oscura sobre oro, diamantes y más sangre.

 

Un amanecer de hoy provoca el ardor procaz de ser esclavos.

 

Negritud impotente desde fuera, desde adentro, muerte.

 

Mucha sangre corre por sus ríos y la selva se deshace

 

en destierro de belleza y crece el desierto.

 

África tribal y circunspecta donde aun se teme a los espíritus

 

Donde se vende el osario de los niños albinos,

 

donde se canta y baila con ancestros peregrinos.

 

Ciudades cosmopolitas y chozas olvidadas con rostros

 

y máscaras antiguas, ruido y bullicio en calles atiborradas

 

donde se vende el alma por un mendrugo y agua limpia.

 

Pastores de ovejas, caravanas de camellos, políticos turbios,

 

Misioneros de barba blanca y voz extraña invitando a un templo.

 

Hay mucha sangre entre las tribus a pesar de los blancos

 

que se llevaron todo y dejaron el odio, sus flaquezas.

 

Hay niños de la guerra, territorios de HIV donde la muerte acecha.

 

Hay maravillas de antaño junto al Nilo, templos de Etíopes en piedra,

 

Construcciones enormes en ciudades que ocultan su belleza.

 

África desparramada en balsas por el Mediterráneo

 

huyen de la pobreza, el hambre y la falta de agua,

 

caen con su tristeza en territorios hostiles. Ajenos al dolor.

 

¿Qué le ha dejado sino la esclavitud o la esperanza, el hombre blanco?

EL REGALO

 

 

                                                       “El EIS o ISIS, es como un virus que se introduce en la sociedad sin                   piedad” París 13/11/15.

 

           

Buscaba que regalarle a ese hombre que había conocido en el trayecto desde Turín a Milán. Su atención para ayudarla a subir el equipaje la dejó asombrada. ¡Un caballero!

Mientras se ubicaba en la cabina, frente a ella una familia de refugiados de Bangladesh comían “pita” con verduras y carne perfumada con mil especias. El hombre mayor fumaba sin entender el cartel que, escrito en italiano e inglés, prohibía fumar. Comenzó a toser y la profunda mirada del fumador, la traspasó. Las mujeres la observaron con desprecio, ya que usaba un pantaloncillo corto y estrecho. En realidad había engrosado en el viaje tanto comer pasta o comida “chatarra”. Rebuscó en la mochila y encontró un pañuelo con los colores de la bandera de Francia. Se adelantó por el pasillo y se acercó al “hombre” para dárselo. Éste la evitó haciéndole un ademán desdeñoso que la sorprendió. Ya los parlantes anunciaban la llegada a Milán, dejó sobre el asiento el Regalo y se alejó.

El estallido fue brutal. Cuando los socorristas buscaron entre los restos retorcidos del vagón a los muertos y heridos, encontraron el pañuelo con los colores de Francia manchados con restos de piel oscura de la familia de Bangladesh y un trozo de un pantaloncillo de mujer con algo de piel blanca y joven. El “caballeroso” hombre, era un terrorista inmolado.

 

 

KAMIKASE


                            

                                                     “El tiempo se pierde en la arena sin dejar huellas del dolor                                                                                                        de ser maltratada  como mujer” la autora.

 

            Cerró el último cuaderno. Desde muy joven escribía un diario donde dejaba las huellas de penas y sonrisas. Con la tijerilla afilada de cortar los hilos de bordar abrió sencillamente sus venas azulosas. Las manos flacas y angustiadas borbotearon en rojo desparramo suave y melancólico su vida. Puso su pulgar como sello bermejo al final de la postrera despedida. Griselda.

            Quedó sentada repasando el tiempo. Tiempo desde la infancia inconciente de desdichas que galopaban arremetiendo el futuro sin descaro. Se vio niña acunando muñecas con rostros de porcelana apenas coloreadas. Se vio adolescente con la cabellera al viento conjugando candor con sueños imposibles. Se vio mujer amedrentada por un enamorado que la despojó de su dignidad haciéndole sentirse Nada.

            Soñó un bondadoso pasado de embarazos con niños que abrazó con ternura creyendo recuperar su perdida felicidad y todo fue inútil, falló en su tarea de algún modo.

            Envejeció sin tregua. Su perfil de seducción se fue desfigurando en una mueca doliente y huyó a su interior con brío. Caracol de dura coraza de piedra y cemento que adquirió con miedo y adormeció su alma. Huyó en un tren imaginario. Recorrió millas de silencio y traspasó vías de rumores que mitigaron su corazón en sangre viva y de sus llagas exangües; el humo de la máquina de la locomotora, sombreó para disimular sus ojos exaltado de lágrimas, oscureciendo las marcas de ojeras cárdenas. Un tren inexistente que la llevó en el tiempo y calmó heridas.

            Ahora, tenía que esperar. Su cuerpo iba lentamente perdiendo el suave tono de la piel para quedar como el alba de las rosas blancas que movía la brisa en la pared sombría. Las otrora manos hacedoras de estrellas y milagros caían sobre su flanco dándose el respiro de un ronroneo de burbujas de color bermejo.

            El sol se iba escondiendo. El silencio de siempre siguió siendo silencio. La tristeza de siempre se apuró a besarla en la boca seca y sedienta de ternura. Nadie la rescataría de su adiós. Era un “kamikase” de la historia de su vida. Nació siendo mal acontecida y siguió perpetuando su desdicha como mujer maltratada sin consuelo.

            Cayó la tijerilla reflejando la luz de una estrella que asomaba en la ventana. Cayó el cuaderno con su huella y quedó esperando el tren que, imaginariamente, la llevaría al mundo de los vivos. Ese mundo en que creyó encontraría un amor verdadero y bello.

            En el silencio de la muerte… se oyó el silbido de un tren que se acercaba en un chirriar de hierros y misterio.                                                                      

                                                        

 

CARLOS SE CANSÓ DE IR SIEMPRE AL CENTRO

 

            Hace frío y no quiero moverme. Con cinco grados bajo cero, no quiero ni siquiera levantarme. Abro un ojo. Y veo el reloj de la pared frente a mí. Siento un temblor que me penetra y sube desde los pies hasta el cráneo. Odio, odié y odiaré siempre al invierno. Lo detesté desde chico, cuando a mamá se le ocurrió que debía ir a la escuela en la mañana. Protesté, me tiré al suelo y me revolqué por el lodo del jardín, con el mejor berrinche que pude inventar. Esos derretían el corazón del abuelo. Nada sucedió. Me inscribieron en ese horrible colegio en el turno mañana.

             Adiós al chocolate con vainillas al calor de las mantas escocesas de la abuela, adiós a los arrumacos de mi perra “Colita” y a las pantuflas por el salón donde leía el diario la familia. La única que protestó, fue Renata, mi niñera. Ella debía despertarme y lograr que me vistiera, me lavara los dientes y me peinara con “Glostora”. Así pasó el tiempo. Me fui acostumbrando. Pero al llegar el verano, más o menos uno se sentía mejor. No nevaba ni helaba el cuello bajo el capote de lana. ¡Pero en invierno! Se me corrían las lágrimas sin pena y los mocos se escabullían hasta el pecho y allí se congelaban. Debía parecer esos matungos de pueblo, que reparten la leche y de los belfos se les cae la baba. Así, eran nuestros inviernos. ¡Un horror inolvidable! Ahí se enganchó el odio al frío y al invierno.

  Miro el reloj. Mi ojo se desarma bizqueando hacia la puerta. A mis años, tengo noventa, soy el más antiguo del geriátrico y no me ayudan. Entra Fermín con su bata verde y en la mano, el manto con que me cubren. Es de lana cachemir que trajo mi nieta Margarita. Me van a preguntar lo mismo de siempre: ¿Carlos quiere dar una vuelta por el centro? Y yo bizqueo más. Grito. ¡No quiero! Nunca más me lo digan. Odio el invierno, odio el frío, odio el centro. Odio estar acá. Pero no oyen. Hace un tiempo que hablo en silencio. Tuve un ataque cerebral. Ahora le dicen A.C.V., pero yo entiendo. Soy el mismo Carlos que compraba hacienda y vendía cereales en Rosario. El mismo que buscaba las mujeres regordetas para pellizcarles las colas sonrosadas y abrazaba su yegüa “Dulcinea” y cabalgaba por el campo en primavera. El mismo que se echaba a nadar en el viejo río que atraviesa la estancia de mis antepasados. Me escapaba en tren a Rosario o Córdoba, o iba a los bailes en el ferrocarril San Martín sin pagar pasando de vagón en vagón. ¡Era tan picaflor y loco!”

            ¡Bueno abuelo Carlos, a ventilarse un poco! Dice el idiota de Fermín y me alza en sus enormes brazos y me sienta en ese armatoste de silla, fría y triste. Se me corre una lágrima en mi ojo. Él, me seca la lágrima con pudor de hijo y murmura al oído de una médica joven y bonita: “¡Parece que Carlos se cansa de ir al centro! Lástima que no puede hablar. Y me llevan igual y odio el frío.

 

EL MILAGRO

 


                            “Recuerda la hora más oscura es la que precede a la aurora” Shakti Gawain

                                                                                                       

            Hilarión Domínguez era hijo de un maquinista de ferrocarril. Aquél, que ya no pasa más por las vías remotas del terruño. Su padre, Don Gervasio, pertenecía orgulloso a la “Fraternidad”, sindicato fuerte en los cuarenta. Él, heredó la tarea y era un apasionado de los rieles. Conocía cada locomotora como a su conciencia. Despertaba a las tres de la madrugada para acicalarse y luego de tomar unos mates silenciosos, preparaba una caja metálica con lo que podía llegar a necesitar. Su viaje era a un pueblo del secano “puntano” para dejar agua potable, leña y alguna mercadería que le encargaban algunos paisanos.

            Iba en el día y regresaba siempre a la hora exacta. Así era el ferrocarril en esa bendita época. Cuando pasaba por la antigua “Corocortas”, salían a saludarlo con las “chupallas” los pocos habitantes que andaban por ahí. Llegaba a esa hora incierta entre la noche y la madrugada, sin luna o con luna, siempre parecía un lugar oscuro. Él, no tenía temor, dos días de descanso y otro viaje, siempre igual. Rutinario pero hermoso. A veces veía correr las liebres por las vías calientes y aceitadas por el gasoil o el alquitrán del vagón de YPF. Otras, un zorro con hembra y crías, tal vez un “choique” y cientos de animalitos que pasaba bajo su mirada atenta. Su atención al trabajo era real. No podía darse el lujo de perder un convoy ni un tanque…, luego pegaba la vista al frente para reconocer algún paisano que le hacía señas con el pañuelo para saludarlo o gritarle un encargo.

            Fue un día nublado y que denunciaba lluvia, raro en esa época y lugar, pero a lo lejos, vio un punto negro entre las vías. Negro, muy negro. De cuarenta kilómetros por hora que era su movimiento fue bajando por las dudas a treinta, a veinte… pero allí se agrandaba la manchita. Tocó el silbato de la máquina. Retuvo la mano en el freno, pero el aceite y alquitrán no le dejaban parar el tren. Vio unos jornaleros que agitaban sombreros y mujeres apostadas en las hileras de alambres de los campos que se agarraban la cabeza.

            Hilarión pensó que había un “choco” dormido ahí, entre sus rieles. No, no alcanzaba a distinguir qué era eso. Su ayudante tomó el manijón de la máquina, del freno. Hilarión sudaba y miró al cielo, pidiendo a Dios y la Santita de los Caminos que lo ayudaran. Descendió del estribo y se quedó helado. Un niño ennegrecido por el alquitrán, el aceite y la tierra reptaba entre las vías. Seguro el tren le pasaría por encima.

            ¡Ruego a Dios nuestro Señor que salga y se aleje…! y vio con sorpresa que el niño se prendía del hongo metálico del cambio de riel y salía. Los lugareños estaban estáticos. A él, se le escapó un insulto.

¿Cómo puede ser que naides se atrevió a cruzar y sacarlo, tuvo que ser “Tata Dios” el que me hiciera el milagro?

            Vio una madre deshecha en llanto. Y un padre que alejaba cabizbajo; pero ahí supo que Dios lo había escuchado. Hizo una promesa… colocó en ese lugar una Cruz Blanca con una estatuilla del Sagrado Corazón y cuando pasaba le tocaba el silbato como saludo.

            Todavía cuando pasan los paisanos le saludan al crucifijo con respeto.