lunes, 31 de marzo de 2025

EL FORASTERO

 


La casa era de una belleza sin igual pero había sitios desocupados, pensaron en tomar algunos pensionistas. Así llegó un viejo soltero, cuya familia había caído en un bombardeo. Sin otro consuelo que sus cajas con libros y algún que otro objeto recuperado entre los escombros. Vivía con traducciones que hacía para un editor de la gran ciudad. Estricto en su higiene personal. Pagaba puntualmente su pensión y comida. De hábitos sanos no tenía ninguna queja. Luego apareció una señorita, profesora de letras, que mantuvo largas pláticas con las muchachas de la casa. Finalmente llegó un personaje diferente. Era “parapsicóloga” vidente y tarotista. De mirada pícara y voz chillona, cambió el aire serio de la casa. Salía todos los días a su “consulta” en la ciudad. Atendía una cantidad increíble de gente en un pequeño local, donde reinaba un caos de dioses hindúes, egipcios y cristianos. Con una túnica de seda colorida y un turbante con grandes aretes dorados, penetraba el mundo de los muertos como en la vida de los que habitaban los pueblos cercanos.  

                         

ESA MUJER ALEMANA

  

            Alta, de cuerpo espigado y muy alerta. Era una verdadera atleta. Su voz, se percibía desde la casa vecina. Nadie entendía lo que hablaba. Era sola, callada y desconfiada. Compró la casa casi en ruinas y con esfuerzo la fue restaurando como a ella le gustaba. ¡Tan limpia y aseada que sus paredes y pisos, era un ejemplo de orden!

En el barrio apenas hablaba con la gente. La veían salir al alba, con frío o canícula húmeda, tomar el subterráneo rumbo al trabajo, siempre de madrugada. La veían regresar tarde en la oscuridad de las calles desoladas. A veces preguntaba algo en un absurdo castellano anticuado a un comerciante. Un día le preguntaron adónde había aprendido español y por primera vez la vieron sonreír. ¡En el cine! Esas películas que llegaban a mi país eran de antes de la guerra. La solíamos ver cientos de veces. Se quedó callada cuando alguien le preguntó en dónde había nacido. La mirada se transformó en un par de ojos de acero azul. Agradeció y salió presurosa con esos botines de cuero que tendrían cientos de años de uso. ¡Pero estaban impecables, lustrados con grasa de cerdo! Su bolso pingüe de objetos innecesarios.

Nunca comentó que la habían ayudado sus primeros patrones. Que se quedaba en las noches con los periódicos que encontraba en el negocio o en la calle tirados, lo juntaba y escribía palabra por palabra para entender qué decían. No dijo tampoco que buscaba noticias de su tierra natal, de cómo se había desarrollado la guerra o había mitigado la pobreza. Buscaba información sobre posibles temas judiciales que aplicaban en juicios a los ex jerarcas nazis. Buscaba su historia. Ella, la atleta no dormía, siempre asustada, siempre mirando por el hombro para saber si la seguían. Nada.

El vecino era un hombre sombrío, pero amable. Una tarde al regresar de su trabajo le golpeó la puerta. ¿Usted se llama Érika Müller? Esta carta le ha llegado a mi domicilio y le entregó un sobre con unos sellos oscuros y papel ajado. Ella estiró su mano que visiblemente temblaba. ¡Gracias! Fue un murmullo. Él, dio media vuelta y se alejó. En ese pequeño edificio no se hablaba con los habitantes, nadie se inmiscuía en la vida ajena; era una ciudad de gente solitaria que en su mayoría venía del interior a buscar trabajo y si lo encontraba intentaba no tener problemas. Trabajo, solo trabajo.

Miró el sobre, venía de Berlín. No veía la letra de molde que en tinta negra se había mezclado con los sellos de correo. Lo guardó en el bolsillo de su abrigo e ingresó apresuradamente al interior de la casa, dio las gracias nuevamente. Abrió la celosía para que ingresara un buen rayo de luz que iluminaba la avenida. ¡No podía darse el lujo de gastar en electricidad! Se dejó caer en una butaca y husmeó bien, antes de despegar el sobre. Este había sido leído y censurado antes; y lo habían vuelto a pegar. ¿Sería el vecino en el correo o allá, lejos en su país?

Observó los sellos como una experta. La lupa reflejaba bien las pequeñas deformaciones de la máquina de escribir o el sello del sobre. Lentamente se puso las gafas. Eran de carey, antiguas. Vidrios gruesos y pesados. La olfateó. Tenía un dejo a humedad. Cerró los ojos y aspiró. El sello era hermoso, un cuadro del pintor alemán del Max Pechstein, un maravilloso artista plástico. Nos se atrevía a abrirlo. Pero se vio obligada a hacerlo. Rasgó por el costado con un cuchillo el papel. Y allí estaba en letras claras la sentencia.

Cerró los ojos. No quería respirar, tal vez detrás suyo, alguien podría escudriñar su historia... esa que tanto había escondido durante tantos años. La carta hablaba del año mil novecientos cuarenta y tres. Y su nombre verdadero aparecía escrito en tinta roja, una puñalada como aquella que le dio al hombre que siendo ella una atleta muy joven, la había volteado y violado sin piedad. Él, había caído sobre el escritorio donde la había tomado y arrancándole las bragas, la penetró con furia.

Su mano tomó el adorno que estaba sobre la base de mármol, era un extraño puñal de origen oriental y sin decir ni una palabra se lo incrustó en la espalda. Cayó él tratando de sacarse el arma. ¡No pudo! De su cuerpo fluía sangre que se desparramó en el uniforme de oficial. Un sonido gutural le fue dando el impulso para huir de la oficina. Escapó corriendo. Los soldados en el corredor la saludaban sin explicarse el porqué de esa carrera... ¡Claro es la joven atleta que logró la medalla de oro!

Subió, con lo que tenía puesto, aun rota la falda y la camisa, a un tren. No sabía bien qué podía hacer. Buscaría llegar a Austria. Sin dinero y sin ropa, se escondió en un burdel cuando llegó a la ciudad de Viena, aún en manos de los nazis, pero sin saber que pronto se podría escapar. Allí, había muchachas que le ayudaron. Una madrugada, la sacaron en el auto de un cliente que había bebido mucho, le rogaron que la dejara en el en el ferrocarril que seguía rumbo al sur. Allí, quedó, con unos pocos Reichspfennin y una sortija de oro y rubíes que una de las muchachas le dejó en las manos. Con eso escapó. La subieron en Italia, a un trasatlántico y escondida viajó rumbo a lo desconocido. Su llegada a un país extraño y con lengua desconocida para ella era un desafío. Buscó ayuda en un negocio cuyo dueño era de la región de Hamburgo, hablaba alemán y su mujer era criolla. Hablaban indistintamente alemán o castellano y allí, consiguió ser ayudante, tal si fuera un hombre para el acopio de bolsas de harina y otros cereales. Lentamente fue aprendiendo ese idioma que tenía muchísimas palabras que parecían palomas. Sí, se reproducían igual que aves y significaban diferentes cosas, objetos o sentimientos.  El señor August Spelle y su esposa Lola, al poco tiempo; le ubicaron un trabajo en el hospital alemán de la gran capital. Allá fue con la recomendación de sus protectores. Su nombre cambiado. Su vida trasgredida por ese infame instante a sus quince años. Con una carga a la espalda, de acero, que pesaba como las montañas de la Selva Negra. Como un amargo río de vergüenza y miedo. Un Rin de recuerdos rojos, amargos y sedientos de venganza.

Su memoria, se detenía en los hermosos años de la niñez, cuando de pequeña la eligieron para ser atleta por el porte y desenfado, por su disciplina y su fuerza. La rubia niña de doradas trenzas largas y piernas elásticas para el salto o el banco donde se desplazaba como una gaviota sobre sus pies descalzos. Pero un día comenzó la ignominia, el manejo de ciertos hombres y mujeres que en nombre de una Alemania perfecta debía hacer más, mucho más para otros, para un hombre ridículamente gritón, que la asustaba más que los ruegos de sus padres.

Su hermano entró en una vorágine indescriptible de acciones odiosas. Mezcla de estupidez y maldad. Un brazalete con el signo impuesto lo obligaba a transformarse en un monstruo. ¡De un día para otro desapareció, huyó de la casa paterna y fue llevado a un lugar lejos de su familia! Y a sus padres, ella escuchaba en el silencio de la oscura noche. Los sollozos de su madre y las quejas de su padre. Hasta que un día se llevaron a su padre al frente. Las dos mujeres solas, con raciones de alimentos y cargas de trabajo a su progenitora en una fábrica de armamentos.

Ahora estaba con una carta que decía que su pena estaba fuera de proceso por el tiempo transcurrido y que podía regresar a su país. Lloró. Por primera vez lloró. Habían cancelado su pena. En la misiva le explicaban que su hermano que era un héroe de guerra, había luchado para reivindicar su nombre.

Se puso de rodillas. No podía pensar. Su hermano estaba vivo... y la había buscado por el mundo para darle esa paz que en su corazón roto, hacía un milagro. Se quedó así, de rodillas. Miró la solapa del sobre y había una dirección en Berlín. Pero se negaba a aceptar escudriñar esa historia.

Pasaron varios días, ella iba al hospital donde trabajaba como ayudante de limpieza. Era un hospital Alemán, donde podía hablar con sus compatriotas. Aunque ya algunos eran hijos o nietos de sus coetáneos. Muchas veces la habían llamado para que hablara con alguna anciana que se negaba a hablar español o un geronte que nunca había aprendido el idioma y sólo entendía breves frases aprendidas de memoria. Pero si le preguntaban por su vida ella enmudecía.

Una vez atendió a un nazi, y su pulso tembló de horror. Allí había un hombre tal vez cruel como ese que le destruyó la vida y la carrera. Ya con sesenta años estaba al borde de la jubilación y le llegaba una catarata de paz. Su pena había sido redimida.

Una noche de otoño, sintió golpear suavemente la puerta de su departamento. Era su vecino que venía con un hombre alto, canoso de porte distinguido. Lo miró, preguntándose quién podía ser el caballero. El vecino le dijo:- Señora Érika, este señor tocó a mi puerta y pidió por usted. Ella lo miró y en los ojos azules que la escrutaban vio la chispa de un niño de quince años que jugaba con un balón en la vereda de su casa en Stutgart, antes de la guerra. Él, se acercó y la abrazó. - ¡Èrika soy Franz, tu hermano! Me cambié el nombre hace mucho tiempo. Ya no me llamo Adolf, porque me sentía humillado de tener el mismo nombre del asesino de nuestra familia... - y se unieron en un abrazo sólido y esperado.

Ella se hizo a un lado y le invitó a pasar a su hogar. El vecino, se fue con la cabeza baja... ¿Tal vez presintiendo el largo camino que tuvieron que desandar esos seres sufridos y sacrificados? Nunca preguntaría qué había en esas dos almas que esa noche cobijaba un tiempo de sortilegio para ellos.

Así, la gente del barrio presintió, que la alemana, era una sobreviviente de la locura desatada en el pasado.

¡DÓNDE ESTÁN LOS DIOSES!

 


 

                               "Amar y ser amado, es el privilegio de los dioses."

 

Leonardo estaba solo en la fábrica cuando un compañero cayó sobre el frío cemento. La máquina seguía machacando el metal. El capataz corrió y un compañero llamó del celular a la ambulancia.

Rápidamente lo entubaron y lo sacaron del taller. Otro operario lo remplazó y todo parecía que seguía igual, pero el corazón de Leonardo palpitaba con angustia. Conocía al hombre. Era entrado en años y le faltaban unos meses para jubilarse. Tenía a su cargo a su esposa, una hija con un niño y al vecino que no tenía familiares.

¡Demasiado trabajo! ¡Está agotado! Ayer hizo diez horas y se fue agitado. ¿Y alguien se hará cargo de ir a ver qué le pasó? Esas eran las palabras de los que seguían frente a las máquinas. Todos preocupados por el compañero.

Don Jiménez, el patrón, se acercó a decirles que había sido un susto. ¡Gracias a Dios, Elías está bien, ya lo llevaron a la casa! Su familia lo cuidará hasta que pueda volver. Su puesto está seguro. Y saludando amable salió del taller.

Esa tarde al salir de la fábrica, Leonardo lejos de regresar a su departamentito, tomó el tren y se fue a la zona donde vivía Elías, su buen compañero. Golpeó las manos en la orilla de la vereda. Salió el nieto. Era un niño de alrededor de ocho años. Delgado, de ojos vivaces y una sonrisa algo desdentada. ¡Hola? Vení mi abuelo te espera... hace días que te espera.

Leonardo ingresó a la casa que desde el frente parecía una vivienda insignificante. Cuando cruzó el umbral sus ojos no podían creer lo que veía. Era una belleza. Pintada de colores claros, con muebles sobrios pero limpios y bellos. Ventanales de cuyos vidrios ingresaba una luz intensa y amable.

Por los pasillos, todo brillaba. Parecía el hogar de un acaudalado, no por el lujo, sino por la pulcritud y armonía. Entró al dormitorio, donde Elías en su lecho estaba descansando. La esposa, se acercó tendiéndole la mano.- ¡Lo esperaba mi marido, señor Leonardo! Quiere darle las gracias y pedirle algo. Yo me retiro así ustedes pueden hablar tranquilos, dijo la señora.

Él, se acercó una silla. Sentado junto a la espaciosa cama. Sábanas blancas como la nieve con unas iniciales bordadas en las orillas de la funda de la almohada. Una hermosa colcha de hilo hecha a la aguja por una mano hacendosa y perfume a lavanda que en un florero, irradiaba su aroma en toda la estancia. Elías, sonreía. - ¡Creo, Leonardo, que nunca se imaginó como vivíamos! Ser pobres no significa vivir mal, depende de la compañera y de los que te rodean, ah, y de ser muy trabajador.

- En verdad nunca imaginé que usted era tan prolijo, aunque en la fábrica si se notaba su empeño. Es diferente a alguno de los muchachos, que dejan todo tirado y sucio.

- Bueno amigo, yo quiero pedirle un gran favor. Si pudiera, lleve a mi nieto este fin de semana al partido de su equipo favorito. Yo lo suelo llevar. Tengo las entradas compradas y él, tiene el sueño de ver jugar a un muchacho que salió del barrio y llegó a primera.

- ¡Pero sí, con mucho gusto! Dígame a qué hora quiere que lo busque. Yo no soy de ir a la cancha pero por un amigo en apuro lo hago con mucho placer.

- Será el sábado a las diecisiete treinta. Él lo esperará junto a su madre, en la parada del autobús. Y ahora cuénteme como está todo allá en la fábrica.

- Las cosas están bien, nada de volverse locos, pero encontraron un aspirante a metalúrgico de una escuela industrial, que lo remplaza por unos días.

- ¡Menos mal! Estaba preocupado, no podemos perder el contrato de la empresa Ramos. De eso, me dijo el gerente depende mucho el caudal de obreros que puedan sustentar.

- Hábleme de su problema, los médicos... ¿qué le han dicho?

- Por ahora tengo que medicarme y hacer reposo. Demasiado trabajo. Pinté toda la casa con ayuda de mi mujer y mi hija. Además, el jardín hay que cuidarlo y la chacra que nos aliviana el presupuesto.

En ese mismo momento entra la esposa con una limonada y le ofrece unas pastillas. Ella, se nota preocupada. Pero atenta y cariñosa, le acomoda la cama y las almohadas.

- Bueno voy saliendo amigo, se hace tarde y usted debe descansar. Cuente conmigo para lo que necesite y el sábado me llevo al "pibe" a la cancha. - al salir se cruza con la hija del enfermo y su corazón da un golpe imperceptible, su rostro se sonroja. Esa muchacha es hermosa y él, tan solo. Ella lo mira y le sonríe.

- Leonardo, mi papá me ha hablado mucho de usted. Le doy las gracias por lo que hace por mi niño, su papá falleció cuando tenía tres años en un choque del ferrocarril. Y su abuelo es la única figura paterna que tiene.

- Gracias a usted... y le tiende la mano. -tiemblan ambos.

- Me llamo Mariana. Y le ruego que venga a casa cuando quiera, le hace muy bien a papá y seguro a mi niño. - su rostro expresa dulzura.

Leonardo sale con el corazón con timbales sonoros... esa mujer es una maravilla y siente que puede tener un sueño de amor.

 

 

ALGARROBO DE ARRIBA


 

La noche se ponía el poncho de violeta con perfume a frío. Ciriaco Luna, cabalgaba sosteniendo un trote suave en su lobuno. Detrás, el “Flechita” con la cola entre las patas, seguía a su amigo. Oscurecía y en escampe, sólo se veía el fuego del cigarro que se quemaba entre los labios secos del hombre. Las nubes se habían diluido entre los cardales. Y él, confiado seguía la huella que lo llevaba a su rancho.

No estaba la Carmen, se había ido al pueblo donde vivía su hija, la Teresa. Algarrobo de Arriba era un montón de soledad y silencio. Se oía el ruido del viento y el aullido de algún chacal que merodeaba los potreros. Los perros cimarrones peleaban por alguna osamenta con los de la casa. Frenó el pingo y desandó entre los maizales.

Una ráfaga helada le voló el sombrero y salió disparado hacia el corral de chivos. Se le escapó una maldición. Se arrepintió al instante. No hay que llamar los fantasmas en noche sin luna. Flechita se alarmó; su pelo se había erizado y las orejas en punta le señalaron su enojo. Había algo raro en el aire.

En el algarrobo un cuchillo clavado sostenía un papel con palabras escritas en malos garabatos. Sacó la nota y el cuchillo. Lo limpió en la camisa y abrió la puerta del rancho. Prendió el farol de kerosene que iluminó en naranja la pobreza de las paredes de barro. El perro se echó junto al fogón y allí se quedó dormido. Antes había tomado agua con fervor de animal y ni miró el trozo de pata de vaca que le había puesto Ciriaco en una lata junto al agua. Él, Ciriaco, estaba muy cansado, quería echarse en el catre pero primero con suma dificultad, leyó la nota.

Mañana tendré que ir a la vieja Capilla del Cavadito. Me esperan. Caracho con el difunto. Nadie se imaginaba que estaba malo. Se comió una torta frita, seca y dura que tenía días en la fiambrera, con una tajada gruesa de jamón de chancho. Y se quedó dormido.

Ululaba el viento a la madrugada. Y despertó con la garganta arenada y sedienta. El agua en la palangana estaba helada, rompió con una piedra el hielo y se lavó como pudo. ¡Vamos Flechita, tenemos que ensillar y se nos viene el calor y es lejos! El animal, levantó la cabeza y movió la cola. No quería salir con esa helada.

Esta vez ensilló a “Carasucia”, la yegua y se puso camisa blanca y bombacha negra. Cinturón de función de tristeza y caló sombrero algo nuevo. Poncho blanco hecho por la Carmen al telar ese otoño. Un pañuelo al cuello de color violeta. Salió rumbo a la capilla. No lo acompañaba el perro. ¿Qué te pasa Flechita?

Se fue sin esperarlo, tal vez lo siguiera. Lo alcanzaría en un trecho. Al trotecito variado arrastró su tristeza. ¡No es tiempo para que mi amigo se fuera!

Casi al medio día, se le negó la yegua. Las patas encabritadas sostenían su cuerpo que se apretaba a las crines. ¿Y a vos qué te pasa? Un murmullo de pájaros, jotes dañinos se arremolinaron en la cruz del camino. A lo lejos, se veía la Cruz de la Capilla del Cavadito. Un tañer de campanas, malograron su curiosidad de hombre bueno.

Entonces, entre los yuyales encontró un cadáver. ¡Era el cuerpo de Carmen! Un cuchillo igualito al que encontró en el árbol, tenía su mujer clavado en el pecho.

Se apeó y vio su rostro entumecido y yerto. Carasucia coceaba entre los yuyales y un sonido de triunfo escuchó tras los árboles. La carcajada histérica de la Teresa, apretaba en su mano el cabello canoso de la madre.

¿Teresa qué pasó? Y al darse vuelta ya no estaba la loca. No había nadie

UN SUEÑO CUMPLIDO


 

            Me llevaron a un pueblito de la costa. Era un verdadero paraíso. El océano con sus azules y verdes, transformaban la costa en una verdadera belleza inolvidable.

            Soñé que estaba parada junto a las vibrantes olas del mar que azotaban las rocas junto a la playa. Pensé en cuántas veces había querido ver ese mismo paisaje en mis ensoñaciones. Pero ese era un pequeño momento antes de dar mi exposición sobre literatura.

            Así me dejé llevar hasta un salón hermoso, con butacones de terciopelo azulado, lámparas llenas de lágrimas de cristal que brillaban con la luz. Allí me presentó un caballero al que poco comprendí por hablar en un idioma del lugar, luego una hermosa joven, de ojos negros y cabellera bellísima, tradujo al hombre.

            Frente a mí se apiñaban un grupo de estudiantes de letras.

            No me amilané, me dije: para eso estás aquí, para eso viajaste tanto… pero me temblaban las piernas. ¡Era muy estremecedor!

Fueron aminorando la brillantez de las luces y quedé envuelta en una suave azul- celeste que me permitió hablar con desenvoltura. Al finalizar mi exposición, la joven comenzó a traducir y yo me puse a observar los rostros inteligentes de los participantes.

            Luego comenzaron a preguntarme con curiosidad. ¿De dónde viene? ¿Desde cuando escribe así? ¿Por qué? Y un sin fin de consultas que me hicieron sentir algo nerviosa. Pero yo sabía que al salir de allí, pediría ir a caminar a la orilla del mar y mi corazón volvería una y otra vez a gozar tanta belleza.

            Me dieron un sabroso té de hierbas dulzonas y suaves. Unas ricas confituras de miel con almendras y nueces. Luego de un aplauso cerrado y unánime me acompañaron al hall central donde una joven mostraba sus hermosas pinturas marinas. Todos hablaban con amabilidad y cuidando no hacer demasiado ruido. Por sobre la charla se oía el chasquido de las bravas olas en las rocas en la orilla del mar. Le pedí a Aziza me acompañara a caminar un rato por ese pasaje entre burgambillas y gaviotas y se me cumplió el sueño de pasear en el mismo paraíso en la tierra.

            Hoy quiero escribir poemas a esas aguas de colores cambiantes con la luz y las sombras de las nubes y el sol que entretejían un tapiz de belleza.

 

 

UN VINO DE BUENA CEPA

 


 

                            “En el vinagre está todo el mal humor del vino”: Ramón Gómez de la Serna.

 

                Octavia Solanillas era viuda. Tres años usó un luto riguroso por el difunto esposo. Don Tiburcio De Los Monteverdes y Matera, era el dueño de los viñedos mejor cuidados de todo “Cuesta del Águila”. Sus cepas de uvas eran el lujo de la comarca.

                Octavia, se casó con Tiburcio apenas cumplió dieciséis años y él, regresó de la milicia. Ambos eran unos “cachorros” juguetones que de no ser por el padre del muchacho, no habría trabajado con el ahínco que le fue inculcando con amor a las viñas, su progenitor. Ella era una jovencita que despertaba el asombro por su candidez y belleza. Rubia y de piel blanquísima, debía usar unos enormes sombreros cuando atravesaba los caminos entre las vides. Él, era un mozo bravo de carácter, tierno como niño con Octavia y duro con los mozalbetes que ayudaba en las hileras.

                Del matrimonio nacieron ocho hermoso niños. Tres mujeres y cinco varones. A medida que pasaban los años, el cuerpo de Octavia fue cambiando, su humor también y tuvo que luchar con una casa permanentemente llena de servidumbre que buscaba un duro para vivir, pero que traían varios problemas de convivencia. La mujer que le ayudaba con los hijos, era muy pueril e ignorante, por lo que les hablaba a los niños de fantasmas y aparecidos, de seres inexistentes que ella creía ver y conocer, que aterrorizaba a los más pequeños. Sin embargo era muy hábil para vestirlos, bañarlos y darles de comer. Era rubicunda, gruesa de caderas, ancha de espaldas y su piel enrojecida por el sol.

                Octavia, lamentó el día que se fue. Estaba embarazada y esperaba su propio hijo de uno de los “chabales” que le merodeaban siempre al anochecer. La mujer que la reemplazó era diferente. Fría, áspera y de voz chillona. Los chicos le tenían miedo. Se llamaba Gabina y era de una comarca vecina. Seca, silenciosa y observadora, no opinaba, hacía. Nunca preguntaba si estaba bien o mal lo que les enseñaba a los muchachos. El mayor ya tenía catorce años cuando murió su padre. Y sintió la obligación de sustituirlo en los viñedos.

                Las niñas eran muy dóciles, no así Fermín el segundo de los varones, que odiaba hacer tareas de campo y soñaba con huir de la casa. ¡Quiero ir a la “mili” para no estar encerrado en este lugar de cerdos y olor a mosto! Grandes discusiones con su hermano y su madre, que envuelta en un dolor inexplicable, solo se ocupaba de monitorear el crecimiento de las niñas. Otro problema con Gabina que se interponía a mimos y “bobadas” que según la mujer, harían que nunca fueran mujeres dignas de casarse y tener una familia.

                En Cuesta del Águila, había un par de terratenientes que querían adosar los viñedos a sus plantaciones. Miraban con ansiedad los pasos a seguir de ese grupo tan cerrado de la familia. Trataban de acercarse a la viuda, para ofrecerle un compromiso y atesorar más viñedos. Ella, no se daba por aludida. Un día tras varios intentos, logró un vecino que aceptara asistir a una reunión de empresarios foráneos. No sabía que en eso había una trampa.

                Le presentaron a un alto ejecutivo de una gran cadena de hoteles que compraban vino para hoteles de Europa. Tenía un carácter fuerte y displicente. Parecía no estar muy interesado en nada. Pero por su fuero íntimo, era obsesivo y despiadado. Lo quería todo. Octavia Solanillas, aun de luto, era muy apetecible. Apenas había cumplido los cuarenta y un años, ese verano. Y su piel estaba radiante, fresca aun y sus cabellos de un largo asombroso, reflejaban los rayos dorados del sol. Él, la quiso para sí. Con sus ocho hijos y por supuesto con todos sus viñedos y bodega.

                Se refugió en un hotel lujoso de la ciudad, pero con su automóvil levantaba el polvo de los caminos atravesando los campos. Venía muy seguido a la finca y siempre traía algún dulce para los más pequeños. Se hizo habitué e imprescindible para Rafael y Fermín. Sus acertados consejos siempre se adelantaban a sus preguntas y necesidades juveniles. Felicitas, lo adoraba. Para su cumpleaños de catorce le trajo un enorme regalo en una caja de color rosas con lazos de organdí blanco y dorado. Ella estaba fascinada. Él, la comenzó a mirar más que a su madre, quien se había quitado el luto y lucía hermosa.

                ¡Pero la jovencita era una joya digna de la mirada astuta y avariciosa del hombre! El, tenía alrededor de cuarenta y ocho años y disimulaba unas canas incipientes. Octavia no había advertido las lisonjas y murmullos que le provocaban rubor a Felicitas. Gabina sí. Lo seguía como un águila, poniendo el oído alerta. ¡Ese hombre no le gustaba! Era provocador y astuto.

                ¿Podía confiarle a su querida felicitas?

lunes, 24 de marzo de 2025

EL TIRANO

 

1- ANTES

 

Los pies descalzos y la nieve cubriéndolo todo. Recordaba la puerta secundaria del edificio, que un día lejano su abuela le había señalado entre el inculto follaje de la zona exterior. Las piedras mohosas difuminaban el contorno de dicha abertura de madera. El frío alteraba el sonido dantesco de la región y el viento arremolinaba la nieve sobre la espalda mustia encorvada. Frida desparramó hojarasca y golpeó con los nudillos adormecidos. Esperó un rato, insistió y oyó desde adentro cómo se arrastraban unos suecos de madera. El toc toc, era una alianza con la esperanza. Se abrió chirriante la puerta de modo que apenas se veía un ojo entre la hendija. Madre. Soy Frida. Déjeme entrar.

La tironeó una mano huesuda y casi a la rastra ingresó en un oscuro pasadizo húmedo de piedra. Otra mujer se distinguía por tener una lámpara que apenas iluminaba el lugar. Sobrias, ambas la examinaron de pie a cabeza. Si, sor Hugolina, es la hija de una antigua conocida de la casa. Ven, camina rápido. Debían disipar cualquier movimiento de alguien que observara fuera del edificio. Desaparecieron en la umbrosa soledad helada.

Tras llegar a un reducido ambiente, las mujeres encendieron luz. ¿Cómo te atreviste a venir? Sabes que Él, nos mataría a todas si se entera que huiste y te recibimos. ¿Porque huiste del tirano, verdad? Sí. Llevaron a Rosaura y a Sabina. Ahora vendrían por mí. De ellas nadie sabe nada. Se dice que las llevaron a esa casa y luego desaparecieron.

Ven, siéntate y toma esta infusión caliente. Hugolina, de rodillas, masajeaba los ateridos pies desnudos. Estaban casi congelados. Azules y sin vida, pero la habían hecho llegar hasta el refugio. El Hombre, no se había atrevido aun a desentrañar la vida de esa comunidad. Pero las odiaba y siempre llegaba un emisario a registrar el lugar, las alacenas, las ollas, las habitaciones. Casi todas eran ancianas. Pero últimamente habían socorrido a muchas jóvenes que huían del ávido deseo del tirano.

¡Ninguna muchacha de este lugar será doncella para otro hombre, sin antes hacerme feliz! Eso pasaba de boca en boca. Y los hombres aterrados escondían a sus hijas y esposas en los lugares más extraños. El bosque estaba poblado de trampas puestas para evitar que llegaran los esbirros a tomar por la fuerza a las pobres hembras.

Una vez que se había templado y sus labios no estuvieron morados y su mandíbula no castañeteaba, la llevaron por un pasadizo a otra zona. El lugar parecía una celda carcelaria. Pero un hogar crepitante amenizaba con un suave perfume a incienso y pino, el espacio donde un catre rústico envolvía a tres o cuatro muchachas, encogidas bajo una manta de lana tejida al telar por las religiosas.

Hábilmente la ubicaron entre dos de ellas y el calor de sus cuerpos envueltos en unas enormes batas de algodón, le fueron dando un reconfortante sopor y se quedó dormida. Se apagaron las lámparas y el silencio y oscuridad invadió todo.

 

UN MES ANTES

El mercado era hermoso. Los pollos y aves de caza, colgaban de los tenderetes como joyas. El olor del pan de cebada y de trigo entraba hasta el estómago más recio. Las coles, ruibarbos, setas y membrillos llenaban de color los cajones y cestas de los campesinos que ofrecían sus mercaderías. Las familias, regresaban de sus campos con conejos y cerdos pequeños. Todo parecía estar en un paraíso. Hasta que se escuchó el trote ruidoso de las cabalgaduras del tirano. Venía a recoger su parte. En realidad buscaba y usurpaba todo. Alimentos, bebidas y mujeres.

En la tienda de los padres de Frida, la muchacha ignorando las advertencias paternas, se agachó escondiéndose de los ayudantes del hombre. La tomaron del cabello y la arrastraron por el mercado hasta dejarla junto a las patas del caballo. Bufaba, su baba le caía sobre la cara roja de ira y dolor. Ni la miró. Le dio un rebencazo al animal y salió en busca de otra joven. Rosaura corría y para él, esa era una presa de caza mayor.

El padre de la joven, recibió una puntada de alfanje en la espalda mientras suplicaba por su hija. Y le pasó por encima el caballo que lo arrolló por el cieno. Quedó herido de muerte y Rosaura en el lomo del pingo del hombre. Este escupió al pobre infeliz y salió haciendo ruido con las monedas que robara de los campesinos.

La madre de Frida, le cambió el color del cabello con hojas de nogal. La que fuera rubia se transformó en morena y le cortó los bonitos rizos, raspó las dulces mejillas sonrosadas de la niña con un estropajo y la hizo bizquear para que pareciera horrible. Pasó unos días pacíficos sin la mirada viciosa de los vecinos y soldados.

  Pero los gritos de la madre de Sabina, confirmó que se la había llevado el secretario del tirano. ¡Su belleza núbil, atraía a los hombres de la aldea! El jefe, señor y dueño de vida y muerte, se ensañaba con cada familia, robándoles las niñas.

El herrero, supo por comentarios de los esbirros del tirano, que se llevaría a Frida. Nadie se podría oponer a su deseo y lascivia. Por eso la enviaron en la noche más negra y fría, bajo un manto de nieve al monasterio. El padre la acompañó un trecho y fue borrando las huellas que dejaban los pies en la nieve, para despistar. Al día siguiente llegaron a la vivienda del herrero y lo obligaron a decir dónde vivía la familia de la muchacha. Con el fuego de la fragua le quemaron las manos hasta que terminó señalando el sitio. Entraron y destrozaron todo. El dueño de esas vidas no perdonaba perder una doncella. Mataron a espada al padre y desparramaron sus entrañas por la calle y a la madre le hicieron cosas inenarrables. Pero no dieron señales de dónde estaba la hija. Murieron sabiendo que Frida estaba a salvo.

 

UN AÑO DESPUÉS

 

El tirano comenzó a sospechar que las jóvenes se escondían en el monasterio. Mandó a revisar nuevamente cada rincón de frío convento. Sólo encontraron unas ancianas despojadas de toda belleza. Arrastraba sus pies deformes y sus manos, parecían garras de animales mitológicos. Dieron vuelta cada mueble, catre o cofre. Entraron a la sacristía. Hacía tiempo el tirano había encarcelado al abad y este había sucumbido al hambre, al frío y al maltrato. Murió el hombre, nació un santo y misteriosamente no llegó nunca más otro servidor de Dios. La cocina lloraba pobreza y hambre. No había sino unas pocas habichuelas y setas que recogían en el bosque las ancianas. No encontraron a ninguna joven que buscaban.

Se llevaron un pobre gato que flaco y famélico, se acercó a uno de los matones. Cuando llegaron al caserón del hombre, este, los traspasó con un estilete uno a uno. No aceptaba un no, por respuesta. Ya no quedaban niñas en la aldea. Y su ira iba en aumento. Mandó a buscar por el bosque, por la campiña y casa por casa para saciar su vil deseo carnal. Los campesinos, vestían de muchacho a sus hijas, hasta que se iban a otros pueblos o aldeas.

Un día, mandó traer a uno de esos chicos. ¡Oh, sorpresa! El muchacho era muy hábil con un estilete que llevaba en la manga de su camisa escondido. Cuando el tirano quiso tomarlo, le incrustó en medio de los ojos la daga. El Tirano cayó envuelto en un manto de sangre que se desparramó por los mosaicos de mármol de la estancia. ¡Era el hermano menor de Frida! Gritó. Su aullido se desgajó por el aire. ¡Venganza! Limpió la daga en las hermosas ropas del moribundo y lo escupió. Ahí tienes tu paga. Salió corriendo por una ventana y saltó a un carro lleno de paja que estaba esperándolo abajo. Hasta los más audaces de los esbirros, no se animaron a ayudar al hombre. Todos tenían algo que cobrarse del Tirano.

CAMBIO DE VIDA

 

Clarice había salido de un hogar profundamente estricto. Su madre era de una seriedad masculina y su padre... era un ser que asomaba cuando quería en aquella casa de habitaciones enormes y lujosas. Era alta y delgada. Sus ojos oscuros se escondían bajo unas pestañas gruesas y oscuras. Le decían... eres una mujer hermosa, mora por tu imagen y tu sonrisa.

Su abuela le había enseñado todo lo que una mujer puede saber sin asistir a una escuela. Leía ávida cuanto libro caía en sus manos. Algunos s e los traía su padre del exterior, otros le llegaban por correo comprados en las buenas librerías del país. Su casa tenía un jardín lleno de magnolias y rosales. El jardinero enamorado de Clarice, la envolvió con una cháchara espectacular. Le regalaba "chucherías" que alegraban la soledad y el silencio de la muchacha. Sólo tenía una amiga, que se había casado con un estanciero de la Pampa. Pero solía venir a visitarla y a charlar sobre su vida y sus pequeños hijos mellizos.

Un día escapó de la casa con Ezequiel, el jardinero. Ella se había llevado su ropa y sus libros tan amados. La madre indignada, dijo no perdonarla y nunca más preguntó por ella. La abuela desesperada le escribió a La miga de Clarice y le dio algunas pistas que tenía donde podía estar. Así, la buscaron por muchos meses.

Una tarde de agosto, cuando el viento azotaba las persianas de la casa, sonó el timbre. Era Lilia, la amiga que venía a buscar a la anciana. La madre la interrogó sobre qué quería hablar con la madre y con dificultad le relató lo que un trasnochado amigo de su marido había encontrado.

Fermín, encontró a Clarice. Ella ha cambiado de vida. Pero no quiero que se enoje conmigo.  Él me describió cómo la encontró. El burdel se llama "Gasparín" y queda en un barrio bravo del sur. Cerca de Quilmes.

Describió a Clarice así: En un lecho caían magnolias sobre las sábanas, marchitas las flores y marchita ella. Bebía vino con el cliente de turno, un vino áspero, desflorado de quién sabe que barril viejo. Ella parecía apoyada en espinas. Sus senos marmolados, atisbaban el lecho descubierto y maltrecho. Parecía que en su mirada, huían los ángeles al inquieto espacio de la habitación umbrosa y húmeda. La noche perdida en el infierno... repetía mientras Fermín la acariciaba. Latía el corazón enloquecido, controlaba, ella, la ira y se entregaba sin pudor. Abajo una música de armonio en una melodía de espanto... Una cascada artificial esparcía agua perfumada a magnolias. Ella parecía una Venus prometida a la Luna incestuosa de enero. Las sábanas se arremolinaban en ese lecho doloroso. Así la dejé. Fermín entregó muchos billetes al que fuera el jardinero de la casa y conversando con mi esposo, supo que yo era amiga de Clarice.

La abuela, se apretaba el corazón y su madre por primera vez lloró. ¿Quién podía tener culpa de la loca historia que llevó a la hermosa joven a esa vida?

Aun la busca en los burdeles la policía. Ahora después de varios años, se ha investigado la trata de mujeres que como Clarice, caen en las manos de mafiosos que seducen a las novatas y les arruinan la vida. ¿La encontrarán algún día? ¿Cómo estará?

DERRUMBE

 

Diomedes llegó con la bicicleta desbarrando el camino. El boliche de ¡Griego! Parecía un tornado entre el humo y el olor al vino bravo de uva chinche. Sudaba el muchacho con la frente empapada y la ropa pegada a los flacos brazos cubiertos por una camisa vieja. Dejó su destartalada máquina sobre el soporte de hierro herrumbrado y torcido que servía en la angosta vereda. Salió como huyendo y entró con un ruido usual en el boliche.

En la sombra junto a la mesa de piedra, descansaba el Tobías. Callado y embarcado en su constante mutismo. No miró al recién llegado. Este, se acercó y con la fuerza que traía, le dio un manotazo sobre la espalda corva. Un mechón plateado, cayó sobre los hombros del hombre. Levantó la cabeza y le propinó un salivazo sobre el rostro hediondo y húmedo de sudor. Sacó el facón del cinto y de no mediar el griego, le asesta un cuchillazo. Diomedes, trastabilló y soportó el empujón del bravo.

¡Sepa viejo hijoiputa, que lo quiero matar. Ayer mismo se marchó la Hilaria, por su única culpa. Harta de sus golpes y de sus furias. La pobre ya no tenía lágrimas para derramar. Y usted, le seguía.

VACACIONES EN LA MONTAÑA


 

                        Ni siquiera se sentó a la mesa. Tenía la cara arrebatada de ira. Otra vez ha vuelto a dejarnos solas. ¡Es tan poco sociable! Al final mejor si no hubiera venido, nosotros nos arreglaríamos igual...como siempre. María Eugenia se fue quedando dormida. El ruido lejano de la gente que bailaba en el plató del hotel, le servía de somnífero. ¿Qué estaría haciendo su madre? Llorando... ¡¿otra vez?! 

                        Me siento abrasada por un sol tórrido, rojo, envolvente. Junto a mí está el hombre más hermoso que pudiera soñar. ¿Es Luis Miguel? Debo estar soñando. Mejor que despierte porque será peor si no logro besarlo. ¡Es tan divino! Es un potro. ¡Hay déjame dormir, te digo, no voy a levantarme para estar con vos! Me cuesta abrir los ojos. ¿Qué que Juanjo? ¿Qué..., OH, no me digas? ¿Papá? ¿Y qué hizo mamá? Bueno ya me levanto y bajo. Esperame con un desayuno de esos. No puede ser...papá se encontró con "alguien", regresó anoche con más de una copa y durmió totalmente vestido. Mamá cuando se despertó ¿qué habrá pensado...? Ya, me pongo los lentes de contacto, me pinto un poco los ojos y bajo urgente. Tengo que saber todo.

                        El ascensor repleto. Bajaré por la escalera. ¿Qué lío, qué pasa en el hotel? No...Nada menos ni nada más que todo el staff de " El Rayo". ¡Qué minas, qué minos! Allá está Juanjo.

                        - Hola...dejame espacio. Sí, ya vi que llegaron esos, pero me interesa más lo de papá. Contame. -  se desvía su mirada entre todas las golosinas de la mesa. - ¡Qué cosas ricas, voy a engordar como un cerdo...no me voy a poder poner el Jean nuevo!

                        - Sos retonta. Mirá parece que papá ayer se encontró con una `doctorcita´de la facultad...él dice que le sirve café, siempre, cuando están de exámenes. Mamá, la conoce bien, pero sólo se traga la mufa. La cuestión que cuando papá la invitó a tomar una copa en el bar...no tonta; a mamá, ella estaba cansada, vos sabés acá con el frío le duele la pierna, se acostó, pensando que papá lo haría. ¡No, se quedó hasta las cuatro tomando tragos y hablando!-

                        - ¡Huanca no te distraigas y contame...esa que está allí es una de las modelos top del Rayo...¡Qué lolas tiene! Y la cola. Deben ser puro plástico. ¡Dale! Mirá quiero saber qué hizo de malo el viejo, de todos modos, mamá no le da ni bolas.

                        - Ahí viene mi entrenador me voy. Después te cuento. Nada importante debe haber pasado. Allí viene la vieja.

                        María Eugenia mira distraídamente a su alrededor. El caos reina en el comedor del hotel y piensa...

                        - Si me hubiera ido con Dolores y Caro a Disney, no me embolaría tanto. Acá todo es un plomo. Seguro que ahora mamá me va a retar por algo.

                        ¡Hola, buen días, si se puede decir buen día con todo este lío! Te pusiste ese pantalón todo desplanchado y sin hacerle el ruedo? Te he dicho mil veces...

                        - Má, no me hinchés. Ayer por el pelo, hoy por el pantalón ¿mañana por qué me vas a retar ? Acordate que este es mi viaje de los quince. Podría haber ido al viaje con las chicas, pero no, yo quise estar con ustedes. ¿Para qué? Si me vas a molestar todo el tiempo. ¿Qué pasó anoche con papá?

                        - Mirá esa chica ¿no es la del Rayo? Prácticamente está desnuda y debe tener tu edad. Yo no me explico cómo las madres le dejan hacer lo que quieren. ¡Hija mía tendría que ser!

                        - Sí, sería idiota como yo. No ves que ellas son más libres. Nadie las jode.

                        - Allí viene tu padre. Te he dicho que no hables así, parecés una chiruza. Hacele lugar para que desayune. Me gusta ese modelo de peinado. El de esa señora que está sentada allí. ¿Cómo me quedaría ese corte?

                        - Buen día...menos mal que salió el sol. Desayunemos que me quiero ir a jugar al pool en el subsuelo. ¿Qué hicieron anoche? Yo me encontré con gente de allá, de mi trabajo. ¡Qué rico dulce, me hace acordar al que hacía tu mamá! Mirá llegó un grupo de japoneses...sacarán millones de fotos. Bueno me despido hasta el medio día.

                        - Mami me voy a tomar sol en el solarium de Piscis. Me puse la bikini que me regaló Rolo. La tengo debajo del enterito. Chau.

                        - Cuidate, no tomés demasiado sol. Ponete un protector. Acordate que acá el sol es más fuerte que en el mar. Nos encontramos para comer. Yo estaré esperando en el salón de lectura traje algunos expedientes para resolver. ¡Siempre me dejan sola! Seguro que les da vergüenza mi aspecto de `discapacitada´. Siempre sola.

                        - Pobre mamá no le damos bola...pero es tan pesada. Tendría que haberme ido con las girls sería más divertido que estar acá. ¡Qué tipo super...debe ser gay! Ese que me mira está bueno pero no me animo, es difícil que me mire con ese lomo. Hola, sí estoy sola ¿Y vos? Me llamo María Eugenia. Soy de Pilar. Sí de Buenos Aires. ¿De dónde? Sos de acá...qué aburrido.

                                   Se puso los lentes y no habló más.

EL BOBO DEL MARTILLO

 

La finca “Siete soles”, era tan grande que no se conocía un buen mapa de su tamaño. Los dueños, unos ricachones de Buenos Aires, venían sólo para la cosecha. Daban trabajo a muchos obreros, pero como todo extraño a la tierra, no se interesaban por la gente del lugar.

El cultivo y el pago estaba en manos de Cárdenas, comisario y buen vecino. Hombre fuerte de la zona. Lamentablemente arreciaran los incendios y tormentas de granizo, pero él, siempre estaba al pie ayudando.

Un día, después de un incendio en la estancia grande, Cárdenas estaba proveyendo de palas a los obreros que se acercaron a cooperar. Ahí fue, cuando vio a Eulogio pasar con una carretilla hacia el galpón de la herrería. Le llamó la atención el bulto que tapaba con una lona sucia. Alguien lo distrajo con un pedido para el sofoque. Se dedicó a entregar picos a los hombres del pueblo cercano. Ellos querían evitar que el fuego los alcanzara. Los aviones hidrantes iban y venían desde el río al campo en llamas soltando agua del río desde la panza del avión.  

            Los patrones, avisados por telégrafo, estaban de parabienes cuando supieron que se había extinguido el foco del  norte, el más valioso en almendros y nogales.

Pasado dos días, entre los árboles quemados, encontraron una calavera. Otra más. Esta vez tenía el cráneo roto de un martillazo. Cárdenas llamó al jefe y le comentó que había observado a Eulogio pasar con un extraño bulto, pero una carcajada lo dejó un instante paralizado. El muchacho, disminuido mental, traía una de aquellas desfiguradas famosas cabezas de barro. Las hacía desde niño. Malformadas pero reconocibles como  títeres grotescos. Eulogio no era capaz de matar una mosca, dijeron a coro. Con una mirada estúpida la dejó en el umbral de la comisaría. Reía a carcajadas. La baba del muchacho, que ya tenía como cuarenta años; mojaba esa cabezota malformada con la que él infeliz los distraía.

            Cárdenas trató de sacarla del medio en el momento mismo en que el bobo, con un martillo la empezó a romper. La herramienta estaba muy sucia. Tenía pelos y sangre. Mucho barro y el mango algo quemado. También observó que los brazos del lelo, tenía una seria quemadura y en la ropa tenía agujeros hechos por el fuego.

El principal Hernández, el ayudante, preguntó: “¿Con qué te haz hecho eso?” El muchachote contestaba sin palabras y sólo reía y reía sin dar mayor precisión. Nada sacarían de él. Cárdenas lo tomó con algo de brusquedad y lo obligó a entrar en la comisaría. Eulogio, se tiró al piso y se puso a llorar con temor. Se orinó y se secaba los mocos con la parte de su manga donde tenía la quemadura. Tiznó su rostro ya sucio. Luego de arrastrarse y gimotear un rato, Hernández lo tranquilizó. Le dio  un vaso de cola y un resto de sánguche que había en la mesa. Trató de indagar pormenores. No logró nada.

Llegaron desde la zona este con la noticia de que se había iniciado un nuevo incendio. Era intencional. Era imposible impedir que se apagara en forma rápida. Ambos policías despidieron al enfermo con la seguridad, ahora, de que él nada tenía que ver en el asunto. Salió como disparado.

            En ese tercer fuego también encontraron un cráneo roto a martillazos. Quemado. Pero por algunas piezas metálicas de la ropa, supieron que era un peón del campo donde vivía el idiota. El padre del muchacho era uno de los que más había ayudado en la terrible tarea de apagar el fuego. Arribaron a la casa y el viejo corrió. Detrás, el muchacho, cuando vio llegar la autoridad salió despavorido e infeliz como quien se lo lleva una tormenta. Se internó en el monte. Llegaron en ayuda más personas buscándolo. El rastrillaje dio resultado. Allí estaba el viejo desquiciado martillando la cabezota ensangrentada del pobre imbécil. Comprendieron con dolor que él había tratado de decirles eso. Todos pensaban que ese juego que Eulogio tenía desde niño de armar cabezas de barro y romperlas con un martillo, había sido sólo un juego, pero en realidad el pobre “tonto” tan sólo imitaba lo que su padre hacía en cada asesinato.

                                                                      

 

                                                                       

LA TRIGUEÑA


 

            El matorral cerca la vieja pedrera. Los ficus gigantes ahogan la antigua arcada de ingreso. Esa había sido la otrora mansión de Don Evencio Rojas y Trisón. Aún pueden verse los azulejos portugueses, que traían en los barcos como lastre, y que se usaban para decorar fachadas y banquetas de los portales sombreados. El silencio es sólo roto por el grito de los guacamayos azules. El aire enrarecido por el moho y el olor acre de los postigotes pudriéndose por las tormentas caribeñas, invaden el asolado jardín. Tormentas. Más que tormentas, arrecian lluvias bravías. El cielo se desploma digiriendo la tierra. La casa abandonada. Muerta. Recorta algunas imágenes de anticuados angelotes de piedra carcomidos.

            Dicen, porque lo dicen todos por aquí, que Don Evencio, murió loco de amor por la “Trigueña”. Tenía quince o catorce años la muchacha. Era desdeñosa y altiva. Pobre, muy pobre, eso sí, pero muy astuta. La madre quiso entregársela al “Pirata” pero ella huyó hacia la jungla cerrada. Dicen, porque dicen todos por aquí, que se desgarró el cielo furioso y que salía fuego de los árboles resinosos de sabia amarga. Un fuego helado por el viento grimoso que aullaba la interceptó. Y regresó no más, la “muchacha” descalza y chamuscada. Parecía herida por bestias infernales. Y él, la encontró. La trajo entre los pálidos brazos con pelambre anaranjada. La dejó sola en el sillón de seda y durmió dos días seguidos. Al despertar, dicen, que ella le sonrió y el hombre la cubrió de oro. De monedas de oro. Seducida por el brillo aceptó por un tiempo la lisonja y los regalos. Un día ya no estaba. Se escapó a la hacienda de Tiago Sampayo, el hijo de Don Girolando Sampayo. Dueño de diez mil acres de plantíos de café y algodón, al Norte. Y dueño también de cincuenta y siete esclavos fuertes de África Central. La enamorada, se escondió en el malecón entre las mandingas, que afrontaron castigos de látigo en sanguinarias manos de capataces  feroces.

            Dicen, puedo asegurar, que dicen, que Don Evencio la buscó con desesperada angustia. Indagó. Investigó. Pagó a delatores hasta encontrarla. Ella no quiso volver. Tiago Sampayo la había amancebado. Embarazada, la echó a la calle. Tiago era casado con Petronila Soares Da Silva, dueña de medio país. Con ella tenía once hijos blancos como ellos. La “Trigueña” desapareció de la zona. Y no hubo Dios ni demonio que la encontrara. Se había vuelto niebla, humo, en las tinieblas de la selva.

            Dicen y digo, que cuando ayer me mandó mi dueña a buscar un manojo de frutas maduras del huerto abandonado de la casa derruida…la vi. Era ella misma, pero detenida en el tiempo con un niño rubio mamando su pecho moreno. Mi grito hizo huir a los pájaros y guacamayos azules en una algarabía retumbona. Estaba descalza y con su traje verde claro hecho jirones. El cabello suelto y desparramado sobre su cuerpo flaco. No sé, si por mi grito o por mi terror cuando abrí los ojos ya no estaba. Corrí. Volé, mejor dicho, por el sendero abierto hasta llegar a la cocina de mi dueña. Pálida, dicen, que llegué. No podía hablar. Justina, me echó un trago de aguardiente en la boca. Así pude contarles. Todos se miraban, me miraban asombrados. La señora envió a Bernabé, el mulato, a dar una vuelta por el lugar donde la vi. Regresó tartamudeando y con terror, le suplicó que no lo mandara de nuevo al sitio. La había visto. La “Trigueña” y atrás al difunto Evencio Rojas y Trisón. ¿Fantasmas? No regresaré más al lugar aunque me castigue el ama.

            ¡Ah!, y… dicen que en el mercado del pueblo le llaman, a la casona abandonada, la casa del “Ahorcado”; porque así murió el loco. Don Evencio, loco de amor. ¿Y la Trigueña? Nadie sabe. Pero yo la ví. El mulato Bernardo también. Aún tiene quince o catorce años. Y dicen que vivieron antes de la guerra con los franceses, allá por 1700.

SOLO EN EL DURO CAMINO


 

Una arista deshilachada de sueño

su poncho viejo

el viento    en el naciente.

El hombre solo

la tierra   comarca abandonada por

la gastada suerte antigua

tanta perversa miseria

hombre de campo     arracimando

camino al infierno indiferente

gaucho olvidado     que es

una piedra   un eucalipto  un pájaro que yace

los arpegios de guitarras silenciada

la oscuridad tras el monte y

el sol enamorando girasoles    trigo maduro

hombre -  gaucho que atrapa el sonido lejano

del galope

potro salvaje y coraje mezcla de indio y  blanco

odio y amor ancestral

con dulzura de zorzal  y  rugido de puma hambriento.

 

Magistral levedad

deseo de caminos sin alambrado de púas

un silbido de tacuaras    isla verde    sequía

paso aguzado de la noche

filtro de amor

atropello de herradura

fragua inquieta de suspiros

golpe de suerte – taba- trozo de hueso y bronce

hombre solo sin tapera

sin la hidalga esperanza de futuro

galopando el inmenso espacio marginal de la pampa.

LA PLANCHADORA

 

 

 Planchadora buena, sí, la Adelaida, y excelente almidonando. Sus labios gruesos merodean los azulados dedos que chasquean de saliva la plancha negra y pesada. Una palma rosada anida besos que rebotan en las puntillas hechas a mano para su niña. La cadera gruesa y firme ayuda empujando en la empinada calle con su cesta llena, sobre la cabeza. Lleva ropa blanca que lava y plancha, sobre un rosquete de lino. Los ojos mirones atrapan su sombra en la calle que destierra esperanza. Silban otros labios mestizos y fuertes con aliento de ajo. Ella sigue opulenta hasta el mismo núcleo de casas donde el poder esconde ambiciones y odios, ella es una reina sin poder ni trono.

            En una puerta enorme toca. Sale un hombre moreno con sonrisa alegre. Ella casi sin mirarlo empuja y le pasa la cesta. Entre sus blancas polleras se abraza una niña de rostros de ángel. Es su niña linda, es su mimosa que le trae su mascota en brazos. Besa las manitos que se pierden en sus senos rebosantes de leche y medio sentada en el pórtico le entrega su bebida santa.

            Desde la escalera la observa la madre de la niña. Con una sonrisa cómplice le hace una seña y luego que la niña abandona su pecho, se acerca y le deja en la mano monedas de plata.

            Adelaida se agacha, abraza a su muñeca de cabellos rubios y recibe la cesta con ropita nueva. Mañana regresará con sus dos bondades.

viernes, 21 de marzo de 2025

PIZARNIK

 

ALEJAND            Lo que decimos no siempre se parece a nosotros.

 

            En esa noche

            Calmó la sed el arenal de su fuego

            que ardía al gélido latido de la espera.

            Con sus silentes bramidos y susurros

            Ella dijo en pocas palabras…muero

            recogió como estandarte mudo un papel,

            una calle solitaria entre piedras. Y gritó

            atropellando los murales con roja tinta.

            Sangre de aquella heroína dolorida y quieta.

            Una noche, apagó el cigarrillo.

            Cerró el cuaderno de lágrimas y poemas.

            Encendió una estrella y apagó una lámpara

            Se derrumbó en la silla y quedó muy quieta.

            Se había ido por el camino de la nada

            Donde su duende aun juega con tristes poesías.

            Alejandra durmió sobre su pena. Su luz

            quedó titilando entre los libros. Viva está ella.

            Dolorosa y mística, su desaliento duele apenas

            por una fracción de cielo sin estrellas.

 

LA ANCIANA EUNICE

 


 

 

Caminaba sola. Eunice, por la calle solitaria soñaba con su infancia y los recuerdos. Armaba y desarmaba  guirnaldas amarillas con sus recuerdos. Cerró los ojos de impecable color tristeza. Entre su pecho y su pulso latía un suspiro de hojas secas y crujientes. Cada pisada que daba, pintaba marcas sobre la tierra enjoyadas en ocres, dorados y rojos. Su cuerpo se iba  transformando, transmutando en un retroceder de tiempo incontenible. Su cabello gris se alargaba en una sinfonía de ondas castañas y sedosas mientras se alisaba con dedos sarmentosos y los ojos pedían lentamente el color ceniciento; cobraban luz y vida. Volvió a ser niña. Pequeña Eunice con su vestido lacio, holgado, largo y el perfume a jazmines desolados. Eunice  recobrando la sonrisa y la melodía de las rondas.

Tras los álamos robustos que rondaban entre hojas de amarillos y bermejos, vio la figura frágil del hada del jardín de primavera. Tan sutil con su túnica de gasa y su corona de flores silvestres. Sonreía y la miraba con ojos de esmeralda. La tomó del lazo del delantal de organza y le colocó una coronita de flores silvestres que emergían de sus manos, de la nada. Todo olía a perfume de jazmines, a frescias, a violetas y voló un pájaro de cristal y miles de alas de mariposas la siguieron, perdiéndose en el humo gris de las chimeneas del puerto, que con el viento se transformaban en plumas rojas. Eunice se reía, rodeó el tronco del roble y del abeto, y allí, justo, justo allí, enfrentó al unicornio de color azafrán y plata. Los ojos de ágatas doradas la miraron un minuto, tan solo un instante y recobró la risa. Era muy raro el unicornio. El que ella poseía cuando niña era de  porcelana. Se lo dio la abuela antes de embarcar e irse. No la vio más. Su hermoso unicornio era de terciopelo tibio. Suave y alegre en su mirada triste. No hablaba. Los tomó a los dos... al hada del jardín y al unicornio y se sentó en la alfombra de plumas y hojarasca. La rodeó una tenue melodía de celestas y agua. Jugó a acariciarlos, a las antiguas rondas infantiles. Ya cansada se detuvo en medio del jardín de otoño. Se fue quedando quieta y una lágrima salió rodando lentamente de sus ojos cerrados.

Alguien que caminaba en la plaza al amanecer, encontró una anciana muerta en un banco de cemento. Rodeada de palomas, cubierta de hojas amarillas y en las manos jugaba con la brisa

una guirnalda de flores frescas perfumadas. En el regazo como un nido tibio unas pequeñas figuras.... un hada de cristal y un unicornio de porcelana.

 

CON LA CABEZA LLENA DE PÁJAROS

 

    -¡Man…! ¡Man…! ¿Niña Cuándo vas a escuchar y hacer lo que se te pide?

    -¿Qué, qué me dijiste?

    -¿Siempre en el extra mundo! Pareces una abombada.

¡Manu, tienes pajaritos en la cabeza!

            Manu nació en primavera, con el color de las hojas amarillo verdoso de los primeros brotes; calmo, limpio y suave de la brisa que desdibuja el frío y alienta con hálito   tibio el aire del campo. Manu, pequeñita y frágil. Fue la única mujer entre ocho varones. Mis padres, campesinos analfabetos y tranquilos, la recibieron confundidos.  Una fémina entre tanto hombre…, toscos, bravucones, intensos y arrebatados. ¡No sabíamos cómo tratar a la niña!

            Creció como educada por manos ásperas pero deliciosas. ¡Nunca un grito, una palabrota, un enojo! Cuidada como copa de alabastro, era un pequeño cristal que se podía quebrar con el más leve movimiento.

            Entonces adiós a los chicos alborotados, peleadores y groseros.  Ya no peleábamos y sólo afuera de casa o en la escuela y fuera de su mirada que escapaba hacia el cielo, siguiendo el rumbo de los pájaros. Nunca cerca de su mirada melancólica, según decía madre, podíamos asustarla.

            Cuando comenzó a caminar, todos detrás de ella para evitar que se fuera de bruces al piso, parecíamos una larga fila de hormigas…todos atrás. No se puede raspar o algo que se marque en su piel de azucena. Su piel de seda pálida brillaba por un color de damasco que maduraba lentamente. El cabello largo y ondulado bajaba sobre sus hombros con suaves rulos y caían por la espalda y la serena frente amplia. Piel con brillo de fiesta permanente; pestañas largas sombreando las mejillas siempre rociadas por alguna pícara lágrima que se escapaba de sus ojos grises. ¡Nunca supimos por qué! 

           La bautizaron con el nombre de Manuela. Y fue una fiesta inolvidable. Todos hablan en la feria sobre ese día. Sobre los ricos dulces caseros y pasteles que hizo mi madre y la madrina.
           Así fue creciendo. Subía a un árbol, en cuya horquita papá le había fabricado una especie de nido y allí se quedaba como soñando, horas, canturreando.

           Cuando la llamaban a comer o a dormir no contestaba. Según mamá y alguno de nosotros, tenía pajaritos en la cabeza.
           Un día, cuando cumplió doce años le dijo a mi hermano Alfredo que en su cabeza había un piar insistente de aves. Se moría de risa y curiosidad. Mas, luego, comenzaron  a salir de entre su cabellera los picos y cabecitas de pájaros de diferente tamaño y color.

           ¡Y sí, tenía cientos de pájaros en la cabeza! Como si de eso fuera poco, ya no bajaba del árbol.

           Allí se quedó y ahora vuelan a su alrededor los pájaros más bellos del campo y de la aldea.

            ¡Manu, realmente tiene pájaros en la cabeza!

 

BROMISTA

 

 

 

En la tormenta al galán de teatro que pasó por  su pueblo. La abuela, dulce y generosa se atrevió a desafiar la vida y lo educó con esmero. Toda su infancia fue estimulado y era feliz por eso y sólo por eso  vivía haciéndole  chanzas y bromas a sus amigos. Ellos lo querían por su buena predisposición y generosidad. Cuando terminó el ciclo secundario y su pueblo no tenía nada  para darle los profesores.  Amigos y familiares, lo instaron a viajar a la capital para  ingresar a la universidad. Allí logró honores y premios, becas y apoyo económico y además el reconocimiento al alumno más divertido y brillante para los actos académicos, donde descollaba por su ingenio. También conoció a una joven  inteligente, culta y refinada, a quien amó con presteza. Loco de ternura y emoción la desposó en breve tiempo, formando una familia hermosa y muy graciosa. Al tiempo nació su pequeña hija Ana Elisa y después el pícaro Lautaro, que llenaban de dulzura su vida. Eso no impedía que en el club y en su oficina José Carlos no siguiera esa retahíla y chascos de mil formas y modos con sus amigos y compañeros. ¡Se la  tenían  jurada!    

 Una mañana envió a su amada Lucrecia con los niños a su  avioneta particular a buscar a su  adorada abuela. Allá fue la amante esposa y sus retoños. Cuando promediaba el medio día en su oficina comenzó a zumbar el fax. Mientras leía un dolor  agudo comenzó a presionarle el pecho. Se ahogaba y perdió lentamente la visión. ¡Terrible accidente, avión estrellado en las sierras! ¡Imposible recuperar a tu familia...! La luz se iba apagando en sus ojos, una sombra gris rojiza afloraba delante de sus manos que alcanzaron a tomar con fuerza el calendario que en letras claras en color fosforescente decía. “Hoy es 28 de diciembre”. “Día de los santos inocentes... caíste en nuestras manos... tus amigos del   club”. Y cayó sin vida sobre el escritorio.