Alta, de
cuerpo espigado y muy alerta. Era una verdadera atleta. Su voz, se percibía
desde la casa vecina. Nadie entendía lo que hablaba. Era sola, callada y
desconfiada. Compró la casa casi en ruinas y con esfuerzo la fue restaurando como
a ella le gustaba. ¡Tan limpia y aseada que sus paredes y pisos, era un ejemplo
de orden!
En el barrio apenas hablaba con la gente. La veían salir al
alba, con frío o canícula húmeda, tomar el subterráneo rumbo al trabajo,
siempre de madrugada. La veían regresar tarde en la oscuridad de las calles
desoladas. A veces preguntaba algo en un absurdo castellano anticuado a un
comerciante. Un día le preguntaron adónde había aprendido español y por primera
vez la vieron sonreír. ¡En el cine! Esas películas que llegaban a mi país eran
de antes de la guerra. La solíamos ver cientos de veces. Se quedó callada
cuando alguien le preguntó en dónde había nacido. La mirada se transformó en un
par de ojos de acero azul. Agradeció y salió presurosa con esos botines de cuero
que tendrían cientos de años de uso. ¡Pero estaban impecables, lustrados con
grasa de cerdo! Su bolso pingüe de objetos innecesarios.
Nunca comentó que la habían ayudado sus primeros patrones.
Que se quedaba en las noches con los periódicos que encontraba en el negocio o
en la calle tirados, lo juntaba y escribía palabra por palabra para entender
qué decían. No dijo tampoco que buscaba noticias de su tierra natal, de cómo se
había desarrollado la guerra o había mitigado la pobreza. Buscaba información
sobre posibles temas judiciales que aplicaban en juicios a los ex jerarcas
nazis. Buscaba su historia. Ella, la atleta no dormía, siempre asustada,
siempre mirando por el hombro para saber si la seguían. Nada.
El vecino era un hombre sombrío, pero amable. Una tarde al
regresar de su trabajo le golpeó la puerta. ¿Usted se llama Érika Müller? Esta
carta le ha llegado a mi domicilio y le entregó un sobre con unos sellos
oscuros y papel ajado. Ella estiró su mano que visiblemente temblaba. ¡Gracias!
Fue un murmullo. Él, dio media vuelta y se alejó. En ese pequeño edificio no se
hablaba con los habitantes, nadie se inmiscuía en la vida ajena; era una ciudad
de gente solitaria que en su mayoría venía del interior a buscar trabajo y si
lo encontraba intentaba no tener problemas. Trabajo, solo trabajo.
Miró el sobre, venía de Berlín. No veía la letra de molde
que en tinta negra se había mezclado con los sellos de correo. Lo guardó en el
bolsillo de su abrigo e ingresó apresuradamente al interior de la casa, dio las
gracias nuevamente. Abrió la celosía para que ingresara un buen rayo de luz que
iluminaba la avenida. ¡No podía darse el lujo de gastar en electricidad! Se
dejó caer en una butaca y husmeó bien, antes de despegar el sobre. Este había
sido leído y censurado antes; y lo habían vuelto a pegar. ¿Sería el vecino en
el correo o allá, lejos en su país?
Observó los sellos como una experta. La lupa reflejaba bien
las pequeñas deformaciones de la máquina de escribir o el sello del sobre.
Lentamente se puso las gafas. Eran de carey, antiguas. Vidrios gruesos y
pesados. La olfateó. Tenía un dejo a humedad. Cerró los ojos y aspiró. El sello
era hermoso, un cuadro del pintor alemán del Max Pechstein, un maravilloso
artista plástico. Nos se atrevía a abrirlo. Pero se vio obligada a hacerlo.
Rasgó por el costado con un cuchillo el papel. Y allí estaba en letras claras
la sentencia.
Cerró los ojos. No quería respirar, tal vez detrás suyo,
alguien podría escudriñar su historia... esa que tanto había escondido durante
tantos años. La carta hablaba del año mil novecientos cuarenta y tres. Y su
nombre verdadero aparecía escrito en tinta roja, una puñalada como aquella que
le dio al hombre que siendo ella una atleta muy joven, la había volteado y
violado sin piedad. Él, había caído sobre el escritorio donde la había tomado y
arrancándole las bragas, la penetró con furia.
Su mano tomó el adorno que estaba sobre la base de mármol,
era un extraño puñal de origen oriental y sin decir ni una palabra se lo
incrustó en la espalda. Cayó él tratando de sacarse el arma. ¡No pudo! De su
cuerpo fluía sangre que se desparramó en el uniforme de oficial. Un sonido
gutural le fue dando el impulso para huir de la oficina. Escapó corriendo. Los
soldados en el corredor la saludaban sin explicarse el porqué de esa carrera...
¡Claro es la joven atleta que logró la medalla de oro!
Subió, con lo que tenía puesto, aun rota la falda y la
camisa, a un tren. No sabía bien qué podía hacer. Buscaría llegar a Austria.
Sin dinero y sin ropa, se escondió en un burdel cuando llegó a la ciudad de
Viena, aún en manos de los nazis, pero sin saber que pronto se podría escapar.
Allí, había muchachas que le ayudaron. Una madrugada, la sacaron en el auto de
un cliente que había bebido mucho, le rogaron que la dejara en el en el
ferrocarril que seguía rumbo al sur. Allí, quedó, con unos pocos Reichspfennin
y una sortija de oro y rubíes que una de las muchachas le dejó en las manos.
Con eso escapó. La subieron en Italia, a un trasatlántico y escondida viajó
rumbo a lo desconocido. Su llegada a un país extraño y con lengua desconocida
para ella era un desafío. Buscó ayuda en un negocio cuyo dueño era de la región
de Hamburgo, hablaba alemán y su mujer era criolla. Hablaban indistintamente
alemán o castellano y allí, consiguió ser ayudante, tal si fuera un hombre para
el acopio de bolsas de harina y otros cereales. Lentamente fue aprendiendo ese
idioma que tenía muchísimas palabras que parecían palomas. Sí, se reproducían
igual que aves y significaban diferentes cosas, objetos o sentimientos. El señor August Spelle y su esposa Lola, al
poco tiempo; le ubicaron un trabajo en el hospital alemán de la gran capital.
Allá fue con la recomendación de sus protectores. Su nombre cambiado. Su vida
trasgredida por ese infame instante a sus quince años. Con una carga a la
espalda, de acero, que pesaba como las montañas de la Selva Negra. Como un amargo río
de vergüenza y miedo. Un Rin de recuerdos rojos, amargos y sedientos de
venganza.
Su memoria, se detenía en los hermosos años de la niñez,
cuando de pequeña la eligieron para ser atleta por el porte y desenfado, por su
disciplina y su fuerza. La rubia niña de doradas trenzas largas y piernas
elásticas para el salto o el banco donde se desplazaba como una gaviota sobre
sus pies descalzos. Pero un día comenzó la ignominia, el manejo de ciertos
hombres y mujeres que en nombre de una Alemania perfecta debía hacer más, mucho
más para otros, para un hombre ridículamente gritón, que la asustaba más que
los ruegos de sus padres.
Su hermano entró en una vorágine indescriptible de acciones
odiosas. Mezcla de estupidez y maldad. Un brazalete con el signo impuesto lo
obligaba a transformarse en un monstruo. ¡De un día para otro desapareció, huyó
de la casa paterna y fue llevado a un lugar lejos de su familia! Y a sus
padres, ella escuchaba en el silencio de la oscura noche. Los sollozos de su
madre y las quejas de su padre. Hasta que un día se llevaron a su padre al
frente. Las dos mujeres solas, con raciones de alimentos y cargas de trabajo a
su progenitora en una fábrica de armamentos.
Ahora estaba con una carta que decía que su pena estaba fuera
de proceso por el tiempo transcurrido y que podía regresar a su país. Lloró.
Por primera vez lloró. Habían cancelado su pena. En la misiva le explicaban que
su hermano que era un héroe de guerra, había luchado para reivindicar su
nombre.
Se puso de rodillas. No podía pensar. Su hermano estaba
vivo... y la había buscado por el mundo para darle esa paz que en su corazón
roto, hacía un milagro. Se quedó así, de rodillas. Miró la solapa del sobre y
había una dirección en Berlín. Pero se negaba a aceptar escudriñar esa
historia.
Pasaron varios días, ella iba al hospital donde trabajaba
como ayudante de limpieza. Era un hospital Alemán, donde podía hablar con sus
compatriotas. Aunque ya algunos eran hijos o nietos de sus coetáneos. Muchas
veces la habían llamado para que hablara con alguna anciana que se negaba a
hablar español o un geronte que nunca había aprendido el idioma y sólo entendía
breves frases aprendidas de memoria. Pero si le preguntaban por su vida ella
enmudecía.
Una vez atendió a un nazi, y su pulso tembló de horror. Allí
había un hombre tal vez cruel como ese que le destruyó la vida y la carrera. Ya
con sesenta años estaba al borde de la jubilación y le llegaba una catarata de
paz. Su pena había sido redimida.
Una noche de otoño, sintió golpear suavemente la puerta de
su departamento. Era su vecino que venía con un hombre alto, canoso de porte
distinguido. Lo miró, preguntándose quién podía ser el caballero. El vecino le
dijo:- Señora Érika, este señor tocó a mi puerta y pidió por usted. Ella lo
miró y en los ojos azules que la escrutaban vio la chispa de un niño de quince
años que jugaba con un balón en la vereda de su casa en Stutgart, antes de la guerra.
Él, se acercó y la abrazó. - ¡Èrika soy Franz, tu hermano! Me cambié el nombre
hace mucho tiempo. Ya no me llamo Adolf, porque me sentía humillado de tener el
mismo nombre del asesino de nuestra familia... - y se unieron en un abrazo
sólido y esperado.
Ella se hizo a un lado y le invitó a pasar a su hogar. El
vecino, se fue con la cabeza baja... ¿Tal vez presintiendo el largo camino que
tuvieron que desandar esos seres sufridos y sacrificados? Nunca preguntaría qué
había en esas dos almas que esa noche cobijaba un tiempo de sortilegio para
ellos.
Así, la gente del barrio presintió, que la alemana, era una
sobreviviente de la locura desatada en el pasado.