Etelbina subió al tranvía con su vestido nuevo, el sombrero que le prestó su prima y zapatos que le quedaban chicos. Pero iba a su primer trabajo. Cumplió diecisiete años ese verano y tuvo la suerte de ser aceptada en la telefónica.
Yo la veía cuando estaba sentado en mi asiento preferido. Desde allí conocía a cada pasajero que rumbeaba para ir a trabajar. Estaba brillante, la sonrisa a flor de labios que había coloreado de punzó.
Pasaron los años, yo ya estaba por jubilarme y ese día se sentó junto a mí, como si fuera mi amiga. Lloraba. Estaba delgada, gris. Triste y no miraba a los otros pasajeros. Comenzó a decir: " Hace cuarenta cinco años que voy a la misma oficina, sólo me toca apretar una clavija cada media hora para señalar los tiempos de recreación de las telefonistas. ¡Nadia me habla! Para los que van y vienen soy como uno de esos maniquíes de las vidrieras viejas de los antiguos negocios de ropa que han cerrado. Soy de cera. Soy de cartón. Soy de madera. Mire mis dos dedos, los que uso para apretar la clavija desde que tenía apenas diecisiete años. Ahora con sesenta y dos... estoy muriendo de hastío. Me iré de allí, con una clavija incrustada en la mano y en el alma. Etelvina descendió y se perdió entre los cientos de seres grises que les toca ser robot apretando una tecla o abriendo una puerta, sin ser vistos por sus semejantes.
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