martes, 25 de noviembre de 2025

ELODIA

  

¿Te acordás Elvira el cuerpo de Elodia cuando cumplió los diez y seis? Parecía esas figuritas que fotografiaban en las revistas de época, Para Tí, Damas y Damitas y tantas otras que esperábamos con suspiros en los días de verano cuando no podíamos ir al río en las siestas. ¿Dónde quedó el jolgorio de sus piernas movedizas? Le gustaba ir al baile los viernes a la tardecita cuando bajaba el calor y aparecían los "moscardones", como decía papá. Él siempre serio y sin ganas de perdernos. Los chicos del pueblo que dejaban el tractor o los caballos, para ir al baile, peinados con gomina, pañuelo al cuello, se acercaban a nosotras... ¡También cómo no iba a estar atento con siete hijas mujeres y un solo varón que apenas podía montar un petizo!

Elodia parecía que con sus ojos grises, cuando no le gustaba el mozo, lo cortaba con un cordón de plata y un aire gélido, hacía arreciar una llovizna de de palabras sueltas, torpes, del muchacho que se retiraba con la cabeza gacha.

Si era uno de esos más despiertos, esos con olor a lavanda y a Glostora, ella decía: ¡Huele a incienso! Casi era un monje blanco y bello o un ángel que bailaba con sus manos frías de miedo y sudadas por la emoción. ¡No hay futuro! Es un pajarraco. Es un bicho agorero y yo, que miraba sus piernas juguetonas, me metía en aguas sonrientes de un río de una vida inexistente. Feliz, llena de historias de amor.

Ahora, pienso que Elodia era una aventurera en una época donde nosotras, sus seis hermanas atisbábamos su rostro como pintado en colores de arco iris. Hoy, la miré. Encontré su rostro en color cenizas en el espejo de su vida. Parece que un lago lleno de guijarros ha dejado su piel en un nido áspero y descolorido.

Me acuerdo cuando nos complotamos para que se fuera con el Ismael Segovia en el micro que partía a las diez de la carretera sur. ¡Estaba tan enamorada! Yo le puse en una pequeña maleta de la abuela, dos vestidos un camisón y abrigos. Los zapatos que llevaba eran de Mabel y la cartera de María Luisa. Era poco, pero le dimos los pocos billetes que habíamos ahorrado para la próxima kermés de la parroquia de San Eudoro. No llegaban a cien pesos y monedas. El Alcibíades, se acercó a nosotros y nos reprochó lo que hacíamos. ¡Ese tipo es malo, ya verán!

Teníamos los labios como de madera. La garganta seca y el miedo enroscado como yarará agazapada. Mis manos parecían de goma. Caminamos en la humedad del pasto, cuando partió el autobús y llorábamos de terror. ¿Y si era cierto? ¿Y si el Ismael era un cretino? Era verano, pero nos llegaba un frío de fuego con su capote helado y crepitando en las entrañas.  Papá casi nos pega. Mamá se desmayó y traviesa la vieja Delfa, dijo sin mirarnos, "¡Pendejas calentonas, no saben lo que han hecho"!

Las entrañas se habían encogido, estábamos trasmutadas de miedo. Y ella se había ido atravesando las cuchillas, lejos, trotando un mundo desconocido y espeso.

Pasó el tiempo. Llegó una carta escrita por Ismael en que avisaba que Elodia volvía a casa. Llegó sin decir palabras y se abrazó a mamá. Papá no le habló por varios meses. Ninguna de nosotros volvió al baile de los viernes. Las muchachas murmuraban y los mozos nos evitaban como si tuviéramos una enfermedad contagiosa. Elodia hablaba poco. Nada. En ese silencio dijo todo. El Alcíades no se había equivocado. Un día, él, vino a buscar a Mabel. Habló con papá y él, aceptó y se armó la boda. Se la llevó al campo donde cultivaba trigo y arroz. Después, vino un tal Bernardino, empleado del correo en Villa Los Dolores. Papá vio que era un buen hombre y se vivió una hermosa boda. En ese baile conocí a Enrique. Con él, me casé y tengo cinco hijos varones. Como dice mamá... ¡Dichosa hija, no pasarás por lo que tu padre y yo pasamos ese tiempo! Pobres viejos. Yo imagino cómo habrán sufrido. María Luisa se fue del pueblo a Santa Fe. Allí estudió y entró como profesora en una escuela religiosa. Luego de varios años profesó y se hizo monja. De vez en cuando escribe de lugares lejanos donde la mandan a cuidar niños abandonados o ancianos enfermos.

La casa sigue igual. Seca, descolorida y mustia. Elodia cuida de mamá y papá, que ya le perdonó su desatino. Dicen que Ismael, volvió a buscarla y que ella lo recibió con la escopeta cargada de municiones para cazar patos en los arrozales. Salió como una rata maloliente.

Un día apareció un auto negro, con tres hombres grises. Muy serios preguntaron por ella. Mi papá, la llamó. Ella al verlos se puso muy pálida y comenzó a temblar. Pidieron hablar en privado. Y mamá abrió el antiguo escritorio de papá que lleno de libros y carpetas, estaba detenido en el tiempo.

Elodia, de pie y ellos tomaron asiento como si fueran dueños del espacio. "Esto es un pedido del Juez Sabino León Castro. Debe declarar sobre los hechos del tiempo en que estuvo cumpliendo en la penitenciaría de "Corrales", su culpa." La oreja de mamá pegada a la puerta dejó un rastro al caer al suelo. Salió uno de los hombres y la ayudó a salir, la sentó en una silla y la amonestó por su osadía. Mamá lloraba. ¿Mi hermana presa? Ninguno de la familia sabía. ¡Tantos años sin decir una palabra y ahora enterarnos así!

Varias horas estuvieron hablando, un verdadero enjambre de dudas. ¿Qué habría pasado en la vida de esa mujer? La declaración fue lenta y ella sufría. Nosotros, que llegamos una a una... esperábamos saber algo. El silencio era de una tumba. a las horas salieron pisando fuerte y con el rostro ceniciento nos dejaron con una consigna durísima: "Si hablan sobre lo sucedido aquí, ella regresará a la cárcel".

Salió mi hermana y su cara había envejecido mil años, parecía una brasa de hielo o una roca volcánica. Rojos los ojos que parecían inyectados en sangre y su boca una línea cerrada y oscura, donde no había palabras.

¡No me pregunten nada. Sigan con su vida y hagan silencio! Y se fue caminando con la cabeza gacha a la cocina. Dicen los que nos conocen que parecíamos un hormiguero destruido. Cada uno volvió a su hogar sin abrir la boca. Nuestra cabeza era un ovillo de hilo enredado de preguntas sin respuestas.

 Alcibíades nos reunió y delante de Elodia contó: "Familia querida, yo sabía que su hermana había matado a dos hombres. Fue en defensa propia, pero igual tuvo veinte años que pagar la pena que le impusieron". Ella comenzó a llorar quedito. "Sabía que el tal Ismael, era un pájaro de cuentas. Y estaba relacionado con gente muy peligrosa. Sin querer, supe que ella estaba en un burdel de otra ciudad y que en una riña, se interpuso entre unos mafiosos y el "guapo Ismael" Y sacó un arma y bajó a dos de los delincuentes. El marido la culpó. Pero su vida fue un infierno. En el penal, en una riña con otras mujeres hubo otra pelea y le dieron un puntazo, ella se defendió y eso significó cuatro años más de horror. Ya saben cuánto sufrió por irse con el famoso Ismael..." Todos en silencio la miramos y uno a uno la fuimos abrazando. ¡Pobre mujer!

Las piernas de mi hermana Elodia, son hoy, un áspero soporte de piel lacio, cae en cascadas finitas entre sus várices azules. ¡Pensar que yo adoraba sus piernas movedizas! Su figura de estrella de cine y su andar cadencioso y orgulloso. Nunca pudo casarse o hacer otra vida, estaba marcada por una sociedad pueblerina y sonsa que no perdona los errores. Mañana, Elodia, cumple cincuenta años y entre todos le vamos a hacer una fiesta. Lo merece. Mi hermano que entró al ejército y vive en el sur, le compró un hermoso vestido de gasa y con flores celestes y amarillas, como a ella le gusta. Yo le saqué una foto de la revista que guarda en su mesa de luz. Mi amiga Inés se fue a la ciudad y le compró unas sandalias muy "monas" de color chocolate. Ella ni se imagina... hemos invitado a muchos amigos y entre los grandes y los chicos somos más de sesenta. Papá hizo prepara la comida en un restaurante de un amigo. ¡Por fin vivirá un momento de alegría! Eso esperamos todos.

Anoche, después que se fue el último invitado, me senté junto a mi querida hermana y le pedí perdón... por no haber sido astuta y evitar que se fuera con ese monstruo que la hacía vender su cuerpo al mejor postor. Lloró como nunca la vi llorar. Pero me perdonó. ¡Vos no sabías nada! Que papá y mamá nunca se enteren.

Ahora puedo dormir en paz.  Se ha perdonado y a nosotros también.

 

UN MENSAJE BAJO LA PUERTA


                                           “Si vives...que vivas, si ríes... que rías, si lloras...que llores; si estás muriendo que mueras.”

 

Viejo, ya te serví, comé que se te enfría. Cuando llegué de la peluquería, encontré debajo de la puerta este mensaje. Lo recogí y pienso que es de alguien que me conoce bien, ¿sabés?, debe ser de la Pochola, la señora de la vuelta. Esa que tira las cartas y anda con las pirámides. ¿Raro que no esté firmado, porque ella es simpática? Eh, Remo, mirá... ¡eso sí que es falta, y a ¿doce minutos del primer tiempo?, si no le sacan amarilla seguro que el árbitro está comprado! Como te contaba primero pensé que era una de esas cadenas latosas que te prometen desgracias y sino las entregás a varias personas, te suceden en pocos días. ¡Más desgracias para mí! Si mi vida es una desgracia. Cuando abrí el sobre que estaba a mi nombre y leí lo que decía, me quedé perpleja. Mirá como le patea el tobillo el número cinco. ¡Pobre pibe, capaz que lo quiebra! Es alguien que me conoce mucho y sabe algo que aún no te he dicho. ¡Pero comé que se enfría y después protestás!

Si me miraras un minuto capaz que sabrías que hace ocho días que me hicieron el estudio. Fue ese día que manché de sangre la cama. Ese día tuve que ir a cobrarle la pensión a tu mamá y me dolía. El estudio es feo y doloroso. Volví en el colectivo y casi me desmayo. ¡Otra vez falta, pero si están adelantados! ¿Cómo no cobra el árbitro? Me extrajeron una muestra pequeña del cuello del  útero, era para analizar. No protestés, ya sé que estás comiendo y te impresiona, pero en algún momento te lo tengo que decir.

Otra vez el teléfono, seguro que es la Marta que me va a dar la charla sobre el hijo que dejó la facultad y se fue con una “chiruza”, me tiene cansada no habla de otra cosa. ¿Cómo si a los hijos uno les pudiera decir qué tienen que hacer con su vida? Mejor no contesto. Yo hoy no estoy para nadie, no quiero que me interrumpan.

            ¿Pero escuchame! Bueno, me miraste... ¡Gooolllllllllll! Uno a cero. Bien, te decía… gracias por mirarme. Sí, estoy llorando. Estoy llorando porque todavía estoy viva. ¿Sabés lo que eso significa? Que tengo ganas de hacer millones de cosas. Sí, ir al cine a ver la película italiana, al teatro a verlo a Darín, comprarme alguna chuchería sin mirar cuánto nos queda de sueldo para el resto del mes. ¿Viste la chilena que hizo el Tuti? Es un buen jugador el colombiano ese. Además, siempre me queda una esperanza. Tal vez con suerte salga airosa de todo esto, no hay que perder la esperanza, eso me dijo el médico.

            ¿No te sorprendió que ya no quiero ver más el noticioso, ni leo el diario...? y bueno, claro, si sólo hablan de tragedias, huracanes, guerras inútiles y muerte. ¡Cómo si yo no tuviera una parte de todo eso adentro mío! Ahora, eh, Remo, escuchame de una vez, ya va a empezar el segundo tiempo, ya viste el gol. Te decía, que ahora, quiero reírme con Landriscina, Pinti, Franchella; quiero reírme con mi panza que crece, y de mis arrugas que ya no le interesan a nadie. Reírme de mí, que soy una mina súper despistada. Reírme. Reírme. Sí, estoy llorando. No te asombrés porque ahora estoy llorando. ¡Me siento tan sola y desamparada ¡ ¡Mirá qué tiro, está más que fuera de tiempo, el colombiano ese tiene un tiro de esquina que mata! Pienso, eh, Remo, que no he podido hacer ciento de cosas que soñé desde chica. Cantar en un bar como la Serra Lima, actuar en un teatro, pero no como cuando iba a la escuela, en un teatro de verdad con Héctor Alterio o con Alfredo Alcón o con Marrale; en una obra fuerte de esas que dejan al público de pie o llorando o simplemente mudo. ¡Otra vez tarjeta amarilla para el Chueco González, pero está comprado, el réferi está comprado! Vez, Remo, lloro otra vez. No sé por qué esta manía nueva que me hace llorar. Pero lo hago por todos los amaneceres que no vi en Mar del Plata cuando iba con mis padres por el sindicato en los cincuenta y pico, o por los bailes en los que no terminé besándome con un chico como Laport o Delón; por las alhajas que soñé y nunca pude comprar o el soñado viaje a Italia que ya no haré. ¿Pero, no piensan salir del área contraria esos? Sí, lloro... y ¿Qué? ¿Acaso no tengo derecho a llorar por este futuro? Ya lloré mucho en el pasado, siempre supe lo de tu “noviazgo” con la secretaria del señor Pensotti. Sí no protestés. Yo sé que eso fue y ya no es, pero dolió. Justo cuando la nena se recibía y vos no tenías plata para el viaje de egresada, ni para el vestido, ni para nada. ¡Claro el “señor” salía de farra con la “cosa” esa! Era más linda que yo y más joven, bien que te sacó la plata y después te dejó. ¿Eso no fue mano? Eso es claramente un penal. Pasame el pañuelo, gracias, tu pañuelo está deshilachado. ¿No era de tu papá este pañuelo? Está gastado, como yo. Ya traigo el costurero y lo remiendo. Sí, yo tengo varias cosas que arreglar y remendar. ¿Remo, te dije que me estoy muriendo? ¿Sabés que la biopsia dice: “Cáncer de útero en etapa terminal”? Por eso la que tiró la carta debajo de la puerta me conoce bien. Es alguien que se preocupa por mí. ¡Gooooolllllllllll! Dos a cero. Bien, bien, esos son los muchachos. Remo, pasame la sal. He perdido hasta la mano para cocinar ¿por qué será, no?

UNA INFANCIA LEJANA

 

Acompáñame           niño invisible

Acompáñame

Para seguir soñando  a pesar de la niñez

En cada tarde sombría       sola       me encontré

en un santuario sin Cristo

a pesar de eso    soñé

 

viajé por mares de espuma

volé por cielos poblados de grandes nubes plomizas

dancé en prados de trigos    amarillos y maduros

a pesar de eso      soñé

 

caminé por la regiones desérticas de la vida

un rostro siempre delante

un rostro y una sonrisa

era un amigo invisible  que me tenía cautiva

a pesar de eso soñé

 

el rocío      me regalaba     melodías y sonidos

en nochecitas sin luna           jugaba a las escondidas

oculta entre las estrellas

con todo eso                mi simple sueño soñé

 

con él   subí a los bajeles que navegaban en las terribles tormentas

blandía una cimitarra de chocolate y poemas

en un desierto de sábanas

y un jardín de caramelo

 

 

su rostro siempre cambiaba

sus palabras susurradas eran paz para mi guerra

sus ojos eran burbujas tornasoladas y bellas

su sonrisa era canela

y yo seguía soñando       de la tierra       despegados mis dos pies

 

se fue yendo despacito por la vereda del tiempo

¡oh!, yo lo dejé olvidado en el baúl del silencio

¡cuánto hizo por mi alma! ¿cómo me permití perderlo?

En las noches tormentosas  creo que vuelve y lo quiero

lo quiero junto a mi lecho

para ahuyentar muchos miedos...

LA VOZ DE JOAQ

 

            Imagínate ver a la Joaquina en los corrales con las chivas mansas, ordeñando sus ubres rebosantes de caliente leche espumosa. Cantando coplas, mientras las manos diestras aprietan las tetillas y cae el dulce jugo en un balde para hacer quesillo. Imagínate, Ramiro, el balido urgente de tanta cría hambrienta. La Joaquina conoce a cada cabra por su nombre y a sus crías las va bautizando cuando nacen y ella les corta el cordón ayudando a la hembra en parición. Es hermoso ver el techo del rancho con la cumbrera a pleno de pértigas donde cuelgan las pequeñas formas de queso de color ámbar que se desembarazan de la grasa fina. Es un lujo del campo, Ramiro, acercarse y oler ese aroma a vida. Hay horas en el día que se penetra de aromas ancestrales. Algunas veces la Joaquina canta o llama con un silbido a las cabras que vienen a su lado. ¡Claro que la reconocen! Si es como su familia ese puñado de pequeñas bestias cálidas y de piel suave, con pellejas de variados tonos del blanco al marrón oscuro o negro. Ella, la pastora, nunca tuvo hijos. Pero vos Ramiro verás cuando llegues que ellas son sus hijas. Nunca ha venido a la ciudad, la Joaquina nunca salió de su rancho. Mañana cuando vayas, y le digas..., si no se muere, quedará violeta del asombro. Estará inmóvil del espanto. Sé dulce y tierno cuando se lo digas. Nunca salió del rancho, nunca vino a la ciudad y no sabe cómo es la vida fuera de ese allí. Venir a morirse ahora el patrón Don Braulio. Los hijastros vender el campo, ¿qué vamos  a hacer con ella? Morirá de pena.

            El ruido del auto de Ramiro despierta el balido de las cabras. Sale Joaquina a recibir al primo que viene de la ciudad. Él nunca se imaginó encontrar a tan hermosa mujer en medio de la tierra árida e inhóspita de la sierra. No la conoce. Es tan bella y tan ingenua como las flores del cardón que aprieta en su rústico vestido. Su cabello largo, suelto al viento, la envuelve como una mata de “barba del diablo” de color del trigo. El calor la apura y encierra rápido los animales entre los palos corraleros y las pircas que aun sobreviven a los viejos nativos de la zona. Prende un farol de vieja data y se entretiene en el fogón con un puchero. Saca una botella de leche fresca y corta rodajas de pan casero, jamón y choclos hervidos, que son el alimento, comen con el zumbido de los jejenes y las chicharras, cantando junto a los grillos entre los jarillales del patio. Apenas hablan. Ella llora en silencio. ¿Qué hará con la “Preciosa”, la “Blanquita”, la “Rubia” y la... una a una va nombrando sus cabras. Se desparrama un poncho de tristeza junto con el sol que dormita entre los quebrachales.

            Amanece calmo. Joaquina está lista. Abre los corrales para que las amigas pasten por su cuenta. Ya vendrán los nuevos dueños. Se lleva varios quesos y muy poco de sus pertenencias. ¡Tiene tan poquito y necesita tan poco ! Sus ponchos hilados con la lana de la“ Redondita” y del “Terco”. Sube muda, al coche, y van dejando huella de polvo seco y blanquecino mientras se alejan del rancho.

            Llegan a la casa del centro. Le aturden los ruidos y el movimiento histérico de toda esa gente que va y viene sin rumbo seguro. La dejan en su cuarto. Se mira por verse en un espejo y descubre que ha envejecido diez años en un solo día. Llora la Joaquina.

            Pasan unos días. No va a ningún lado atolondrada por las estridencias que siente a través de los muros. Una mañana cuando Ramiro, Jimena y el niño, comen en la cocina sienten un extraño ruido. ¡Sorpresa! La buena muchacha en su angustia ha roto el tabique con lo que encontró a mano, un viejo tenedor de alpaca. Quiere buscar del otro lado los rostros amigos, su nueva familia, que asombrada la observa y comprende.   Jimena se incorpora y la abraza. No es fácil consolar a Joaquina, pero su cariño alimentará la certeza de que no está en el mismo infierno como ella cree.

viernes, 21 de noviembre de 2025

UN HOMBRE DE BLANCO

 

Desde muy pequeño escapaba de la cabaña para sentarse en un tronco cerca de las vías. Horas perdidas jugando con un palito molestando a las hormigas o a los insectos que merodeaban por allí. Era como un tambor: piernas muy finitas, panza muy abultada, pecho chiquito y brazos como cañas de agua. El pelo desordenado y piojoso, le daba vuelta por la cabezota de ojos negros y brillantes como gemas.

Esperaba horas y horas sentado en un tronco de palma semi podrido que arrastraron entre varios muchachos de la barraca grande. Los otros se habían cansado de su juego. Está loco se decían y le hacían morisquetas y burlas. Él, soñaba y esperaba que pasara el tren que no tenía idea de dónde venía ni adonde iba. Pasaba como una flecha y dejaba un ruido que a Mihlo le encantaba. Además, de vez en cuando le caía una botella vacía de color ámbar, una moneda que entre las cortinas arrojaba una señora que usaba un sombrero como de pájaro.

Una vez pasó un poco lento y un hombre de barba blanquecina le alcanzó algo… cuando lo olió, el perfume de carne asada lo ensoñó. El no conocía un sándwich y el hombre se lo dio a él.

El maquinista lo había visto en cada viaje a Diamantina, y le había llamado la atención ver ese chico con forma de animalito humano sentado allí esperando su paso. El convoy  tenía un horario laxo, podía pasar un poco más lento frente a esos ojos desorbitados que seguían la ruta de hierro como a un fantasma precioso de ensueño.

Mihlo tenía como ocho o nueve años, pero era tan flaco, tan mal nutrido que parecía de seis o siete. Ahora tenía sentido quedarse a esperar el tren.

Algunos pasajeros ya lo conocían de ver su figura desdichada siempre allí, esperando, esperando.

Don Joao se comprometió a llevarle siempre algo… en especial algo para comer. El niño devoraba la carne o el pollo asado. Olía un rato el pan hasta que el vagón desaparecía de su vista como un enorme carretón negro a la distancia.

Pasó un par de meses y un día el tren casi se detuvo. Descendió junto al chico un hombre de ropa blanca y barba larga de un gris ralo. Llevaba un par de anteojos sobre una nariz ganchuda y sus labios finos se perdían entre los pelos del bigote. Mihlo se asustó, se escondió detrás un matorral y entonces Joao lo llamó para darle el pan con carne. Fue superior al miedo y salió tomó la comida y el hombre con suave acento le habló en un extraño idioma: portugués. Mihlo sólo hablaba con ruidos guturales un tipo de lenguaje indígena del sertao. El “hombre” se acercó y le miró el vientre, del que sobresalía un enorme ombligo y comprendió que no solo era desnutrido, sino que tenía un enjambre de gusanos en sus intestinos. Le hizo un mimo del que Mihlo nunca había recibido.

El tren partió y el chico corrió hasta la hamaca donde su padre dormía bajo el efecto de una “cachaça infame” y el humo de la pipa con ciertas hierbas somníferas. Lo zamarreó. Apenas el hombre lo miró y le tiró una tremenda patada. El dolor lo dejó mareado. Vomitó el sándwich y de entre sus nalgas salió un jugo amarronado con cientos de lombrices rosado oscuro. Fue un alivio. Ya no sentía ese movimiento que le revoloteaba en su panza y no lo dejaba en paz. Una de las mujeres se acercó y lo gritó. ¡Vete a limpiar, cochino! De su espalda colgaba un trapo con un bebé llorón que dormitaba entre hipo y gruñido. 

Mihlo corrió y se metió en el río, que era la fuente de agua. De allí bebían, se lavaban, se usaba como manantial de vida. No sabían que estaba tan contaminada, que era causa de muertes prematuras y enfermedades. Río arriba había minas de oro y gemas que los patrones “gringos” arrancaban de la tierra. Todos los desechos bajaban hacia el río grande y de allí al mar. Pero nadie controlaba.

Pasó un breve tiempo y una tarde el tren se detuvo. Bajó el hombre de blanco con dos mujeres vestidas con ropas largas y cubrían su cabeza con un paño negro y blanco. En la cintura llevaban un hilo de cuentas de madera y una rara, para Mihlo, imagen de dos palitos cruzados. El chico desconfiado no quiso acercarse. El atrevido barbado, comenzó a caminar entre la maleza, el griterío de los macacos no lo asustó, las monjas se juntaron y casi se atropellaban para no perderse del guía. El muchacho, caminó más rápido y los superó, se detuvo y no los dejó pasar para que no vieran donde estaba la barraca y las cabañas con la gente.

¡Pero los chicos al verlo corrieron y lo abrumaron estirando las manos pidiendo comida!

Un anciano o así les pareció a ellos, se acercó con un machete en la mano izquierda, ya que no tenía la mano derecha. Su rostro surcado con un enorme tajo, dejó a los viajeros un tanto desorientados. Este hablaba un poco de portugués, mezclado con el dialecto de la tribu. El nativo entendió que esas personas no quedarían por mucho tiempo, que habían bajado del tren por el chico que siempre estaba en el tronco esperando y que estarían entre ellos hasta que volviera a pasar la máquina. Mostró el permiso del gobierno para darles unas píldoras y hacerles unos análisis, a los cuales sin entender qué era eso, todos se negaron, menos Mihlo que aceptó, para demostrar que él, era valiente y que sus amigos del ferrocarril eran muy buenos. Todos lo miraron con ojos desorbitados. En especial las mujeres.

Al día siguiente, el muchachito, despachó cientos de lombrices, gusanos y huevos de otros insectos que vivían en sus intestinos, una larga “tenia saginata” salió con dificultad de su cuerpito enclenque. Las monjas le dieron de comer una exquisita sopa de vegetales y gallina y le enseñó que todas esas porquerías que había defecado era producto del agua contaminada. Se acercaron, curiosas, las mujeres y algunos hombres. Vieron como hervía el agua y le agregaban unas gotas de cloro.   

Mihlo se transformó en el héroe de la tribu.

Pasaron los meses y se fueron curando todos los habitantes que tomaron las famosas píldoras del hombre de blanco, que resultó ser un médico de Bahía dos Rey que viajaba a las minas a controlar a los minales, obreros embrutecidos por la dura vida que tenían.

 

ANA FRANK

 

      

 

            RASGUÑÓ LAS PAREDES DEL ALTILLO

            SURGIERON SÓLO ESTRELLAS AMARILLAS.        

 

RASGUÑÓ LA PIEL DE MARGO Y DE SU MADRE

 

SURGIERON BLANCAS VIOLETAS PERFUMADAS.

 

RASGUÑÓ LA PIEL DE “PETER” EN UN ABRAZO TIERNO

SURGIERON MARIPOSAS DE COLORES QUE ESCAPARON

 

RASGUÑÓ LAS TABLAS DEL VEHÍCULO

SURGIERON GOTAS DE SANGRE Y LAMENTOS…

 

RASGUÑÓ LAS PAREDES DEL HORNO CREMATORIO

SURGIERON LÁMINAS DE PLATA EN EL AIRE DE BERGEN BERGE

 

REGRESÓ SU PADRE AL TIEMPO DE LOS CAMPOS

SURGIÓ UN CUADERNO CON TU NOMBRE… ANA.

TRABAJANDO EN LAS VÍAS


 

El punto rojo del cigarrillo se destacaba en la oscuridad. El vapor que salía de la locomotora parecía un fantasma socorriendo a los vivos. Sólo un muerto, puede dar esa sensación de humareda vaporosa y frágil.

Los chirridos de las ruedas sobre los rieles aquejaban los oídos, a pesar de ya haber perdido casi toda la capacidad de escuchar de los hombres de ese rincón de los trenes.

Con tanto humo seguían fumando para apaciguar la soledad. El miedo de perder un miembro cuando se movía un vagón o se caía una de las pesadas ruedas o ejes del tren, que arreglaban. No se podían distraer. Para evitar la muerte o quedar como el Ramón Oviedo, en una silla que le fabricaron los compañeros en los talleres.

El olor del cigarro los concentraba en su mundo. Los trenes.

Deoclesio se limpió con estopa la grasa y sacudió el pantalón con tanta fuerza que sin darse cuenta dejó manchas de sangre en su trasero. Tenía agrietadas las palmas por el duro esfuerzo. No sentía dolor. Era como una queja de su cuerpo eso de andar dejando huellas rojas en la ropa. Un día alguien al pasar le comentó que parecían flores las manchas. ¡Qué coraje! Flores… esos pedacitos de piel que se iban quedando dormidos en los rieles o en las herramientas.

Un sacudón lo sacó del embrujo, en el mismo instante comprendió que se había distraído y pudo ser “finado”. Y, ¿qué le pasaría a la Aurelia si el se marchaba como el vapor del tren? ¡Nada! O tal vez un poco más de miseria. Ya estamos acostumbrados.

El Florencio le pegó un grito, que apenas sobresalió del chasquido de los fuelles del viejo mamotreto que estaban reparando.

-¡Deoclesio, pase una pinza y la “francesa” que dejó en el banco del taller!- y se escabulló entre los maderos de la factoría haciendo un mutis con los alborotados sonidos que ya le atormentaban. Tomó las herramientas y miró con ganas la puerta de salida. Le faltaba como una hora para que sonara el silbato de final de trabajo.

- Acá tiene, masculló no la pierda como la semana pasada que después hay que pagarla.

El movimiento de los fierros les contagió una breve euforia. ¡Eran los mejores! Sacaban trenes de esas chatarras destruidas con herrumbre y carbón.

El agudo sonido de la sirena los reconfortó. Dejaron la máquina y guardaron las piezas y útiles para no tener que pagar de su magro salario. Pero Deoclesio no vio la maniobra de su compañero que escondía una de los instrumentos de más valor.

Al llegar a su casita, pequeña pero cuidada con esmero por su mujer, dejó su ropa de trabajo y dándose un baño, se acomodó en el sillón que desvencijado se adaptaba a su cuerpo. Tomó unos mates y escuchó unos tangos en la radio. Luego llegaron los hijos del centro donde trabajaban y cenaron; después, ellos, se fueron a terminar el colegio en la escuela parroquial. ¡Si no tienen un título, serán siempre como su padre, un obrero que gana poco y “labura” mucho!

Se quedó dormido en el sillón. Lo despertó una sirena aguda, no era la de la fábrica. Incendio en el conventillo de la vereda del sur. Salió para ver si podía ayudar, no le permitieron acercarse. Clavó la vista en el fuego y supo que el tren a vapor iba a desaparecer. Como no lo había pensado antes. ¿Qué trabajo haría él, si se terminaba el ferrocarril a carbón? Miró la alta columna de humo negro y suspiró. ¡Dios no permitas que se cierre el taller!

Pasaron unos años y sus hijos con su título a cuestas ya se fueron yendo a vivir  su vida y con la clausura de los trenes a vapor, lo jubilaron. Ya no tenía que pelear con la grasa, ni el carbón ni el hollín, ahora podía conocer otra zona de su ciudad, ir con su “vieja” al cine de barrio y sentarse a tomar un café en el Bar “Los Nombres del Amor” que estaba enfrente de la estación de trenes eléctricos. Descubrió que su compañero había robado tantas herramientas que se había organizado un taller de reparación de autos y de puro “macho” le colgó en la puerta una noche, un cartel que decía: ¡Ladrón…! Y se armó un gran revuelo y él, lo disfrutó cuando llegó en un auto de la policía esposado. ¡”Chorro”! Tuvimos que pagar con nuestro sueldo las cosas que te “afanaste”. Y se fue riendo porque el Florencio lloraba cuando se lo llevaron a la comisaría.

Al final él, era el héroe de esa historia, se acomodó la medalla de oro, que le dieron por los cuarenta años al servicio de los ferrocarriles y que tenía su nombre: Deoclesio Martínez, por su labor honesta. Miró el reloj que le regaló su jefe y que nunca soñó tener. Era la hora de dormir una buena siesta.

 

 

 

SALEM, OTRO INFIERNO


 

Sabía que mi pueblo era parecido a todos los pueblos. Nunca creí que era        

un segundo Salem, donde quemaron a las mujeres diciendo que eran brujas.

            Una mañana apareció por el pueblo un predicador con un carromato que remedaba un enorme tren. Era un vehículo antiguo, muy cuidado. Sus colores eran férreos en la parte de adelante y más atrás era de muchos colores con flores que decoraban un paraíso desmarriado y falso. Una imagen de Adam y Eva sólo vestidos con hojas de color verde desvaído y una enorme serpiente de color roja que parecía querer comerse a ambos.

Con un alta voz llamaba con tono meloso la atención de los pocos habitantes que transitaban por la calle principal. Algunos parados en los portales o apoyados en las barandillas de los negocios, miraban atónitos.

Mi padre salió de la oficina en la que recibía agobiantes cables telegráficos que le iban dictando el valor de suba o baja del maíz, la cebada o el trigo; tropezó con el cajón del escritorio en el apuro y desparramó los papeles que hora por hora iban llegando de la bolsa de Comercio de la Capital. También cayó su cuaderno de cuentas y volcó el tintero con sus largas piernas al sentir urgencia de ver lo que yo, con mi curiosidad de niña de nueve años ya estaba curioseando entre el polvo y el ruido. Otros chiquilines seguían al carromato gritando y haciendo toda clase de morisquetas. Cada vez más sucios de tierra y interés caminábamos haciendo una suerte de murga para remedar los apocalípticos mensajes que vociferaba el hombre.

Papá me llamó ahuecando las manos como una bocina. A pesar del ruido su voz me sobresaltó y regresé a au lado. Me zamarreó y colocó su mano, enorme, en el hombro para que yo no me alejara.

El sonido se fue alejando y papá sorprendió a los pocos vecinos que pasaba cerca cuando escucharon su orden:- vete rápido al molino y trae a tu tío Zacarías. Corre- me dijo- lo necesito con urgencia.

Salí corriendo en dirección contraria a la caricatura de tren piadoso. Llegué con la ropa empapada de sudor y polvo. Mi cabello parecía un nido de pájaros desarreglado y enredado. Mi tío Zacarías salió cuando lo llamé y quedó boquiabierto ya que no entendía lo que en el apuro le decía. Me dio a beber un té frío y me volvió a preguntar

Así supo que debía ir al pueblo. Sacó la calesa y subiéndome de un brazo partimos por el camino. Llegamos y ya no se escuchaba el altavoz del casi-tren.

Papá se encerró con Zacarías y luego de unos minutos salió cerrando con llave la oficina. Fueron a la policía. Yo los seguí por temor a estar sola, ya que mi mamá había muerto cuando nací y vivía solo con papá. Al entrar, me dejaron sentada afuera pero siendo tan curiosa los seguí sin que me vieran. Zacarías fue el primero que habló: - Ese hombre que ha llegado al pueblo es un delincuente. Deben arrestarlo, ponerlo entre rejas.

Yo no entendía nada. ¿Cómo sabían ellos quién era el reverendo?  Mi papá comenzó a decir que en nueve años atrás llegó a nuestro pueblo y robó a las tres chicas más lindas y buenas del lugar. Se las llevó a la ciudad donde se les perdió el paradero. El comisario escribía con cara de pocos amigos. ¡Y lo peor, es que llegó mi novia embarazada de uno de los secretarios del seudo pastor y cuando nació la niña, falleció!

El horror me paralizó. ¿Era esa la historia de mi madre? Es un truhán, un embaucador y un ladrón, Me imaginé que mi hermoso pueblo iba a ser un nuevo Salem y que en lugar de quemar brujas, iban a quemar un remedo de tren con imágenes del paraíso con Adam y Eva incluidos. Cuando salieron con los policías yo escapé llorando y el tío y papá intuyeron que había escuchado todo.

Cuando fueron a arrestar al forastero se llevaron una enorme sorpresa. El nuevo dueño era un árabe que vendía Biblias pueblo por pueblo y no aquel que se robara a las muchachas. Ahora con setenta años, recuerdo el dolor de quien me crió con amor de padre y cuando subo a un tren, me sonrío recordando aquel episodio.                             

  

           

MALIK JAIDUR


 

El viento caliente y húmedo arrasó con la plantación de caña de azúcar. Las vacas pastaban pisoteando lo que nunca llegó a ser una buena cosecha. Los altos ficus y palmeras caídas unas y amarradas entre sí otras, parecían una catedral desvencijada.  El gran templo de piedra estaba atestado de mujeres y niños. Allí en ese olvidado poblado de india, no había refugio seguro donde esperar el paso del siniestro. Parecía que Khandwa sufría la Apocalipsis ingresada por los blancos. El olor fétido de los animales muertos y del lodo contaminaba la región. Malik caminó hacia el río Narmanda pero los caminos estaban desdibujados y había hombres y mujeres que peregrinaban en busca de agua y comida. Arrastraban en carretones sus pocas posesiones, algunos animales atados a las varas del vehículo y a los ancianos y niños sobre los hombros de los más fuertes o sobre los bártulos.

Se hizo la noche y el aullido de los simios y de algún felino engrosaban su terror que ocultaba por dignidad. Se detuvo bajo un árbol, pero los insectos le herían la piel, despiadados. Siguió caminando. Su prometida había quedado con la familia en los desechos de la aldea. Era tan pequeña, sus ocho años, le impedían traerla consigo. El dios Brahma debía estar muy enojado con su pueblo, ya que no era el tiempo de monzones. Los demonios estarían acechando. Buscó refugio en una cueva entre piedras y plantas caídas. Se quedó dormido. Lo despertó un extraño ruido. Se restregó los ojos y luego de hacer una oración a los dioses, derramó un resto de arroz de su bolsa para tranquilizar a los espíritus, luego colocó un puñado en la escudilla y le agregó especias, con algo de agua que consiguió entre las piedras ablandó su bocado. Esa, que estaba tan seca, apenas pudo tragar eso que parecía comida. Salió del minúsculo espacio y siguió un sendero entre ramas y cañas desplomadas. El ruido que escuchaba se iba haciendo cada vez más fuerte y de repente entre los matorrales vio un gigantesco monstruo que echaba humos y vapor. Malik Jaidur nunca había visto una locomotora del ferrocarril. Desde el techo un sin fin de hombres le gritaron que subiera. Le ayudaron a trepar y el joven campesino subió buscando una aventura, no se imaginó una vida tan difícil.

Cuando el tren llegó a Pakistán, se transformó en un “paria” ya que allí no conocía a nadie, no hablaba esa lengua y nadie lo recibió con el afecto que recibía en su aldea. Pero… encontró a otros indúes que le enseñaron a fabricar canastos de fibras vegetales. Ahora el joven era un emigrante tratando de sobrevivir para regresar a su antigua vida. Y soñaba cada día y cada noche que ese tren que lo trajo lo llevaría de nuevo a su querida aldea para casarse como estaba prometido.

 

 

22—

ESPERANZA CUMPLIDA

 


                                                                                      “Cuando en medio del dolor y las dificultades no se                                                                                                                     pierden la esperanza y se tiene constancia                                                                                                                       en el bien, se acerca a Dios”                                                                                                                                                               JUAN PABLO II

La ermita era todo lo que había quedado de la estancia “La Cumbrera de la Laguna”. Cuando comenzó la sequía y se fue muriendo lentamente la zona, uno a uno se fueron yendo los hombres y los animales. Los sembradíos apachurrados parecían coirones y los árboles se secaron dejando esqueletos retorcidos como espectros. De las casas de adobe quedaban algunos restos desmembrados y hasta los molinos y pozos se desaguaron dejando unos terrones afiebrados de barro ennegrecido. Si corría viento el páramo desdibujaba en fantasmas las osamentas de quebracho y aguaribay sostenidos por la porfía de la vida. Allí parecía todo muerto. No, Sabino el “viejo” estaba. Era el único que se atrevió a quedarse. Su tapera de barro y cañizo apretaba los deseos de seguir viviendo. A él, dejaron en custodia la ermita. Su llave de hierro oxidada y grande chirriaba cuando todos se fueron, y siguió por meses y años. Cada vez más lento, cada vez más flaco, cada vez más ciego. Arrastraba los pies con una especie de muletas que le servían de apoyo. Una Semana Santa se llegó un cura nuevo, por orden del obispo tenía que ver qué quedaba de la ermita, donación de la familia Sayanca – Godoy Sosa.

El pobre novato no cabía en sí del asombro. Sabino lo acompañó como pudo acarreando su debilidad entre el bramido de sus pulmones secos. Abrió la puerta y fue como ingresar al paraíso. En el altar un fresco de la Sagrada Familia pintado por quién sabe qué artista le besó el rostro al cura. Sabino se inclinó sonriendo y le mostró cómo había escondido por si un acaso, las reliquias que dejaron los dueños. Una custodia de plata, un cáliz dorado incrustado en piedras y una cruz que parecía de oro. El tiempo detenido en el tiempo. Nada parecía haber sido tocado. Un sillón de terciopelo azul, sólo tenía una pátina dorada de polvo blanquecino traído por el aire del secano. El padrecito Gaudencio, que así se llamaba el joven, trató de abrazar al viejo, pero con gesto recio, éste lo rechazó. ¡No es de hombres andar a los apretones! Y menos con un pollerudo, se dijo el Sabino.

Salieron de la ermita, cerraron antes que se escondiera el sol y vinieran las ánimas desde quién sabe dónde. El anciano le ofreció unos mates, que era lo único que tenía. Y se sentaron sobre unos tacones de viejos sauces cortados hacía años y servían de muebles en el rancho. El viento entraba por todos los agujeros que tenía la tapera y el humo con su olor de cenizas envolvía todo. Los mates le supieron a veneno, al cura, pero pensó que debía ser caritativo y acompañarlo. El hombre le dijo que eran los yuyos que le ponía a la yerba para alargarla, ya que una vez cada tres meses aparecía un paisano y le traía harina y grasa, yerba y azúcar, algunas velas y algo de aguardiente.

Ya entrada la noche cuando el monje quiso irse, Sabino le ofreció un jergón y allí se echó vestido. Se sacó sólo la sotana y el cuello de plástico para poder dormir algo, cosa que le costó bastante ya que no estaba tranquilo al oír aullido de animales y el ruido del viento.

Al amanecer salió a refrescarse y no encontró al viejo, luego de un titubeo, se refrescó con un poco de agua que encontró en un tacho. Era salada y de color beige, pero no había otra. Caminó hasta un pequeño habitáculo y allí encerrado en la tierra vio gallinas y pollos. Entre huecos desperdigados unos conejos mustios intentaban escapar de los picotazos que le propinaban las aves. Sintió el ruido rastrero de un hombre, era Sabino que se acercaba. Le traía unos huevos de patos silvestres.

¡Son de la laguna! Bueno de lo que queda del humedal. Y se puso a cascarlos en una lata y revolver con una varilla de romero salvaje. Yo no me voy hasta que no vuelva el tren a pasar por allá. No me puedo morir sin verlo de nuevo. Mi Tata, me trajo acá para que le ayudara en el trabajo de los rieles, sabe… y se fue muriendo, él y el tren.  Ahora ya no viene nadie por acá. Ni hay escuela, ni dispensario, ni gente. Hablaba solo para explicar su estoico cuidar de la ermita y del lugar. 

El sacerdote miró el reloj y se despidió prometiendo pronta visita. Vendré con algunos seminaristas y le vamos a ayudar con lo que necesite.

No venga. Si no viene el tren, no vale la pena. Yo estaré siempre acá como ese quebracho viejo. Mi Tata me dijo que nací en noviembre, creo que el 26, pero ya ni me acuerdo en qué año. Y le aseguro que nadie me hará morir si no vuelve el tren. ¡Ni “mandinga” con perdón, padre!

El ruido de un motor que se acercaba los distrajo. Sabino le apretó la mano, la rústica forma de crear un vínculo con el otro, que había aprendido de sus mayores. Un apretón de mano era una promesa a cumplir.

Una lágrima rodó por el rostro barbado del joven y se fue con la cabeza gacha. ¡Era imposible que volviera el tren!

Cerca del 26 de noviembre armó un atado con ropa y víveres. Invitó a cuatro seminaristas y en el jeep del curato, se fueron rumbo a la ermita. Al llegar vieron a Sabino parado mirando fijo al paso del tren. Con un gesto inquieto el anciano los recibió. Sin jolgorio. Los muchachos se sorprendieron del estado de abandono del viejo.

La vista larga puesta en el frente. Arrastrándose cada vez más con los pies desnudos de calzado. Armaron un tablón y le pusieron un mantel, una jarra con vino tinto y un buen guiso de lentejas. Comieron, charlaron entre ellos, ya que Sabino sólo los contemplaba. Luego de una pequeña heladera de camping sacaron una torta. ¿Qué es eso? Preguntó el anciano. Vamos pruebe la torta. Le pasó el dedo y se lo llevó a la boca. El sabor dulce le hizo cambiar la cara. ¡Nunca tuve una de estas cosas en mi larga vida! y pasaba feliz los dedos por la crema. Le cantaron el “cumpleaños feliz” y a lo lejos… muy a la distancia, se oyó el ruido metálico de un tren que pasaba por los viejos rieles.

Sabino, el “viejo”, el cuidador de la ermita lloró por primera vez en muchos años. La sagrada Familia había hecho el milagro.

 

 

 

miércoles, 19 de noviembre de 2025

EL NIÑO QUE NO CREÍA EN DIOS


                        NARRACIÓN INDIA MUY ANTIGUA, ANÓNIMA. ADAPTACIÓN.

 

            Babany era un niño listo. Su padre un buen guerrero que estaba en campaña en la frontera. Su dulce madre trataba de educarlo con el amor al Dios y había sido bautizado como sikh  en un hermoso Amrit en el templo. Y respetando a sus ancestros.

            El niño sólo veía que sus compañeros de  escuela eran muy afortunados y tenían todo lo que querían. Él, sólo poseía: el kesha (pelo largo y recogido); Kangha (peine); Kara (pulsera de acero); Kachha (pantalones cortos) y Kirpan (espada pequeña casi sin filo).

            El aprendía todos los himnos sagrados y los recitaba pero con desgano y siempre protestando para su interior. El quería un automóvil o moto ruidosa y que se entremezclara por las calles alborotadas de la ciudad, una radio para escuchar música bien estrepitosa y juguetes que veía en las ferias.

            La madre preocupada le pidió más dinero al padre, pero éste no tenía sino lo justo para mantener la familia bien sin grandes derroches. Entonces la sufrida mujer le dijo: Mira hijo mío debes hacer algunos sacrificios y Dios te dará lo que quieres.

            El muchacho comenzó a ir todos los días, después de la escuela, al templo. Ayudó a limpiar las escalinatas, el alcantarillado que llevaba el agua a la fuente, las persianas de  mármol y mil cosas hizo para que ese dios lo ayudase. Pero como no creía en Él, siempre protestaba. Un día muy enojado pensó: ¡Voy a molestarlo, lo haré ver que soy malo, él, verá que puedo ser rudo y malvado…y allí pasó lo inesperado.

            Mientras pasaba un candelabro con fuego por la imagen del dios, éste le habló: Babany…tu ira me demuestra que ya crees que Yo Soy y ahora sí, quiero que sepas que siendo reconocido puedo darte aquello que tu corazón infantil anhela. Pero recuerda que no son las cosas materiales las que te harán feliz, sino que cuando medites al amanecer en mi nombre y en Mí, cuando te explayes en el Señor noche y día, así no padecerás penas y desgracias, porque sólo Yo Soy el que Soy. Cuando regreses a un gurudwara (templo) se prudente y recita las palabras sagradas. Come con placer el “karah parshad” (alimento de mantequilla, sémola y azúcar). Ve y dile a tu madre que crees en Mí.

            El pequeño regresó pensativo y alegre; y en su hogar estaba su padre que había regresado de la frontera y llegó con una hermosa moto color most

¿QUÉ ROSTRO TIENE DIOS, PARA TI?


                               DE UN RELATO ANTIGUO DE LA INDIA, ADAPTACIÓN. ANÓNIMO.

 

            El palacio resplandecía con la puesta del sol. En las aguas tranquilas del estanque saltaban alegres las ranas y los pequeños peces. El perfume de las flores, alegraban la tarde, que calurosa, se iba apagando en dorados calientes. Detrás los cortinados de lino fino, humedecidos para atraer el fresco del sur, un rumor de tamboriles y flautas, acompañaban la charla de los hombres. En un rincón el escribiente, sabio maestro de árabe y sánscrito esperaba que su “señor” le hablara. Él, copiaba en un libro los diálogos de jugoso contenido de aquellos mercaderes y aristócratas llegados de lejanos lugares.

            Comenzó una discusión sesuda y alterada. ¿Por qué los gentiles adoraban a imágenes humanas de dioses? ¿Por qué esos hombres llegados de occidente traían un Hombre Crucificado al que rendían honor y devoción? ¡Dios no tienen rostro y nadie lo ha visto jamás! Entonces ¿cómo pueden poner imágenes con formas humanas o de animales?

            La discusión subía de uno en uno la voz. Unos protestaban, otros buscaban un cierto “supuesto” que le pusiera mesura a las palabras de los más sorprendidos o enojados.

            Llamó el “señor” al escriba y conociendo su erudición le pidió una opinión.

            Éste, llamó a un servidor que se apuró a secundarlo: - Trae el retrato pintado del padre de nuestro Amo.- dijo. Así corrió el joven y lo puso frente a todos, en especial al amo. – Escúpelo. Le ordenó.- un grito de horror atravesó la terraza. Los músicos dejaron de sonar sus instrumentos. El mundo se detuvo.

            -¡No, nunca haría eso!- y salió corriendo para entrar en las zonas alejadas. ¡Hazlo tú, que eres su sobrino!- y este muchacho espantado se echó atrás. El maestro tomó el cuadro y con una copa de agua, mojó el cuadro. El dibujo comenzó a nublarse. Mojó más y se fue derritiendo el rostro del anciano Rey hasta casi borrarse. Y preguntó a la concurrencia:- ¿Dónde está el Rey? ¿Dónde su cuerpo y su Alma sagrada?

            Todos lo miraron y en silencio murmuraron… ya no está allí. Se ha borrado.

¡Claro, este cuadro es sólo una imagen inventada con pintura, no es el Rey, su padre, Gran Señor! Así son las imágenes que han traído los Gentiles, puro espejismo. Nadie puede conocer a Dios, pueden pensarlo, sentirlo, amarlo, obedecerlo y hasta agraviarlo.           ¡Pero el verdadero Dios está en cada corazón del hombre! Por eso es que no deben preocuparse por las figuras de cualquier dios que se les muestre, el Verdadero, el Único Dios está en nosotros y sólo se conoce en nuestras acciones.

            Una vez que terminó de hablar se retiró a su rincón y el silencio envolvió el grupo que meditaba las sabias palabras del consejero. Una joven esclava ingresó con una fuente de dulces y cada uno en silencio tomó uno y saboreando la miel y el dátil, trató de eludir la verdad de lo expresado. Cada uno pensaba en sus acciones… inconfesables, otros en sus deseos sorprendentes y lujuria. Pocos fueron los que sonrieron recordando momentos felices de amor verdadero a su Dios interior.

MEDIANOCHE


            La calle se había poblado de ruidos extraños. Un racimo de nubes parecía esconder la figura mezquina de la muerte. Acechaba en cada oscuro rincón del arrabal. Retumbaba el taconeo de una mujer que buscaba un retazo de piel para conseguir comida. Un compadrito, un obrero, un pibe. Nada. Nadie.

            Su larga cabellera negra apenas cubría la desnudez de su hambreado cuerpo anonadado.

            Se detuvo un coche, azul, brillante y altanero. Lentamente fue descubriendo el rostro de un hombre cuya mirada lasciva inquietó su figura recorriéndola como despellejando cada trozo del cuerpo.

            La luz de la cantina colmó de colores el breve vestido de la “hembra”. Un rumor  de bandoneón, violín y piano se destrabó entre los vidrios mugrientos y abrazó el cuerpo de la “mina”. Un tango de Cadícamo apretó la garganta reseca de un forastero que pasaba y la miró con pena.

            Una seña. Subió al auto y partieron con el calor húmedo de la calle del bajo. El puerto olía a bacalao podrido y a ratas merodeando los resumideros. Sonaba un tango dentro de automóvil, se detuvo y se bajaron y ahí con el solo alumbrar de un farol ahumado y amarillo, bailó un tango con el influjo demoníaco del fuego de ese “macho”. Bailaron hasta que la luna se aburrió de alumbrarlos y el farol se quedó ciego. La dejó en la esquina. Ella miró la hora en el campanario del puerto. El reloj, nunca había movido las agujas. Era la medianoche y ella siguió esperando que alguien la llevara para ganar unos “morlacos” y pudiera comer algún puchero.

 

 

 

ESPECTROS

 

Un silencio pérfido predispone al miedo. Se revuelve en la rústica cava pétrea un gelatinoso cuerpo deforme. La soledad atrapa incluso al observador inadvertido que fisgonea en la oscuridad de la fosa. Emerge lentamente el cuerpo fantasmal de una mujer. Su larga cabellera negra tiene mágicos fulgores estelares.  Puebla de formas bellas el lugar.  Comienza una danza espectral sin música. La joven se contornea bajo el influjo de una  rítmica melodía que nace entre las rocas de estalactitas de sales minerales. Una ninfa... de las cuevas ha vuelto a la vida. Se ha desplazado entre el vapor y yace, junto a un enorme cardón en el límite del desierto. ¡La piel aterciopelada de un tenue color ambarino de los nativos inventa un rito de amor!

                   La insatisfacción de mi virilidad adormecida me aprieta el lugar donde aun está el hueco de mi perdida costilla primigenia. Existo como un hombre perpetuo. ¡Entonces  miro la piel y escarbo en  búsqueda de reflejos de un espíritu, de un alma inmortal de esa mujer!  Me acerco y trato de tocar su rostro, anguloso y mórbido como fruta madura, donde unos profundos ojos negrísimos me insinúan una lucha de ancestros transgresores. Es astuta, lo sé. Mi mano se alarga.  Se desplaza la imagen en el intento. No existe. Se diluye como blasfemia en  la nada.  Tiemblo al repetir mi acción y trémulas mis manos atrapan sólo una red de sonidos brillantes, innecesarios, inventados en mi propia soledad. Entonces escapo y el calor del sol me hace regresar a una pequeña sombra. Estoy junto a un antiguo árbol que semeja una catedral de filigrana de madera perfumada. En él, anidan aves ruidosas. Rodeado de malezas y de espinas, mi cuerpo se desploma. Miro mi perfil, en el polvo del camino,  apenas dibujado entre los matorrales. He caído en una trampa. La sed y el hambre estrangulan mi cuerpo herido por la necia actitud de los "otros".

                        Me estiro tratando de aferrarme a una fruta que pende de la rama de un  aguaribay. Me retracto. No es una fruta real, sólo existe en mi imaginación. Un keú grita con sonido  estridente y migra hacia el sur. ¿O es hacia el norte? Ya no importa el rumbo sino que oriente mi flaqueza hacia un territorio fértil. Una vega llena de frutales o  de maíz jugoso.                  Hurgo en mi repertorio  de vegetales ansiados. Un fruto de cardón, dulzón y tibio..., una patata de agua, humilde, que me devuelva la serenidad. Tal vez muera acá en medio del desierto, en medio del reflejo obsceno,  incendio estelar,  ojo de fuego. El  sol asesino.

                          ¡El Sol, dios generador de los padres atávicos! ¡Los atapamas, los tonocotés, los omaguacas, los capayanes...! Se está extinguiendo un hijo del desierto.  Nos estamos extinguiendo. Nuestra raza y leyendas. ¿Dónde están los dioses ancestrales... y dónde ese nuevo Dios de los cristianos?

                          Me voy perdiendo en una nube espesa. Ahí veo una " suy-i con puri " * y es la callosa mano atezada de mi madre. Esas manos que en el mortero de algarrobo molía diariamente el seco grano amarillo de la catedral celestial, verde espada que remonta la tierra agostada del secano en  aras rituales. La madre nutricia era, en la puna y el yermo de Sanagasta y Yacampis. ¡Pero el agua de las palmas se pierde entre los dedos en el polvo y se transforma en piedras! Comienzo a transitar por un laberinto de luces y de estrellas lejanas. No volveré a tocar a mi madre. Está muerta, igual que casi toda la tribu. Un extraño mal los atacó y no pudo el " brujo"  ahuyentar el maligno.

            Un tiempo infinito transcurre para que " Sima - Hoy-ri " ** vuelva a la realidad. La saeta de fuego ya palidece y comienza a tenderse como una sábana violeta el atardecer sobre las tolas y chañares, sobre los churquis y las queñoas. Las cigarras, los bumbules trepanadores y los millones de insectos ruidosos empiezan su ronda nocturna en busca de agua y frescor. Así se inicia su peregrinar hacia la quebrada. El frío avanza como un enemigo ansiado, sabe que con su camiseta de lana de vicuña, ahorrará calor del día solar. Sus "ursutas”,  son fuertes y aguantan hasta las espinas gruesas de algunos cactus y añaguas. Se yergue con dificultad y continú

            ¡Debo atravesar este páramo y buscar a los blancos! Los hombres buenos me ayudarán.- piensa.  Pero el cuerpo cada vez más pesado y las piernas más dolientes, impiden el esfuerzo.

            De pronto un ruido estridente atraviesa el cerebro del hombre. Se despierta en otro espacio... fisgonea en busca de señales  claras. ¿Dónde estoy...?- se pregunta.  Tiene el cuerpo desnudo entre las sábanas enroscadas  sobre las piernas musculosas y ahora sabe que está en un lugar  conocido. ¡Este calor... intruso y grimoso!- masculla enojado.

                    Mira con desesperación el reloj electrónico y descubre que está muerto.- ¡Tenía que ser hoy, justo hoy que tengo la entrevista con los periodistas de casi todos los medios!  Trata de desmadejar las colchas y  ropas para liberarse y corre a la ducha- . Se ha cortado nuevamente la corriente eléctrica. El pequeño pueblo es así. Las celosías esconden el verdadero clima de ese día. No hay ni un resquicio de frescor, no hay refrigeración, ni ventilador, por falta de mucha previsión y total desgano, reconoce rezongando. Se desenlaza, los músculos doloridos protestan y le estalla la cabeza. Se yergue, trata de llegar hasta la pequeña bañera. Abre el viejísimo grifo y una desinflada cinta de agua que agoniza, se desparrama hasta desaparecer. ¡Tampoco hay agua! Tiene ganas de gritar. Vuelve el sueño  en flashes alternados. Tendrá  que apurarse. Toma una toalla y la empapa con agua colonia y refriega el cuerpo sudado. El pelo está pegoteado y la piel, como si le hubiesen untado  mermelada. Se restriega el cabello y el rostro. Tiene la barba crecida.  Parece que  miles de insectos lo hubiesen aguijoneado. ¡Qué asco! Una camisa blanca... ¿dónde está mi camisa blanca? Busca entre la ropa desperdigada entre sus papeles y  fotografías.- ¡Ah... gracias a Dios...!- Se calza un viejo pantalón de lona y la camisa que resplandece en la semipenumbra del cuartucho. Unas zapatillas serán la  solución a los pies que le  duelen...- ¿Por qué me duelen tanto los pies?- piensa. Se mira y sus pies están llenos de pequeñas heridas y cortes.- ¡No puede ser si yo no he ido a ningún lugar desde hace días!- Regresan las imágenes del sueño. Sobre una mesa hachuelada están los instrumentos musicales indígenas.  Algunas quenas y caramillos hechos en huesos de guanacos y llamas,  unos restos de alfarería nativa. Los descubrimientos transformarán su nombre y su prestigio... ¡Qué maravilloso yacimiento arqueológico de la raza perdida! Sale del dormitorio y se siente extraño. Son tantos los reporteros que lo agobian. Los luces de cámaras y  videos con sus   impertinencias... Siente  deseos de huir. Se siente atrapado.

                           - ¿Es verdad que ha encontrado una ciudad perdida de la región apatama?- le dispara como un dardo una joven hermosísima. Tiene la cabellera recogida y le caen hilillos de sudor por el cuello perdiéndose  en  unos  pechos opulentos. Se distrae.

                            - ¿Acaso podrá explicar con su hallazgo el principio de la civilización incaica?- pregunta con una risita estúpida  otro reportero.  ¡Es verdaderamente insufrible la algarabía! Nadie presta atención; sólo están allí para tener algo para cobrarle a los periódicos importantes. Los medios pagan muy bien una noticia de temas científicos que pocos leen realmente.

                           - Perdón aún no puedo darles muchas respuestas concretas. He descubierto, sí, un importante pueblo precolombino en el desierto de... ( lo interrumpen para poder sacar fotos con mejores imágenes).- ¡ Señores gracias por venir... pero les prometo un detallado informe muy pronto! ¡Tal vez nunca!-  vuelve a considerar. Están desilusionados, lo miran con cierto desprecio. Los periodistas salen murmurando algunos improperios, pero no los escucha. En realidad no le importa. Intenta regresar a la habitación. Hace un poco tiempo que retornó la electricidad y ya hay agua en los escuálidos grifos; pero alguien lo detiene. La mujer que le  hacía preguntas en el salón lo ha seguido por el  pasillo. La mira. Su cuerpo y rostro lo  dejan  perplejo. Es casual pero una ilusoria imagen del sueño lo  golpea. ¿La mujer es una  quimera o  un  fantasma?

                            - Mañana acometeré una empresa difícil, si le interesa el tema de mis descubrimientos puede venir. No será sencillo y tiene millones de inconvenientes. ¡Es su decisión, salimos con mis ayudantes a las cuatro de la mañana! ¡Adiós!- dice y la deja sin hablar.

ANTONIA, LA COSTURERA


            ¡No hay luz suficiente! Siempre es baja la electricidad que manda la cooperativa. Tengo siete vestidos para coser y aquí apenas se puede distinguir por donde pasa la Sínger. No importa qué tan temprano salte de la cama, siempre llega esta hora y no veo bien.

Antonia habla sola, las paredes son un eco perpetuo de su soledad y trabajo. Tiene su gastado precioso alfiletero en la muñeca. Sus manos enrojecidas por coser y bordar telas finas, encajes, tules y aplicar lentejuelas y estrás en los vestidos de fiesta o bodas. Encorvada sobre la máquina, su pie se mueve al ritmo de un bolero que en la vieja radio suena desde la repisa del taller.

Sola. Soltera y sin mucho tiempo para darse el lujo de salir de paseo o de bailes. Se fue quedando sola. Primero el padre, obrero afanado en la fábrica de galletitas del pueblo vecino. Después su madre. Verdadera hada de la costura, hacía maravillas con cualquier tela, que le trajeran y salían prendas hermosas. Finalmente su hermano, algo desordenado para vivir, según las comadres del lugar, porque se fue a estudiar afuera, a la ciudad y nunca logró traer un título.

Su gran compañía era una gata ciega que trajo el "Pocho", el perro que de viejo hubo que dormirlo. Le puso Mimí, pero la gata era perezosa y zalamera. Salía por las noches y se ubicaba en el aljibe y ronroneaba hasta que Antonia, cansada se dormía. Un día llego preñada y tuvo cinco gatitos, uno más feo que el otro. Nada finos, como sería el gato "maula" que la hizo madre. ¡A la gata! Ella nunca sería madre. Pero... la vida tiene sus bemoles.

Una tarde de esas que estaba terminando el vestido de una quinceañera, tocaron el llamador y se levantó refunfuñando. ¡Esta no es hora de venir a buscar una prenda! Dijo fuerte para que la escucharan desde afuera. Al abrir se encontró con un hombre calvo, obeso y rubicundo; de la mano llevaba una niña de unos cinco a seis años. Sujeta como un animalito, la niña miraba horrorizada a la buena modista.

- Antonia, soy el padre de esta nena. Su madre se fue con un guitarrista del grupo "Sonata Azul de Chicago" y hoy vinieron los policías a decir que el muy hijoiputa, la mató.

- ¿Y yo qué tengo que ver? - dijo asustada mirando a ambos. - Mi casa es... es pequeña y de niños no se nada. Además usted puede y debe hacerse cargo, es un deber moral y...- se quedó callada cuando vio al hombrote llorando como un niño perdido. - ¡Bueno, pase, veremos qué puedo hacer!- y se hizo a un lado. Ambos ingresaron y Mimí con sus crías se subieron rápidamente a las piernas de la chiquilla.

- Antonia, su padre fue mi amigo y me vivía hablando de su bondad y su amor por las criaturas del mundo. Si no se queda con usted, tendré que llevarla al orfanato lejos de aquí y sufrirá mucho, como usted sabe, esos lugares son horribles.

- ¿Cómo te llamas? ¿Y cuantos años tiene, va a la escuela, duerme bien, es sana? - una catarata de preguntas se llenaron de pronto en el diálogo.

- Me dicen Corina y mi nombre es Corina Lucrecia... - agolpa nombres la pequeña, alegre de jugar con los gatitos.- ¿Son todos tuyos? - me encanta jugar con estas bolitas de pelo.

- Bueno son hijos de Mimí, mi gata. Y tendré que regalar algunos, sin pensar mucho ya que no puedo tener tantos animalitos en casa. - los miró y descubrió que ya no se veían tan feos, habían crecido y estaban con más pelo gris o blanco con manchas de colores. Dice la veterinaria, Rosaura, acá en el barrio, que los gatos que tienen pelos de variados colores son hembras... nenas, y los de pelo de un solo color son machitos, es decir nenes. ¿Te gustan? - dijo aligerando el diálogo.

- Sí, los adoro. ¿Viviré aquí contigo?- les daré de comer y los limpiaré. - y se acercó colgándose del cuello de Antonia. Ella sintió un estremecimiento. Hacía años que nadie le hacía un cariño tan noble y natural de afecto.

- Mi nombre es Ramón Juárez. Y seguro su papá le habló de mí. Yo trabajaba en la máquina sobadora de la masa y él, en la cortadora de galletas. ¿Supo que cerraron? Ahora tengo que viajar tres horas para llegar a Luro, para trabajar en una fábrica de pan, que es lo que sé hacer desde chico. Y honestamente no puedo viajar todos los días para llegar al trabajo, he alquilado allá una pieza y no me aceptan a la nena.- se secó el sudor que resbalaba por el rostro.

- Bueno, no he compartido nunca mi vida con niños, pero creo que me entenderé bien con ella si es obediente y se porta bien. - la miró y vio unos ojos llenos de amor. -Déjemela. ¿Corina te quieres quedar conmigo, hasta que tu padre lo disponga? - temblaba un poco por la responsabilidad.

- ¡Sí, se que me querrás y nos querremos mucho! Mira cómo Mimí me está queriendo. Tú, también. - se irguió, saltó de la silla y se colgó del cuello de Antonia.

-Vamos, te mostraré donde está tu dormitorio. Allí vivía mi hermano. Él, se tuvo que ir lejos. Ahora será tu rincón familiar.- adelantó el paso y la llevó con su pequeño bolso y la mochila al lugar limpio pero solitario de su hermano.

El padre las siguió para conocer el lugar dónde su niña viviría. No dijo que había algo más. Lo calló. No podía decir, ni pronunciar esa palabra. Salió abrazando con fervor a la pequeña y un apretón de manos que terminó en un abrazo con Antonia. Dejó sobre una mesilla un sobre y sin mirar para atrás, caminó rápido por la calle. Ya caía el sol y las sombras cooperaban con las sombras de su vida.