viernes, 28 de febrero de 2025

CONFIANZA ERRADA


Llegaron los especialistas y sintieron un horror enorme. ¿A quién se le ocurre tener semejante "mascota"? Comenzaron por rastrear a los habitantes del complejo habitacional. En la planta baja, habitaban tres personas de edad avanzada. Basilia, con sus ochenta y cinco años, estaba fresca y su mente comenzó a discurrir en ruidos y voces que había oído esa semana. ¡Nada importante para el caso! Modesto y Jessica, de tan sólo noventa y dos años él y noventa ella, estaban tan asustados que no recordaban ni sus nombres. La cuidadora de los ancianos, los protegía de cualquier torpeza externa. No pueden molestar a mis "viejito", perdería el trabajo y los hijos que viven en Toronto, me dejarían en la calle. Rebeca, era la más joven. Setenta y seis años, con una memoria envidiable, sólo atinó a nombrar a los dueños de los pisos de su zona, el color amarillo, donde solían vivir estudiantes extranjeros.  

Sobre el sector donde había ocurrido el hecho, no sabía nada. No conocía a sus vecinos. Del sector azul, solía aparecer un hombre rudo, con dos niños. ¡Y sí, allí había ocurrido el estropicio!

El inspector Tremplay, experto en serpientes, fue directamente al departamento de dicho inquilino o dueño del piso diez. Allí, sacaban las dos bolsas con los cuerpos de los niños. Noah de cuatro años y Connor de siete. En una jaula especial, los peritos y veterinarios, con la consabida discreción retiraron el animal. ¿Y dónde estaban sus padres? Preguntó la comisaria Brunswick. Un titubeante subalterno, dijo que los padres estaban mirando un partido de béisbol en el segundo piso. Nadie había oído nada. Excepto el griterío de los que esa noche con varios "tragos" en su tiempo deportivo, arengaban a sus jugadores favoritos.

¡Revisen por dónde pudo entrar el asesino! Se empujaron dos de los ayudantes para dar un paso atrás... ¡Puede haber otra igual o acaso no andan de a par? La mirada del inspector echaba fuego por sobre los ayudantes. ¡Son unos cobardes y ya se ubican para averiguar por dónde ingresó el bicho! Llegó el padre. Lloraba como un niño abandonado en el infierno. ¿No sabe decir de dónde pudo venir semejante monstruo? No. Un hilo de voz cascada por el dolor y la vergüenza, le impedía hablar con dignidad.

Mi mujer está en un centro de salud y sólo me echa la culpa porque los dejé solos. ¿Quién iba a pensar lo que ha ocurrido? ¡Quién puede ser tan tortuoso que tenga en un departamento normal semejante animal? Nadie. Una persona como nosotros, que siempre trabajamos en nuestras oficinas, dejando a los niños en la guardería, no tiene ni un periquito de color. ¡Ese infame, tenía ese bicho en su casa como cualquier "perrito o gatito"!  Jamás hubiéramos imaginado ni dudado de la seguridad de nuestro hogar.

¡Inspector... venga, creo que la pitón, ingresó por el techo, usando los conductos de la ventilación! Una locura. ¿Desde qué departamento vino? A inspeccionar cada piso y departamento. De pronto se presenta un extranjero y exclama. La pitón es mía, yo soy el dueño y reclamo que me devuelvan a Karly, yo la cuido desde que era una pequeña serpiente. Es parte de mi vida. ¿Qué ha hecho esa picarona? 

Señor queda usted detenido, su "bebé, de 45 kilos ha caído sobre dos niños matándolos con un abrazo mortal. El hombre se desmayó, cayó rotundo sobre el piso del corredor que separa los departamentos. El enfermero lo asiste y abre los ojos asustado. ¿Qué voy a hacer? Enfrentará un juicio por tener un ser vivo sin los permisos del gobierno y ya verá usted la demanda de los padres. El grupo de la policía juntó todos los posibles elementos que sirvieran para el juicio. La bestia quedó prisionera junto a su dueño.

 

Sólo quedó un osito de peluche caído cerca de la camita donde había caído la pitón africana. Afuera del edificio los periodistas y camarógrafos, buscaban saber más sobre el hecho "insólito" ocurrido en ese pacífico centro habitacional.  

jueves, 27 de febrero de 2025

JUDITH

 

            Habían llegado los soldados. La calle era un doloroso espectro de gente en fila que se arrastraba con los pequeños bultos que les permitían los infantes del ejército. Los gritos asustaban más que sus cuerpos jóvenes y maltratados. De ambos lados, los que como fantasmas ambulaban con la mirada perdida y los que los arreaban como ganado.

            Yo había salido de la oficina donde mi patrón me mandó a llevar papeles muy importantes, cuando me crucé con una mujer, cuya mirada desesperada, arrastraba una carriola en la que una bebé indiferente se adormecía. La estrella amarilla pegada en su raída ropita de fieltro, me acerqué. Un grito me dejó casi paralizada. Pero no era para mí. Se había caído una anciana. Aproveché y cogí a la niña, mientras la madre dejaba en mis manos un pequeño bulto con algo desconocido en ese momento. La mujer no tenía lágrimas, pero suspiró y me rogó. “Se la dejo, es suya ahora, gracias”.

            De pronto era una madre. Los pocos metros que caminé envolviendo la beba, fueron kilómetros en mis latidos locos de terror. Si me habían visto, yo sería una más en las largas colas de los sentenciados. Me escabullí por calles oscuras y grises. Las ventanas cerradas, las puertas rotas, acribilladas. Negocios apedreados y mutilados por los vándalos.

            Llegué a mi barrio, único barrio católico dentro de la zona. Más al norte están los barrios protestantes con sus templos cerrados. Nosotros participamos en las noches de algunas ceremonias, siempre escondiéndonos por las dudas que también nos atacaran.

            Me llamo María de la Misericordia. Soy sobrina del párroco español que hace más de veinte años fue trasladado desde España a Alemania. Me dicen Mani desde muy pequeña. ¿Nunca supe bien porqué!

            De repente al ingresar la vecina me miró raro, pero yo apoyé mis dedos, que tiritaban, sobre mis labios y entré cerrando la puerta de ingreso con tres llaves y cierres. Nos mueve el terror. Lo primero que hice fue calentar agua para bañar a la creatura. Eso la sedó y se durmió. Debía tener mucha hambre porque buscaba sorber sus dedos. Arranqué la estrella amarilla de su ropa, que metí en la salamandra y quemé, la escondí,  la famosa estrellita, en una hendija  que rasgué en la parte interna de la pata de la mesa de luz. Detrás de dicha estrella habían bordado el nombre de la creatura: Judith Bergman. Y la fecha de nacimiento: 18 de febrero de 1933. Entonces tenía nueve meses y medio. El frío había despoblado aun más las lúgubres calles del barrio. Comí un trozo de pan de centeno y media patata. Cada día tenía que cuidar más la comida que se nos restringía para la guerra. Esa noche dormí apenas.

 

Varias veces vinieron por el barrio buscado gente que se pudiera esconder. Una mañana, me despertaron a las patadas sobre la puerta, que gracias a Dios era fuerte. Abrí, cubriéndome con una colcha, que tomé de la sala, y me enfrenté a dos oficiales de la Gestapo, que me empujaron y comenzaron a revisar todo. Mi niña dormía y despertó llorando, la levante en brazos y acurruqué en mi pecho. Me sentaron y comenzaron a pregurtame miles de datos: ¿De quién es esta niña? ¿Cómo la había concebido si no tenía marido?... Yo avergonzándome, más por mentir que por lo que les dije, me planté y les expresé: “Hace unos meses, más ni quiero recordar la fecha, regresaba de mi trabajo y alguien me tomó de atrás, me tapó boca y ojos, me arrastró tras unos trastos y me violó”. Nueve meses después nació Dulce María, mi hija del dolor. Soy católica y jamás mataría un bebé antes de nacer. No le vi jamás el rostro al maldito que me hizo esto, pero acá soy feliz con mi hija a pesar de no saber quién fue su padre. Dulce María buscaba mi seno, como si supiera que tenía que demostrar que era mi hija. Los hombres miraron toda la casa, vieron las imágenes de Cristo y María Inmaculada, sólo uno se cuadró frente a ellos, los otros se rieron y le dijeron improperios en su idioma de cuartel. Me dieron una cartilla especial y me dieron la orden de ir todos los meses a mostrar al médico del cuartel general, a la niña. Yo me hice la señal de la cruz y la pequeña intentó imitarme, cosa que les causo mucha risa. A mí, paz.

 

Las bombas comenzaron a acercarse, por lo que nos trasladaron a la campiña. Nos instalamos por la organización de nuestra parroquia en una granja donde de ser secretaria me convertí en trabajadora de la tierra. ¡Pero no nos faltaba tanta comida y podía alimentar a mi pequeña niña! Aprendió rápido a rezar oraciones católicas. Ya me encargaría yo a su tiempo de decirle que y quién era, enseñarle los ritos y su historia, la de su pueblo. ¡Ahora no podía ya que le enseñé que era muy malo mentir y que no eran agradables las niñas y niños que preguntaban todo el día el famoso: ¿Y por qué?!

En la campiña era más fácil, pero muchos seres que huían robaban nuestras patatas y animales de granja, tuvimos que hacerles sus nidos dentro de la casa que era una verdadera fortaleza medieval. De piedra y rollizos que difícilmente se podían romper sin herramientas muy fuertes. Sólo una bomba o un obús podían agujerearla.

Un día cayó cerca de nuestra granja un avión enemigo. O amigo. En ese momento ya no sabíamos qué sucedía en nuestro mundo que estaba patas para arribas. Escuchamos de hornos para humanos. No les creíamos, después supimos tristemente que era verdad.

Una noche escuchamos que avanzaban tanques. Eran los que venían a “salvarnos”.

Por las dudas, yo escondí bien los papeles reales de Dulce María y me aferré a la pata de la mesa de luz donde tenía escondida la “estrella con su nombre y fecha de nacimiento”.

Eran americanos, según el piloto, que había caído cerca de nuestra vivienda, que hablaba inglés y alemán, nos pudo explicar  varios temas de estos sucesos.

Me ofrecieron llevarme a la ciudad, siempre con la niña. Como intérprete con los soldados prisioneros que no habían logrado escapar. ¡Pobres, eran niños de catorce y quince años!

Pasé unos meses muy laboriosos, que me dieron como regalo poder ir a vivir a los Estados Unidos de América como exiliada. ¡Acepté! Huí del horror de las verdades que se sucedieron.

Cuando Dulce María llegó a New York, entregué los verdaderos papeles que me diera su madre en ese bultito mínimo al recoger la pequeña.  Ahora se llamaba Judth Bergman. Tenía seis años y la llevé a un templo de su religión, la presenté como una heroína, pidiendo le enseñaran quién era realmente. Todos lloraban, yo también. Ella se aferraba a mi cuello y ellos entendieron que no podían separarla de mí.

Pasaron los años, ella me cuida ahora que tengo 75 años. Se casó con un buen hombre judío, que tuvo la paciencia de enseñarle a ser una verdadera judía. Tuvo cinco hijos y a una de las niñas, le puso mi nombre  aunque tuvo que discutir mucho con muchos que no la entendían, era una forma de agradecer mi amor. Cada noche viene a mi lecho, me da de comer en la boca, porque sufro una parálisis en las manos por tanto trabajar y luego de besar mi frente, como yo hacía cuando ella era pequeña, me arropa y deja una pequeña luz encendida por si la necesito. Aaron su esposo se da una vueltita por mi habitación y me espía, pero yo me hago la dormida. No puedo dormir pensando la vida que nos tocó vivir y el sufrimiento de millones de personas que por defender una Fe, murieron y mueren sin sentido. Armenios, Musulmanes, Tutsis, Utus, cristianos, gitanos, asiáticos y sacerdotes de religiones del mundo que considero, mientras miro por el ventanal las estrellas, que son santos sin estar en los altares de ningún lugar de la tierra.

BRINDO

 

Brindo por la palabra que embriaga mis sentidos

Las que arrebatan mis sombras y las llevan al espacio

Brindo por los poemas que como fuego me encienden

Un fuego que juega limpio entre las manos hambrientas

Esas poetas que viajan al extremo, al paraíso esperado

Fuerza de diálogos vivos atravesando la vida

Reto a la magia del viento desparramando belleza

Brindo por ojos lejanos, por labios que dicen poemas

Por pasos de duendes que engarzan, melodías azules

Cascabeles celestiales, arpegios que crepitan en las calles.

Brindo por los que sueñan, los que trafican palabras,

Los que construyen montañas con versos y mariposas.

Por toda la poesía que vuela entre nubes blancas. Brindo.

 

LA FAMILIA DE JOHANNS

  

La niebla lamía sus pisadas de botines viejos, heredados. Su padre, regresaba del obraje con las manos secas y el corazón alegre. El perfume de la olla se percibía desde el contrafrente de la casona. Era un día de fiesta. Era su día. Una noche llena de luz y esperanza escrita en la frente de su hija. Luna llena. Fragancia de albahaca y estofado de gallina.

Ingrid esperaba sentada en una silla frente al fuego. Esa mañana había regresado Erna de la casa grande con ropa usada pero limpia. Feliz de traer una gallina, pan de trigo y patatas. La muchacha encontró a sus hermanos como los había imaginado. Altos, desgarbados y rústicos. ¡Pero tan buenos como cuando eran chicos!

Ellos, cuidaban y ordeñaban a “Mimí”, la vaca con su nuevo ternero. Segaban el centeno y cosechaban los frutos de manzanos y perales. Otto, tenía una conejera con hermosos gazapos blancos. Y Kurt cuidaba las gallinas y el cerdo, que engordaba con esmero. Érica, la pequeña, hilaba como su madre lana de las ovejas del patrón de la casa grande.

Eran felices. Se sentaban junto a la mesa a cantar después de la cena. Hasta que el viejo reloj del templo llamaba a la oración de la noche. Se contaban historias y leyendas. Luego cada uno a su lecho, para despertar al alba.

Todo era silencio entonces hasta el canto de los gallos. El salto era de enérgico despliegue, cada uno a su tarea. ¡Pero vino la guerra!

Los muchachos debieron marchar, las mujeres redoblaron el trabajo hasta la requisa del gobierno, que se llevó chancho, conejos y pollos. Escondieron la harina y la cerveza casera que fabricaba Johanns. Se llevaron la mula y al patrón las ovejas. Hubo que destejer y retejer las medias, los chalecos y las mantas.

El carbón y la leña no alcanzaban. El frío comenzó a invadir la casa y huyeron hasta los pájaros de los pinares. Entonces, las muchachas usaban los botines heredados, remendados por las hábiles manos de la madre.

Siempre esperando al padre y los muchachos. Tardaron varios meses, muchos. Algunos regresaron. Y volvieron a calentar la casa con lo que quedaba de sillas, cajones y muebles de la casa. Ingrid, se ingenió para llenar las ollas con exquisitos aromas que buscaba en el bosque. Regresó Johanns con las manos llenas de medallas de honor. Sus valientes hijos, no regresaron ese invierno. Otto, vino abrazando a un soldado herido y a su hermano sin piernas. Igual, se sentaron junto a la mesa y cantaron hasta que el silencio los doblegó en cansancio. Ya el reloj del templo estaba callado. Y el patrón no venía. Erna buscó a la esposa, que enferma y triste, estaba sola en la enorme vivienda.

La dama, solitaria lloraba y sonreía, alternativamente. Pero estaba muda. No comía. Erna le daba pequeños bocados. Bebía algo de cerveza casera y miraba asombrada a esas mujeres y hombres valientes que la cuidaban como a un niño. Érica, le sobaba las manos para calentarlas y los pies para que cobraran un color vivo.

El amor de esa gente le devolvió la vida. Una mañana cuando el sol asomaba, apareció el patrón y se abrazó a Johanns. Había perdido todo. Había recobrado todo. Esa familia tenía un tesoro increíble. Esperanza y amor verdadero.

EVARISTO PIZARRO

 

            La hemos perdido. Anoche se cortó el hilo de oxígeno que la mantenía viva. Respeten los tiempos por favor. Acá somos intermediarios de los sucesos. ¡Enseguida vuelvo!

            La sala quedó en silencio y en esa semipenumbra que apaga hasta la esperanza. El monitor hacía un suave murmullo de vida. Pero no. Ella, Pamela, ya había dejado de respirar, según decían los médicos. Las miradas que se daban, nos comprometía a quién sabe qué iban a solicitar. El accidente fue descabellado. Era una hábil ciclista, era excelente deportista y justo una semana antes de ir a los juegos olímpicos todo se vino a tierra.

            Dicen, los testigos, que ella iba por la vía correcta, que alguien salió de la nada y a una velocidad infernal, pasó en ese momento. Ella atravesaba una calle solitaria con su bicicleta. El ruido. Todos hablaron del ruido que produjo la chatarra en la cabeza de Pamela. Quedó dando vuelta la rueda de atrás y la de adelante había desaparecido. Estaba colgada en las ramas de un alto roble. Sonaba el celular, alguien le llamaba. Ella no podía contestar. En el suelo, en la tierra y el limo, un charco de sangre les hizo imaginar que estaba mal.

            Un acomedido llamó a la ambulancia. Llegó rápido. Se la llevaron y dejaron al inescrupuloso, detenido con un par de policías que andaban en bicicleta por la zona. La ingresaron en urgencias y en un santiamén la metieron en quirófano. ¡Estaba viva!

            El médico cardiólogo, famoso y respetado, llegó con su chaqueta blanca y su nombre bordado en azul sobre el pecho: Dr. Evaristo Pizarro. Cirujano, neurólogo y siquiatra. Pamela tenía suerte. Estaba en las mejores manos. Junto a su equipo le dieron noticias a la familia: “Se va a poner muy bien, después de la operación”. Confíen, ya verán.

            Pasaron horas, días y semanas. Operación tras cirugías, de cerebro, de pulmones, de tráquea. ¡Se necesitan dadores de sangre! Y un tropel de amigos y deportistas donaron el líquido de la vida. ¡Basta, ya no tienen que venir por ahora! Hay que esperar.

            Y esperamos. Con confianza y paz, sin dejar de hacer planes de futuro…Pamela saldría de esta. Si son el equipo mejor entrenado para estas lesiones…y ella tiene dieciocho años, seguro en unos meses, entrenará para las olimpiadas. Yo sigo creyendo.

            Lentamente fueron perdiendo la confianza. La esperanza bailoteaba sobre cada uno de nosotros. Pamela, la hermosa Pamela, saldrá adelante. Eso creíamos. La atiende Evaristo Pizarro…el mejor.

            Una noche, un novato enfermero, tocó sin querer una perilla del respirador. Se cortó el oxígeno y el cerebro de la dulce Pamela. Dejó ir su vida a los espacios celestes. Llegó sorprendido el médico de cabecera.  ¡No lo podía creer! ¡Él había fracasado!

            Regresó el frío galeno para preguntarles: ¿Quieren donar sus órganos? ¡Es tan joven y tan sana! Pero tiene muerte cerebral. Es como una planta. Ustedes le darán de comer por zonda rino-gástrica, la sacarán en una silla especial a tomar sol, le pondrán música que no oirá… ¿Qué dicen? Mamá lloraba, papá salió del lugar a zancadas, y yo, con mis catorce años, recordé las palabras de Pamela: “¡Si algún día me pasa algo, quiero que donen mis órganos!” Entonces me acerqué temblando y con un esfuerzo sobre humano les dije: “Sí, tenemos la confianza que vivirá en otras personas; donamos su precioso cuerpo”. Y me desmayé.

EL HOMBRE DE MARRÓN

  

Creo que corría el año cincuenta y seis o cincuenta y siete, yo era una niña de alrededor siete u ocho años. En casa se respiraban unos aromas extraños, con silencios sospechosos y miradas sutiles. Mis hermanos y yo, parecíamos extraterrestres. Nadie nos decía qué sucedía.

Mis padres escuchaban encerrados una radio y luego se sentaban y rezaban juntos. ¡Algo estaba pasando, pero los pequeños no participábamos de los hechos!

Mi casa era un tanto grande, con varios dormitorios y el comedor separado del estar. Nuestra zona escolar tenía un espacio para cada uno según el estudio que transitara y así, ninguno se tenía que tropezar con el hermano. Así mamá y papá controlaban nuestras tareas y para que no discutiéramos por algún elemento escolar que se perdía. Pero en esos días el clima familiar era muy misterioso.

Se dio licencia a la secretaria de papá y a la ayuda de mamá en los quehaceres domésticos. ¡No era la época en que había vacaciones! Igual, nos arreglamos bastante bien porque todos en casa colaborábamos cunado no había personal de ayuda. Yo, por ser mujer debía ayudar el doble que mis hermanos. ¡Gracias a Dios hoy no es así y los varones tienen que compartir las tareas por igual, ya que la mujer trabaja fuera de la casa de la misma manera que los hombres! A veces tenemos más exigencias que ellos.

Una tarde, papá la llamó a mamá y le pidió que nos arreglara que venía una persona a cenar y probablemente (después nos enteramos) se quedaría unos días a vivir entre nosotros.

Nos hicieron bañar y lavar el cabello. Mis hermanos perezosos trataban de evitar esa rutina diaria y dejaban a veces un par de días sin la necesaria higiene impuesta por mis padres. Me pusieron un vestido que usaba los domingos para ir a misa y luego a la casa de mis abuelos a almorzar. Cosa que me extrañó. Igualmente mis hermanos usaron ropas domingueras. Mamá había cocinado unos pollos al horno con guarnición de verduras y una entrada de tomates rellenos, sopa de zapallo y de postre un flan de dulce de leche. ¿En día de semana? Era bien extraño y mis hermanos estaban felices… de cualquier manera, algo misterioso sucedía.

A la hora de la cena, papá salió del escritorio acompañado. Lo invitó a ingresar al comedor principal. Y allí parado conocí a un hombre pequeño de tamaño vestido con un traje marrón, un poncho de vicuña color canela y zapatos lustrados de cuero negro. Usaba un sombrero de fieltro marrón tipo chambergo, que se sacó y sostuvo en las manos nerviosamente hasta que todos nosotros lo saludamos. Su piel cetrina y una incipiente calvicie, me hizo recordar una foto que había visto hacía unas semanas en el periódico, que religiosamente leía mi papá y que nosotros hacíamos fila para recortar los temas útiles para la escuela.

¡Yo lo había visto antes! Y sí, era un sufrido político enemistado con el gobierno de turno al que luego supe, habían torturado un grupo de “malvados” en un galpón olvidado de la capital de mi país. De grande supe que parte de la tortura había sido tan cruel, que cercenaros sus testículos entre otras salvajadas que le propinaron. Papá que era muy cristiano lo había protegido a pesar de que podían descubrirlo y tomarse una violenta venganza con él, pero papá y mamá, con caridad lo escondieron unos días hasta que pudiera salir a Chile por el paso cordillerano. Por razones obvias no voy a decir su nombre.

Era muy callado, su garganta estaba muy lastimada y vi sus manos arrugadas y con serias cicatrices. Luego mamá nos dijo que se las habían quemado. Habló de algo llamado “picana eléctrica” que dolorosamente después supe que era muy usada por mafiosos y hampones. Y a veces por policías inescrupulosos. ¡Dios los perdone!

Cuando cierro los ojos me parece ver a ese hombrecito de triste mirada, pelo ralo y manos tortuosas, mirando con cierto desafío a las sombras. ¡Cuánto habrá sufrido! Hoy ya mayor, pienso que la presencia en mi casa fue un ejemplo de mi familia por defender la justicia. El amor a los desposeídos y perseguidos injustamente.

Suelo soñar con su figura, allí parado junto a un bello cuadro laqueado que había hecho en su tierna juventud mi madre. Sombrero que seguramente usaba de escusa para no mostrar el temblor del miedo, del horror y la tristeza.

RÍO SANGRIENTO

 


            Desde las orillas fangosas, se adelantaba un grupo de animales buscando beber agua. Detrás un hombrecillo de enormes manos arrastraba una pequeña barcaza.

Somnolienta, una perra seguía dentro de la crujiente madera al dueño del rebaño. A lo lejos se veía el humo oscuro  y denso de la chimenea del tren que atravesaba ese páramo. Tal vez en ese enorme trozo de hierro estaba impresa la libertad para el pequeño campesino. Había soñado con subir al techo de un vagón y huir a la gran ciudad, pero recordó lo que le pasara a su hermano. Lo habían llevado al ejército en un ferrocarril igual a ese y después vino envuelto en la bandera verde y roja, con una sola guirnalda de flores que olían a podrido.

            Él prefería quedarse, aunque cada vez era más difícil salir con los animales a pastorear. El río, decían las ancianas era el camino más seguro para no morir, pero cuando no llovía estaba muerto.  

            Tenía llagas en los pies, llagas en las manos y llagas en el alma. Su dios, no se acordaba de su gente, estaba muerto o dormido. Un cocodrilo trató de matar uno de los animales que bebía, lo espantó con el viejo rifle de su padre. Recogió al aventurero y lo metió en la barca. Esa noche lo despellejaría y comerían carne fresca, sin tener que matar sus animales.

            Sintió el rugido de la vieja locomotora que venía del sur, un grupo de aves salió escapando con el bufido del hierro herrumbrado del tren. Arrimó la barcaza a la orilla y arrió con  mucho esfuerzo la madera vieja con el perro y el ladrón que había caído bajo el balazo certero del rifle. Silbó. Los pocos vacunos se juntaron y treparon la orilla del cenagoso río y comenzaron a seguirlo.

            De pronto algo llamó la atención del campesino. El río estaba teñido de color bermejo. Se acercó y comprobó que unos cuerpos de hombres y mujeres iban río abajo, hinchados y malolientes, los cocodrilos se arremolinaban y daban dentelladas a cada cual. Teñida de sangre las aguas iban río abajo. A lo lejos sintió el estallido de un metal mortífero. El tren que acababa  de pasar había estallado en mil trozos a lo lejos. Vendrían tiempos difíciles. Había estallado una guerra.

                                               

UN ROMANCE DE PELÍCULA

 

                        El pueblo es como cualquier pueblo de provincia. Acicalado, cansino y avejentado. Casas descascaradas con zaguanes llenos de macetas con plantas antiguas. Cortinas hechas a mano por alguna soltera en espera de mejor tiempo o por ancianas chismosas que salen a la calle sólo para espiar a los jóvenes. Y de eso tengo que hablar.

                        La tertulia es en la plaza, las chicas a la derecha, con las agujas del reloj, los muchachos al revés. Miradas van miradas viene y siempre alguno que dice algún piropo chistoso y la carcajada de los que van y viene. A las ocho en punto suena la campana a misa. Y las chicas cruzan de prisa y los varones en espera. La mantilla aparece por arte de magia y parecen ángeles de porcelana.

                        Renata ha mirado a un joven con curiosidad, él, ha reparado en esa muchacha tímida que sólo levantó los ojos una sola vez en toda la tarde. Tomás, es canchero, viene trasladado su padre de la ciudad para mejorar el servicio de trenes a la capital. ¡Es el “nuevo”! los otros celosos lo tratan con indiferencia.

                        Nunca imaginó sentirse bien en un pueblo tan pequeño, pero la gente es gentil y los muchachos simpáticos. ¡Menos un tal Osvaldo que tiene una mirada desagradable y diríase que furibunda! Siempre callado, separado del grupo de los chistosos, de los que ayudan a sus padres en los pequeños talleres familiares o en el ferrocarril.

                        Usa una gorra tejida que se encasqueta hasta los ojos y una sonrisa despectiva. Parece ese actor de cine que se la da de “dandi”, pero sus modales son horribles y es mal hablado. Cuando salen las chicas de la iglesia o de la escuela, comienza a decir guasadas y las molesta. En especial a Renata. Eso molesta mucho. Tomás comienza a perseguirlo para hablarle, pero lo evita siempre. Desaparece en un callejón cuyo mal olor tira hacia atrás la nariz más preparada a lo nauseabundo.

                        Una siesta de verano se van todos los chicos al río. Nadan, juegan y se ríen. Al regreso las madres están todas alteradas. Han encontrado a Renata golpeada, violada y muerta. La han dejado junto a un vagón del ferrocarril que está fuera de servicio. Los llantos se juntan y corean amigas y madres, compañeros compungidos y padres anonadados. ¿Quién atacó a la niña? Entre averiguaciones y culpas y comienzan las especulaciones… ¿Osvaldo? ¿Un forastero o un obrero de paso?

                        La policía busca e interroga a todos. Nadie vio ni escuchó nada.

                        A la madrugada con mucho sigilo Osvaldo se aferra al tren carbonero y se va del pueblo. ¡Nadie le creerá que él no hizo nada! Un extraño personaje del pueblo lava su chaqueta con sangre y esconde la ropa que puede incriminarlo. Él, dirá que lo vio merodeando al “pibe ese, el de la gorra tejida”. Y todo el pueblo le creerá.

                       

EL MILAGRO


                            “Recuerda la hora más oscura es la que precede a la aurora” Shakti Gawain

                                                                                                       

            Hilarión Domínguez era hijo de un maquinista de ferrocarril. Aquél, que ya no pasa más por las vías remotas del terruño. Su padre, Don Gervasio, pertenecía orgulloso a la “Fraternidad”, sindicato fuerte en los cuarenta. Él, heredó la tarea y era un apasionado de los rieles. Conocía cada locomotora como a su conciencia. Despertaba a las tres de la madrugada para acicalarse y luego de tomar unos mates silenciosos, preparaba una caja metálica con lo que podía llegar a necesitar. Su viaje era a un pueblo del secano “puntano” para dejar agua potable, leña y alguna mercadería que le encargaban algunos paisanos.

            Iba en el día y regresaba siempre a la hora exacta. Así era el ferrocarril en esa bendita época. Cuando pasaba por la antigua “Corocortas”, salían a saludarlo con las “chupallas” los pocos habitantes que andaban por ahí. Llegaba a esa hora incierta entre la noche y la madrugada, sin luna o con luna, siempre parecía un lugar oscuro. Él, no tenía temor, dos días de descanso y otro viaje, siempre igual. Rutinario pero hermoso. A veces veía correr las liebres por las vías calientes y aceitadas por el gasoil o el alquitrán del vagón de YPF. Otras, un zorro con hembra y crías, tal vez un “choique” y cientos de animalitos que pasaba bajo su mirada atenta. Su atención al trabajo era real. No podía darse el lujo de perder un convoy ni un tanque…, luego pegaba la vista al frente para reconocer algún paisano que le hacía señas con el pañuelo para saludarlo o gritarle un encargo.

            Fue un día nublado y que denunciaba lluvia, raro en esa época y lugar, pero a lo lejos, vio un punto negro entre las vías. Negro, muy negro. De cuarenta kilómetros por hora que era su movimiento fue bajando por las dudas a treinta, a veinte… pero allí se agrandaba la manchita. Tocó el silbato de la máquina. Retuvo la mano en el freno, pero el aceite y alquitrán no le dejaban parar el tren. Vio unos jornaleros que agitaban sombreros y mujeres apostadas en las hileras de alambres de los campos que se agarraban la cabeza.

            Hilarión pensó que había un “choco” dormido ahí, entre sus rieles. No, no alcanzaba a distinguir qué era eso. Su ayudante tomó el manijón de la máquina, del freno. Hilarión sudaba y miró al cielo, pidiendo a Dios y la Santita de los Caminos que lo ayudaran. Descendió del estribo y se quedó helado. Un niño ennegrecido por el alquitrán, el aceite y la tierra reptaba entre las vías. Seguro el tren le pasaría por encima.

            ¡Ruego a Dios nuestro Señor que salga y se aleje…! y vio con sorpresa que el niño se prendía del hongo metálico del cambio de riel y salía. Los lugareños estaban estáticos. A él, se le escapó un insulto.

¿Cómo puede ser que naides se atrevió a cruzar y sacarlo, tuvo que ser “Tata Dios” el que me hiciera el milagro?

            Vio una madre deshecha en llanto. Y un padre que alejaba cabizbajo; pero ahí supo que Dios lo había escuchado. Hizo una promesa… colocó en ese lugar una Cruz Blanca con una estatuilla del Sagrado Corazón y cuando pasaba le tocaba el silbato como saludo.

            Todavía cuando pasan los paisanos le saludan al crucifijo con respeto.

 

 

CAFÉ TORTONI

 

Entré a un paraíso

Entré al Tortoni

En cada mesa presentí a un poeta.

¡Allí parece que “Manucho Mujica Lainez” escribe!

¡En aquella mesa está Borges!

No creo que ronden por acá tantos poetas.

Fantasmas que sonríen a mi paso…

¡Sueño con la poesía de la Storni,

sólo sueño con una sinfonía de palabras bellas!

Tal vez el murmullo se eleva buscándolos a “ellos”.

Los poetas de entonces, los inolvidables,

los genios que involucran la palabra a la vida callejera.

Al tiempo inexorable, que huye.

El Tortoni, se adormece a la madrugada

y los espíritus vuelven a rodear las mesas

y sobre el mármol de las viejas tablas

en un papel en blanco, con pluma cucharita y tinta,

escriben sueños, tangos y las historias tristes

del Buenos Aires antiguo y musical.

Entré como una espía. Entré al Tortoni.

AMOR ADOLESCENTE

 


Había llegado tarde a la vida de mujer palpitante. Su cuerpo  le enviaba ese flujo infinito de deseos oscuros. Besos, caricias... silenciosas compartidas. Tenía una marejada, de miedos por tantas diferencias. Su cuerpo ya no era fresco, caía en su vientre algo flácido, el cabello que obstinadamente mantenía  largo. Su pubis se escondía entre las manos lacias. No quería mirarla a los ojos. Estaba triste y quieta. Sentía el corazón palpitando a un ritmo nuevo y joven.

El, con sus brazos fuertes, con sus manos grandes acariciaba los senos de seda pálida donde las cicatrices, azules y pequeñas, recordaban que antes, allí, había un pequeño monstruo. La miraba apenas; era tan bella..., su rostro y su cabello parecía una diosa griega. La miró nuevamente. Aun palpita su sexo, vomita ternura y pena.

Sí, la conoció en la calle. En la esquina donde siempre pasaba hacia su taller donde esculpía.

Ella se irguió con una pausada ligereza gatuna  se volvió en una bata de seda y encaje. Acomodó su rostro. Su boca buscó un instante el cabello húmedo y transpirado del hombre.  Besó uno a uno los parpados y se alejó hasta un rincón oscuro. Entraba el crepúsculo hiriente por la ancha ventana. Se recostó el cuerpo hermoso de macho joven y ansioso.  

 El, se acomodó la ropa, dejo algunos billetes y sin mirarla siquiera huyó escalera abajo. Si se aceraba a  tocarla, nunca la dejaría. Encarnaba la vida y toda la esperanza.

 

Lo veía por primera vez, pero algo en él, le hablaba de una vieja relación. No se  que tan interna a su interioridad. Estaba parado entre los árboles añosos, los troncos secos y deformes y la soledad.

Miró su figura encorvada llena de tiempo y penas. Me miró como a un fantasma azul. Medio neblina, medio luz de ocaso. Nos acercamos imperceptiblemente para tocarnos con los rayos intangibles de nuestras pupilas. Volaron hojas de otoño entre su suspiro y mi sonrisa. Eran aves de fuego celestial.

Deforme, la luz de una charca seca y pedregosa ocultó las flores frescas.

Me detuve y vi el centro de su esperanza que orillaba el cerco de la frente. Nos arguyó el sonido acuoso y de un otoño persistente, en el límite de la concavidad de mi pecho,

 Cantó el agua como una orquesta de árboles inmóviles y alcancé un sueño.

 La volví a mirar. Era una sombra. Era el espectro de ese amor de la adolescencia perdida. Tal vez era la muerte. Moví mis labios para pronunciar su nombre. Voló un pájaro desde la rama más elevada del Cypress dormido. Era un espectro, si era un sueño olvidado.

Volví sobre mis pasos.... y al alejarme observé en el pavimento gris, un ojo elaborado con luces de nocturnidad, me despedía. Era una lágrima negra y penetrante.

 Me petrificó la soledad y caminé recordando el amor perdido. Adolescencia.

 

lunes, 24 de febrero de 2025

CREYÓ VER UN FANTASMA

  

Aunque parece un cuento, Keira es una alumna impecable, es forzoso reconocer que sobresale del conjunto de muchachas y chicos de su edad.

Desde pequeña, su madre y su abuela le han inculcado leer, escuchar música clásica y la han llevado a conciertos, museos y pinacotecas. Eso la hizo “diferente” a sus coetáneas.

Comenzaron a hacerle toda clase de maledicencias y molestarla.

Un día en la academia de danza la invitó la profesora a ir con un grupo, de viaje a la capital. Allí actuaría por única vez una gran bailarina con su partenaire en el ballet más difícil del repertorio clásico.

Viajaron cinco y el avión estaba repleto de hombres que parecían salidos de un cuento, con ropas raras, barbudos y turbantes de colores diferentes. Hablaban poco y no miraban a nadie. Eran poco simpáticos, la chicas como toda adolescente un poco ruidosas, seguro llamaban la atención. Pero algo extraño sucedió, un desperfecto del aeroplano urgió aterrizar en un lugar no planeado.

Las llevaron en unos vehículos militares y los encerraron separadas del resto de los viajeros. ¿Dónde estaban? La noche cubrió el establecimiento y sólo se oía una especie de sirena y una luz intermitente pasaba como barriendo la pequeña ventana enrejada del lugar. Las chicas se acomodaron todas juntas, abrazadas a su profesora y en silencio. El cansancio las venció. Se durmieron a pesar de lo inseguras que se sentían.

Muy temprano un hombre extraño, las despertó y les dijo en un muy mal inglés que ya podían volver al avión y viajar a su destino. Así tomadas de la mano atravesaron la gran planicie donde estaba el vehículo en medio de la pista. Subieron y lo extraño fue que los hombres de turbante no estaban entre los pocos pasajeros que estaban sentados.

Al volar suspiraron tranquilas, pero Keira, sintió un pequeño resquemor. Algo no encajaba con ellas en ese vuelo. En un momento miró hacia atrás y vio la figura de uno de los barbudos con extraña mirada que le hacía una seña. Ella asustada, se volvió a su película que miraba en la pequeña pantalla del butacón que le correspondía. Sintió un aire frío, que salía por un agujero chiquito del techo. Se arrebujó con la manta. Al rato sintió mucho calor. ¡Algo andaba mal! Volvió el rostro hacia atrás y le pareció ver un fantasma. Era ese hombre barbudo que le hacía nuevamente señas. ¿Era transparente?

Creyó que estaba soñando y dormía. No he visto nada, me lo he imaginado o lo he soñado. Recordó algunos libros que había leído sobre aparecidos y fantasmas.

A su profesora le tocó el hombro y cuando la miró vio horrorizada que no era ella. Era una mujer diferente, con el rostro ceniciento y los ojos glaucos. ¡Estoy soñando!

La voz del piloto llamó la atención diciendo que se ataran los cinturones del asiento porque había turbulencia. El miedo la puso muy nerviosa. No podía mirar la película. Sus amigas dormían entonces… miró hacia atrás y vio que una sombra se deslizaba por el pasillo de los ayudantes y azafatas. ¿Era un fantasma?

El avión se movía con el aire que empujaba la nave, las chicas despertaron y le pidieron agua a la camarera. Un joven de turbante y barba les trajo un vaso con líquido de color ámbar. No era agua. Keira les pidió que no lo bebieran.

Cuando la nave volvió a aterrizar se enteraron que habían sido raptadas en el camino por un grupo de guerrilleros de Medio Oriente y que se habían salvado milagrosamente por ser jóvenes de un país neutral.

¡Tal vez, pensó Keira el fantasma que creyó ver le había tratado de decir esa terrible verdad! Cuando llegaron al hotel y prendieron el televisor, vieron que a todos esos hombres barbudos, con atuendos extraños e idioma incomprensible los habían matado en ese lugar donde ellas habían dormido aquella noche.

Regresaron muy apenadas, no les habían hablado ni sonreído y ese, que Keira había visto, trató de hacerle descifrar el acontecimiento que habían vivido sin imaginar.

El ballet fue maravilloso, pero el grupo nunca más quiso viajar a la gran ciudad sin su familia. Y entonces ¿Quién era esa mujer de ojos glaucos que ella creyó era su profesora? ¿Otro fantasma?

LA CABAÑA DEL BOSQUE

 


Me duelen las manos. Y también la espalda. Hace una larga semana que trajino. Quiero, pero no puedo. Sí quiero realizar todo este pedido que recibió Joaquín de esa nueva casa de comida que construyeron en la ladera este.

¡Es linda esa parte! Tiene un pequeño sabor salvaje. La  tierra húmeda, la  fina llovizna de las nubes que se apoyan cansadas sobre pinos. ¡El olor resina y a polen! La comenzaron a construir el mismo día de nuestro encuentro. Yo iba con mi bicicleta por el sendero buscando setas frescas. Nos encantan revueltas con cebollas y finamente picadas huevos y queso parmesano. Yo me movía por esos rincones que conozco desde pequeña, que recorría con el abuelo Marco, y él, me iba regalando sus cuentos y secretos. Bueno iba por allí; nos encontramos. Parecía un astronauta recién llegado de un planeta lejano. Era un muchacho fresco, alegre y vivo. Era como el bosque. Me gustó así, de rápido. Yo le gusté, y seguramente, porque me charló como si me conociera de todo la vida. Tuve que sentarme en un tronco, que caído desde hacia un tiempo, albergaba un sin fin de pequeños seres tan vivos como su risa, su mirada clara, se movía, deslizándose por los pinos,”piseas” y robles.

Casi nos olvidamos para qué habíamos llegado allí. Fue Joaquín el que se dio cuenta de la  hora, yo salí corriendo con la  mitad  de las “setas” de lo acostumbrado. Llegué a la cabaña  y caí sólida  en el banco rústico de mi cocina. Ese, mi hogar tiene el perfume cálido de las casas del bosque.

Me sentía feliz cuando llegaba a su saloncito. Hasta allí llegó el otro día Joaquín con su camioneta ruidosa. Allí transformaba su horno de cerámica y cientos de pesados moldes de yeso. Me sorprendió. Me intrigó. Me gustó el perfume ácido de la arcilla, de los extraños objetos de la tarea creativa  de mi nuevo amigo. Me invitó a realizar su  trabajo  y acepté. Me gusta eso de ir  armando un mundo de útiles objetos familiares.

Ahora, cada pequeño plato, taza o fuete tiene su alma, su espíritu ingenuo y personal, le doy a cada uno un gramo con vida de soplo y le regalo una pequeña chispa de vida propia , me gusta, me siento creadora, donadora de historias magras.

Hoy estoy cómoda. Es mucho para hacer. Tengo que hornear el bizcocho de toda una vajilla y mis manos se niegan. Siento pena porque me falta una chispa para encender el fuego de la creación. Debo recuperar la alegría y aderezar con belleza la ingenuidad de los adornos. Rescatar el bosque en cada una de las fuentes. Que al mirarla, penetren en el perfume de la tierra  húmeda  y de los helechos. El amor del latido de los pájaros del   “robledal” y los granos del pinar. ¡Por eso amé a Joaquín, porque le ponía el bosque a cada pieza! Pero una mañana desperté y se había ido. Me dejó una nota. Tal vez regresaría el próximo invierno.

LA BIBLIOTECARIA


 

            Buscaba unas cartas que según el profesor Ostugni, eran de un amigo de Urquiza. No le quedaban anaqueles ni bibliotecas sin revisar. Si no terminaba la tesina, no le daban la licenciatura y hoy sin ese papel no sos nada. Nadie. Ser Licenciado es más importante que ser doctor.

            La profesora Paloma Bianco, le había desplegado un índice de libros donde podía encontrar material, pero los inútiles empleados que como buenos burócratas estaban a cargo de los libros, nunca encontraban nada. Y cada vez lo trataban peor.

            Le quedaba la biblioteca del Senado. Ahí, le dijeron que debía haber cartas de esa época. ¡Por suerte había una joven inteligente que lo atendió y lo ayudó! Buscó en la computadora y se subió por una escalera móvil que iba y venía de anaquel en anaquel con libros súper antiguos.

            Acá está dijo ella, el libro que busca está acá. Sacó con sus guantes de algodón blanco un ejemplar forrado en cuero negro con letras doradas. Lo bajó con cuidado y lo depositó sobre un atril de madera. ¡Perdón, pero sin guantes no! Sabe que evitamos la contaminación para que se puedan mantener en condiciones. Y así ella sacó de un cajón un para de guantes y comenzaron a analizar el índice. Era glorioso lo que había en ese tomo. Él, comenzó a copiar con su letra minúscula y no terminaba nunca. Ella nerviosa miraba el reloj. Se le hacía tarde para ir a la facultad.

            Tuvo que salir e irse a casa. A la mañana siguiente, regresó. ¡Sorpresa la hermosa joven no estaba y el tomo tampoco!

            Walter pidió el libro de quejas. El tipo lo miró con odio. Recibió el libro ajado y viejo, como un féretro lo tiró sobre el mostrador, dejando una estela de polvo en el aire tal que parecían copos de nieve color amarillo, ocre y marrón, que volaban libres por el recinto. El ruido de su queja atrajo a varios empleados que juraron que en la biblioteca del senado Nunca había habido una joven empleada como bibliotecaria. 

EL FORASTERO

 

La casa era de una belleza sin igual pero había sitios desocupados, pensaron en tomar algunos pensionistas. Así llegó un viejo soltero, cuya familia había caído en un bombardeo. Sin otro consuelo que sus cajas con libros y algún que otro objeto recuperado entre los escombros. Vivía con traducciones que hacía para un editor de la gran ciudad. Estricto en su higiene personal. Pagaba puntualmente su pensión y comida. De hábitos sanos no tenía ninguna queja. Luego apareció una señorita, profesora de letras, que mantuvo largas pláticas con las muchachas de la casa. Finalmente llegó un personaje diferente. Era “parapsicóloga” vidente y tarotista. De mirada pícara y voz chillona, cambió el aire serio de la casa. Salía todos los días a su “consulta” en la ciudad. Atendía una cantidad increíble de gente en un pequeño local, donde reinaba un caos de dioses hindúes, egipcios y cristianos. Con una túnica de seda colorida y un turbante con grandes aretes dorados, penetraba el mundo de los muertos como en la vida de los que habitaban los pueblos cercanos.  

                         

 

LA YARARÁ

 

El rancho estaba casi destruido por la tormenta. Hacía una semana que el fuego había quemado todo el ñandubayzal. Un rayo traicionero, carcomió el pajonal y el bicherío se desbandó por la tierra. Luego vino la lluvia, que como torrente llenó la tierra roja en un guadal de sangre y cenizas.

Victorino Agüero se arremangó para evitar que sus animales escaparan del corral. Era su único bien. La tierra con su fruto que crecía como la misma vida y los animales, pocos, que había logrado tener.

Los monos chillaban entre los pocos árboles chamuscados que habían quedado en pie.

¡Es lo habitual en la tierra colorada! El trabajo de atrapar cerca de la orilla los sábalos y peces que se quedaban en el sedal, a veces se prendían bichos que daban asco por el tufo que producían al estar entreverados vivos y muertos.

Había amarrado bien la canoa, única forma de salir del bañado. Escampó y él, fue con mucho cuidado a ver su espinel. Trajo dos peces dorados, lindos animales. Coleteaban cuando los sacó del río, pero necesitaba comer y recuperarse de tantos días de sufrir frío y hambre. Sólo comió algo de galleta seca y enmohecida que le quedaba entre los bártulos que se habían salvado del fuego y de la tormenta. Apareció el perro medio torrado y flaco como la orilla de la tapera. El “Truco” fiel compañero siempre regresaba después de las desgracias que les mandaba ese cielo que podía ser gloria o tormento.

Se sentó en un tocón en la abertura del rancho, la vieja puerta se había volado con el viento. Prendió un cigarro forzudo y echó humo a su tristeza de campesino olvidado.

Cuando se dormitó, el Truco se echó a su lado expectante. Regresaban primero las aves, los guacamayos y las cotorras. Después se oía el grito de los simios que peleaban por un lugar en ese desquicio que había dejado el incendio. Pero olfateaba que cerca había una yarará. La bicha se enroscaba como una mentira alrededor de una estaca y se quedaba quieta, esperando dar el salto y engullir al perro o al hombre.

El animal, esperó paciente que se despertara su amo. Al abrir los ojos se vio de frente con la bicha que lo oteaba como presa. ¡No me vas a verduguear! ¡Carajo! Se irguió y con destreza le tiró un palo, la yarará se escapó entre los yuyales que parecían crecer a ritmo enloquecido después de la lluvia.

Victorino conoce la costumbre de los animales. Prendió una tea y se fue derechito al gallinero y allí no sólo la vio a la entrometida, sino que se encontró una boa que se movía contorneándose con uno de sus corderos en las tripas. ¡Hija y puta! Le dio con la azada en medio del lomo y saltó con fuerza sobre su cuerpo nervioso y opulento. La yarará se enroscó y se prendió de la boa que cortada en dos seguía envolviendo al cordero. Ya estaba muerto y la sangre mojaba el cuerpo de la ladrona.

Con el fuego, le zampó una buena quemazón a los bichos. Se retorcieron sobre sus huesos como enredaderas de verano. Los cubrió con latas de kerosene y les prendió fuego. El olor volvió loco a los monos que aullaban de terror. Truco arrastró  a su amo que parecía enloquecido, lo garroneó para que se alejara.

Entró en el rancho, rebuscó entre el catre para ver si no había otro animal inesperado, pero se hubiera dado cuenta el perro y ladraría. Se recostó y junto a él, su amigo. Soñó con la casa de su madre, allá en la villa. Soñó con una vida mejor, pero sabía que al despertar sólo lo esperaría otra vez su triste vida. Allí, se escondía de los controles de la policía, después que atravesó con el facón al Emeterio Maidana en una bailanta de Oberá. No sabía que una yarará se deslizaba debajo de la cumbrera del rancho para vengar la muerte de su casal. Su perro agotado estaba dormido.

 

RAMÓN GARRIDO

 

            El despertar después de una tormenta no es grato. El hombre encogido por el chubasco, sacó una mano por una ventana que piadosa había quedado entera. No llovía. Había un sin fin de charcos y árboles caídos sobre la tierra empapada. El techo roto en ciertos lugares, parecían la garganta gigante de un ofidio. Vio enroscada una yarará en una de las cabreadas del techo. El gato, se había asilado en un rincón lejos del animal que glotón la miraba haciéndose la distraída.

            Sobre el fogón una suave luz, mitigaba la soledad. El carbón no se había mojado y un manotón de aire avivó el fuego. Puso un cacharro para calentar agua. El mate. ¿Dónde diablos quedó el mate? Sacó un viejo trabuco y le dio un tiro a la bicha. Que cayó como plomo sobre el piso de tierra. Más tarde se ocuparía.

            Salió despacio al patio o lo que él, llamaba patio. Un trozo de tierra sin las plantas que trepaban y se deslizaban como lagartijas por doquier. Ese era su rincón. A lo lejos se escuchaban algunos truenos. Era el despertar del cielo a una nueva tormenta quién sabe donde. Pensó en su canoa. ¿Se la habría llevado el río! El espinel que colgaba de un árbol, estaría aun a la orilla cambiante de ese bravo torrente marrón rojizo de agua que bajaba del norte.

            Caminó chapaleando en el cieno. La bombacha húmeda salpicada de barro le anunciaba el desastre. Sin embargo allí dada vuelta en boya estaba su canoa. Unos guacamayos ruidosos se espantaron de los árboles que estaban junto a esa parte del río. Todo era nuevo. Otra yarará se escabulló entre los enormes pastizales

            Peces muertos colgaban del espinel. Anclada la mirada en la bravura de la corriente le pareció que había un “alguien que lo veía”. ¡El mismito demonio, debe ser! Y corrió hacia el rancho. El agua ya estaba hirviendo. Encontró el mate y la bombilla entre varios trebejos. Sacó un poco de yerba y cebó con unos granos de azúcar de caña de campo. Sacó una galleta, que parecía masa muerta por el agua y el frío. Armó un cigarro con la fina hoja de tabaco y miel. Encendió con un tizón y chupó con rabia.

            ¡Mierda de tormenta que se lleva la vida toda de las orillas! Sintió un rumor de cañas rotas y ramas en la parte de afuera del rancho. Espió con temor. Un chancho salvaje merodeaba. Atrás vio el brillo de las pupilas de un jaguar. Gritaron los monos que se hamacaban en la arboleda. Sacó el facón y el machete. Pero llegó tarde. Ganó el jaguar. Entre las frondas dejó el rastro de sangre caliente del puerco.

            Regresó a la tapera, eso dejó el temporal. Una tapera. Trabajó todo el día. Dejó listo cada hueco que había dejado el chubasco. Comió un poco de carne asada a la llama y se tiró en el camastro. El gato se acurrucó en su cuerpo y se quedó dormido.

            Ramón Garrido, despertó acalambrado. Otro amanecer de furia. Esta vez humana. Entró un varón con el rostro contraído de ira. Quiso pelear con él, no pudo. Cayó sobre el piso de tierra con una herida fiera en la espalda, provocada por una zarpa de bestia. Lo subió como pudo a su espalda y lo llevó a la canoa. La dio vuelta y echó el cuerpo. Salió río abajo en busca de ayuda. Cuando llegó al pequeño puerto de la aldea cercana, lo auxilió un compadre.

            Lo dejó ahí. Regresó a la casa en medio de la selva. Él, no podía abandonar su tierra. Era su heredad y su vida. Ramón Garrido era un hombre de palabra. El mundo de los pueblerinos no le iba a quitar el sueño.

 

 

 

 

 

LUJURIA

 

 

Corrió detrás gritando, no quería que se fuera su enamorado. Le había prometido una vida de ensueño, de novela. Se trepó a sus brazos apretó sus piernas alrededor de la cintura  y  lo  rodeo de besos. La mujer  parada a la distancia abrió los brazos en cruz. Su imagen quedó cincelada en bruma y carne. Él, lentamente regresó. La niña estaba tibia de sonrisas. La mujer contuvo  una lágrima de fuego, sabía que al regresar él, su vida volvería a ser una carga de roca incandescente. Antes había vivido algo semejante. Luego los golpes y la ira. La violación constante. Entró prendió la lámpara. Estiró un mantel a cuadros y distribuyo tres  platos sobre la mesa. Sabía que esa noche los brazos de la nieta estarían en los brazos sedientos de pasión del que fue su hombre. No podía impedirlo. Pensó en la cuchilla con la que había hecho un tajo en la batea y lo escondió. La Lorena, no iba a ser mancillada como ella. Les sirvió el puchero. Él, bebió en abundancia con los ojos puestos en la niña. La carne fresca, rosada y suave de Lorena era el lujo que había conquistado. Se la comía a besos. ¡Esa noche sería su regalo! No sabía que la mujer… tenía asegurado el fin de esa vida.

 

UN BARCO A LA DERIVA

 

            Ramón Plates, dueño del bote “Nadia” instaló los ganchos con redes esa mañana. Las jaulas para recoger las centollas en la zona sur del océano, que ese año parecía generoso en su cantidad y tamaño. El Gervasio Robles, había regresado con una cargamento digno de los mejores mercados. Llamó a sus ayudantes. Eran quince; hombres rudos y dignos de ese mar próspero, que entregaba su vientre preñado de vida.

            Fueron llegando con una bolsa de lona que por la sal de muchas cosechas, que parecían de madera, colgadas a las espaldas como único posesión. El olor a sal y pescado penetraba su piel dejando huellas indelebles. El servicio meteorológico había aclarado que todo estaría calmo esa semana. Había que apresurarse.

            El motor estaba recién revisado y se le había cambiado alguna que otra pieza para que fuera más seguro. Zarparon a la madrugada, a lo lejos se veía el cielo rojizo con un sol aplanado en el horizonte. El oleaje los hacía danzar como siempre adormeciendo a los robustos navegantes. Rumbo al sur, rumbo a las gélidas aguas del atlántico. El amanecer fue tranquilo y los hombres se movieron por la cubierta respetando los gritos del Jefe, que les pedía controlar los aparejos del puente.

            Un mundo de gaviotas y petreles los seguía. Y al estar vacíos las cámaras frigoríficas, la línea de flotación estaba menos sumergida. Pronto se llenarían y si la buena suerte los acompañaba llegarían a puerto, cargados y bien hundidos en las aguas.

            El viejo “Onrieta” se acomodó con una caña en la popa. Hacía unos meses que no comía un buen “Bonito” fresco y el cocinero los preparaba exquisitos. Los que estaban en timonera interior, se reían del hombre. ¡Este es un pescador que será pescado! y reían con sus temores típicos de los hombres de mar. Porque el mar es muy déspota, caprichoso y a veces malvado.

            Pasados tres largos días, el tiempo comenzó a cambiar. Desde el radio, los mensajes eran tranquilizadores, pero por las dudas, Ramón Plates, tomó la decisión de agregar más cables en las básculas, grúas y jaulas. El trabajo estaba hecho y bajaron la zona de obra viva, dejando sus literas bien soportadas.

            Al quinto día, las olas hacían bailar el barco de estribor a babor y a veces el “púlpito” desaparecía en las aguas y aparecía la popa elevada como una chimenea. Juan Artemio, uno de los más jóvenes, sacó de su bolsa una imagen de la “Virgen Stella Maris”, cosa que produjo una protesta general. Mufa. Mala suerte. Toda clase de chanzas y palabrotas brotaban de las gargantas que se calmaban con unas botellas de buen ron y ginebra. La tripulación comenzó a echar las jaulas en el lugar establecido y a esperar que las grúas, comenzaran a hacer su tarea. Llovía a cántaros y bramaba el mar transformando el barco en una cascarita de papel en la noche. Los truenos y relámpagos, iluminaban a los rudos varones. El agua comenzó a tapar el “casillaje” y la cubierta. Tambaleaban las jaulas y cuando elevaban alguna, preñadas de centollas un grito gutural de triunfo se desparramaba por el barco. Se iba llenando la panza del barco. Pero la tormenta era cada vez más dura.

            Esa madrugada Adriano Reano sintió un crujido electrizante en la zona de “espejo”, algo se había desgajado. Salió corriendo de su cabina y otros, ya, le seguían; sí, el mar se cobraba una suerte de venganza. La plancha que recubría el “espejo” que era de un material nuevo de alto contenido de material plástico, se había desgajado y una hendidura profunda hacía agua. Comenzó a llenarse la zona de “obra muerta” y don Ramón, dio la orden de soltar las centollas al mar. Una maniobra brusca los dejó bamboleando y rolando. ¡Todo se transformó en un aquelarre! Bravío el océano se  cobraba la represalia contra ese barco que lo desafiaba. Los rayos caían despiadados sobre el Nadia, que trataba de salvarse de las embestidas del mar. Reano y Onrieta, lanzaron un bote salvavidas al agua, los que pudieron con sus chalecos saltaron y comenzaron a remar.

            Arriba, en la timonera interior, don Ramón peleaba contra los ataques del diluvio que lo apedreaba con olas gigantes. Desde el minúsculo bote salvavidas, vieron como un amoroso Nadia, se iba hundiendo entre murallas de agua helada, reservándose al quien amaba su nave y despreciaba el aluvión de agua salobre que lo llevaría a las entrañas del mar del sur.

            A la mañana siguiente, a la deriva, sobre aguas quietas y silentes un pequeño grupo dejaba que algún otro pesquero los encontrara para regresar con sus familias y emprender en otro viaje la cosecha que los hombres esperan para comprar y vender las mágicas entrañas de los mares del Sur: las centollas.  

viernes, 21 de febrero de 2025

ESA VIEJA HISTORIA DE AMOR ENTRE UN VASCO Y UNA ESCLAVA


 

Sebastián, un joven descendiente de vascos y de oficio peón viticultor, conchabado en una viña ubicada no muy lejos de la plaza de armas de la ciudad, luego de participar del oficio religioso dominical ofrecido en la capilla de la hacienda, practicaba con otros jóvenes compañeros de labor su juego favorito: la pelota vasca. Pero ese domingo, algo raro ocurría a Sebastián pues siendo el más habilidoso en tal juego aquel domingo en cuestión no acertaba a devolver ninguna pelota, ni lenta, ni rápida. Cansado de correr y correr de una punta a la otra de la cancha, finalmente y para sorpresa de sus compañeros, se sentó sobre una piedra ubicada en un costado, lió un cigarro y se quedó abstraído mirando la pared trasera de la capilla, aquella que era usada como frontón. Sebastián no solo era  admirado por su destreza en el juego sino que era muy apreciado por ser un trabajador incansable, aguantador como el que más, de una honestidad intachable, jovial, generoso y buen amigo de sus amigos. En vano sus compañeros lo indagaron buscando comprender semejante actitud tan distante a la personalidad habitual de Sebastián. El mutismo fue total. ¿Qué había ocurrido? Muy temprano, aquella mañana de domingo y como era su costumbre, Sebastián se encontraba en el canal lavando sus ropas cuando no muy lejos vio un carretón que se acercaba, sobre el pesado armatoste, y no obstante la distancia, se podía reconocer a un conjunto de figuras de piel muy oscura. Sebastián se dijo: -"Deben ser los nuevos esclavos y sin darle mayor importancia a la escena siguió lavando su ropa" -¿Qué hubo Sebastián? El saludo del carretero eufórico seguramente por regresar al pago, luego de meses de ausencia, hizo que Sebastián levantara la mirada y ahí fue que ocurrió el milagro. En medio del transporte y rodeada por otras personas a quienes no prestó la menor atención, viajaba una hermosa africana de esbelta figura y no más de veinte años. Las miradas se cruzaron, el flechazo fue mutuo y esa mañana de domingo comenzó a gestarse un amor que duraría hasta la eternidad.

             Era costumbre por entonces en esa y otras haciendas que los amos, en este caso Doña Etelvina, una joven y resuelta viuda, enseñaran personalmente a sus nuevos esclavos rudimentos de español, de catecismo, de las tareas que habrían de desempeñar a futuro, modales higiénicos, de mesa y por sobre todas las cosas a acatar el principio de autoridad como algo inviolable y a entender que las cosas eran así porque de ese modo lo había dispuesto Dios.  ¡Y las leyes de la naturaleza! Finalmente debían comprender que la vida no era más que un tránsito hacia la verdadera vida, a la que todos podían acceder si se comportaban bien por difícil que fuera ese tránsito. Todo esto Sebastián lo sabía, como que también sabía que aquella tarea de iniciación duraría no menos de dos meses, lapso en el cual le sería muy difícil entrar en tratos con la recién llegada. Los días se le hicieron eternos, sólo en una oportunidad pudo verla unos instantes. Una mañana como tantas en la que marchaba con Felipe, su mejor amigo y confidente rumbo a la viña, se distrajo contemplando el vuelo de unos patos luego de haber transpuesto el zanjón, entonces fue que la vio. La africana caminaba entre la bruma matinal en dirección al canal con un atado de ropa sobre la cabeza, su andar era sereno y cadencioso y daba la impresión a la distancia, que sus pies apenas si rozaran la tierra. Sebastián quedó petrificado, con los ojos desorbitados, era sin dudas mucho más bella y elegante que el recuerdo imaginario que lo había desvelado tantas noches. Al advertirlo, la esclava se detuvo, Sebastián le sonrió al tiempo que la saludaba quitándose el sombrero y con un brazo en alto, ella respondió el saludo pero apenas esbozando una triste sonrisa. Felipe que se había adelantado unos pasos, al advertir el retraso de su compañero, volteó la cabeza y pudo contemplar la escena, fue entonces que Felipe comprendió y al instante se formuló el designio de no molestar a su amigo con preguntas inoportunas. El domingo siguiente, luego del consabido oficio religioso, el cura informó a los presente que, aprovechando las festividades de San Juan Bautista en una semana se realizaría el solemne bautismo de los nuevos esclavos y de aquellos niños que habían nacido recientemente en la hacienda y sus alrededores. Tampoco esa mañana Sebastián quiso jugar a la pelota vasca declinando el ofrecimiento de sus compañeros, por el contrario, más taciturno que nunca marchó hacia el canal y se refugió bajo un sauce para oír  en silencio el rumor de las aguas. Felipe que lo había seguido a la distancia fue a sentarse a su lado, armó dos cigarros, ofreció uno a su amigo y ambos quedaron fumando hasta que por fin Sebastián, luego de exhalar unas cuantas bocanadas habló:

- Felipe, tengo  que tomar una gran determinación.

- ¿De qué se trata?.

- Estoy enamorado.

- Ya lo sabía.

- Y, ¿por qué no me lo dijiste antes?

- No se, tal vez por respetar tus reservas, tu silencio o simplemente por imaginar que podría llegar a importunarte.

- Tú sí que eres un buen amigo.

- Trato... pero bueno, ¿qué es lo que piensas hacer al respecto?

- Pedir esta semana una entrevista a Doña Etelvina y solicitarla formalmente en matrimonio.

- ¿Lo has pensado bien?

- Creo que sí.

- ¿Haz reflexionado acerca de que quedarías pegado de por vida a esta hacienda? Que prácticamente renunciarías a tu condición de trabajador libre, a que si te hartaras de esta hacienda y de esta patrona podrías conchabarte como viticultor en cualquier otro lugar, inclusive en Chile, a que, ¿si un día quisieras abrir las alas y rodar por el mundo conociendo otros rebaños, otros cielos y otros soles sólo tendrías que contratarte como carretero o arriero?

- He pensado en todo eso y mucho más, mi querido Felipe, he pensado que tengo veinte años, que he sido huérfano la mitad de ese lapso, que ya ni sé lo que es una caricia y en que por sobre todas las cosas estoy enamorado, me gusta este lugar, me gusta esta gente y  me placen las faenas que aquí realizo. Además, ¿no has pensado en que bien podría ahorrar y algún día comprar su libertad?

- Todo lo anterior no te lo discuto, a lo mejor mis argumentos están más en arder a mis sueños que a los tuyos, pero eso de juntar el dinero suficiente como para lograr su libertad me parece una verdadera locura. A menos que te hicieras bandolero, salteador de caminos o la raptaras para ir a refugiarte entre los salvajes del sur, te aseguro que ni en tres vidas de trabajo en la viña, juntarías el dinero suficiente.

- He pensado pero...

- ¿Felipe, me concederías el honor de oficiar como padrino del novio?- dijo Sebastián.

- O sea que... ¿la suerte está echada?

- Así es.

- Será entonces un gran honor acceder a lo que me pides.

            Puestos de pie, arrojaron las colillas al agua, se miraron largamente para quedar confundidos en un fuerte y prolongado abrazo. Esa misma semana Sebastián solicitó la entrevista con Doña Etelvina. A la patrona no le sorprendió el pedido, siendo Sebastián tan bueno y leal trabajador,  no puso reparos en otorgarla para el jueves al atardecer, luego que la campana de la capilla sonara indicando el  ángelus y consecuentemente el final de las faenas en la hacienda.            Introducido por el mayordomo en el salón donde la patrona despachaba los asuntos de la hacienda, vestido con sus mejores ropas, sombrero en mano y de pie guardando prudente distancia respecto del escritorio, vio de soslayo como Doña Etelvina entraba al salón y tomaba asiento. La imponente figura de su patrona a la que apenas se atrevía a mirar lo turbó, por un instante pensó en salir corriendo o inventar una excusa, algo así como un pequeño aumento o una corta licencia. La voz de Doña Etelvina lo sacó bruscamente de su embarazo.

- Buenas tardes, muchacho, aunque ya no se si debiera llamarte así, no había reparado en cuanto has crecido, si pareces todo un hombre.

- Gracias, señora.

- Pues bien, tú dirás, ¿qué te trae por aquí?

- Patrona, Doña Etelvina... es que yo, no, es que, es que usted sabe...

- En realidad no se nada... vamos muchacho... ¡qué no ha de ser tan grave!

- Vengo a solicitar su licencia para casarme.

- Desde ya la tienes, pero no te hace falta, eres hombre libre. O es que será que me quieres pedir como madrina de tu boda. ¿Es eso, verdad?

- Eso además sería fantástico.

- Y para mí un gran honor, conocí a tus padres y jamás olvidaré la pena que me causaron sus muertes durante aquella horrible epidemia. Pero no entiendo eso de que además...

- Porque hay algo más.

- ¿Y qué es ese algo más que te tiene tan nervioso?

- Es acerca de la novia.

- ¿Qué hay con la novia, no es de aquí y quieres licencia para mudarte a otro sitio?

- No es eso, al contrario es bien de aquí, tanto que usted es su dueña. Se trata de la joven esclava nueva que el domingo va a ser bautizada y presentada en sociedad.

- Vaya... vaya... conque de eso se trataba. Te confieso que me has sorprendido, pero en fin, has pensado seriamente en el asunto?

- Si, lo he pensado.

- ¿Has medido, siendo aún tan joven, los riesgos que semejante vínculo te pueden acarrear de por vida?

- Supongo que sí.

- ¡Pero... si ni la conoces...!!!

- La he visto dos veces y aún sin haber intercambiado ni media palabra, sé que estoy enamorado, como nunca lo estuve. Además tengo la plena convicción de ser correspondido.

- Bueno... te prometo pensarlo y si mi resolución fuera positiva la anunciaré el domingo luego de los bautismos.

            Dicho lo cual, poniéndose de pie dio por concluida la entrevista. Sebastián aguardó a que saliera de la sala y trastabillando, se retiró él también con un nudo en la garganta y a punto de estallar en llanto.

            Doña Etelvina efectivamente pensó el asunto mucho más de lo que Sebastián hubiera imaginado. Siendo una joven viuda en una sociedad patriarcal, donde a diario se las tenía que ver con hombres para discutir los más variados asuntos propios de la hacienda, su carácter era por demás receloso y desconfiado. Lo primero que hizo fue indagar los sentimientos de la esclava, la africana a pesar de su media lengua, entendió perfectamente las preguntas de su ama y por primera vez en los casi dos meses de residencia en la casa de la hacienda,  su rostro mostró una amplia y hermosa sonrisa. Luego y sin articular palabra, de sus ojos comenzaron a brotar copiosas lágrimas, para finalmente postrarse ante su ama y besarle los pies.  A pesar de la dureza de su carácter, Doña Etelvina se conmovió sobremanera. ¡Un casamiento por amor, no era lo corriente entre los de su clase! Ella misma, siendo poco menos que una niña, había sido entregada en matrimonio por su padre, a quien le cuadruplicaba la edad. De ese matrimonio arreglado, le quedó la hacienda y dos vástagos, los cuales a pesar de haber sido cuidados sin economizar desvelos o precisamente por eso mismo, le salieron algo botarates; por sobre todo nada afectos al estudio, al trabajo o a las responsabilidades en general. Pero más allá de sentimentalismos, para Doña Etelvina, la esclava era definitivamente una inversión. Tal vez la mejor que realizara desde que se hiciera cargo de la administración de la hacienda. Efectivamente, la africana había resultado ser sumamente dócil y por demás  inteligente, aprendía sin dificultad las tareas que se le enseñaban, era aseada, prolija, diligente y prometía ser una excelente cocinera. Su determinación hubiera sido negativa si no es que el domingo en que la tendría que anunciar no hubiera sostenido una larga charla con su confesor antes de la misa. El religioso finalmente la disuadió argumentando que existiendo un lazo amoroso tan  fuerte entre esos jóvenes, la negatíva no haría más que potenciar esos sentimientos, en cuyo caso no sería de extrañar que a la larga o a la corta se fugaran quedando la patrona sin su fiel peón y su excelente esclava. El matrimonio no tendría por qué modificar sustancialmente las cosas si las condiciones para acordarlo eran claras y precisas.

            Por fin ese domingo, se ofició la misa y se hicieron los bautizos. A Sebastián, si le hubieran dado la oportunidad la hubiera nombrado: Gacela,  pero esto ni pasó por la mente de doña Etelvina quien optó por nombrarla, santoral de por medio: Consuelo. El cura presentó a los nuevos cristianos y Doña Etelvina anunció formalmente el matrimonio de Sebastián y Consuelo para la primavera venidera, luego, pidió a Sebastián que se acercara y tomara de la mano a Consuelo. Hubieron aplausos generales, finalmente solicitó a la nueva pareja, que la siguieran hasta su despacho donde fijarían las condiciones de la boda. Como quien está muy acostumbrado a resolver asuntos, Doña Etelvina fue clara, precisa, y contundente al anunciar que: - Hasta que la boda se concretara se verían sólo los domingos luego de misa, pudiendo almorzar juntos y permanecer en mutua compañía hasta el atardecer, sin sostener trato carnal, caso contrario el convenio quedaría automáticamente anulado sin apelación posible!-. Sebastián tendría la posibilidad de ir construyendo un rancho, en lugar a determinar, pero cerca de la casa principal y junto al zanjón, para lo cual la patrona aportaría los materiales necesarios. Luego de la boda ambos tendrían una semana de licencia dentro de la hacienda, pasado ese lapso, Sebastián volvería a sus tareas y Consuelo, seguiría al servicio de la casa de lunes a sábado desde el amanecer hasta luego de servirse la cena. En cuanto a días feriados se fijaban los de los santos correspondientes y fiestas de guardar, salvo caso de enfermedad de la patrona, pues si eso lamentablemente ocurría, Consuelo habría de asistirla de día y de noche, de lunes a domingo sin distinción de días fastos y nefastos. Doña Etelvina ofreció elaborar y firmar el contrato correspondiente a lo que Sebastián, en su arrebato, se opuso terminantemente argumentando que desde siempre había servido en la hacienda siendo muy bien tratado sin que mediara papel alguno. Sólo se contentaba con que su patrona y Felipe fueran los padrinos, acordado lo cual, pidió licencia para besar las manos de su patrona y poder salir en compañía de Consuelo para dar el primer paseo y compartir el también primer almuerzo dominical.

             Tomados de la mano salieron de la casa alejándose lentamente, Consuelo, seguramente, poco y nada había entendido acerca del arreglo, sería Sebastián quien a media lengua y por gestos se lo haría comprender, sin embargo poco le importaba, en el fondo sabía que ella seguiría siendo esclava pero con la posibilidad de vivir un gran amor. Por eso, a mitad de camino entre la casa y el zanjón, detuvo la marcha y miró a Sebastián con una mezcla de amor, dulzura y agradecimiento inefables, lo estrechó entre sus brazos de ébano y lo besó en los labios tiernamente. La rígida patrona que había seguido la escena desde la galería no pudo evitar que se le escaparan unos gruesos lagrimones.

            Mientras los días se sucedían y al correr de los meses la primavera se acercaba lentamente, de domingo en domingo Sebastián, luego del servicio dominical, mostraba orgulloso a su prometida los progresos en la construcción del rancho. Con Felipe, en los escasos ratos libres, inclusive en noches de luna llena y no tan llena, habían ido levantando las paredes de dos habitaciones, una para el futuro matrimonio y la otra para que funcionara como cocina con espacio para una mesa. Luego, invariablemente tomados  de la mano, realizaban largas caminatas por el interior de la hacienda. Al atardecer se presentaban en la galería de la casa principal donde la patrona, a pedido de Sebastián, les daba la bendición en téminos tales como:- "¡Dios los bendiga, los ampare y los favorezca!"-. Semejante conducta despertó entre los peones y esclavos de la hacienda nobles sentimientos, todos querían colaborar de alguna manera de modo que cuando hubo que techar el rancho,  plantar los horcones y hacer la cumbrera para la pequeña galería, se armó una jornada de trabajo comunitario, lo que en quechua se conoce como "una minga". Don Joaquín que manejaba muy bien el oficio de albañil, supervisaba la obra a la vez, que personalmente construyó el fogón con un tiraje suficientemente bien hecho como para garantizar que el rancho jamás se llenara de humo. Así mismo; Don Carmelo, el carpintero hizo y colocó puerta y ventanas, ambos menestrales se opusieron gravemente a recibir compensación material, los respectivos aportes tenían que ser aceptados en calidad de regalos de boda.

            ¡Por fin llegó el día tan esperado! Fue toda una fiesta, donde se bebió, comió y bailó hasta el amanecer. La pareja tuvo la semana de mieles prometida y luego la vida continuó sin mayores sobresaltos. Sebastián ahorró y compró un caballo, con la intención de pasear por los alrededores, inclusive llegarse hasta la plaza de armas con su mujer en ancas los días domingos.

             Contra las voces de los agoreros que le sugerían que esas salidas podrían ser la excusa perfecta para una fuga, Doña Etelvina decidió confiar, de modo que los domingos, era un primor ver a la joven pareja pasear por la ciudad a caballo. El mayor placer de Consuelo era sumergirse en la feria dominical con unos pocos reales que le daba Sebastián, para regatear la compra de alguna pollera, blusa, camisa o pañuelo para su marido mientras el vasco, se permitía uno de los escasos lujos a los que era afecto: tomar unas copas con los amigos, jugar alguna partida de baraja o presenciar una riña de gallos. Luego almorzaban en una fonda y al atardecer se presentaban de regreso ante la patrona. A los pocos meses el vientre de Consuelo mostró ciertamente un avanzado  estado de gravidez. El parto no planteó mayores complicaciones y la pareja tuvo su primer y único hijo, un mulato verdadera síntesis de razas. El color de la piel y el pelo lo aportó Consuelo en tanto que los finos rasgos de la cara y la claridad de los ojos, Sebastián. La alegría se disipó muy pronto, exactamente el día en que hubo que resolver acerca de quién ejercería la propiedad respecto del vástago. Sebastián argumentó que siendo él hombre libre, su hijo también tendría que serlo. Doña Etelvina, por el contrario, afirmó que siendo hijo de su esclava el niño también era esclavo y en consecuencia propinad suya.

            La justicia dio la razón a Doña Etelvina, pero concedió a Sebastián la posibilidad de comprar la liberad de su hijo, luego de acordar y abonar un precio justo. Demás está decir que el precio fue alto como las nubes y que en esta oportunidad tampoco el joven aceptó firmar convenio alguno. El hombre no se amilanó, vasco tozudo como el que más, se formuló el designio de trabajar y ahorrar hasta ver a su hijo libre. Compró una vaca para asegurar una buena alimentación a Andrés, tal y como fuera bautizado el crío y de paso aprovechar para hacer y vender algunos quesos. De año en año engordó un cerdo para carnearlo y facturarlo mejorando la alimentación de la familia y a la vez para vender salames, morcillas o algún jamón. Lo propio hizo con un pequeño huerto que generalmente atendía luego de despachar sus faenas en la viña. Por supuesto, porque no todo es trabajo en esta vida, algunos domingos no perdieron la costumbre de pasear por la ciudad, al principio con el niño en brazos de Consuelo y luego montado en un caballito, que Sebastián compró y amansó personalmente para Andrés.  Llámese resignación, convicciones o lo que fuere, la pareja  no se resintió, por el contrario el amor creció al ritmo de Andrés y el trato con la patrona tampoco se alteró. Tanto fue así, que en más de una oportunidad, pudieron hacer excursiones de dos y tres días, la visita favorita la concretaban en la casa de Felipe que también se había casado y vivía con su mujer el la Villa de Lujan, lindante con el Río Mendoza. El día que Andrés cumplió quince años, se organizó una fiesta excepcional pues precisamente ese día Sebastián concretó el pago del cincuenta por ciento del precio fijado para liberar a su hijo. A las pocas semanas y contra cualquier pronóstico Doña Etelvina enfermó y a pesar de los cuidados recibidos, particularmente por parte de Consuelo, murió. Abierta la testamentaría la esclava y su hijo formaban parte del inventario, eran uno más entre las piezas de esclavos, toneles con vino, cubiertos, camas, mesas, manteles y demás que sería repartido a partes iguales entre sus hijos. Sebastián clamó por la libertad de Andrés argumentando que él había pagado la mitad del valor de la misma, pero no hubo caso, no habiendo constancia ni papeles escritos, primero los herederos negaron saber de algún acuerdo verbal y luego la justicia falló en su contra.

 

 

            No es cuento, se trata de una versión libre de un caso real ocurrido en tiempos coloniales en Mendoza, no se han consignado apellidos así como los nombres de los personajes son arbitrarios. Las pruebas están a disposición de los interesados en el Archivo Histórico Provincial de Mendoza, Argentina