viernes, 30 de mayo de 2025

COMO UN TANGO

 

“El tango, ese reptil de lupanar” Leopoldo Lugones.

 

                                   Violento el puño del “Tuerto” cayó en el muslo moreno. Un grito de animal convulso se apagó en el cubículo que retenía el olor a tintura de yodo y el perfume de polvo “Coty”, que usaban las pupilas. Mayela, miró con acostumbrado odio. Flechas envenenadas los ojos negros traspasaron el rostro odiado. Era un mastín celoso. Agresivo, y ella, lo odió desde el principio, sin tregua. El tuerto, cuyo nombre verdadero, nadie conocía la volvió a golpear. Un rugido silencioso se atragantó en la garganta de la muchacha. Agazapada, animal atrapado desde niña, sólo sabe que debe estar en un clavarse en esa espiral pastosa. La ponzoña le sube de las tripas. Se estrangula en el pecho, donde sus tetas se detienen gozosas entre su pelo negro y rizado que se desliza como anguila en su cuerpo. El hombre antes de golpearla, le arrancó el vestido. Quedó en cuero... brillante piel morena, mientras iban soltándose lentos moretones como arácnidos. El sudor aclaraba la sangre que el enorme anillo de oro le incrustó en la espalda como sello de esclava moderna. Entró Yamira, se quedó quieta con las manos apretadas sobre su pobreza de desprotegida recién empujada al prostíbulo. Miró aterrada al Tuerto y trató de salir, pero el puño mineral atrapó el género floreado y se quedó allí aun más desnuda que su cuerpo. Era un dóndolo que temblaba mudo. Aterrada. Su cabellera perfumada iluminó en dorado sus pequeños senos núbiles. Adolescente aun, la había traído del norte su abuela. Era mestiza. La odiaba. Su padre, decían, era un señorito inglés, que llegó a los aserraderos. Rubia, de ojos increíblemente celestes, conmovían los suaves rasgos de su cara infantil. Su abuela la odiaba tanto que la entregó por pocos pesos al rufián sin prejuicio ni pena. Se largó del puerto apenas se gastó la plata que le dieran en chucherías. Quedó ella, mercancía fresca a merced de los codiciosos que frecuentaban el lupanar.

¡Pagaron mucho por su primera vez y fue Mayela la encargada de asistirla luego! Desgarrada, sangrando, deliró tres días en un catre a la sombra. La fiebre no le baja, murmuran las rameras, y, la señora llama al boticario, cliente antiguo, para encontrar ayuda.  Cuando llega en su buaturé se hace el silencio. La presencia del hombre, acompañado por otro, que viste traje de lino blanco, es algo desusado, por lo serio. La Señora, lo acompañó asustada hasta una habitación de atrás. Olía a alcanfor y a lavandina. Allí, yacía  Yamira, desmayada de dolor. Murmuran los facultativos. -¡ La chica tiene...años? – diga- No voy a denunciarla, diga la verdad.- y saca la mujer un paquetito donde envuelto en un pañuelo hay unos papeles. Se los pasa. Todas hacen un silencio mortal. –¡ Doce años, se lo decía, amigo, es una locura!- y un sofocado grito escapa de la garganta de algunas pupilas. Nadie se anima a hablar. El “Tuerto” se esconde entre los trebejos de su guarida infecta. Hay que llevarla al hospital, urgente. No puedo hacer nada aquí. Yo no puedo dársela por la “cana” si me agarran con una menor...- murmullos desde todos los rincones. Mayela  atrapa a la matrona con su fuerza y coraje de mestiza. La increpa y alza a la pequeña. Atraviesa el largo corredor hasta la calle y camina hacia donde el automóvil espera. Los galenos le dan instrucciones y parten con la niña. El “Tuerto” se acerca y las invita por primera vez con una ginebra de la buena. Tiene un miedo atroz. Comienzan a llegar los primeros clientes y las chicas dan vuelta a la manija de la vitrola para darse ánimo. Ahora habrá que esperar unos días. Suspiran y suben la escalera, cada una a su cubículo de suerte. Mañana ... tal vez mañana.

LA ABUELA CASANDRA

 


                        Los sucesos le habían hecho perder la razón. Tal vez para nosotros que la amábamos era penoso, pero cada uno escondía su desdicha y disfrutábamos con cada extrañeza de su hábil manera de escapar de la realidad.

En las tardes solía esconderse en los rincones del salón del piano e invitaba a seres imaginarios a danzar sobre la alfombra persa. Con la blanca cabellera suelta sobre las anchas capas granate de gasa, descalza y adornada con flores frescas o secas, según la estación. Danzaba, suavemente danzaba. Siempre escondía secretos en los rincones. Tenía lugares favoritos, claro, en una casa tan grande era factible. Aixa cuando llegaba de su taller murmuraba la eterna muletilla: -“El límite entre la locura y la genialidad es sutil como un rayo de luz”- y Casandra, guardaba sus misterios mientras murmuraba extrañas palabras que no entendíamos. Mientras en puntas de pie seguía la línea de mosaicos cantaba: -“Bereshit Rei Teshúb” o “Guilgul aneshamót”. Luego se sentaba con el rostro hacia la ventana que mostraba la puesta del sol sobre el gran canal. Algunas veces cuando venía Merle exhibía un idioma simple que comprendíamos todas. Igual su perpetua tristeza le prestaba un sortilegio indescifrable.

¿Los años le habían hecho perder la razón? Sus ojos se extraviaban en largas tardes frente al ventanal o al hogar de mármol que enrojecía recuerdos de la familia. En su idioma arcano llamaba a las cosas con apelativos indescifrables. “Jojmáh”, “Tiféret” o “Máljut”, esas eran las más usadas. Sonreía cuando cortaba flores al amanecer y caminaba sobre el césped sólo cubierta por la capa de terciopelo blanco en la nieve. Un día comenzó a desplegar láminas. Eran hojas con retratos inexistentes de seres de otros tiempos. Así sus secretos siguieron escondidos y permanecían debajo de los cuadros, en los búcaros de “Limoges” o en la colección de armas antiguas de Otniel, su difunto esposo.

Nos miraba de reojo y hurgaba en los búcaros que apoyaba en su regazo. Ahí decía sus palabras mágicas. Otras veces estudiaba durante horas debajo del mantel del mesón en el comedor unas extrañas declinaciones de su idioma. Era su sosiego lo que trastornaba a Lais o a mí. La paz que desgranaba en gorjeos rítmicos por los pasillos. Nadie la interrumpía por cariño o por temor.

En las madrugadas caminaba o mejor dicho se deslizaba por el corredor central con ramilletes de espigas secas, otras con puñados de vainas de algarrobos que tiritaban sonidos y pasaba al salón dando pequeños saltitos como guiños de ángeles.

Cuando aparecía la luna llena sacaba un brazo por la ventana redonda del ático y contaba las hojas de los cedros o de los paraísos. En invierno volvía helada, con los labios azules, pero feliz.

Era la época en que regresaba Merle de sus viajes por oriente y al verla, abrazándola, repetía: - “Sueños de los dioses, amigos de mi infancia, vuelvan al lecho de mi lago”- y sonreía tranquila. Si la luna lucía una aureola rojiza como corona real, envolvía su larga cabellera cana con un velo de novia y desplegaba de las pequeñas orejas flores de nácar que robaba del arcón de la habitación de Lais o se adornaba con cerezas  artificiales de terciopelo rojo. Todos aparentaban que no hacía nada fuera de lo común y la dejábamos hacer. Pero una noche de eclipse sucedió lo inesperado.

Salió desnuda con sus senos pálidos colgando sobre el pecho, sólo cubiertos por una muselina de tono añil, su pubis y sus ojos enjaezados de las perlas que fueran de su abuela y caminó descalza hasta el portal. Lo abrió y salió por primera vez en veinte años al enorme jardín de magnolias en flor. Llevaba entre sus manos unos amuletos y sus misterios. Caminó salmodiando sus palabras “kabalísticas” como hechicera herida por la edad. Era la dueña de una noche sabática. Se perdió entre los iris florecidos.

Al rato, cuando la luna volvió a imprimir su rostro milenario tras la breve oscuridad reinante, en conjunción de astros, en el disco rojo que se había formado quedó impresa unos instantes la figura de la abuela Casandra en tonos azulados.

Salimos a buscarla y la encontramos tendida entre pétalos de magnolia, apretaba en sus manos un guardapelo con el retrato de un joven que nadie supo nunca quién era.

 

COQUITO LÓPEZ, MAJO

 

           

            La puerta del comedor brillaba con el brillo de su traje blanco. Tan majo como el mejor. Zapatos de charol negro y cabellera gris plomo que caía con sorpresa sobre los hombros fuertes. Una camisa negra de cuello de puntas largas y un anillo de oro con piedra en cada dedo meñique. Coquito López, dijo y una extraña reverencia me hizo sentir princesa. El salón arreglado para un suceso descollante. ¡Una boda,- me dijo- y su sonrisa franca cabalgó entre sus dientes!

            Un guía de esmoquin y delantal de lienzo, nos ubicó en una mesa escondida entre otras tantas. Éramos extranjeros en el mundo comunitario de ese pequeño pueblo. Estábamos como ladrones de felicidad ajena y nos trataron de soberanos, dueños tal vez de un día de sueños de los jóvenes del pueblo. Yo me sentí espía, atisbando la comarca de otro reino. El poderío de Coquito López, el Maestro de Ceremonia. Su traje blanco con sus cadenas de oro, fulgurando sueños de Gran Maestro de un ámbito de monarcas imperiales. Se acercó a nuestra mesa y con galante finura preguntó -¿Quiénes son ustedes? Sus nombres para nombrarlos en esta boda en la que participan por ser forasteros en viaje.- y partió con paso firme a tomar un micrófono desde donde partía la música bailantera.

            Toda Córdoba brillaba en ese salón de fiesta. Iba ingresando gente que nos miraba sonriente. Curiosos nos saludaban y Coquito esperando a la pareja que venía desde el templo a su festejo. Nosotros tratando de pasar desapercibidos, en un rincón en que flotaban globos, comíamos el menú exquisito. De pronto Coquito nos llamó por el nombre... y todos se volvieron a vernos. Éramos los foráneos en el único restaurante del pueblo. Cansados de atravesar kilómetros parecíamos un casal de astronautas que han perdido el rumbo. A pura sonrisa y manos que arremolinaban el aire saludamos con ternura a la joven pareja.

La música estalló y los aplausos a la nueva familia. Ella con su precioso vestido blanco y el velo. Él, con su traje oscuro y zapatos lustrados. Dejó la novia su ramo de flores perfumadas y él, dejó la libreta de esposo recién confirmado por un hombre de Dios.

 Luego de pagar sin hacer muchos movimientos salimos deslizándonos para dejar el lugar y Coquito que atento nos vio en la escapada, pidió un aplauso sonoro para “esos viajeros” invitándonos a un próximo encuentro.

Aun resuenan en mi memoria los elogios del “Maestro de Ceremonia” en ese inesperado encuentro.

UNIENDO LOS OPUESTOS, DESAFÍO DEL TIEMPO


 

                        No es fácil ser músico, pero es hermoso. La vida transcurre de otra manera. Un concierto aquí, una serenata por allá, un compromiso sin sueldo y la necesidad de ganarle a cada artista un lugar. Es como encontrar una estrella en la constelación con tu nombre, ser dueño de un árbol, vaya, no sé, ser músico te pone frente a la gente como a alguien medio extraño, especial, alegre. ¡Aunque a veces seas más trágico que Mahbeth! Yo soy optimista por naturaleza, me decía Ernesto, mi amigo saxofonista. Yo también, le dije, pero no es tan fácil, cuando tenés que pagar las cuentas y no tenés ni un cobre.

            Mi historia es bonita. Desde chico me gustó interpretar música criolla en guitarra. Me extasiaba escuchando a mi padre y tíos, bajo un sauce en las tardes de verano, allá en el sur de mi provincia, cuando cantaban entre vino y vino, chacareras y tonadas. Aprendí bien, en la universidad. Papá no quería que fuese de esos músicos improvisados y noctámbulos, sino un señor. Así, logré mi título universitario en composición e intérprete de varios instrumentos. He vivido un sinnúmero de anécdotas. Y ahora les contaré una tan especial como una canción de amor.

           

            En un viaje que hicimos con un grupo de amigos músicos, para un festival de esos que en el verano, te devuelven la fe en la gente; nos detuvimos en un pueblito perdido en el campo. Teníamos sed y hambre. El boliche, parecía recortado de una lámina de Molina Campos. Reja separando al hombre de los paisanos. Botellas de ginebra barata y vino tinto en tetra; moscas y naipes grasientos que brillaban sobre mesitas de madera de álamo ennegrecidas con humo y tierra. Mugre, mucha mugre. De unos piolines caían unos salames grises, viejos y secos. Un queso bajo una campana de vidrio ordinario y vasos facetados de todo laya. Ninguno igual. Los parroquianos, verdaderos hombres de campo, puesteros cuyas manos endurecidas de pialar ganado cimarrón, de alambrar campos inhóspitos a pura mano y abrir pozos en medio de los pedregales con pala y pico. Ropa gastada y antigua. Alpargatas deformadas en sus pies callosos y con nudos artríticos. Sombrero infaltable y el cuchillo, en la cintura, por si acaso.

            Nos sentamos en una de las mesillas y pedimos bebidas cola. Nos miraron con desprecio y ofuscado el gringo, nos sirvió un vaso de vino tinto a cada uno. Cuando vieron las guitarras se vinieron como abejas al polen. Despacito se fueron arrimando y con gestos serios y poco expresivos algunos preguntaron en voz baja nuestro nombre. Otros nuestro destino. Alguno, si queríamos gastar unas cuerdas para ellos y se armó la guitarreada. Como a las siete de la tarde cayó un tal Garrido. Ramón Garrido. Puestero de lejos del boliche. Se acodó en el mesón detrás del enrejado y pidió una ginebra. Atento, escuchó una cueca y volteándose, pidió un trago para los convidados. Esos éramos nosotros. Relumbraba el cuchillo en la cintura. Los otros hombres comenzaron a despejar y salir hacia sus caballos; tomando el camino que los llevaba a sus puestos de regreso. Seguimos tocando zambas, tonadas y gatos.

            Se fue acercando la hora de ir al Festival y cuando ya el vino nos hacía cabriolas en la panza, nos despedíamos de Ramón Garrido. El puestero, tomó a mi amigo Baldomero Vargas, gran percusionista en el bombo legüero, y le ofreció, como  regalo,  su cuchillo. Mi amigo no sabía qué hacer. Se negaba y el hombre iba juntando bronca. El “Cholo” Pereda, el otro compañero guitarrista, le dijo por lo bajo, que le aceptara y Baldomero le recibió el cuchillo. A cambio le entregó su “querido” pañuelo del cuello, que un amigo le trajo de Medio Oriente.

            Quedamos invitados a su casa para el día siguiente cuando se terminaba el festival. Así, después de recorrer con el jeep sesenta kilómetros de camino difícil y cerril, llegamos a un rancho de barro y caña. Esa era su casa. Entramos a la gran habitación, donde dormían dos pequeños. Luego aparecieron de a uno otros cinco niños, con caritas curiosas y curtidas. Ramón, nos llevó bajo un enorme aguaribay y en un tablón, vimos el generoso banquete que había preparado. Un chivo crocante sacado recién por su mujer, que estaba embarazada de entre siete u ocho meses de preñez, de las brasas. Jamón de ñandú, charque, guiso de liebre, queso de cerdo hecho por las manos hacendosas de su mujer, y un sin fin de verduras cocidas a las brasas. Vino tinto patero.

            Sacamos bombo y guitarras y serenata va serenata viene se pasó la tarde. Teníamos que regresar a nuestra ciudad. Mañana todos teníamos que continuar con la vida loca de la capital. Baldomero, le prometió volver en cuanto pudiera. Lo miramos serios, porque para Ramón, sería un agravio si no lo hacíamos. Yo, sinceramente ni soñaba regresar a ese puesto lejano. Entonces el “Cholo” dijo… tal vez, en semana Santa nos vemos. Nos tomó la palabra y comenzó a decir todo lo que nos esperaría. Chivito, cerdo, y un sin fin de manjares.

            Al subir al jeep, Baldomero dijo. Yo, no vuelvo, tengo que ir a Córdoba a tocar para Semana Santa. Yo, tampoco, toco para las españolas del ballet de San Juan. Y cada uno recordó sus compromisos.

            La mano de Dios, no sólo ataja penales. En Semana Santa, cambiaron todos los planes por razones múltiples y nos contrataron en el sur, para un congreso de médicos locales. Viajamos. Por la mañana del Jueves, estábamos sentados bajo un sauce llorón descansando de tantas fatigas, cuando a lo lejos, vimos una polvareda. Un jinete se acercaba a nosotros. Cuando ya lo visualizamos, era Ramón Garrido. Venía a nuestro encuentro desde su puesto; traía entre sus brazos, envuelto en el pañuelo de oriente su nuevo hijo. –“Acá le traigo al ahijado.” – y le extendió el cuerpecito moreno al Baldomero, que lloraba como un niño emocionado.

LA SEÑORA DE TAL

 

            Llegó en verano, con altiva mirada. No saludó a ninguna de las personas de la cuadra. Vestía con  la última moda que mostraban los magacines y vidrieras de los escaparates más caros. Sus largas piernas perfectas, su cabellera hermosa, larga y de un dorado perfecto. Manos impecables y cuerpo escultural.

            La casa era muy bella, grande, iluminada y discreta. El personal llegaba temprano y se retiraba tarde. Tres automóviles diferentes esperaban en el garaje.

            Un cambio en la economía me dejó sin mi puesto en el banco y salí del apuro, cuando Ernesto me ofreció su taxi. ¡Sólo de noche! Claro, de día lo trabajaba él. Salí de 23 a 6 de la mañana. Difícil acostumbrarme a ese horario, pero Carmelita, mi esposa  trabajaba en una escuela y el salario era escaso.

            Ella, la vecina nueva jamás nos saludó y menos ahora que yo salía de noche con el taxi. Y un día, como por casualidad me mandan a un motel de lujo a buscar una pareja. El muchacho era joven y salió muy nervioso. Detrás, ¡Oh, sorpresa! Ella, nuestra vecina. Un sudor frío le recorrió la frente. Subió atrás y el hombre me pidió que la llevara a su casa, que el viajaba en unas horas. ¡Era el amante! Pero no mostré el más mínimo asombro. Me suplicó silencio. Yo le prometí discreción y secreto. Unas lágrimas le hicieron correr el rimel. Le pasé un pañuelo de papel y se secó las lágrimas.

            ¡Si mi marido sabe… me mata! Yo no la he visto, dije. La dejé en la puerta de su casa, luego de dar unas vueltas para que se tranquilizara. ¡Gracias!

            Ahora cuando sale me saluda afable. Y a mi esposa le dije que la traje del cine junto a unas amigas. ¡Cómo nadie se imagina, no quiero una muerte en mi conciencia! 

LAS CHICAS NO JUEGAN AL FÚTBOL

 

Las chicas no juegan al futbol, dijo seria la Yolanda. Es de poca clase y deben ser muy delicadas en el trato entre ustedes y con las otras chicas. La miraron raro. Ella, las hermanas Esperanza, venían de un pueblo donde el “potrero” era el lugar donde  juntaban todos, pibes y pibas, gordas y flacas, altos y petisos y ahora en la ciudad, donde les dieron el departamento en el edificio nuevo el Intendente, estaba la cancha armada sólo para los varones.

Esa idiota, la Yolanda, era la secretaria del Intendente, medio nariz parada, medio melosa.

Los domingos para ir a ver el partido, el padre no las podía llevar. Eran un ómnibus, un tren y otro ómnibus de ida y luego en el regreso otro tanto, mucha plata y tiempo para llevarlas.

Cuando volvía les relataba detalladamente los planteos del D.T. en cada jugada y ellas se imaginaban que jugaban con ellos. ¡Su sueño se iba muriendo de a poco por las tardes de otoño! Lali se puso medio de novia con un pibe hermoso. Era alto y musculoso, de voz grave y mirada soñadora. Él, odiaba el fútbol, decía que era deporte de “grasas” y entonces comenzaron las peleas. La Lali era buena en la cancha, allá en Pico. Pero no podía salir de nochecita a patear en la vereda porque quedaba fulero.

Etelvina se hizo amiga de dos pibes, eran como de su edad y bien plantados, buenos para hacer jugar la pelota entre las piernas y el cuerpo, y los brazos y la cabeza. ¡Eran muy cancheros y la hacían de goma! Pero, su mamá les aconsejó que no salieran con ellos a jugar en la calle, no quedaba bien.

Abril, la del medio, se animó y le propuso al padre ir a la municipalidad y preguntar si no había una forma de armar un equipo de chicas que jugaran futbol. La tal Yolanda, puso el grito en el cielo, pero como venían las elecciones, el jefe, dijo: ¡Sí!

Se armó una lista de aventureras y se formó la “Liga Juvenil Municipal de Mujeres de La Central Sur” y allá comenzó el torneo. Un partido, un triunfo, otro partido otro triunfo. Al final, comenzaron a llegar periodistas de la radio, del diario y ya las reporteaban. La Lali se peleó con el novio y jugó, y pateó con todo y ganó. Un día nublado, frío y con una tormenta en cierne, llegó un auto negro con vidrios polarizados. Bajó un hombre rechoncho y pelado. Con un toscano en la boca y las manos en los bolsillos del sobretodo. Miró casi todo el partido. Se fue. Al día siguiente el Intendente las hizo ir a las tres al municipio. La Yolanda estaba más seria que vaca que va a parir un ternero. Y el “Tipo” les propuso jugar en la liga femenina mayor. Les pagarían un montón de billetes y les daban estudios y casa  con todo.

La madre furiosa les prohibió y el padre se refregaba las manos. No necesitaba más levantarse a las cuatro de la mañana para ir a la Feria y cargar bolsas. Así es que entre retos y disputas las Esperanza, partieron para la capital y terminaron siendo una leyenda.

MI PADRE Y EL FÚTBOL

 

 Mi padre era de esos hombres del siglo pasado que tenía cada día organizado minuciosamente. Se levantaba temprano y salía a cumplir con sus tareas de bancos, oficinas y luego al regresar entraba al consultorio que estaba en el frente de la casa y se vestía como lo que era un odontólogo impecable.

Tenía los turnos escritos en un carnet y como sus clientes lo conocían y sabían que nunca los hacía esperar, llegaban a horario.

Cuando abría la puerta que separaba la sala de espera al espacio donde brillaba su equipo, comenzaba la danza. Había clientes valientes, otros miedosos y otros aterrorizados. Tengo que aceptar que en esa época el ruido del torno era horrible. Yo odiaba cuando papá nos hacía entrar para revisarnos. Temblaba.

Todo era normal durante la semana, pero cuando llegaba el domingo…mi padre se transformaba. Lo primero nos llevaba a misa de la mañana o a las diez o a las once, luego nos sentaba a comer los “tallarines” caseros que amasaba mamá con tuco de pollo casero también que religiosamente nos regalaba nuestra abuela paterna los sábados y luego sentado junto a la “radio” de madera lustrada con diales de baquelita, comenzaba el:” Partido”.

Había que hacer silencio. Nosotras tres hijas mujeres y mamá, a leer o a bordar cerca de él, en silencio. Yo, me abstraía y volaba con mis libros de cuentos de la colección “Robin Hood” y mi hermana mayor dibujaba con tinta china y plumín cucharita, en papel bellísimos trazos de flores y paisajes. Mi hermana del medio, era la más rebelde, recortaba de la revista “Para Ti” fotos de artistas de cine.

Papá se transformaba. Se paraba, se sentaba, bufaba, según fuera lo que relataba el locutor. El grito de Goooolllll solía asustarnos un poco. ¡Nunca lo escuché, eso sí, decir una mala palabra! Pero a veces cuando el partido era peliagudo y ganaba su equipo favorito, se paraba y abrazaba a mi mamá y nos daba un beso a nosotras, que no entendíamos nada.

Una vez, me llevó a la cancha. Era en el parque General San Martín; el club Gimnasia y Esgrima, y me sentó en un asiento que llevaba su nombre y apellido. Miró un partido de los chicos que recién empezaban a patear el balón. Yo me distraía y él, pobre, trataba que me interesara lo que pasaba. ¡Dios no le dio un hijo varón y yo ni entendía ni me gustaba ver a ese montón de muchachitos peleando detrás de una pelota! ¡Pobre papá!

Salió dándome la mano y eso me gustó tanto que le pedí que me llevara cuando quisiera. No pudo ser muy seguido, pues él, era un profesional muy requerido.

Pasó el tiempo y cuando justo apareció la Televisión en blanco y negro, se enfermó y al poco tiempo falleció.

Lo lloraron su amigos, sus clientes y nosotros quedamos desoladas y sin tener casi sin qué comer. Mamá hizo malabarismos para terminar de educarnos y criarnos y el sábado, aunque no nos gustara el fútbol, mamá se sentaba junto al aparato de televisión y miraba un partido en su nombre. ¡Nunca me voy a olvidar cuando llegó el televisor a color para el Mundial de 78!  Por primera vez, nos sentamos todas y lloramos la ausencia de papá, ¿Él estaría entre esa multitud ruidosa mirando un partido? ¡Vaya uno a saber!

UN BOSQUE LLENO SUEÑOS


 

                        Me duelen las manos. También la espalda. Hace una larga semana que trabajo sin descanso para cumplirle. Quiero pero no puedo. Sí, quiero completar todo el pedido que recibió Joaquín de esa gente. Es una nueva casa de comida, hotel, casino y albergue. Es nueva y única. La construyeron en la ladera Este. Es muy linda. Está construida en una zona hermosa de la región. La más bella. Tiene un sabor salvaje. Esa tierra húmeda, la fina llovizna de unas nubes que como velo de novia se deposita o se apoya en las largas columnas de pinos, arrayanes y piceas. Es un regalo fortuito que regala el amanecer de los días de otoño. El sol está cansado de moverse por el bosque como novio enamorado de los duendes del pinar. ¡El olor a resina y polen! Las cabañas son hermosas, las comenzaron a construir en primavera, el mismo día de nuestro encuentro. Yo iba con mi bicicleta por el sendero buscando setas frescas. ¡Nos encantan “revueltas con cebolla finamente picada en juliana, huevos y queso parmesano, con una pizca de sal y pimienta, una cucharada de salsa inglesa y vino jerez”! Bien, como decía, me movía por esos rincones que conozco desde pequeña, esos que recorría con el abuelo Marco, y él, me iba regalando cuentos, recetas y recuerdos. Bueno, iba por allí y nos encontramos. Parecía un astronauta recién aterrizado de un planeta lejano. Era como de otra galaxia. Fresco, alegre y vivo. Sí, como mi bosque de cuento. Me gustó, así rápidamente, con su sencilla forma de pedirme la receta de los hongos. Aparte, desconfiado, creyó que eran venenosos. Yo le gusté, seguro, porque me comenzó a contar su vida.  Parecía como si me conociera de toda la vida. Me senté en un tronco caído, junto a un árbol lleno de pájaros. La madera podrida en parte, albergaba un sin fin de pequeños seres vivos como su vital risa contagiosa. Su mirada clara se movía, deslizándose por mi rostro, que sudoroso y sucio, aparentaba no haberlo lavado en meses. Los pinos, piceas, abetos y abedules, eran el marco perfecto a ese encuentro informal y romántico.

                        Casi me olvidé para qué había venido al bosque. Si él, no mira el reloj y da un salto, seguimos hablando en el crepúsculo que le había puesto una mortaja violeta a los rayos rojizos del sol. Joaquín se despidió, me ayudó a trepar a mi bicicleta y partí. Cuando llegué a casa me encontré en la penumbra más cerrada, corrí con la mitad de hongos acostumbrado. Llegué a la cabaña y caí sólida en el banco rústico de mi pequeña cocina. Pensé cómo haría una cena sin la cantidad de setas frecuentes y decidí hacerlas en la receta del abuelo:”con miga de pan mojada en leche, salsa blanca o bechamel, perejil y ajíes rojos y verdes. Así armé un budín que mezclado con dos huevos y nuez moscada”, alcanzó para los cuatro. Papá quedó feliz, cuando le conté que había conocido a Joaquín, el muchacho del bosque, pues lo trató en el pueblo y conversó mucho. Le pareció muy simpático y además era alfarero. Papá dice siempre que hay oficios santos: carpintero, alfarero, boticario y labrador. No quiere a los carteros, tal vez porque un cartero siempre le trajo las noticias tristes. Mamá en cambio es más desconfiada. Casi no habló. Mi casa es la típica casa de campo con olor a fogón caliente, levadura, ajo y vino. El abuelo nos enseñó a hacer el pan. Él guardaba un trocito de masa para levar y se levantaba a la madrugada para hornear. Cuando estaba todo listo se acostaba y al comenzar el día con un enorme tazón de leche tibia recién ordeñada de Chichí, la vaca, comíamos una rebanada de pan caliente con manteca que mamá batía a mano en un bol y dulce de grosellas que hago todos los años. ¡Qué rico era desayunar así, con el amor del abuelo! Hoy lo recuerdo y se me hace un nudo acá, justo aquí en la garganta. Bien sucedió que a los dos días sentí el ruido de un motor por el camino de casa. Era Joaquín que me invitaba a trabajar con él. La camioneta destartalada y muy ruidosa se escuchaba de lejos. Atrás traía un horno para cocer cerámica y un sin fin de moldes de yeso y herramientas. Me entusiasmó su seguridad. Sus ganas. El dueño del complejo hotelero le había encargado toda la vajilla especial con sabor, color y forma de nuestro rincón lejano. Me intrigó su exaltación y sus sueños. Era muy creativo. El perfume ácido de la arcilla me entraba a los pulmones como una saeta inesperada. Acepté. Yo nunca había hecho alfarería. Pero como amo cocinar imaginé que era como hacer un pastel de berenjenas. Ese que me enseñó el abuelo. “Se pelan cinco berenjenas medianas y se hierven con sal. En una sartén se re fritan en aceite de oliva con dos dientes de ajo; los dos tomates picados en daditos, dos cebollas en juliana, dos pimientos y un puñado de hongos recién cosechados que se filetean. Se pisan con un tenedor las berenjenas ya blandas y se agrega el  menjunje, con pan rallado, una tasa de queso rayado, dos huevos y mucho perejil. Se hornea veinte minutos y ¡paf!: un pastel para re-chuparse los dedos. Si las berenjenas son algo amargas se le agrega a la pasta una cucharadita de azúcar”. Así era hacer todos esos recipientes de arcilla. Con un gran amor y buen gusto. Yo le agrego además los gnomos del bosque pintados y hasta los muérdagos y ardillas. Cada pequeño plato, escudilla, taza, fuente, tiene un pedacito de mi bosque. Es su espíritu ingenuo y personal, el que creó la chispa de este mundo mágico que hemos hecho juntos. Creo que me he enamorado de Joaquín y él de mí. Estoy cansada pero tengo que hornear todas las piezas en bizcocho de arcilla. Las pintaremos juntos y cuando amanezca y cuando inauguren la casa de la colina, cada persona se asomará un instante a nuestro mundo.

                        Realmente me falta esa chispa para encenderle a cada jarra una señal con el fuego de la creación aderezándole un pequeño trozo de monte perfumado de bellotas y musgo. Debo recuperarme. Joaquín duerme junto al horno un rato esperando el pequeño milagro de amor cotidiano. Mis manos lloran arcilla y falta una buena parte de los platos y adornos para terminar la tarea. Anoche, antes de quedarse dormido, Joaquín me dijo que estaremos juntos para toda la vida y me dio el anillo de boda de su madre. El amor ha llegado a mi vida en forma inesperada. Estoy conciente que es extraña la forma de nuestra relación pero espero. Mañana será un festival de sueños cumplidos. Toda la vajilla terminada, la inauguración de la posada de la montaña y el anuncio de mi boda.

 

                                                             

LA PAREJA


 

                Gregorio salió del departamento 3 de planta baja y fue a buscar un cable para arreglar el timbre. Encontró a Kiki en una posición extraña. No lo veía desde hacía algún tiempo. Pensó que había pasado más de un mes. Con los brazos afrentándose las piernas encogidas, sobre la alfombra algo gastada del palier. Miró el ascensor y se preguntó por qué no había subido al 7º A. Recordó que ayer su mujer le comentó que el casillero de correspondencia de Medizza, el del séptimo, estaba repleto. Nunca lo veían pero era tan metódico que le llamaba la atención ese detalle. En ese momento apareció la doctora del 8º A, para pedir que le avisara al del 7º A que cerrara los ventanales. El golpeteo de noche no la dejaba dormir. Salió sin mirar siquiera al muchacho en el piso. Gregorio sorprendido no quiso interrogar mucho a Kiki sobre su padrino. Eran pareja desde hacía varios meses y el joven entraba y salía a su antojo del edificio. Tenía llaves. Cuando quiso subir al ascensor, el pequeño travestido lo miró desolado. Tenía aun el rimel corrido, se había acomodado la larga cabellera con un elástico y su cara desfigurada por un tremendo golpe. Sintió piedad por ese ser casi fantasmal. Volvió sobre sus pies, se agachó y encaró al joven. ¿Qué pasaba que no ingresaba en el departamento de su amigo? Si tenía temor, él, lo podía acompañar. Sabía la bondad del viejo bribón, eso se lo guardó para sí. El desventurado con sollozos le explicó que había intentado todo pero que no podía entrar; la llave estaba puesta por dentro y nadie respondía.  No tenía fuerza y además tenía un terrible miedo de encontrar a su amigo muerto o ¿quién sabe? Gregorio suspiró: ¡Por Dios, problemas en puerta! Llamó a la policía y esperó.

     Cuando llegó el inspector Fernández, sólo se fijó en Kiki a quien pidió su nombre, dirección, trabajo y un sin fin de datos. El infeliz sopillaba como un imbécil. Llegó Cárdenas y se sumó al grupo. Con rapidez  lograron ingresar en el vetusto departamento 7º A, mas... ¡Oh sorpresa! El silencio, el orden y la sobria belleza de los ambientes dejaron a los dos hombres callados. Revisaron cada rincón sin encontrar nada. Ni un cuerpo, ni una nota, ni tan siquiera una pista que indicara lo sucedido con el dueño de casa. Cárdenas abrió los placares y comprobó, con la ayuda de Kiki, que toda la ropa y los enseres de higiene que usaba el “hombre” estaban en su lugar. El televisor encendido en blanco, el video detenido y sólo abierta la puerta ventana del salón. Los cortinados se movían suavemente con el aire que necesariamente entraba a esa altura del edificio.  Ese ruido era el que molestaba a la vecina. Pero allí no había nadie. Ni siquiera un vaso abandonado o un objeto fuera de lugar.

     Esa noche se quedaron merodeando por los cafetines gay de la zona. No sacaron ningún dato excepto invitaciones para tomar una copa de dos o tres personas. Al día siguiente casi se desmayan cuando vieron aparecer a Kiki, vestido como hombre. Era bien parecido y su infinita tristeza marcada en el rostro aniñado. Él, quería mucho a su padrino. Los hombres se miraron y comenzaron a desentrañar algunas historias.  La correspondencia acumulada les dio alguna pauta de los negocios del desaparecido.

Dueño de varios departamentos, casas y campos, tenía un ingreso superior a lo imaginado. Rastrearon sus datos y descubrieron que era descendiente de una familia muy importante de la ganadería y política de cierta provincia. El silencio rodeaba su vida. Siempre separado de aquellos, a los que podría importunar su condición y apetitos sexuales. Nadie sabía de él desde hacía tiempo y la mayoría de sus familiares trataron de desaparecer muy rápido de las oficinas policiales, antes de ser señalados como parientes. Nada se aclaraba y Kiki, ya instalado era observado en forma permanente por alguien de la oficina. El caso era desafortunado.

Una mañana, Gregorio necesitó limpiar el hueco del ascensor y descubrió un enorme cuchillo ensangrentado. La sangre estaba seca pero aun sus marcas mostraban la ferocidad del uso. Llamó a Fernández y éste tomó el objeto con los cuidados propios de su experiencia. Comenzó el trayecto a la deducción. ¿Quién pudo matar al desaparecido? ¿Había desaparecido y estaba fuera del país? La oficina se pobló de intrincados peritajes y fotos del padrino de Kiki. Los medios no hacían otra cosa que hablar del caso.

Apareció un abogado con papeles muy importantes. Había una fortuna en juego y la dudosa necesidad de abrir el testamento. ¿A quién había dejado semejante legado?

De repente comenzaron a aparecer parientes que hasta poco tiempo antes ni lo aceptaban como tal. El único que seguía llorando su desaparición era Kiki o mejor dicho Daniel Hernández. ¿Sería él, quién lo heredaría o tal vez fue quien lo mató?  

Nadie encontraba el cuerpo y sin cuerpo, no había un caso.

lunes, 26 de mayo de 2025

EN LA VIEJA CASONA DE SAN COSTANZO


            Había una marcada oposición entre Yolanda y el padre. Ambos sentían aversión por la sociedad, pero mientras el hombre amaba el dinero, la fama y el poder; Yolanda sólo quería ingresar a un convento como Carmelita Descalza. Escapar a su realidad. Del horror.

            Las discusiones cotidianas penetraban como púas en cada acto que acontecía. Un bocado era ácido, un bocado era veneno. Cada gota de líquido que se bebía en la comida cotidiana era un trago amargo. Lágrimas se mezclaban con el vino y con la leche.

            Yolanda, obligada a tomar por esposo a un pomposo joven de la casa lejana, sólo lograba agregar una fortuna al apellido de su padre. Apellido pálido de honor y credibilidad familiar. Ella, sollozaba en los rincones del helado caserón. Llegado el tiempo de la boda, su nodriza rebuscando en los arcones, que aportó la madre de la joven mujer, encontró tres cosas singulares: el traje de bodas, un cuaderno de notas y una caja azul con cerradura hecha por orfebre y sin la llave maestra para abrirlo. Todo oculto en los desvanes del alto, bajo la mansarda del ala norte. Los tules, encajes y sedas de un amarillento cobrizo, parecían hacerse eco del desprecio a los sentimientos que representaban a los ojos de los hombres. Allí sólo importaban las propiedades aportadas a la joven novia., que pasarían a poder del padre.  La pequeña figura de Yolanda enfundada en ese vestido era un sueño inédito en la memoria del padre. Un respingo malicioso en su mirada fue la respuesta a la apariencia fantasmal de su hija.

            La ceremonia fue modesta, junto a los criados, que ya ancianos llorisqueaban viendo a “su” niña así, fueron los inapreciables testigos de la infamia, como siempre. Los familiares del novio, eran una extraña manifestación de mal gusto y torpeza social. ¡Nuevos ricos! Gente que había logrado fortunas con las plantaciones de café, algodón y tabaco en América. Esclavistas, que arrastraban a pobres africanos de sus costas a trabajar como animales en las tierras extrañas. Nada más lejano que los sueños de Yolanda. Cuando vio al muchacho que sería su marido, le tranquilizó la mirada limpia en unos ojos negros sin escondrijos. Él, aportaba dinero, ella un apellido conocido para los bancos de Londres y América del Norte, donde enormes cultivos llenaban de oro las arcas de los avaros.

            Hicieron un trato amable. Su vida transcurriría como si fueran hermanos hasta conocerse. Todo oculto a sus progenitores. Compraron una propiedad cercana a la casa paterna de Yolanda. Estanislao, cumplía ampliamente con la palabra de dejarla hacer tareas caseras y llevar alivio a los desposeídos de la zona, a pesar que era mal visto por los padres de ambos. Así se fueron haciendo amigos. Compartían largas pláticas y ensoñaciones frente a la chimenea o a los viejos robles en las noches cálidas de verano. Pasó un tiempo en que se descubrieron y se amaron como todos esperaban. Nació un pequeño que llamaron Godofredo y luego una niña que llamaron Célica. Transcurrió un tiempo y la muerte traspiró cerca de ambas familia entre los mayores que creyeron se habían cumplido todos sus anhelos. Era un tiempo de espera para la pareja.

            Así, ya dueños de sus deseos, viajaron hacia las plantaciones de América y descubrieron que la crueldad del hombre es mayor a lo imaginable. Hambre, golpes y enfermedad abrazaba a los trabajadores, muchos de los cuales habían muerto por el maltrato y los sacrificios físicos y mentales. Una guerra se avecinaba. Estanislao y Yolanda decidieron darle la “libertad” a su gente, pero no era fácil para aquellos la subsistencia y casi todos se quedaron. La hacienda crecía de otro modo. Habían cobrado muchos enemigos que no tardaron en crear verdaderos caos en las plantaciones. Quemaron la cosecha y mataron a los infelices.

            Una noche, frente a una descarga de proyectiles que atravesaban el plantío, Estanislao salió con su arma a defender a su gente y recibió una descarga de trabuco, muriendo en el acto. Huyeron los misteriosos homicidas. Yolanda lejos de amedrentarse, luego de enterrar a su querido amigo, continuó con la vida. Célica, ya adolescente ayudaba a su madre, que rápidamente envejeció por la pena. Una noche discutieron por la necesidad de Yolanda de dar amor a los desposeídos. Célica no comprendía a su madre. Las palabras hirientes dejaron débil a la mujer. –¡ Tú y tu manía de regalar el esfuerzo de mi padre… nadie en plena guerra te da nada, ya no queda alimento en las alacenas y el campo está arrasado. Eres injusta con nosotros, eres indiferente y egoísta. Tu sola esperas ser reconocida como si fueras un ángel, pero eres pérfida y malgastas nuestro futuro…!-  gritó Célica en la cena. Yolanda se llevó la mano al pecho y cayó desgarrada de dolor sobre el plato de comida. Su cabello gris, mimó el trozó de pastel que comía. Godofredo corrió y transportó a la madre al lecho. Allí suplicó a su ayudante le trajera la caja azul. De entre su corpiño extrajo una pequeña llave. Se la entregó a los hijos.

            Célica y su hermano buscaron auxilio en un médico, que llegó presuroso, pero tarde. Pasaron las ceremonias y los días. Luego, en un descanso abrieron la famosa caja azul. Allí junto al cuaderno donde explicaba el horror de la vida que había vivido su abuela, estaba la verdadera historia de Yolanda. Juntos lloraron. Abrazados los hermanos comprendieron… y se prometieron vivir de acuerdo a ese sueño de sus padres.

-          ¡ Godofredo,  después de haber abierto la caja azul, pude perdonarlo todo!.”- nadie que soportara tanta humillación y horror en su vida pudo ser tan buena. – ¡Mira acá está el extraño aparato con que el abuelo torturaba a la abuela y a mamá!.- muestra Godofredo. Un momento de doloroso silencio se produce entre ambos. El horror se marca en sus rostros. Afuera se agitan las flores de magnolia que tanto amaban sus padres, impregnando de perfume el salón.

“LOS SABIOS NO HABLAN, PIENSAN


                                                           LOS NECIOS NO PIENSAN, HABLAN”

 

Es menester que pensemos antes de hablar.

Nos llenaremos de odas, sonetos y poemas

Nuestras manos abrevarán en las hojas en blanco

Con tintas multicolores y con sangre derramada

Seremos fantasmas inquisidores de la muerte.

Seremos inquisidores de la Vida. Magos.

Caballeros y heraldos de la palabra hermosa

Testigos inoportunos de lágrimas amargas

Nosotros caminaremos entre huellas escritas

Cual runas, nuestras letras bailarán al son de la lluvia

O caerán como caireles de fuego y azufre

Un volcán se elevará con humo entre pájaros negros.

Caerán en el profundo pozo del silencio. Letras.

Palabras que anuncien la primavera y los brotes

El amor simple de los simples jóvenes amantes

Un día nos quedaremos con los libros de arena

Las páginas vacías, los estantes ocultos sin tiempo

Silencio. Silencio. Silencio y piensa. Crea, ahora crea.

 

UN AMOR SIN RESPUESTA

 

Ojos que miran hacia adentro y ojos que miran hacia fuera.

                                              

            Un fuerte portazo hace vibrar los cristales de la oficina de María Julia. Otra vez ha discutido con Jorge. Siempre entre ellos ese arma mortal llamada “competencia”. Jorge medalla de honor en medicina pierde la beca a Frankfurt por no saber alemán. María Julia no obtiene el cargo de jefa del hospital por ser mujer.

 Luego, los logros de Jorge en diagnósticos que se diluyen tras los interminables trabajos de papeles, en la dirección del nosocomio.

            Todo el personal observa esa pelea constante en silencio. María Julia siempre atenta a la moda. Hermosa. Para ella no hay cansancio ni fatiga. Una sonrisa que corona su belleza europea, su ropa elegante incluso cuando usa la bata para operar. Sus manos hábiles y seguras con el bisturí. Nunca una duda o un signo de dolor, frente a las tragedias. María Julia es solitaria, siempre lista para remplazar al colega enfermo o con problemas de familia. En las guardias nocturnas o en los días en que todo el personal quiere irse a casa para festejar algún acontecimiento, allí la sonrisa amable de ella para relevarlo. La alegría festejando algún chiste o comentario de un compañero de tareas. Él, detesta más que su euforia cuando todos gritan un gol frente al viejo TB. de la sala de terapia a esa María Julia que nunca olvida un cumpleaños, un aniversario o el día del secretario o del enfermero. Ella es tan detallista que saca de quicio.

 Salió con un portazo porque él no le quiso aceptar que la sala de cirugía tiene un virus inter-hospitalario y hay que clausurarla. Exponerlo frente a los medios y ¿su reputación? ¡Nunca jamás haría eso!

            Doctor, el teléfono celular de María Julia, digo de la doctora, no responde. Es la primera vez que falta sin aviso. ¿Qué hacemos?

          Bueno ya mando una persona a su departamento.

         Gracias, sí, luego le aviso. Un sorprendido comentario en voz imperceptible en los labios de todo el personal.

 

            El joven chofer está parado frente a la puerta del departamento. Golpea persistente pero no hay respuesta. Silencio. La vecina abre y sostiene que no debe estar. “Siento la ducha desde anoche”, y el portero trata de abrir. Una llave está puesta en la cerradura. Rompen la puerta. En el piso del baño, María Julia aterida, con los ojos vidriosos y casi exánime, apenas abre los labios. La ambulancia desparrama miedo con su sonido agudo en las calles inhóspitas. Cae la lluvia sobre el cristal frente al chofer y sus lágrimas, compiten con las gotas enérgicas que golpean el parabrisas. Todo el hospital está alerta. Jorge espera con un enorme nudo en el pecho. Percute su corazón en las sienes. Sacan la camilla. El pulso ha bajado a cuatro. Un tomógrafo está listo. El laboratorio parece una colmena.

            Tumor encefálico muy avanzado con dolores que han hecho crisis. “Hace por lo menos un año ella trajo una ecografía y una tomografías, diciendo que eran de un paciente. El nivel de glóbulos era bajo en rojos y tenía alrededor de 15.000 glóbulos blancos”. Murmuró un médico sorprendido por su ingenuidad, ya que no sospechó que podía ser de María Julia.

Está muriendo. Jorge, abraza el cuerpo. No había advertido que es ahora casi la mitad de la figura de la muchacha. Besa desesperado los labios apenas tibios que se le escapan. Le ruega que siga viva porque no podrá amar nunca a nadie. Ella, sólo ella, puede salvarlo de su egoísmo y soledad.

            Nadie sospecha la desesperación de amor que quema el pecho del frío director del nosocomio. Su vida no tiene sentido sin ella. Llama a sus colegas de Europa y de Estados Unidos. Llegan, algunos. Otros envían todo tipo de sugerencias.

            La mirada afiebrada de María Julia sostiene un mudo diálogo con sus ojos. En ese mundo algodonoso que la aleja de él, murmura “nunca me diste una señal” Apenas tuve el primer síntoma hubiera buscado ayuda. El amor que hoy, delirante me proporcionas, no llegó a tiempo.

           

CANSANCIO

 

Etelbina subió al tranvía con su vestido nuevo, el sombrero que le prestó su prima y zapatos que le quedaban chicos. Pero iba a su primer trabajo. Cumplió diecisiete años ese verano y tuvo la suerte de ser aceptada en la telefónica.

Yo la veía cuando estaba sentado en mi asiento preferido. Desde allí conocía a cada pasajero que rumbeaba para ir a trabajar. Estaba brillante, la sonrisa a flor de labios que había coloreado de punzó.

Pasaron los años, yo ya estaba por jubilarme y ese día se sentó junto a mí, como si fuera mi amiga. Lloraba. Estaba delgada, gris. Triste y no miraba a los otros pasajeros. Comenzó a decir: " Hace cuarenta cinco años que voy a la misma oficina, sólo me toca apretar una clavija cada media hora para señalar los tiempos de recreación de las telefonistas. ¡Nadia me habla! Para los que van y vienen soy como uno de esos maniquíes de las vidrieras viejas de los antiguos negocios de ropa que han cerrado. Soy de cera. Soy de cartón. Soy de madera. Mire mis dos dedos, los que uso para apretar la clavija desde que tenía apenas diecisiete años. Ahora con sesenta y dos... estoy muriendo de hastío. Me iré de allí, con una clavija incrustada en la mano y en el alma. Etelvina descendió y se perdió entre los cientos de seres grises que les toca ser robot apretando una tecla o abriendo una puerta, sin ser vistos por sus semejantes.

 

viernes, 23 de mayo de 2025

EL COMPADRITO


 

            Nació como según se dice: en cuna de oro. Su padre estanciero, su madre con apellidos para hacer un legajo real. Un bebé de portada de revista de moda. Sexto hijo de una pareja despareja y sombría, pero que aparentaba felicidad. Los tres primeros eran unas niñas que no tenían el glamour que se esperaba de esa gente. Los dos varones que vinieron después, mellizos, eran morenos, de ojos negros y tan diferentes al padre que se murmuró que no eran del patrón, sino del chofer. Tenían una berlina que los llevaba a la iglesia o a la ciudad. Siempre acompañados por la nana, una matrona rubicunda y alegre que le cantaba canciones en francés.

            Lo bautizaron Luciano Rigoberto Cosme, por abuelos y parientes muy queridos. Y aprendió a caminar pronto, más ligero que sus hermanos. Ágil y picaresco siempre haciendo travesuras que eran ocultadas por el resto de los hermanos. Una tarde de tormenta un rayo cayó cerca del camino, el caballo se descalabró y cayeron en un barranco. Dos de sus hermanas: Federica y Leticia quedaron en estado de coma. No hubo terapia que ayudara a las niñas y con el dolor incrustado en el corazón de la familia las dejaron en el camposanto de Laguna Larga. A tres kilómetros de la casa familiar.

            Pasó el tiempo y los muchachos fueron internados en un colegio LaSalle y Amancia la hermana de ocho años, fue a las Clarisas. Quedó él, el niño más mimado de la familia. Con el Jardinero, aprendió a cazar, a pescar y a galopar por los campos de trigo y cebada de la estancia. También don Antenor, le enseñó a capar y marcar el ganado. Para el muchacho todo era un deporte.

            Creció hablando un francés pasable, porque la nana insistió en enseñarle su lengua nativa. Su madre le hablaba en inglés y el padre, como buen hijo de castellanos, le obligaba a usar el español a la perfección.

            Nadie habló de llevarlo a la ciudad a un colegio para su formación y sólo aprendió con esmero de la enorme biblioteca de sus padres. Era muy inteligente y curioso. El día que su padre compró un Ford, estalló en gritos de alegría y ya nadie pudo impedir que trepara al vehículo y aprendiera a manejarlo. Volaba por los caminos polvorientos. Desarmaba parte por parte el automóvil y lo armaba como a un simple rompecabezas. ¡Es un genio! Se decían en la casa. Pero salía con el asiento lleno de armas y volvía con animales sangrando, colgados de los hierros del coche.

            La cocinera se molestaba porque debía limpiar y despostar los bichos. Luego cocinarlos con recetas que le daba la nana. La madre lo llamaba Rigoberto, por una discusión que había tenido con su abuelo de quien el muchacho había recibido el nombre de Luciano.

            Cuando pasó el tiempo, ya mozo, su figura era la de una estampa de buen artista plástico. Alto, bien formado, de ojos claros como su padre y siempre tostada la piel por el sol que recibía entre los campos de girasol y maíz. A veces iba a buscar a sus hermanos y los veía pálidos y descontentos, llenos de remilgos por la exigida escuela y sus maestros. Pero él, sólo pensaba en grandes aventuras.

            Su padre le regaló un campo y él, supo hacerlo trabajar y acrecentar sus bienes. No sería abogado como uno de los hermanos, Rufino, ni cura como Alcides pero su vida sería recordada por siempre. Él, sería un héroe.

            Aprendió a volar unos armatostes de metal, lona encerada y madera. El motor echaba humos como horno de pobre y el ruido era del mismo infierno del Dante. Voló solo y acompañado por su amigo Waldemar. Pasaron del globo al aeroplano como pájaros sedientos. Eran jóvenes y arriesgados. Llegó a Francia y París lo recibió con su bohemia y pasión. Amó a varias mujeres, probó todo. Hasta un día que le llegó un telegrama diciendo que su padre y su madre habían muerto y se lo necesitaba en América. Laguna Larga era su lugar y su mundo pequeño pero asombroso. ¡Y regresó! Ya tenía cuarenta años. De sus hermanos poco sabía. Su hermana se había casado con truhán que le robó hasta la memoria. Tenía siete hijos y deudas hasta en la cocina. Cuando la vio, casi cae desmayado. Delgada y pálida, su cutis otrora arrebolado era color ceniza verdosa, sus manos que parecían ángeles en el teclado del piano estaban llenas de cayos y ampollas. ¡Un horror!

            Resolvió la vida de Amancia, que cambió. La de sus hijos también. Pero, ella le hizo comprender que tenía que formar una familia. Buscó entre las muchachas casaderas a la más inteligente y de buen humor, no quería un limón agrio a su lado. La encontró en Virginia Del carril y Orregio. Una dama, que hablaba francés, inglés y pintaba como había visto a grandes artistas en París.

            Siguió cazando pero junto a su amigo Waldemar, atravesaban la sabana africana o asiática buscando piezas de alto valor entre los hombres acostumbrados a ese deporte. Mientras ellos viajaban, Virginia y Amancia, manejaban los campos y disfrutaban en reuniones con personas pensantes. Hasta que vino una revolución y quedaron dentro de un pequeño círculo que se ocultaba para tratar de reponer la Justicia y el orden.

            Les confiscaron las haciendas y los vehículos. Se salvó el avión porque Luciano Rigoberto lo había llevado a África. No pudo regresar por dos largos años. Su país ya restablecido el parlamento, le había devuelto sus bienes. Cuando regresaban una tormenta los atrapó en pleno mar, debieron aterrizar en una pequeña isla y allí, esperar un tiempo de bonanza. Al aterrizar en Laguna Larga comprendió la verdad, se acercaba un hombre bello, tan hermoso como fuera él, a sus años y supo que había envejecido.

            Un abrazo enorme los unió y una promesa selló sus corazones. No venía un héroe, venía un hombre maduro que ya perfilaba los setenta años. Virginia, con la cabellera gris, le entregó dos cartas. Una de su hermano abogado que exigía la herencia que le correspondía y una de su hermano que ya era obispo, que pedía entregara su parte a los pobres de África. Y así, el muchacho arrogante y veleidoso se arrebujó en un sillón junto a su perro y su esposa, para pasar el resto de su vida como un hombre común típico de un tiempo lejano.

SOBREVIVIENTES

 


Escuchaba voces que hacían temblar el espíritu de los antepasados. No podía dormir. Temblaba. Recordaba las palabras sentenciosas y malvadas de los tíos, el fatídico día que supieron que mi madre no era católica.

“Sentirás la ira de Dios”. “Tu piel será la de un asno enflaquecido”. “El fuego del infierno quemará tus huesos”. Y una retahíla de sentencias absurdas que vociferaban sin tener ni idea que mi madre había venido de un “Campo de exterminio en Dachau”.

Ella sobrevivió de la masacre, sufrió hambre y frío. La violaron, la golpearon, la deshumanizaron hasta que llegaron las tropas rusas y sufrió nuevamente toda clase de horrores.

A mi padre lo conoció escapando por un campo entre bosques quemados que rebrotaban humildes de sus cenizas. Él, la encontró exhausta en un pajonal. Herida, hambrienta y harapienta. La llevó en vilo. No pesaba nada o casi nada. Tenía diecisiete años. Había vivido mil.

Mi abuela Úrsula la recibió y la curó como pudo. Ella también había pasado hambre, frío y escondida superó las permanentes represalias de los combatientes que buscaban algo. “Algo que no sabían qué podía ser”. Tal vez comida, tal vez hombres, tal vez una mujer para violar. Ahí, no quedaba nada.

Mi padre había regresado con tantas heridas como pocos dientes que le quedaban. Su otrora cabello rubio, era un mechón grisáceo que caía sobre las mejillas rubicundas por el hielo de la campiña. La ayudó a creer en las personas. La ayudó a volver a sonreír. La ayudó a ser humana.

Un día se dieron cuenta que estaban enamorados y mi abuela ofició de sacerdote o no sé qué y los casó. Pero ella, la abuela murió de tuberculosis y ellos decidieron irse a vivir a otro mundo. Un lugar donde olvidaran los horrores.

Yo nací en el viaje en un barco viejo y herrumbrado que transportaba emigrantes que más parecían fantasmas que personas.

Llegaron a este país llenos de ilusión. Un día, como si el cielo fuera un refugio de locos, aparecieron hermanos de mi padre que habían venido antes de la guerra. Eran extraños. Como una cofradía. Él, los recibió con temor. Claro que un poco de pudor tuvo por su esposa y por mí. Éramos el resultado de la refriega de países en pugna.

Un tío de mi padre se oponía a mi madre porque según él, no era una persona de fiar al haberse salvado del campo. Su mujer, una persona pequeña en tamaño, pero brava como perro sabueso hasta nos olía, para sentir si usábamos algún veneno o cosa parecida.

Para mamá y para mí, que iba creciendo como podía, estaban todos medio locos. No tenía hijos y yo era su experimento educativo.

Mamá los toleró un tiempo y un día desapareció. ¿Adónde se fue? Nadie lo supo nunca. Yo tampoco y mi pobre padre buscándola, me dejó entre ese puñado de dementes que creían que tenían que llenarme de Dios.

Así, conocí a Emilia, mi profesora de música. Ella con paciencia me fue explicando muchas cosas y pude aprender a ejecutar el piano. Gané una beca que me llevó a Milán.

Un día caminando por una calle me pareció ver a mi madre. Atrás venía mi padre y en sus brazos traían a un pequeño rubio de ojos grandes. Los llamé. Se detuvieron aterrorizados. Yo les hablé para hacerles comprender que no era su enemiga. Me abrazaron y ahora vivimos juntos y viajo a dar conciertos por los más bellos países de esta tierra.  

EL VIEJO CAFÉ DE QUILMES

 


 

                               Es mejor poner el corazón, sin encontrar palabras, que encontrarlas...sin que el corazón participe.

 

Pablo se quedó sentado en la misma silla del mismo café de siempre. Su corazón estaba quieto. Un rumor envolvía el lugar, los parroquianos lo miraban con displicencia. ¿Todos sabían? O a él le parecía que cada uno de esos hombres y mujeres conocían los profundos horrores por los que había pasado. Lucrecia. Pensó en la lejana imagen de esa mujer que pasó por su vida con el fuego incontrolable de la pasión prohibida. ¿Adónde  estaría hoy? Será una mujer anodina, gris y amargada como está Tatiana, llena d rencor y encerrada por los miedos a la vida.

Tal vez, si la viera pasar cerca no la reconocería. Recordó el color de su piel, el perfume de lavanda de su ropa interior, las uñas esmaltadas color ciruela, sus tacones. La había amado. En la oficina disimulaban su frenesí amatorio. El jefe los observaba y con sus pequeños lentes de fisgón, parecía un búho nocturno al acecho. La codiciaba. Pero era mía, entonces era mía.

Un maldito día lo trasladaron a otra sucursal. A los pocos días la fue a buscar y la vio del brazo del jefe. Salió en un coche nuevo, brillante como el zorro blanco que envolvía su cuello. ¡Se vendió! La rabia le hizo cometer aquella locura. Lo pagó bien. Siete años adentro entre rejas. Después, lo natural. Buscar un trabajo digno en otra parte.

Se fue de la zona y se conchavó en un almacén enorme de los suburbios. Allí conoció a Tatiana. Era tímida y callada. Una fémina sin instrucción ni clase, pero le tenía la covacha y la ropa bien. Le dio tres hijos, rubios como ella, insulsos como ella y necios como él.

Ahora, que ella estaba al borde de la muerte, con una enfermedad sin cura, se daba cuenta que nunca la quiso, pero la respetaba. La cuidaba. Y los muchachos, que habían partido de la casa, ya tenían su vida lejos y mejor que la de ellos.

Terminó el cigarrillo y el café. Dejó dos billetes junto al azucarero. Cerró el periódico y lo dejó junto a otros en un revistero. Tomó el sombrero y se lo caló hasta las cejas. Luego apretando la gabardina miró a los comensales y se fue derechito a la calle. Bajaron, todos, la mirada. ¡Ahí, estaba su foto! En la portada a todo color.

“Una vez más, el “Chacal” de Quilmes, degolló a su mujer”. La pobre, estaba desahuciada por la ciencia y él, haciendo gala de su experiencia, le cortó la garganta.

Caminó calle arriba, llegó al distrito 66 y se entregó. Pablo Rinocenti, se había condolido de su mujer enferma y del sufrimiento que padecía. No tenía dinero para pagar sus drogas y solo, no tuvo el corazón para dejarla seguir padeciendo…total, ya conocía la oscuridad de la celda cuando mató al fulano que le arrebató a su amor. 

NACIÓ COMO UN PÁJARO ASUSTADO

  

Brenda estaba embarazada. Los padres pusieron el grito en el cielo. ¿Qué vas a hacer ahora? Y tener al que viene. Lo dijo como si supiera lo que la vida traía con cada niño.

Su padre era obrero en la fábrica de ventanas de aluminio. Para llegar al trabajo se levantaba a las cuatro de la mañana, tomaba un colectivo, se bajaba en la plaza de Los Montes, allí subía al tren y llegaba como a las siete de la mañana al trabajo. Esperaba tomando un café parado en la esquina del “Viejo Vito” un cafetero que los ayudaba con precios humildes y hasta les fiaba si no habían cobrado.

La madre trabajaba en un hospital regional. Era la que recogía las sábanas y trapos de los quirófanos y camas. Las juntaba en una carretilla que pesaba como una piedra grande y la acercaba a la boca desde donde caían a un camión que la llenarse salía rumbo a un lavadero cercano. También trabajaba hasta la noche. Llegaban casi juntos a las nueve de la noche. En verano y primavera era más pasable; en invierno era horrible. Y la Brenda así como si fuera un juego se queda embarazada.

¿Quién es el padre? No te lo pienso decir, papá. ¡Lo voy a matar! O a vos. Si serás estúpida. Decinos quién te engordará la panza… y ella como una mula cerró la boca y no quiso hablar más.

La vecina imaginó que era un tipo casado que solía traerla en un coche de la escuela. Pero no se animó a decir nada. Había mal clima en esa casa.

Pensaron en cosas y cosas, que no lo tuviera, que lo diera. Y ella firme que lo voy a tener. Y pasaban los días y los meses y en pleno invierno el padre le pidió a don Jorge, el carnicero de la esquina, si los podía llevar al hospital donde trabajaba su mujer, allá fueron con un silencio que rompía los faroles de la calle empedrada.

Esperaron un buen rato en una sala hasta que llegó una médica joven y se la llevó. Adentro sólo se escuchaban ruidos de metal y risas. Salió una enfermera con un bultito. ¡Su nieta! Don Zósimo! Y allí había un ser rosado, peludo con nariz aplastada y manitos nacaradas. La tomó y suspirando dijo: ¡Parece un pájaro asustado!

 

TRAICIÓN

  

Un pensamiento vuela hasta ser atrapado

Por el hada que anuda la dicha y el dolor.

Un miedo que atormenta el corazón perdido

Ese, que se mueve hacia el peligroso sueño de amor.

Rojo profundo, él olvidó su rostro en la vana inconstancia

De otra aventurada escapada al misterio

A la extrema victoria de conquista y perdón.

Dónde quedó el suspiro y la lágrima etérea

Dónde el beso robado, dónde el abrazo burlado

A quien miente una espera que bifurca el tedio

Una afrenta a la ingenua esperanza traviesa

De una niña que espera el sublime candor.

Esa niña atrapada que esperará y espera... un amor

Que no llega y un recuerdo burlón.  

 

 

 

EL ESCÁNDALO

 


            Se puede ser tan cauto como un ave nocturna y perder de vista una presa. ¿Es fácil extraviarse en un tanque de agua en el techo de una vivienda? Ese ha querido bañarse o suicidarse. Si quiso bañarse, estaba ebrio. Si quiso suicidarse, tenía una depresión infernal. En todo una verdadera locura. Pasó diez días y nadie supo que el tipo estaba flotando allí.

            Encontrarlo fue una verdadera odisea. Parece una historia de una película de terror. Nadie indagó en los alrededores sobre un “ser” desaparecido de su ambiente.

            ¿Acaso no tiene familia, amigos o enemigos? Es un ser sin nombre y sin destino. Estamos tan enfermos como sociedad que no advertimos que algo raro está pasando en una casa. ¿El agua de la vivienda no tenía sabor raro u olor a muerte?

            Ahora llegan los micrófonos de radios y medios para hacer el gran servicio a la población. Parecen aves de rapiña. ¡Es un escándalo!

            Con catorce años, Lautaro, comenzó a cambiar, discutía por todo con sus padres y ni hablar con sus hermanas. Según ahora descubren había ingresado en una pandilla de chicos nuevos de la escuela, y digo nuevos, porque los habían echado de varios colegios. Lautaro no tenía muchos amigos. Se encerraba a tocar guitarra en su habitación; que había transformado en una verdadera cueva. Una de las chicas, la Etelvina, la menor de las hermanas, lo vio en un café cerca del colegio con unos “mala cara”, unos “pibes” de vestimenta rara y llenos de tatuajes, cosa que si su papá los veía, se armaba. Le dijo a la madre, pero ésta siempre tan ocupada cosiendo para la fábrica de pantalones de moda, no le puso demasiada atención. ¡Al padre no; porque lo golpearía! Y un día lo vio y se armó. Le dio una buena paliza, de esas de las que hay memoria en otras épocas.

            El tema es que Lautaro, cuando pudo se escapó de la casa. Dejó la escuela y siguió con la pandilla. Pero parece, dijo un policía, que hubo una trifulca con otra camarilla de “pendejos” y así Lautaro desapareció.

            Ahora los padres lloran, pero…¡Qué escándalo! Lautaro estuvo días y días allí, flotando en el tanque de agua y nadie se había dado cuenta.

LA ENVIDIA

 


                        Cuando llegó a la dirección que le diera Micaela, se recortó la figura escultural de Guillermina, que contra el enorme paredón del cementerio pareció un pájaro derrotado. Una lágrima de desencanto se desprendió de sus bellos ojos dejando un surco en el suave maquillaje sofisticado. Cerró los puños y con dolor comprendió el error, haber confiado.

Pecosa, de cabello castaño oscuro y ojos verdes, Guillermina era una nena de esas que en el barrio todos miraban. Tenía una sonrisa alegre y jugaba con destreza. Su padre tenía un negocio de comestibles. Su madre era una mujer simple. Adoraban a esa hija que había llegado casi cuando las esperanzas de amor se pierden.

                        Un día cruzó el farmacéutico y tomándola de la mano la invitó a jugar con su pequeña. Fue un encuentro feliz. Se hicieron inseparables. Micaela era hábil en el piano, con los patines, declamando y era muy hermosa. Juntas hacían las tareas escolares, aprendieron a jugar tenis, hacían gimnasia y disfrutaban de todo lo que el mundo de los adolescentes les llenaba la vida. Comenzaron a salir de compras y a bailar las matinés con los chicos de la escuela. Se enamoraban y dejaban de “amar” con el mismo ritmo de todas las muchachas de su edad.

                        El primer concierto de Micaela fue un éxito y su figura de niña frágil le atrajo un puñado de cargosos admiradores almibarados, que ella despendía con una chispa de superioridad. Guillermina la admiraba. Veía sus pequeñas manos jugar en el teclado y soñaba con tener la misma habilidad, pero no estaba dotada para la música. Se terminó su adolescencia con sólo dos diferencias: Guillermina había crecido y estaba altísima, su figura se destacaba por la perfección de sus medidas y Micaela quedó con su cuerpo casi infantil, sin curvas y de estatura normal. Los chicos del barrio le hacían toda clase de burlas pero ellas no hacían caso a los torpes compañeros. Las largas piernas torneadas, la cintura fina, los senos graciosos y la belleza atigrada de la primer muchacha era un suplicio inconfesado para la otra. Nada hacía parecer que Micaela sufriera. Pero la madre, que observaba, se preguntaba cuándo comenzarían los problemas.

                        Ingresar a la universidad les dio un respiro. Se trasladaron a la capital, alquilaron un pequeño departamento y cada una comenzó la carrera elegida. Micaela además continuó sus clases de piano en el conservatorio nacional con maestros de prestigio internacional. Mientras estudiaban no tenían tiempo para arreglarse, sí para sentirse acompañadas en ese mundo insólito de la gran ciudad. En sus ratos libres, Guillermina completaba sus clases de idiomas extranjeros e hizo un curso de modelo a sugerencia de otras compañeras de la facultad. Cada día estaba más hermosa.

                        Ambas recibieron su título con honores. Eran ganadoras en todo...pero, Micaela veía celosa, cómo su amiga atraía la mirada de los hombres que a ella le interesaban.

                        Regresaron esas vacaciones a su pueblo que las recibió con ardor y sorpresa. Eran un orgullo para todos. Así fue que el día que se llamó a un casting de animadoras para el canal de TV. de la pequeña ciudad, Micaela le dio a su amiga del alma, una dirección equivocada y ella apareció en el programa mostrando todas sus habilidades. Es lógico saber cómo murió esa amistad.

 

NO LAS QUEMES

  

Resurrección conoció a Paco en la puerta de la ermita de San Cucufato. Él, ya la había visto en la feria del domingo de San Blas, y la vio tan “maja” que se prendó de sus lindos ojos negros y como bailaba la sardanas junto a unos tíos y mozas del pueblo.

Su vecina, la Consuelo fue la que los presentó y acompañó al Paco para hablar con la madre de resurrección. El padre, había marchado a Bilbao a un trabajo de ciudad. Regresaría en el verano para las cosechas.

Breve fue el noviazgo y hermoso el casamiento. Paco tenía una pequeña casa heredada de su abuelo paterno en Molino das Rey y allá se fueron a vivir. En esos tiempos había mucho campo para arar y sembrar. Y la muchacha, trabajaba a la par de su enamorado. Ese año comenzaron a sonar voces de guerra. Había gente que no quería al rey y buscaban el alzamiento con banderas de muerte. Se enfrentaron entre hermanos, padres e hijos, pueblos contra pueblos. ¡Y había mucho sufrimiento! Para colmos la muchacha, quedó embarazada y Paco, salió a luchar sin saber muy bien a quién quería más y a quién quería menos. Era una guerra de otros. Pero un fusil, lo obligó a dejar sola a su amada.

Nació Paloma. Una morenita de ojos pardos que miraban asustados cada soplo del viento en el erial. El campo sin los fuertes brazos de Paco, estaba yermo. No quedaba casi nada. Habían incendiado la ermita de San Cucufato y prohibida hacer la feria en el día de San Blas. Pero las mujeres sin obedecer a los revolucionarios, se juntaban en escondidas a rezar el rosario a la virgen de Montserrat. Que desde la montaña, observaba a los poblanos.

Corría la voz que la quisieron quemar e inexplicablemente, no pudieron. ¡Eso fue la señal para las mozas, que siguieron con sus letanías en escondidas! Crecía Paloma, con la ayuda de su abuela que vino a vivir con Resurrección. Plantaron tomates y patatas, zapallos y consiguieron unas ponedoras entre las mujeres, que en verdad, muchas no sabían el porqué de esa guerra tan cruel e inútil. El rey había escapado con su familia de España y las noticias para esa gente llegaban tarde y mal. Casi todos no sabían leer ni escribir o apenas lo hacían. De boca en boca se pasaban palabras nuevas. Pero fueron suavizando el dolor por necesidad.

Pasaron tres años y llegó al pueblo un mozo de cuadra, era guapo y apenas conoció a Resurrección, se apersonó a la casa con un pretexto y la “romereó”. Ella al principio lo evitaba, pero él, consiguió conquistarla por medio de ser tierno con Paloma.

Un día habló con el padre de la muchacha, que había regresado muy herido de la contienda. Ya no podía ir a Bilbao a trabajar y apenas ayudaba en la tierra. Al viejo le vino bien este hombre joven y se apresuró a convencer a la hija que lo aceptara. Y dos meses después, se casaron entre las ruinas de la ermita. Algunos vecinos comenzaron a restaurar la capilla, que por antigua y necesaria para bautismos y casorios, era un hito en el pueblo.

Pasó un tiempo, y nació Pilar. Otra hermosa niña de ojos celestes como los de su padre. Alegre y siempre cariñosa. Paloma, sintió celos. Unos besos y unos coscorrones de vez en cuando no le hacían mal, decía. Fueron creciendo las hermanas. Asaron de ser una familia de campesinos a ser una familia de pueblo, ya que el Gaspar, por ser mozo de cuadra, tuvo que vivir más cerca de la plaza y del ayuntamiento.

Las niñas ya tenían diez y trece años y los abuelos habían quedado en las afueras de Molino das Rey, en el camposanto. Cuando desarmaron la vieja casa de piedra, encontraron en un baúl siete muñecas de hermosa losa antigua. Resurrección se las dio a las niñas que pelearon horas por poseer cada una la que quería la otra. Gaspar al regreso de su tarea, entregó como un juez imparcial a cada una la que a él, le pareció mejor.

En la escuela las niñas, no hablaban de otra cosa que de sus muñecas. Todas las mocitas querían ver las famosas muñecas. Era el sueño de cada una y de todas. Inventaban juegos y tareas para ir a la casa de sus compañeras, era sólo querer verlas e irse.

Ambas seguían discutiendo por las que tenía la otra. Un día, Paloma, decidió hacer algo definitivo… Tomó las que le gustaban a Pilar y las llevó junto al hórreo puso leña seca y cuando tuvo un buen fuego comenzó a quemarlas. Salió corriendo su madre. Paloma ¿Qué haces, no las quemes? Eran de tu abuela. Y logró salvar unas cuantas.

Hoy Paloma y Pilar han vendido las que quedaron sin fuego en el valor de un auto recién salido de fábrica y de alta categoría. ¿Qué hubieran comprado si no hubiese carbonizado las otras? Ahora, grandes y muy hermanadas, se consuelan por aquella idea de quemar sus muñecas.