lunes, 26 de mayo de 2025

EN LA VIEJA CASONA DE SAN COSTANZO


            Había una marcada oposición entre Yolanda y el padre. Ambos sentían aversión por la sociedad, pero mientras el hombre amaba el dinero, la fama y el poder; Yolanda sólo quería ingresar a un convento como Carmelita Descalza. Escapar a su realidad. Del horror.

            Las discusiones cotidianas penetraban como púas en cada acto que acontecía. Un bocado era ácido, un bocado era veneno. Cada gota de líquido que se bebía en la comida cotidiana era un trago amargo. Lágrimas se mezclaban con el vino y con la leche.

            Yolanda, obligada a tomar por esposo a un pomposo joven de la casa lejana, sólo lograba agregar una fortuna al apellido de su padre. Apellido pálido de honor y credibilidad familiar. Ella, sollozaba en los rincones del helado caserón. Llegado el tiempo de la boda, su nodriza rebuscando en los arcones, que aportó la madre de la joven mujer, encontró tres cosas singulares: el traje de bodas, un cuaderno de notas y una caja azul con cerradura hecha por orfebre y sin la llave maestra para abrirlo. Todo oculto en los desvanes del alto, bajo la mansarda del ala norte. Los tules, encajes y sedas de un amarillento cobrizo, parecían hacerse eco del desprecio a los sentimientos que representaban a los ojos de los hombres. Allí sólo importaban las propiedades aportadas a la joven novia., que pasarían a poder del padre.  La pequeña figura de Yolanda enfundada en ese vestido era un sueño inédito en la memoria del padre. Un respingo malicioso en su mirada fue la respuesta a la apariencia fantasmal de su hija.

            La ceremonia fue modesta, junto a los criados, que ya ancianos llorisqueaban viendo a “su” niña así, fueron los inapreciables testigos de la infamia, como siempre. Los familiares del novio, eran una extraña manifestación de mal gusto y torpeza social. ¡Nuevos ricos! Gente que había logrado fortunas con las plantaciones de café, algodón y tabaco en América. Esclavistas, que arrastraban a pobres africanos de sus costas a trabajar como animales en las tierras extrañas. Nada más lejano que los sueños de Yolanda. Cuando vio al muchacho que sería su marido, le tranquilizó la mirada limpia en unos ojos negros sin escondrijos. Él, aportaba dinero, ella un apellido conocido para los bancos de Londres y América del Norte, donde enormes cultivos llenaban de oro las arcas de los avaros.

            Hicieron un trato amable. Su vida transcurriría como si fueran hermanos hasta conocerse. Todo oculto a sus progenitores. Compraron una propiedad cercana a la casa paterna de Yolanda. Estanislao, cumplía ampliamente con la palabra de dejarla hacer tareas caseras y llevar alivio a los desposeídos de la zona, a pesar que era mal visto por los padres de ambos. Así se fueron haciendo amigos. Compartían largas pláticas y ensoñaciones frente a la chimenea o a los viejos robles en las noches cálidas de verano. Pasó un tiempo en que se descubrieron y se amaron como todos esperaban. Nació un pequeño que llamaron Godofredo y luego una niña que llamaron Célica. Transcurrió un tiempo y la muerte traspiró cerca de ambas familia entre los mayores que creyeron se habían cumplido todos sus anhelos. Era un tiempo de espera para la pareja.

            Así, ya dueños de sus deseos, viajaron hacia las plantaciones de América y descubrieron que la crueldad del hombre es mayor a lo imaginable. Hambre, golpes y enfermedad abrazaba a los trabajadores, muchos de los cuales habían muerto por el maltrato y los sacrificios físicos y mentales. Una guerra se avecinaba. Estanislao y Yolanda decidieron darle la “libertad” a su gente, pero no era fácil para aquellos la subsistencia y casi todos se quedaron. La hacienda crecía de otro modo. Habían cobrado muchos enemigos que no tardaron en crear verdaderos caos en las plantaciones. Quemaron la cosecha y mataron a los infelices.

            Una noche, frente a una descarga de proyectiles que atravesaban el plantío, Estanislao salió con su arma a defender a su gente y recibió una descarga de trabuco, muriendo en el acto. Huyeron los misteriosos homicidas. Yolanda lejos de amedrentarse, luego de enterrar a su querido amigo, continuó con la vida. Célica, ya adolescente ayudaba a su madre, que rápidamente envejeció por la pena. Una noche discutieron por la necesidad de Yolanda de dar amor a los desposeídos. Célica no comprendía a su madre. Las palabras hirientes dejaron débil a la mujer. –¡ Tú y tu manía de regalar el esfuerzo de mi padre… nadie en plena guerra te da nada, ya no queda alimento en las alacenas y el campo está arrasado. Eres injusta con nosotros, eres indiferente y egoísta. Tu sola esperas ser reconocida como si fueras un ángel, pero eres pérfida y malgastas nuestro futuro…!-  gritó Célica en la cena. Yolanda se llevó la mano al pecho y cayó desgarrada de dolor sobre el plato de comida. Su cabello gris, mimó el trozó de pastel que comía. Godofredo corrió y transportó a la madre al lecho. Allí suplicó a su ayudante le trajera la caja azul. De entre su corpiño extrajo una pequeña llave. Se la entregó a los hijos.

            Célica y su hermano buscaron auxilio en un médico, que llegó presuroso, pero tarde. Pasaron las ceremonias y los días. Luego, en un descanso abrieron la famosa caja azul. Allí junto al cuaderno donde explicaba el horror de la vida que había vivido su abuela, estaba la verdadera historia de Yolanda. Juntos lloraron. Abrazados los hermanos comprendieron… y se prometieron vivir de acuerdo a ese sueño de sus padres.

-          ¡ Godofredo,  después de haber abierto la caja azul, pude perdonarlo todo!.”- nadie que soportara tanta humillación y horror en su vida pudo ser tan buena. – ¡Mira acá está el extraño aparato con que el abuelo torturaba a la abuela y a mamá!.- muestra Godofredo. Un momento de doloroso silencio se produce entre ambos. El horror se marca en sus rostros. Afuera se agitan las flores de magnolia que tanto amaban sus padres, impregnando de perfume el salón.

“LOS SABIOS NO HABLAN, PIENSAN


                                                           LOS NECIOS NO PIENSAN, HABLAN”

 

Es menester que pensemos antes de hablar.

Nos llenaremos de odas, sonetos y poemas

Nuestras manos abrevarán en las hojas en blanco

Con tintas multicolores y con sangre derramada

Seremos fantasmas inquisidores de la muerte.

Seremos inquisidores de la Vida. Magos.

Caballeros y heraldos de la palabra hermosa

Testigos inoportunos de lágrimas amargas

Nosotros caminaremos entre huellas escritas

Cual runas, nuestras letras bailarán al son de la lluvia

O caerán como caireles de fuego y azufre

Un volcán se elevará con humo entre pájaros negros.

Caerán en el profundo pozo del silencio. Letras.

Palabras que anuncien la primavera y los brotes

El amor simple de los simples jóvenes amantes

Un día nos quedaremos con los libros de arena

Las páginas vacías, los estantes ocultos sin tiempo

Silencio. Silencio. Silencio y piensa. Crea, ahora crea.

 

UN AMOR SIN RESPUESTA

 

Ojos que miran hacia adentro y ojos que miran hacia fuera.

                                              

            Un fuerte portazo hace vibrar los cristales de la oficina de María Julia. Otra vez ha discutido con Jorge. Siempre entre ellos ese arma mortal llamada “competencia”. Jorge medalla de honor en medicina pierde la beca a Frankfurt por no saber alemán. María Julia no obtiene el cargo de jefa del hospital por ser mujer.

 Luego, los logros de Jorge en diagnósticos que se diluyen tras los interminables trabajos de papeles, en la dirección del nosocomio.

            Todo el personal observa esa pelea constante en silencio. María Julia siempre atenta a la moda. Hermosa. Para ella no hay cansancio ni fatiga. Una sonrisa que corona su belleza europea, su ropa elegante incluso cuando usa la bata para operar. Sus manos hábiles y seguras con el bisturí. Nunca una duda o un signo de dolor, frente a las tragedias. María Julia es solitaria, siempre lista para remplazar al colega enfermo o con problemas de familia. En las guardias nocturnas o en los días en que todo el personal quiere irse a casa para festejar algún acontecimiento, allí la sonrisa amable de ella para relevarlo. La alegría festejando algún chiste o comentario de un compañero de tareas. Él, detesta más que su euforia cuando todos gritan un gol frente al viejo TB. de la sala de terapia a esa María Julia que nunca olvida un cumpleaños, un aniversario o el día del secretario o del enfermero. Ella es tan detallista que saca de quicio.

 Salió con un portazo porque él no le quiso aceptar que la sala de cirugía tiene un virus inter-hospitalario y hay que clausurarla. Exponerlo frente a los medios y ¿su reputación? ¡Nunca jamás haría eso!

            Doctor, el teléfono celular de María Julia, digo de la doctora, no responde. Es la primera vez que falta sin aviso. ¿Qué hacemos?

          Bueno ya mando una persona a su departamento.

         Gracias, sí, luego le aviso. Un sorprendido comentario en voz imperceptible en los labios de todo el personal.

 

            El joven chofer está parado frente a la puerta del departamento. Golpea persistente pero no hay respuesta. Silencio. La vecina abre y sostiene que no debe estar. “Siento la ducha desde anoche”, y el portero trata de abrir. Una llave está puesta en la cerradura. Rompen la puerta. En el piso del baño, María Julia aterida, con los ojos vidriosos y casi exánime, apenas abre los labios. La ambulancia desparrama miedo con su sonido agudo en las calles inhóspitas. Cae la lluvia sobre el cristal frente al chofer y sus lágrimas, compiten con las gotas enérgicas que golpean el parabrisas. Todo el hospital está alerta. Jorge espera con un enorme nudo en el pecho. Percute su corazón en las sienes. Sacan la camilla. El pulso ha bajado a cuatro. Un tomógrafo está listo. El laboratorio parece una colmena.

            Tumor encefálico muy avanzado con dolores que han hecho crisis. “Hace por lo menos un año ella trajo una ecografía y una tomografías, diciendo que eran de un paciente. El nivel de glóbulos era bajo en rojos y tenía alrededor de 15.000 glóbulos blancos”. Murmuró un médico sorprendido por su ingenuidad, ya que no sospechó que podía ser de María Julia.

Está muriendo. Jorge, abraza el cuerpo. No había advertido que es ahora casi la mitad de la figura de la muchacha. Besa desesperado los labios apenas tibios que se le escapan. Le ruega que siga viva porque no podrá amar nunca a nadie. Ella, sólo ella, puede salvarlo de su egoísmo y soledad.

            Nadie sospecha la desesperación de amor que quema el pecho del frío director del nosocomio. Su vida no tiene sentido sin ella. Llama a sus colegas de Europa y de Estados Unidos. Llegan, algunos. Otros envían todo tipo de sugerencias.

            La mirada afiebrada de María Julia sostiene un mudo diálogo con sus ojos. En ese mundo algodonoso que la aleja de él, murmura “nunca me diste una señal” Apenas tuve el primer síntoma hubiera buscado ayuda. El amor que hoy, delirante me proporcionas, no llegó a tiempo.

           

CANSANCIO

 

Etelbina subió al tranvía con su vestido nuevo, el sombrero que le prestó su prima y zapatos que le quedaban chicos. Pero iba a su primer trabajo. Cumplió diecisiete años ese verano y tuvo la suerte de ser aceptada en la telefónica.

Yo la veía cuando estaba sentado en mi asiento preferido. Desde allí conocía a cada pasajero que rumbeaba para ir a trabajar. Estaba brillante, la sonrisa a flor de labios que había coloreado de punzó.

Pasaron los años, yo ya estaba por jubilarme y ese día se sentó junto a mí, como si fuera mi amiga. Lloraba. Estaba delgada, gris. Triste y no miraba a los otros pasajeros. Comenzó a decir: " Hace cuarenta cinco años que voy a la misma oficina, sólo me toca apretar una clavija cada media hora para señalar los tiempos de recreación de las telefonistas. ¡Nadia me habla! Para los que van y vienen soy como uno de esos maniquíes de las vidrieras viejas de los antiguos negocios de ropa que han cerrado. Soy de cera. Soy de cartón. Soy de madera. Mire mis dos dedos, los que uso para apretar la clavija desde que tenía apenas diecisiete años. Ahora con sesenta y dos... estoy muriendo de hastío. Me iré de allí, con una clavija incrustada en la mano y en el alma. Etelvina descendió y se perdió entre los cientos de seres grises que les toca ser robot apretando una tecla o abriendo una puerta, sin ser vistos por sus semejantes.

 

viernes, 23 de mayo de 2025

EL COMPADRITO


 

            Nació como según se dice: en cuna de oro. Su padre estanciero, su madre con apellidos para hacer un legajo real. Un bebé de portada de revista de moda. Sexto hijo de una pareja despareja y sombría, pero que aparentaba felicidad. Los tres primeros eran unas niñas que no tenían el glamour que se esperaba de esa gente. Los dos varones que vinieron después, mellizos, eran morenos, de ojos negros y tan diferentes al padre que se murmuró que no eran del patrón, sino del chofer. Tenían una berlina que los llevaba a la iglesia o a la ciudad. Siempre acompañados por la nana, una matrona rubicunda y alegre que le cantaba canciones en francés.

            Lo bautizaron Luciano Rigoberto Cosme, por abuelos y parientes muy queridos. Y aprendió a caminar pronto, más ligero que sus hermanos. Ágil y picaresco siempre haciendo travesuras que eran ocultadas por el resto de los hermanos. Una tarde de tormenta un rayo cayó cerca del camino, el caballo se descalabró y cayeron en un barranco. Dos de sus hermanas: Federica y Leticia quedaron en estado de coma. No hubo terapia que ayudara a las niñas y con el dolor incrustado en el corazón de la familia las dejaron en el camposanto de Laguna Larga. A tres kilómetros de la casa familiar.

            Pasó el tiempo y los muchachos fueron internados en un colegio LaSalle y Amancia la hermana de ocho años, fue a las Clarisas. Quedó él, el niño más mimado de la familia. Con el Jardinero, aprendió a cazar, a pescar y a galopar por los campos de trigo y cebada de la estancia. También don Antenor, le enseñó a capar y marcar el ganado. Para el muchacho todo era un deporte.

            Creció hablando un francés pasable, porque la nana insistió en enseñarle su lengua nativa. Su madre le hablaba en inglés y el padre, como buen hijo de castellanos, le obligaba a usar el español a la perfección.

            Nadie habló de llevarlo a la ciudad a un colegio para su formación y sólo aprendió con esmero de la enorme biblioteca de sus padres. Era muy inteligente y curioso. El día que su padre compró un Ford, estalló en gritos de alegría y ya nadie pudo impedir que trepara al vehículo y aprendiera a manejarlo. Volaba por los caminos polvorientos. Desarmaba parte por parte el automóvil y lo armaba como a un simple rompecabezas. ¡Es un genio! Se decían en la casa. Pero salía con el asiento lleno de armas y volvía con animales sangrando, colgados de los hierros del coche.

            La cocinera se molestaba porque debía limpiar y despostar los bichos. Luego cocinarlos con recetas que le daba la nana. La madre lo llamaba Rigoberto, por una discusión que había tenido con su abuelo de quien el muchacho había recibido el nombre de Luciano.

            Cuando pasó el tiempo, ya mozo, su figura era la de una estampa de buen artista plástico. Alto, bien formado, de ojos claros como su padre y siempre tostada la piel por el sol que recibía entre los campos de girasol y maíz. A veces iba a buscar a sus hermanos y los veía pálidos y descontentos, llenos de remilgos por la exigida escuela y sus maestros. Pero él, sólo pensaba en grandes aventuras.

            Su padre le regaló un campo y él, supo hacerlo trabajar y acrecentar sus bienes. No sería abogado como uno de los hermanos, Rufino, ni cura como Alcides pero su vida sería recordada por siempre. Él, sería un héroe.

            Aprendió a volar unos armatostes de metal, lona encerada y madera. El motor echaba humos como horno de pobre y el ruido era del mismo infierno del Dante. Voló solo y acompañado por su amigo Waldemar. Pasaron del globo al aeroplano como pájaros sedientos. Eran jóvenes y arriesgados. Llegó a Francia y París lo recibió con su bohemia y pasión. Amó a varias mujeres, probó todo. Hasta un día que le llegó un telegrama diciendo que su padre y su madre habían muerto y se lo necesitaba en América. Laguna Larga era su lugar y su mundo pequeño pero asombroso. ¡Y regresó! Ya tenía cuarenta años. De sus hermanos poco sabía. Su hermana se había casado con truhán que le robó hasta la memoria. Tenía siete hijos y deudas hasta en la cocina. Cuando la vio, casi cae desmayado. Delgada y pálida, su cutis otrora arrebolado era color ceniza verdosa, sus manos que parecían ángeles en el teclado del piano estaban llenas de cayos y ampollas. ¡Un horror!

            Resolvió la vida de Amancia, que cambió. La de sus hijos también. Pero, ella le hizo comprender que tenía que formar una familia. Buscó entre las muchachas casaderas a la más inteligente y de buen humor, no quería un limón agrio a su lado. La encontró en Virginia Del carril y Orregio. Una dama, que hablaba francés, inglés y pintaba como había visto a grandes artistas en París.

            Siguió cazando pero junto a su amigo Waldemar, atravesaban la sabana africana o asiática buscando piezas de alto valor entre los hombres acostumbrados a ese deporte. Mientras ellos viajaban, Virginia y Amancia, manejaban los campos y disfrutaban en reuniones con personas pensantes. Hasta que vino una revolución y quedaron dentro de un pequeño círculo que se ocultaba para tratar de reponer la Justicia y el orden.

            Les confiscaron las haciendas y los vehículos. Se salvó el avión porque Luciano Rigoberto lo había llevado a África. No pudo regresar por dos largos años. Su país ya restablecido el parlamento, le había devuelto sus bienes. Cuando regresaban una tormenta los atrapó en pleno mar, debieron aterrizar en una pequeña isla y allí, esperar un tiempo de bonanza. Al aterrizar en Laguna Larga comprendió la verdad, se acercaba un hombre bello, tan hermoso como fuera él, a sus años y supo que había envejecido.

            Un abrazo enorme los unió y una promesa selló sus corazones. No venía un héroe, venía un hombre maduro que ya perfilaba los setenta años. Virginia, con la cabellera gris, le entregó dos cartas. Una de su hermano abogado que exigía la herencia que le correspondía y una de su hermano que ya era obispo, que pedía entregara su parte a los pobres de África. Y así, el muchacho arrogante y veleidoso se arrebujó en un sillón junto a su perro y su esposa, para pasar el resto de su vida como un hombre común típico de un tiempo lejano.

SOBREVIVIENTES

 


Escuchaba voces que hacían temblar el espíritu de los antepasados. No podía dormir. Temblaba. Recordaba las palabras sentenciosas y malvadas de los tíos, el fatídico día que supieron que mi madre no era católica.

“Sentirás la ira de Dios”. “Tu piel será la de un asno enflaquecido”. “El fuego del infierno quemará tus huesos”. Y una retahíla de sentencias absurdas que vociferaban sin tener ni idea que mi madre había venido de un “Campo de exterminio en Dachau”.

Ella sobrevivió de la masacre, sufrió hambre y frío. La violaron, la golpearon, la deshumanizaron hasta que llegaron las tropas rusas y sufrió nuevamente toda clase de horrores.

A mi padre lo conoció escapando por un campo entre bosques quemados que rebrotaban humildes de sus cenizas. Él, la encontró exhausta en un pajonal. Herida, hambrienta y harapienta. La llevó en vilo. No pesaba nada o casi nada. Tenía diecisiete años. Había vivido mil.

Mi abuela Úrsula la recibió y la curó como pudo. Ella también había pasado hambre, frío y escondida superó las permanentes represalias de los combatientes que buscaban algo. “Algo que no sabían qué podía ser”. Tal vez comida, tal vez hombres, tal vez una mujer para violar. Ahí, no quedaba nada.

Mi padre había regresado con tantas heridas como pocos dientes que le quedaban. Su otrora cabello rubio, era un mechón grisáceo que caía sobre las mejillas rubicundas por el hielo de la campiña. La ayudó a creer en las personas. La ayudó a volver a sonreír. La ayudó a ser humana.

Un día se dieron cuenta que estaban enamorados y mi abuela ofició de sacerdote o no sé qué y los casó. Pero ella, la abuela murió de tuberculosis y ellos decidieron irse a vivir a otro mundo. Un lugar donde olvidaran los horrores.

Yo nací en el viaje en un barco viejo y herrumbrado que transportaba emigrantes que más parecían fantasmas que personas.

Llegaron a este país llenos de ilusión. Un día, como si el cielo fuera un refugio de locos, aparecieron hermanos de mi padre que habían venido antes de la guerra. Eran extraños. Como una cofradía. Él, los recibió con temor. Claro que un poco de pudor tuvo por su esposa y por mí. Éramos el resultado de la refriega de países en pugna.

Un tío de mi padre se oponía a mi madre porque según él, no era una persona de fiar al haberse salvado del campo. Su mujer, una persona pequeña en tamaño, pero brava como perro sabueso hasta nos olía, para sentir si usábamos algún veneno o cosa parecida.

Para mamá y para mí, que iba creciendo como podía, estaban todos medio locos. No tenía hijos y yo era su experimento educativo.

Mamá los toleró un tiempo y un día desapareció. ¿Adónde se fue? Nadie lo supo nunca. Yo tampoco y mi pobre padre buscándola, me dejó entre ese puñado de dementes que creían que tenían que llenarme de Dios.

Así, conocí a Emilia, mi profesora de música. Ella con paciencia me fue explicando muchas cosas y pude aprender a ejecutar el piano. Gané una beca que me llevó a Milán.

Un día caminando por una calle me pareció ver a mi madre. Atrás venía mi padre y en sus brazos traían a un pequeño rubio de ojos grandes. Los llamé. Se detuvieron aterrorizados. Yo les hablé para hacerles comprender que no era su enemiga. Me abrazaron y ahora vivimos juntos y viajo a dar conciertos por los más bellos países de esta tierra.  

EL VIEJO CAFÉ DE QUILMES

 


 

                               Es mejor poner el corazón, sin encontrar palabras, que encontrarlas...sin que el corazón participe.

 

Pablo se quedó sentado en la misma silla del mismo café de siempre. Su corazón estaba quieto. Un rumor envolvía el lugar, los parroquianos lo miraban con displicencia. ¿Todos sabían? O a él le parecía que cada uno de esos hombres y mujeres conocían los profundos horrores por los que había pasado. Lucrecia. Pensó en la lejana imagen de esa mujer que pasó por su vida con el fuego incontrolable de la pasión prohibida. ¿Adónde  estaría hoy? Será una mujer anodina, gris y amargada como está Tatiana, llena d rencor y encerrada por los miedos a la vida.

Tal vez, si la viera pasar cerca no la reconocería. Recordó el color de su piel, el perfume de lavanda de su ropa interior, las uñas esmaltadas color ciruela, sus tacones. La había amado. En la oficina disimulaban su frenesí amatorio. El jefe los observaba y con sus pequeños lentes de fisgón, parecía un búho nocturno al acecho. La codiciaba. Pero era mía, entonces era mía.

Un maldito día lo trasladaron a otra sucursal. A los pocos días la fue a buscar y la vio del brazo del jefe. Salió en un coche nuevo, brillante como el zorro blanco que envolvía su cuello. ¡Se vendió! La rabia le hizo cometer aquella locura. Lo pagó bien. Siete años adentro entre rejas. Después, lo natural. Buscar un trabajo digno en otra parte.

Se fue de la zona y se conchavó en un almacén enorme de los suburbios. Allí conoció a Tatiana. Era tímida y callada. Una fémina sin instrucción ni clase, pero le tenía la covacha y la ropa bien. Le dio tres hijos, rubios como ella, insulsos como ella y necios como él.

Ahora, que ella estaba al borde de la muerte, con una enfermedad sin cura, se daba cuenta que nunca la quiso, pero la respetaba. La cuidaba. Y los muchachos, que habían partido de la casa, ya tenían su vida lejos y mejor que la de ellos.

Terminó el cigarrillo y el café. Dejó dos billetes junto al azucarero. Cerró el periódico y lo dejó junto a otros en un revistero. Tomó el sombrero y se lo caló hasta las cejas. Luego apretando la gabardina miró a los comensales y se fue derechito a la calle. Bajaron, todos, la mirada. ¡Ahí, estaba su foto! En la portada a todo color.

“Una vez más, el “Chacal” de Quilmes, degolló a su mujer”. La pobre, estaba desahuciada por la ciencia y él, haciendo gala de su experiencia, le cortó la garganta.

Caminó calle arriba, llegó al distrito 66 y se entregó. Pablo Rinocenti, se había condolido de su mujer enferma y del sufrimiento que padecía. No tenía dinero para pagar sus drogas y solo, no tuvo el corazón para dejarla seguir padeciendo…total, ya conocía la oscuridad de la celda cuando mató al fulano que le arrebató a su amor. 

NACIÓ COMO UN PÁJARO ASUSTADO

  

Brenda estaba embarazada. Los padres pusieron el grito en el cielo. ¿Qué vas a hacer ahora? Y tener al que viene. Lo dijo como si supiera lo que la vida traía con cada niño.

Su padre era obrero en la fábrica de ventanas de aluminio. Para llegar al trabajo se levantaba a las cuatro de la mañana, tomaba un colectivo, se bajaba en la plaza de Los Montes, allí subía al tren y llegaba como a las siete de la mañana al trabajo. Esperaba tomando un café parado en la esquina del “Viejo Vito” un cafetero que los ayudaba con precios humildes y hasta les fiaba si no habían cobrado.

La madre trabajaba en un hospital regional. Era la que recogía las sábanas y trapos de los quirófanos y camas. Las juntaba en una carretilla que pesaba como una piedra grande y la acercaba a la boca desde donde caían a un camión que la llenarse salía rumbo a un lavadero cercano. También trabajaba hasta la noche. Llegaban casi juntos a las nueve de la noche. En verano y primavera era más pasable; en invierno era horrible. Y la Brenda así como si fuera un juego se queda embarazada.

¿Quién es el padre? No te lo pienso decir, papá. ¡Lo voy a matar! O a vos. Si serás estúpida. Decinos quién te engordará la panza… y ella como una mula cerró la boca y no quiso hablar más.

La vecina imaginó que era un tipo casado que solía traerla en un coche de la escuela. Pero no se animó a decir nada. Había mal clima en esa casa.

Pensaron en cosas y cosas, que no lo tuviera, que lo diera. Y ella firme que lo voy a tener. Y pasaban los días y los meses y en pleno invierno el padre le pidió a don Jorge, el carnicero de la esquina, si los podía llevar al hospital donde trabajaba su mujer, allá fueron con un silencio que rompía los faroles de la calle empedrada.

Esperaron un buen rato en una sala hasta que llegó una médica joven y se la llevó. Adentro sólo se escuchaban ruidos de metal y risas. Salió una enfermera con un bultito. ¡Su nieta! Don Zósimo! Y allí había un ser rosado, peludo con nariz aplastada y manitos nacaradas. La tomó y suspirando dijo: ¡Parece un pájaro asustado!

 

TRAICIÓN

  

Un pensamiento vuela hasta ser atrapado

Por el hada que anuda la dicha y el dolor.

Un miedo que atormenta el corazón perdido

Ese, que se mueve hacia el peligroso sueño de amor.

Rojo profundo, él olvidó su rostro en la vana inconstancia

De otra aventurada escapada al misterio

A la extrema victoria de conquista y perdón.

Dónde quedó el suspiro y la lágrima etérea

Dónde el beso robado, dónde el abrazo burlado

A quien miente una espera que bifurca el tedio

Una afrenta a la ingenua esperanza traviesa

De una niña que espera el sublime candor.

Esa niña atrapada que esperará y espera... un amor

Que no llega y un recuerdo burlón.  

 

 

 

EL ESCÁNDALO

 


            Se puede ser tan cauto como un ave nocturna y perder de vista una presa. ¿Es fácil extraviarse en un tanque de agua en el techo de una vivienda? Ese ha querido bañarse o suicidarse. Si quiso bañarse, estaba ebrio. Si quiso suicidarse, tenía una depresión infernal. En todo una verdadera locura. Pasó diez días y nadie supo que el tipo estaba flotando allí.

            Encontrarlo fue una verdadera odisea. Parece una historia de una película de terror. Nadie indagó en los alrededores sobre un “ser” desaparecido de su ambiente.

            ¿Acaso no tiene familia, amigos o enemigos? Es un ser sin nombre y sin destino. Estamos tan enfermos como sociedad que no advertimos que algo raro está pasando en una casa. ¿El agua de la vivienda no tenía sabor raro u olor a muerte?

            Ahora llegan los micrófonos de radios y medios para hacer el gran servicio a la población. Parecen aves de rapiña. ¡Es un escándalo!

            Con catorce años, Lautaro, comenzó a cambiar, discutía por todo con sus padres y ni hablar con sus hermanas. Según ahora descubren había ingresado en una pandilla de chicos nuevos de la escuela, y digo nuevos, porque los habían echado de varios colegios. Lautaro no tenía muchos amigos. Se encerraba a tocar guitarra en su habitación; que había transformado en una verdadera cueva. Una de las chicas, la Etelvina, la menor de las hermanas, lo vio en un café cerca del colegio con unos “mala cara”, unos “pibes” de vestimenta rara y llenos de tatuajes, cosa que si su papá los veía, se armaba. Le dijo a la madre, pero ésta siempre tan ocupada cosiendo para la fábrica de pantalones de moda, no le puso demasiada atención. ¡Al padre no; porque lo golpearía! Y un día lo vio y se armó. Le dio una buena paliza, de esas de las que hay memoria en otras épocas.

            El tema es que Lautaro, cuando pudo se escapó de la casa. Dejó la escuela y siguió con la pandilla. Pero parece, dijo un policía, que hubo una trifulca con otra camarilla de “pendejos” y así Lautaro desapareció.

            Ahora los padres lloran, pero…¡Qué escándalo! Lautaro estuvo días y días allí, flotando en el tanque de agua y nadie se había dado cuenta.

LA ENVIDIA

 


                        Cuando llegó a la dirección que le diera Micaela, se recortó la figura escultural de Guillermina, que contra el enorme paredón del cementerio pareció un pájaro derrotado. Una lágrima de desencanto se desprendió de sus bellos ojos dejando un surco en el suave maquillaje sofisticado. Cerró los puños y con dolor comprendió el error, haber confiado.

Pecosa, de cabello castaño oscuro y ojos verdes, Guillermina era una nena de esas que en el barrio todos miraban. Tenía una sonrisa alegre y jugaba con destreza. Su padre tenía un negocio de comestibles. Su madre era una mujer simple. Adoraban a esa hija que había llegado casi cuando las esperanzas de amor se pierden.

                        Un día cruzó el farmacéutico y tomándola de la mano la invitó a jugar con su pequeña. Fue un encuentro feliz. Se hicieron inseparables. Micaela era hábil en el piano, con los patines, declamando y era muy hermosa. Juntas hacían las tareas escolares, aprendieron a jugar tenis, hacían gimnasia y disfrutaban de todo lo que el mundo de los adolescentes les llenaba la vida. Comenzaron a salir de compras y a bailar las matinés con los chicos de la escuela. Se enamoraban y dejaban de “amar” con el mismo ritmo de todas las muchachas de su edad.

                        El primer concierto de Micaela fue un éxito y su figura de niña frágil le atrajo un puñado de cargosos admiradores almibarados, que ella despendía con una chispa de superioridad. Guillermina la admiraba. Veía sus pequeñas manos jugar en el teclado y soñaba con tener la misma habilidad, pero no estaba dotada para la música. Se terminó su adolescencia con sólo dos diferencias: Guillermina había crecido y estaba altísima, su figura se destacaba por la perfección de sus medidas y Micaela quedó con su cuerpo casi infantil, sin curvas y de estatura normal. Los chicos del barrio le hacían toda clase de burlas pero ellas no hacían caso a los torpes compañeros. Las largas piernas torneadas, la cintura fina, los senos graciosos y la belleza atigrada de la primer muchacha era un suplicio inconfesado para la otra. Nada hacía parecer que Micaela sufriera. Pero la madre, que observaba, se preguntaba cuándo comenzarían los problemas.

                        Ingresar a la universidad les dio un respiro. Se trasladaron a la capital, alquilaron un pequeño departamento y cada una comenzó la carrera elegida. Micaela además continuó sus clases de piano en el conservatorio nacional con maestros de prestigio internacional. Mientras estudiaban no tenían tiempo para arreglarse, sí para sentirse acompañadas en ese mundo insólito de la gran ciudad. En sus ratos libres, Guillermina completaba sus clases de idiomas extranjeros e hizo un curso de modelo a sugerencia de otras compañeras de la facultad. Cada día estaba más hermosa.

                        Ambas recibieron su título con honores. Eran ganadoras en todo...pero, Micaela veía celosa, cómo su amiga atraía la mirada de los hombres que a ella le interesaban.

                        Regresaron esas vacaciones a su pueblo que las recibió con ardor y sorpresa. Eran un orgullo para todos. Así fue que el día que se llamó a un casting de animadoras para el canal de TV. de la pequeña ciudad, Micaela le dio a su amiga del alma, una dirección equivocada y ella apareció en el programa mostrando todas sus habilidades. Es lógico saber cómo murió esa amistad.

 

NO LAS QUEMES

  

Resurrección conoció a Paco en la puerta de la ermita de San Cucufato. Él, ya la había visto en la feria del domingo de San Blas, y la vio tan “maja” que se prendó de sus lindos ojos negros y como bailaba la sardanas junto a unos tíos y mozas del pueblo.

Su vecina, la Consuelo fue la que los presentó y acompañó al Paco para hablar con la madre de resurrección. El padre, había marchado a Bilbao a un trabajo de ciudad. Regresaría en el verano para las cosechas.

Breve fue el noviazgo y hermoso el casamiento. Paco tenía una pequeña casa heredada de su abuelo paterno en Molino das Rey y allá se fueron a vivir. En esos tiempos había mucho campo para arar y sembrar. Y la muchacha, trabajaba a la par de su enamorado. Ese año comenzaron a sonar voces de guerra. Había gente que no quería al rey y buscaban el alzamiento con banderas de muerte. Se enfrentaron entre hermanos, padres e hijos, pueblos contra pueblos. ¡Y había mucho sufrimiento! Para colmos la muchacha, quedó embarazada y Paco, salió a luchar sin saber muy bien a quién quería más y a quién quería menos. Era una guerra de otros. Pero un fusil, lo obligó a dejar sola a su amada.

Nació Paloma. Una morenita de ojos pardos que miraban asustados cada soplo del viento en el erial. El campo sin los fuertes brazos de Paco, estaba yermo. No quedaba casi nada. Habían incendiado la ermita de San Cucufato y prohibida hacer la feria en el día de San Blas. Pero las mujeres sin obedecer a los revolucionarios, se juntaban en escondidas a rezar el rosario a la virgen de Montserrat. Que desde la montaña, observaba a los poblanos.

Corría la voz que la quisieron quemar e inexplicablemente, no pudieron. ¡Eso fue la señal para las mozas, que siguieron con sus letanías en escondidas! Crecía Paloma, con la ayuda de su abuela que vino a vivir con Resurrección. Plantaron tomates y patatas, zapallos y consiguieron unas ponedoras entre las mujeres, que en verdad, muchas no sabían el porqué de esa guerra tan cruel e inútil. El rey había escapado con su familia de España y las noticias para esa gente llegaban tarde y mal. Casi todos no sabían leer ni escribir o apenas lo hacían. De boca en boca se pasaban palabras nuevas. Pero fueron suavizando el dolor por necesidad.

Pasaron tres años y llegó al pueblo un mozo de cuadra, era guapo y apenas conoció a Resurrección, se apersonó a la casa con un pretexto y la “romereó”. Ella al principio lo evitaba, pero él, consiguió conquistarla por medio de ser tierno con Paloma.

Un día habló con el padre de la muchacha, que había regresado muy herido de la contienda. Ya no podía ir a Bilbao a trabajar y apenas ayudaba en la tierra. Al viejo le vino bien este hombre joven y se apresuró a convencer a la hija que lo aceptara. Y dos meses después, se casaron entre las ruinas de la ermita. Algunos vecinos comenzaron a restaurar la capilla, que por antigua y necesaria para bautismos y casorios, era un hito en el pueblo.

Pasó un tiempo, y nació Pilar. Otra hermosa niña de ojos celestes como los de su padre. Alegre y siempre cariñosa. Paloma, sintió celos. Unos besos y unos coscorrones de vez en cuando no le hacían mal, decía. Fueron creciendo las hermanas. Asaron de ser una familia de campesinos a ser una familia de pueblo, ya que el Gaspar, por ser mozo de cuadra, tuvo que vivir más cerca de la plaza y del ayuntamiento.

Las niñas ya tenían diez y trece años y los abuelos habían quedado en las afueras de Molino das Rey, en el camposanto. Cuando desarmaron la vieja casa de piedra, encontraron en un baúl siete muñecas de hermosa losa antigua. Resurrección se las dio a las niñas que pelearon horas por poseer cada una la que quería la otra. Gaspar al regreso de su tarea, entregó como un juez imparcial a cada una la que a él, le pareció mejor.

En la escuela las niñas, no hablaban de otra cosa que de sus muñecas. Todas las mocitas querían ver las famosas muñecas. Era el sueño de cada una y de todas. Inventaban juegos y tareas para ir a la casa de sus compañeras, era sólo querer verlas e irse.

Ambas seguían discutiendo por las que tenía la otra. Un día, Paloma, decidió hacer algo definitivo… Tomó las que le gustaban a Pilar y las llevó junto al hórreo puso leña seca y cuando tuvo un buen fuego comenzó a quemarlas. Salió corriendo su madre. Paloma ¿Qué haces, no las quemes? Eran de tu abuela. Y logró salvar unas cuantas.

Hoy Paloma y Pilar han vendido las que quedaron sin fuego en el valor de un auto recién salido de fábrica y de alta categoría. ¿Qué hubieran comprado si no hubiese carbonizado las otras? Ahora, grandes y muy hermanadas, se consuelan por aquella idea de quemar sus muñecas.

 

LA TRISTEZA DE UNA MUJER SOLITARIA QUE ESPERA...

 

            Cerró la cortina, dejó sobre la mesa una taza de té de limón que ya fría sólo le traía más tristeza. Había esperado horas a su querido primo Reinaldo. Él sí, podía traer buenas noticias del campo. Las nubes pasaban como pájaros muertos sobre los edificios y nada podía cambiar su ansiedad. Ese día había llamado desde Concordia sosteniendo que traía buenas noticias. ¿Dónde estaban? Ya era casi la media tarde y el sol se escondía entre los altos muros del complejo edilicio de la nueva ciudad.

            Encendió el televisor y se distrajo con un programa de preguntas y respuestas. Era muy simpático ver lo poco que sabían los participantes. Ella contestaba antes que los ingenuos que creían saber. De joven se pasó la vida leyendo libros y manuales. Su padre llegó a encargar algunos a la capital.

            Cuando llegaban las cajas con libros las compañeras del instituto donde estudiaba le hacían chanzas. ¡Así jamás te casarás! Y se reían a carcajadas. ¡Y fue así como ellas dictaminaron! No se casó. En realidad nunca logró que un muchacho la invitara a salir a bailar o al club a cenar o al cine. Pero todos la miraban con admiración porque era como una enciclopedia ambulante.

            ¡Malditos conocimientos! ¿De qué le servían ahora cuando hasta le llegó un telegrama con una felicitación por su jubilación? Estaba sola. Triste. Es verdad que varias de las mujeres que se habían casado, estaban divorciadas y solas como ella, odiando al mundo y a los hombres. La mayoría manteniendo como podían sus casas y si había hijos, a los pequeños. Otras arrastrando a sus parejas enfermas y suegras postradas. Ella sola y tranquila.

            Miró por el ventanal hacia el camino. Vio un auto nuevo que veloz venía desde la zona de Concordia. Suspiró. Fue a la cocina y calentó agua para hacer unos mates. Apagó el televisor. Se sentó a esperar y escuchó el chirrido de los neumáticos y luego el portero que temblaba con su ruido. ¡Adelante!

            Reinaldo no venía solo. Tras de sí, una rubia despampanante sonreía con ojos color arena y botox en los labios. La abrazó su primo y le mostró a su esposa, la cuarta o quinta de la lista infinita de mujeres que le hubo presentado en la vida. ¡Acá tienes tu cheque! Vendimos todo el trigo y parte de la avena a unos gringos. Como ves, estoy muy apurado. Le prometí a Yiyi, que la llevaría a la capital a un recital de Rock y las entradas son carísimas. Ella aleteó unas hermosas pestañas postizas y le dio un pringoso beso en la mejilla. Salió tras Reinaldo corriendo. El agua hervía en la hornalla.

            Apagó el fuego, cebó unos mates y se sentó a ver una película que pasaba por cuarta o quinta vez en la T.V. ¡Ella era una mujer solitaria y sin problemas!

miércoles, 14 de mayo de 2025

LA ROMELIA GAUNA

 

 

                        Entró en la habitación estrenando temores. Su rostro desencajado con moretones que no se aliviaban con su sonrisa desdentada. La miré y estalló una chispa de alegría en su mirada. Un rubor sobrepasó la costra de sangre que caracoleaba en su mejilla izquierda. Noté en sus manos ásperas el gesto amigable de sus necesidades. Salí de la silla y rodeando el escritorio, le tomé la mano de modo de transmitirle mi seguridad y cariño. Ella era una mujer. ¡Una mujer igual que yo; y tan distinta a mi realidad! Nacida en una orilla marginal de la quema a destiempo y deslugar.

Con el tiempo supe que era hija de un recolector de botellas, y a veces, cartonero, alcohólico como sus ancestros. La madre analfabeta. ¡Una buena madre! ¡Excelente madre era! Había sobrevivido a la pobreza mamando el elixir de sus blancas ánforas de piel morena. Ella y nueve hermanos. Tan pobres y simples que casi no tenían palabras. Igual nos comunicamos con el fervor de su amor de madre. Había aprendido bien de la maestra de la vida. La madraza.

                        Jugó en el barrial con un sin fin de objetos. -“Sabe,- me decía en sus charlas-, las cosas que la gente deja tirada en la basura. Muchas cosas buenas. Muchos libros y yo los fui guardando por si acaso Hermosos. Y a veces nuevos. Hasta plata encontrábamos en la quema. Yo jugaba y cuidaba a mis hermanos. Mi mamá viajaba en el tren blanco. Teníamos la casa hecha con madera, chapas y hasta cocina, teníamos, ¡de veras!”- La veía sonreír sin dentadura como si fuese una anciana. Tenía una catarata de esperanza.

La Romelia quería que sus hijos estudiaran. Ella nunca pudo ir a la escuela, por ser la mayor. Traía caminando a los chicos desde lejos. Limpios, alegres y bien alimentados. Todos tenían diferente apellido, pero eso no era lo importante. Trabajaba mucho con el carrito lleno de botellas, cartones y latitas. Era madraza la Romelia, de esas que se escurren el dolor de la vida para hacerle frente al futuro con mirada limpia.

Nunca criticaba a las holgazanas, -“Por algo son así”- Sí a las alcohólicas, drogadictas y ladronas. Tenía un sentido estricto de lo bueno y sabía despojarse de lo malo. Un día me atreví a preguntarle si quería aprender a leer y a escribir. Y un estallido de fiesta se le fue apretando en la mirada limpia. Y comenzó a reír, me tomó la mano y la llenó de besos. ¡Cómo no querer ese puñado de mujer bravía y fuerte!

Le costaba aprender. El lápiz apretado entre sus dedos endurecidos parecía un cincel en la piedra. Eran palabras las que fue aprendiendo. Palabras que su corazón le iba dictando. Todas de amor. De esa ternura vieja que le llenaba el alma de mujer golpeada y marginal. La Romelia aprendió a leer y a escribir su nombre un día muy especial. Ese día en que su hijo aprendió a usar la computadora.

Ella orgullosa vino a mostrarme el trabajo fino del muchacho y yo, con lágrimas, dándole un beso en sus mejillas ya curadas, le dije que era más lindo su cuaderno. Me miró sorprendida y sacó de entre sus prendas remendadas una cuchara de plata y me la dejó sobre el escritorio diciendo: - La encontré ayer en la basura. Hay gente que no sabe nada - y salió muy apurada.

Yo la corrí por el pasillo y le puse un libro en sus manos. Tomá Rome, es para vos. Te lo merecés. Le entregué el primer libro de cuentos que me regaló mi abuelo, y yo, lo amaba; al libro y a mi abuelo. Esa era mi joya y no la había encontrado sino en el fondo de mi corazón, para ella.

Pasó el tiempo.  Los chicos de la mujer crecieron. Salieron de la primaria. Un día que iba en el tren desde Retiro a Olivos nos cruzamos con el tren blanco y la vi. Iba con otro chico recién nacido en brazos, pero entre sus manos llevaba un libro. Tenía el cabello blanco y un montón de gente boquiabierta alrededor a quienes leía. En la cara se veía que era feliz.

Un hombre abrió el diario frente a mi, casi sin sorpresa vi que mostraba el rostro de un hijo de la madraza, que era candidato a concejal por el “partido” en Mataderos.

 

                                                          

UN CUADRO CON RETRATO DE MUJER Y CABALLERO

 

Cuando menos lo esperó, el hombre sintió la participación de Sinali, que no quiso quedarse afuera de la fiesta. Ella ejecutaba el rabel sentada en una alfombra de Izmir. Su silueta se dibujaba detrás de la luz que proyectaba la luna en la ventana abierta. La cabellera suelta y larguísima caía sobre la túnica de seda. Era un rayo de azabache entre las horas muertas de la noche. Sus senos rosados e inocentes, sugerían la turbación de su juventud, dorándolos con la suave luz celeste de la esquiva Venus. El sonido grave adormecía la mente, mientras los ojos iban desperdigando miradas sensuales, curiosas, conmovedoras. Sinali estaba allí vacilante y perturbadora como una vestal esclarecida.

La fiesta había cumplido con todos los augurios esperados y soñados. Sólo faltaba eso, la magia del rabel con su sonido ensoñador y triste.

Ese día, las mujeres más bellas, brillantes y sensuales, se habían trajeado y embellecido para despertar ardores inquietantes entre los varones esquivos.

El menú, preparado por las manos mágicas de un chef inigualable, había saciado el estómago más exquisito del condado. Bebieron el mejor vino de la cava más admirada y prestigiosa de la región. No había faltado nada. La noche se alejaba y el amanecer quiso entrometerse en el momento más huidizo de la plenitud selenita.

El hombre quiso cerrar la ventana pero un viento helado se interpuso. El marco dorado se movía imperceptiblemente sobre la pared del salón. La silueta de Sinali, la diosa del rabel, se había desprendido y yacía lujuriosa en la alfombra.

Sólo faltaba el fantasma del caballero armado para completar la escena.  Pronto se desprendió de la vieja tela, orgulloso y febril, tomó a Sinali por la cintura, arrebatándole el rabel, se metió en el cuadro sin darse cuenta que la muchacha había envejecido ciento de años en un instante.

El temido espacio sibilino entre la vida y la muerte no respetaba la fantasía de una noche refinada y astral para los escorzos impresos en el antiguo óleo del gran salón de fiestas. La fealdad había incluido al caballero armado que ahora era un simple esqueleto con guadaña en lugar de la filosa espada reluciente.

            El hombre se durmió esperando el sol para aclarar los mensajes nocturnos que borrosos en la penumbra no podía comprender.

SOMBRAS EN EL CORDEL

 


            El viento juega con la silueta en la terraza antigua. Un rumor agiganta las sombras. Llovizna y el cordel sostiene gotas de agua, pequeños diamantes que reflejan tu ausencia. ¿Dónde estarás ahora? La pregunta juega con la camiseta que envolvió tu cuerpo, mi hombre amado. Nadie responde. Sombras. Soledad. Una ausencia que se agiganta en la tarde cuando el candado de silencio atrapa tu recuerdo. Presiento que otro dolor aterrador despertó en tu pecho. Allí estará peleando mi fantasma,  tu atenazado cuerpo acoplado a los golpes y horrores de esa cueva en la que seguramente estás metido. El perfume de jabón y lavandina atraviesa la terraza donde busco en cada prenda tu presencia. Se expande el perfume de la nostalgia celeste que se agranda en tu alejamiento. ¿Volverás algún día? El cordel solitario acuna broches. ¿Qué broches de metal atenazarán tu piel quebrada y gironeada? Ya, hasta faltan tus risas colgadas al viento. Los broches parecen tus hombros apelando a ser hombre en mi esperanza. ¿Volverás? Serás tan sólo un recuerdo en mis noches solitarias. Apoyaré mi rostro en la almohada para percibir el perfume de nostalgia. Ayer llamó un “hombre”, buscándote por tu apodo, no era sino otro de esos malvados que persiguen aún tu persona. Ellos buscan más sobre ti, saben que me atormenta no saber dónde estás y qué te ha sucedido Sabes, presienten, muy en el interior que tú eres el verdadero arquitecto de mi suerte, el que le devolvió el sentido a nuestra vida. Esa vida que buscábamos entre la suciedad de una sociedad hipócrita y malvada. Yo sabré esperarte. Mi corazón abrumado construirá un nuevo nido para acunarte. No sos más el niño que se transformó en el hombre capaz de predicar y luchar por una idea diferente. ¿Maduran los duraznos en invierno sin el calor de unos brazos que  protejan? Yo esperaré con mi silencio retratando sonrisas en la calle, cocinando bollitos de anís y nueces, caminando sobre los parques descalza sobre el césped. La lluvia volvió sobre el cordel y sólo queda una camiseta que vuela llevándote mis esperanzas.

                ¡ Golpean a la puerta con sus armas, son acaso quienes vienen a buscarme?

UNA FIGURA SOLITARIA


           

Miró el cielo y se sorprendió por el color sombrío de las nubes. Una tormenta perturbadora se apoyaba sobre el horizonte. Amarró la barca  en el fondeadero junto a la del “Griego” y ató con fuertes sogas el trinquete  y las lonas para sostener su futuro. El bote pesquero que tanto amaba podía ser presa de la ira de los dioses del mar. Era lo que aún tenía para seguir viviendo. El sentido de respirar y suspirar, de alimentarse y seguir vivo.

            Tres años atrás, había perdido a su compañera. Guadalupe o Lupe como él le decía en la intimidad, sucumbió al cáncer que hizo estragos en su amada. Noches en vela abrazando su cuerpo débil y dañado, su fragilidad era la de una ola en la escollera.

            La piel y los huesos se perfilaban en el adorado cuerpo de Lupe. El sol se apagó en sus ojos y en su corazón y la dejó en la tierra bajo una losa que apenas sostenía el nombre querido: “Lupe, amiga y compañera”

            El “Griego”, le gritó que saliera del malecón y se refugiara en la vieja casa de piedra. No lo oyó. La lluvia, truenos y relámpagos tapaban incluso el agitado tañer de las campanas de todo el puerto y barcazas. Corrió. Se encerró en la bodega del “Húngaro” esperando que cayeran algunos rayos. Maldijo en todos los idiomas que imaginaba existían. Sólo con una botella de ron, se tiró en una hamaca desvencijada y se quedó dormido. El bramido del mar sobre las piedras y el choque de la madera quebrándose entre las rocas, lo despertó.

            Aventuró una salida y en el enmascarado chubasco, entre luces de rayos y relámpagos, alcanzó a entrever su casa. Aferrándose a las paredes y pasamanos pudo llegar. Empapado y haciendo un enorme esfuerzo abrió la puerta y un aire helado encubrió su aterido cuerpo.

            Encendió la salamandra y desnudo, se tapó con una manta que tenía más recuerdos que años y más nostalgias que belleza. El aguardiente le avivó la sangre. No supo por qué, lloró como hacía años que no lloraba. Y por primera vez, después de haber regresado del dolor de Lupe, pensó en Dios. ¿Existe? Pensó en su historia de marino pobre. ¿Cuándo ese Ser dispuso que él, fuero lo que era y ahora estaba así, más inerte que las piedras de su morada?

            Bramaba la pesada puerta y las celosías como gigantes en guerra. Las olas traían grotescas ráfagas de agua salada hasta la vivienda. Casa muy antigua la de los marineros. De generación en generación estaban ocupadas por familias pobres y linaje de bravíos pescadores. Comió un trozo de pan con tocino. Y concluyó con la imagen de su destino. Mañana si estaba en pie y su bote perduraba; y la borrasca, como otras se amansaba, saldría a buscar atún con el “Griego” y el “Húngaro”. Eran amigos. No, eran su sostén en la pesca y sólo compañía en el bar algunas noches de bonanza. No conocía sus nombres. No sabía ni cuándo ni de dónde llegaron a Puerto de Las Palmas.

            Nunca se preguntaban nada, la gente llegaba y se unía con sus barcos y sobrevivía sin investigar pasado ni presente y si un día ponían proa y se iban, dejaba un silencio que pronto ocupaba otro extraño hombre de mar.

            Ajumado con un aguardiente pésimo, se durmió hasta no oír la tempestad que pugilaba la rada.

            Envuelto en un silencio roto sólo por el grito de los cormoranes y aves peregrinas que desquitaban bocados dejados sobre la escollera y las piedras del puerto, despertó. El sol caía poderoso después de la tormenta. Se vistió y salió. No quedaba nada. Maderas rotas, jirones de lona que fueran sus velas y restos de redes. Rocco Vaccaro no tenía nada. Su linda chalupa era tablones y astillas. Se sentó en las piedras frente a lo que fuera su barco. No habría atún, ni cangrejos, ni sueños.

            El “Griego” y el “Húngaro” llegaron y mudos se quedaron junto a él, y lloraron por primera vez unidos. Después caminaron hacia el viejo bar. El anciano “Krystos” como antiguo pirata, les sirvió una copa del mejor ron caribeño y no articuló palabra.

            Pasaron horas interminables sin hablar. Pertinaz, Rocco de pronto dijo: “Tenemos que hacer algo. Juntar lo que nos queda y comprar otro barco.”

            La mirada sorprendida de los hombres lo hizo perseverar y les habló de su pérdida más grande: Lupe.

            Se pusieron de acuerdo, comprarían un bote y seguirían pescando. El ron hacía su parte en el acuerdo.

            Al salir del tugurio, se dispersaron buscando cada uno la ruta a su promesa. Rocco se detuvo frente a su casa y parada allí, había una extraña muchacha. Lo miró largamente en silencio. Era joven y frágil. Perplejo siguió hasta la plaza y buscó el letrero del viejo prestamista. Él aún tenía el reloj de oro de su abuelo y monedas que encontró buscando ostras. Eran monedas de oro, antiguas y las había guardado mucho tiempo. El viejo avaro, las mordió, cepilló y pesó, repesó y mascullando improperios le entregó unos buenos billetes. Al salir de la vivienda del ducho mezquino, la volvió a ver. Estaba parada junto al portal. Esperaba. ¿Qué? Se preguntó Rocco con temor, tal vez ¿quería su dinero tan duramente conseguido? No. Sólo lo miraba. Ojos color de cielo tormentos y silencio obstinado.

            Llegó a su casa. El “Griego” lo esperaba sonriente. Tenía un puñado de billetes. Llegó el “Húngaro” y también traía él su cosecha de dinero. Juntaron suficiente para comprar un barco de pesca de altamar. Oportunamente vieron a la joven detenida en la escollera. Solamente Rocco, la miró con detenimiento. Era bella.

            Pasó un tiempo y cada día, la figura solitaria, parada en los caminos, calles o sitios más extraños, estaba ella. Un día Rocco se animó, la encaró y habló. Mil preguntas, ninguna respuesta. Le tomó la mano y se la llevó al pecho de hombre fuerte, lo miró a los ojos y él sintió un calor descolgándose en su cuerpo. La atrajo a su casa, a su cama y osado la gozó en silencio. Dulcificó los días. Una noche de tormenta, cuando dormían, ella despertó y salió. Se fue.

            Nunca supo el nombre. Nunca de donde vino y jamás sabrá adónde la podrá buscar. ¿Será el alma de Lupe hecho mujer?

           

LA FAMILIA DE JOHANNS

  

La niebla lamía sus pisadas de botines viejos, heredados. Su padre, regresaba del obraje con las manos secas y el corazón alegre. El perfume de la olla se percibía desde el contrafrente de la casona. Era un día de fiesta. Era su día. Una noche llena de luz y esperanza escrita en la frente de su hija. Luna llena. Fragancia de albahaca y estofado de gallina.

Ingrid esperaba sentada en una silla frente al fuego. Esa mañana había regresado Erna de la casa grande con ropa usada pero limpia. Feliz de traer una gallina, pan de trigo y patatas. La muchacha encontró a sus hermanos como los había imaginado. Altos, desgarbados y rústicos. ¡Pero tan buenos como cuando eran chicos!

Ellos, cuidaban y ordeñaban a “Mimí”, la vaca con su nuevo ternero. Segaban el centeno y cosechaban los frutos de manzanos y perales. Otto, tenía una conejera con hermosos gazapos blancos. Y Kurt cuidaba las gallinas y el cerdo, que engordaba con esmero. Érica, la pequeña, hilaba como su madre lana de las ovejas del patrón de la casa grande.

Eran felices. Se sentaban junto a la mesa a cantar después de la cena. Hasta que el viejo reloj del templo llamaba a la oración de la noche. Se contaban historias y leyendas. Luego cada uno a su lecho, para despertar al alba.

Todo era silencio entonces hasta el canto de los gallos. El salto era de enérgico despliegue, cada uno a su tarea. ¡Pero vino la guerra!

Los muchachos debieron marchar, las mujeres redoblaron el trabajo hasta la requisa del gobierno, que se llevó chancho, conejos y pollos. Escondieron la harina y la cerveza casera que fabricaba Johanns. Se llevaron la mula y al patrón las ovejas. Hubo que destejer y retejer las medias, los chalecos y las mantas.

El carbón y la leña no alcanzaban. El frío comenzó a invadir la casa y huyeron hasta los pájaros de los pinares. Entonces, las muchachas usaban los botines heredados, remendados por las hábiles manos de la madre.

Siempre esperando al padre y los muchachos. Tardaron varios meses, muchos. Algunos regresaron. Y volvieron a calentar la casa con lo que quedaba de sillas, cajones y muebles de la casa. Ingrid, se ingenió para llenar las ollas con exquisitos aromas que buscaba en el bosque. Regresó Johanns con las manos llenas de medallas de honor. Sus valientes hijos, no regresaron ese invierno. Otto, vino abrazando a un soldado herido y a su hermano sin piernas. Igual, se sentaron junto a la mesa y cantaron hasta que el silencio los doblegó en cansancio. Ya el reloj del templo estaba callado. Y el patrón no venía. Erna buscó a la esposa, que enferma y triste, estaba sola en la enorme vivienda.

La dama, solitaria lloraba y sonreía, alternativamente. Pero estaba muda. No comía. Erna le daba pequeños bocados. Bebía algo de cerveza casera y miraba asombrada a esas mujeres y hombres valientes que la cuidaban como a un niño. Érica, le sobaba las manos para calentarlas y los pies para que cobraran un color vivo.

El amor de esa gente le devolvió la vida. Una mañana cuando el sol asomaba, apareció el patrón y se abrazó a Johanns. Había perdido todo. Había recobrado todo. Esa familia tenía un tesoro increíble. Esperanza y amor verdadero.

JUDITH

  

            Habían llegado los soldados. La calle era un doloroso espectro de gente en fila que se arrastraba con los pequeños bultos que les permitían los infantes del ejército. Los gritos asustaban más que sus cuerpos jóvenes y maltratados. De ambos lados, los que como fantasmas ambulaban con la mirada perdida y los que los arreaban como ganado.

            Yo había salido de la oficina donde mi patrón me mandó a llevar papeles muy importantes, cuando me crucé con una mujer, cuya mirada desesperada, arrastraba una carriola en la que una bebé indiferente se adormecía. La estrella amarilla pegada en su raída ropita de fieltro, me acerqué. Un grito me dejó casi paralizada. Pero no era para mí. Se había caído una anciana. Aproveché y cogí a la niña, mientras la madre dejaba en mis manos un pequeño bulto con algo desconocido en ese momento. La mujer no tenía lágrimas, pero suspiró y me rogó. “Se la dejo, es suya ahora, gracias”.

            De pronto era una madre. Los pocos metros que caminé envolviendo la beba, fueron kilómetros en mis latidos locos de terror. Si me habían visto, yo sería una más en las largas colas de los sentenciados. Me escabullí por calles oscuras y grises. Las ventanas cerradas, las puertas rotas, acribilladas. Negocios apedreados y mutilados por los vándalos.

            Llegué a mi barrio, único barrio católico dentro de la zona. Más al norte están los barrios protestantes con sus templos cerrados. Nosotros participamos en las noches de algunas ceremonias, siempre escondiéndonos por las dudas que también nos atacaran.

            Me llamo María de la Misericordia. Soy sobrina del párroco español que hace más de veinte años fue trasladado desde España a Alemania. Me dicen Mani desde muy pequeña. ¿Nunca supe bien porqué!

            De repente al ingresar la vecina me miró raro, pero yo apoyé mis dedos, que tiritaban, sobre mis labios y entré cerrando la puerta de ingreso con tres llaves y cierres. Nos mueve el terror. Lo primero que hice fue calentar agua para bañar a la creatura. Eso la sedó y se durmió. Debía tener mucha hambre porque buscaba sorber sus dedos. Arranqué la estrella amarilla de su ropa, que metí en la salamandra y quemé, la escondí,  la famosa estrellita, en una hendija  que rasgué en la parte interna de la pata de la mesa de luz. Detrás de dicha estrella habían bordado el nombre de la creatura: Judith Bergman. Y la fecha de nacimiento: 18 de febrero de 1933. Entonces tenía nueve meses y medio. El frío había despoblado aun más las lúgubres calles del barrio. Comí un trozo de pan de centeno y media patata. Cada día tenía que cuidar más la comida que se nos restringía para la guerra. Esa noche dormí apenas.

 

Varias veces vinieron por el barrio buscado gente que se pudiera esconder. Una mañana, me despertaron a las patadas sobre la puerta, que gracias a Dios era fuerte. Abrí, cubriéndome con una colcha, que tomé de la sala, y me enfrenté a dos oficiales de la Gestapo, que me empujaron y comenzaron a revisar todo. Mi niña dormía y despertó llorando, la levante en brazos y acurruqué en mi pecho. Me sentaron y comenzaron a pregurtame miles de datos: ¿De quién es esta niña? ¿Cómo la había concebido si no tenía marido?... Yo avergonzándome, más por mentir que por lo que les dije, me planté y les expresé: “Hace unos meses, más ni quiero recordar la fecha, regresaba de mi trabajo y alguien me tomó de atrás, me tapó boca y ojos, me arrastró tras unos trastos y me violó”. Nueve meses después nació Dulce María, mi hija del dolor. Soy católica y jamás mataría un bebé antes de nacer. No le vi jamás el rostro al maldito que me hizo esto, pero acá soy feliz con mi hija a pesar de no saber quién fue su padre. Dulce María buscaba mi seno, como si supiera que tenía que demostrar que era mi hija. Los hombres miraron toda la casa, vieron las imágenes de Cristo y María Inmaculada, sólo uno se cuadró frente a ellos, los otros se rieron y le dijeron improperios en su idioma de cuartel. Me dieron una cartilla especial y me dieron la orden de ir todos los meses a mostrar al médico del cuartel general, a la niña. Yo me hice la señal de la cruz y la pequeña intentó imitarme, cosa que les causo mucha risa. A mí, paz.

 

Las bombas comenzaron a acercarse, por lo que nos trasladaron a la campiña. Nos instalamos por la organización de nuestra parroquia en una granja donde de ser secretaria me convertí en trabajadora de la tierra. ¡Pero no nos faltaba tanta comida y podía alimentar a mi pequeña niña! Aprendió rápido a rezar oraciones católicas. Ya me encargaría yo a su tiempo de decirle que y quién era, enseñarle los ritos y su historia, la de su pueblo. ¡Ahora no podía ya que le enseñé que era muy malo mentir y que no eran agradables las niñas y niños que preguntaban todo el día el famoso: ¿Y por qué?!

En la campiña era más fácil, pero muchos seres que huían robaban nuestras patatas y animales de granja, tuvimos que hacerles sus nidos dentro de la casa que era una verdadera fortaleza medieval. De piedra y rollizos que difícilmente se podían romper sin herramientas muy fuertes. Sólo una bomba o un obús podían agujerearla.

Un día cayó cerca de nuestra granja un avión enemigo. O amigo. En ese momento ya no sabíamos qué sucedía en nuestro mundo que estaba patas para arribas. Escuchamos de hornos para humanos. No les creíamos, después supimos tristemente que era verdad.

Una noche escuchamos que avanzaban tanques. Eran los que venían a “salvarnos”.

Por las dudas, yo escondí bien los papeles reales de Dulce María y me aferré a la pata de la mesa de luz donde tenía escondida la “estrella con su nombre y fecha de nacimiento”.

Eran americanos, según el piloto, que había caído cerca de nuestra vivienda, que hablaba inglés y alemán, nos pudo explicar  varios temas de estos sucesos.

Me ofrecieron llevarme a la ciudad, siempre con la niña. Como intérprete con los soldados prisioneros que no habían logrado escapar. ¡Pobres, eran niños de catorce y quince años!

Pasé unos meses muy laboriosos, que me dieron como regalo poder ir a vivir a los Estados Unidos de América como exiliada. ¡Acepté! Huí del horror de las verdades que se sucedieron.

Cuando Dulce María llegó a New York, entregué los verdaderos papeles que me diera su madre en ese bultito mínimo al recoger la pequeña.  Ahora se llamaba Judth Bergman. Tenía seis años y la llevé a un templo de su religión, la presenté como una heroína, pidiendo le enseñaran quién era realmente. Todos lloraban, yo también. Ella se aferraba a mi cuello y ellos entendieron que no podían separarla de mí.

Pasaron los años, ella me cuida ahora que tengo 75 años. Se casó con un buen hombre judío, que tuvo la paciencia de enseñarle a ser una verdadera judía. Tuvo cinco hijos y a una de las niñas, le puso mi nombre  aunque tuvo que discutir mucho con muchos que no la entendían, era una forma de agradecer mi amor. Cada noche viene a mi lecho, me da de comer en la boca, porque sufro una parálisis en las manos por tanto trabajar y luego de besar mi frente, como yo hacía cuando ella era pequeña, me arropa y deja una pequeña luz encendida por si la necesito. Aaron su esposo se da una vueltita por mi habitación y me espía, pero yo me hago la dormida. No puedo dormir pensando la vida que nos tocó vivir y el sufrimiento de millones de personas que por defender una Fe, murieron y mueren sin sentido. Armenios, Musulmanes, Tutsis, Utus, cristianos, gitanos, asiáticos y sacerdotes de religiones del mundo que considero, mientras miro por el ventanal las estrellas, que son santos sin estar en los altares de ningún lugar de la tierra.

EL VIENTO

 


El viento me arroja sobre las dunas calientes de la mar bravía

me deja desprotegida y sorprendida en las ramas de una palmera.

Me distraigo con el bramido de las aves que roban sus presas al mar.

El viento cesa. Aparece una brisa deliciosa y suave, seda amarilla.

Ataja mi cabeza que se desprende de la orilla de mi alma, al viento.

En los tejados se despereza un gato negro y me persigue por las tejas

llevando un rosario de plata entre sus ojos verde azul y su lengua

que intenta limpiar mi piel despoblada de cicatrices, con aspereza;

luego me arrastra con su suave ronroneo de felino ciego. ¿Ciego?

Se abre el laberinto de mis desdichas y atravieso el páramo ocre.

No acaricia mi rostro imperfecto el ábrego rumoroso de la noche

Ni se refleja en el agua la luna dorada con peonías rojas. Sangre.

El remolino de sangre apretuja las manos a mi cuerpo herido y,

una incesante melodía de cuervos se perfila en la noche calma.

Regresa el viento con furor de olvido sobre mi mar bravía, inquieta.

La muerte ronda. La verdad se oculta y me persigue un sueño.

Miro hacia atrás y me convierto en sal. Mi corazón palpita dentro

de la cáscara salobre que mató mi ensueño. El gato se desliza.

Duermo. Sostenida por la música de la cascada de mi corazón herido.

¡Tan herido y tan triste como un pequeño pichón de ave abandonado!

Atrás el viento murmura mi nombre que es olvido, que es desdicha.

 

 

PRONTO UNICORNIO DE SEDA

 

DUERME P

 

                              Caminaba sola por la calle solitaria soñaba con su infancia y sus recuerdos. Armaba y desarmaba  guirnaldas amarillas con sus recuerdos. Cerró los ojos de impecable color tristeza. Entre su pecho y su pulso latía un suspiro de hojas secas y crujientes. Cada pisada quedaba sobre la tierra enjoyada en ocres, dorados y rojos su cuerpo se iba  transformando, transmutaba en un retroceder de tiempo incontenible. Su cabello gris se alargaba en una sinfonía de ondas castañas y sedosas mientras se alisaba las trenzas y los ojos perdían lentamente el color ceniciento que cobraban luz y vida. Volvió a ser niña. Pequeña Eunice con su vestido lacio, holgado, largo... y su perfume a jazmines desolados. Eunice  recobrando la sonrisa y la melodía de las rondas.

                                Tras los álamos robustos que rondaban entre hojas de amarillos y rojos, vio la figura frágil del hada del jardín de primavera. Tan sutil con su túnica de gasa y su corona de flores silvestres. Sonreía y la miraba con sus ojos de esmeralda.

                               La tomó del lazo de su delantal de organza y le colocó una coronita de flores multicolores que emergían de las manos... de la nada. Todo olía a perfume de jazmines, a frescias, a violetas y voló un pájaro de cristal, miles lo siguieron, perdiéndose en el humo gris, que con el viento se transformaba en plumas rojas. Eunice se reía, rodeó el tronco del roble y del abeto y allí, justo, justo allí enfrentó al unicornio de color azafrán y plata. Los ojos de gata, dorados la miraron un minuto, tan sólo un instante y recobró la risa. Era muy raro el unicornio. El que ella tenía cuando niña era de  porcelana. Se lo dio su abuela antes de embarcar e irse. No la vio más. Su hermoso unicornio era de terciopelo tibio. Suave y alegre en  una mirada triste. No hablaba. Los tomó a los dos... al hada del jardín y al unicornio y se sentó en la alfombra de plumas y hojarasca. La rodeó una tenue melodía de celestas y agua. Jugó acariciándolos y a las antiguas rondas infantiles. Ya cansada se detuvo en medio del jardín de la antigua casona y se durmió.  Se perdió en la noche de los sueños eternos donde estaba su abuela hacía tiempo.