lunes, 25 de agosto de 2025

LA COPA DEL TERROR

 

            Cuando Emelda se comunicó con sus compañeras de secundario, logró concretar y con dificultad, el encuentro de  doce compañeras, prometido por años.

            Llegaron a un acuerdo, se reunirían en un antiguo hotel  de las sierras, que estaba equidistante para todas. Alejado del ruido que envuelve las grandes ciudades era ideal.

            Ese viernes llegaría Iris en el tren de las 20; Rosalba en automóvil con Griselda, Renata y Jacinta. Luego arribaría Elvira en autobús con Rita, Susana y Nora. Juanita y Liliana llegarían en otro tren desde el norte.

            Se ubicaron en tres habitaciones contiguas, en el pabellón del que fuera un claustro de religiosas que recibían a jóvenes enfermas de “tisis” y problemas mentales.

            Con el tiempo lo vendieron y quedó en manos que renovaron todo. Primorosas, puestas a punto y hermosas, cada habitación se transformó en un bello refugio de comodidad y confort.

            Las ya mujeres, se fueron acomodando de a dos en dos por cada pieza. Una gran sorpresa inesperada cuando llegó el tren, no sólo con Iris, sino la increíble Mirka…, nombre de fantasía que ya había adoptado una de ellas transformada en una excelente médium, tarotista y astróloga; cuya profesión que oportunamente elaboró con estudios en el país y en el extranjero, profundizando con inteligencia los entrañables laberintos de dicha tarea. Era famosa en la radio, revistas de moda y televisión. Sólo sus compañeras sabían su nombre, que ella odiaba: Olga Serafina. Con ella se había juntado el número 13.

            Bien… todas hablaban a la vez, querían saber unas de otras la vida y sus misterios, sin darse tregua. Nadie oía nada. Llegó la hora de la cena. Ingresaron en un enorme comedor con mesas coquetas y alegres, llenas de flores y manteles coloridos. La cena exquisita se regó con buen vino y champagne.

            De regreso y agotadas, la jornada había sido larga, se bañaron y se durmieron. Algunas siguieron charlando hasta la madrugada. Nadie quería quedarse fuera de las historias  y entre risas y lágrimas se iban poniendo al día con sus vidas y aventuras. Otras recordaron las épocas de juventud temprana con las picardías propias de la adolescencia.

            Al otro día usaron la piscina y luego de almorzar hicieron una caminata por los alrededores. Cayó la noche y haciendo un apretado círculo se quedaron en la habitación 27. Con la puerta abierta por donde ingresaba una brisa fresca y la luna llena iluminaba el cuarto. También los rostros de las muchachas.

            De repente, Mirka, sonriendo astuta, propuso un juego con una copa de cristal que extrajo de una bolsa de terciopelo rojo con flores doradas que bordadas parecían auténticas. Entre risas y algunos temores aceptaron. Elvira con papel blanco hizo las letras del alfabeto y los números del 0 al 9. Comenzó el juego y las preguntas llovían. Reían y se enojaban, protestando cuando no les gustaba lo que se armaba en ese baile irrespetuoso de la magia.

            De prontota copa se movió sola. Marcando un nombre de mujer: María Eloisa Janenshon Deiras y un número 19. Ingresó solapado el silencio feroz y las religiosas, tomaron su rosario o medallas de santos protestando. Se quejaron… -¡Vieron estas son brujerías! ¡Son peligrosas! ¡Yo no me quiero adherir a estas cosas! ¡Yo menos y ya me voy a dormir! Más en la pared se dibujó la imagen gelatinosa y transparente de una muchacha con ropa de antaño. La puerta se cerró de un golpe de aire y la dama, como era lógico desapareció en el acto.

            Mal dormidas al despertar, fueron para hablar con la conserje en el vestíbulo del hotel y preguntaron: -¿Acá vivió la señora María Eloisa…en la habitación 27? – Y la gerente se puso nerviosa y pálida. –Eso es algo extraño, pero no imposible… digo, ver a Eloisa. Esa joven falleció en 1889 en lo que fuera su noche de bodas. Un joven, su prometido no llegó nunca ya que el tren en que viajaba descarriló a varios kilómetros de acá. Ella se iba a casar en esa capilla que ya casi no se ve por lo crecidos que están los árboles. Dicen, los que la conocieron, que falleció de un ataque al corazón. Pero hay una historia de lugareños que en realidad se suicidó. Seguro que les pidió que rezaran misas por ella ¿Verdad? 

            -Sí, ahora comprendo, dijo Mirka, que eso trataba de decir y hablábamos tanto que no la oímos.

            -Vayan, hoy a las 11, hay misa en la capilla, un anciano sacerdote aparece siempre que ella pide misas. Él puede cumplir con su ruego, lo hace desde años.

            Todas regresaron en silencio, llegaron al templo en horario y allí, estaba el anciano monje. Se aprestó y comenzó con las rogativas y la ceremonia. Nombró a María Eloisa, aunque ellas no se lo pidieron. ¿Cómo sabía?

            Dos días después, lo que duró la reunión, el clima fue diferente. Regresaron a sus hogares con la promesa de regresar pronto. Esa fue la última vez que Emelda las reunió. Nadie quiso volver.

UN CAMPO DE LINO COLOR GLICINA

 

Subí al vagón número trece y me senté en uno de los primeros asientos. El murmullo se acompasaba con el triqui traque del movimiento del viejo tren. Miré detenidamente a mi alrededor y vi una familia de campesinos que con varios niños, se movían a un ritmo teatral. Me distraje con un hombre de gabardina oscura que leía con unas gafas que parecían largavistas. Luego, la vi. Era una joven vestida de seda color glicina, con una larga trenza de cabello ceniciento y que sobresalía de una pamela de paja bien tramada de cierto tono amarillento. No pude ver su rostro, ya que buscaba algo en su bolso de tela adamascada.

En la estación de Valle Regina, caminó hasta la puerta por el pasillo y descendió. La vi caminar a la par del coche que tomaba velocidad y la perdí de vista. Me adormecí. Cabeceé y luego puse atención al butacón donde había estado sentada. De cada espacio manaban pequeñas gotas de sangre.

Se fueron juntando hasta formar un pequeño charco con la forma del cuerpo de la muchacha. Me sorprendí. ¿Qué era eso? Un pequeño milagro en ráfagas de misterio inexplicable.

Siguió el convoy surcando el intenso rielaje del ferrocarril. Cuando se acercó a la estación de Villa Hermosa, observé los campos de maíz que reverdecían y en una de las plantas, observé que la panela de paja revoloteaba como una mariposa gigante y se depositaba en la panoja del maíz. Alrededor un campo de lino color glicina mimetizaba la figura de una muchacha que se perdía entre los verdes maizales. Corrí para ver si la podía alcanzar. ¡Imposible! Estaba fusionada con el paisaje. Era un duende místico que deambulaba por los prados. El tren silbó dos veces y comenzó su marcha que fue creciendo hasta dejar una estela de humo que envolvía el paisaje dormido en un sol que agonizaba. Yo, quedé parado en el andén y descubrí que había perdido el rumbo. ¿Cuándo pasaría el próximo convoy? Me senté en un banco de la estación y me quedé dormido. El ruido de una locomotora me despertó al amanecer y vi como subía una muchacha con un vestido de seda color glicina.

 

 

YAKURA SABÍA QUE VENDRÍAN POR ÉL

 

 

            La aldea era pequeña. El mar ocupaba una importante zona de la isla. Los pescadores arreglaban las redes y los canastos de bambú en sus frágiles barcas y miraban con curiosidad y angustia el mar. A veces solían aflorar enormes olas y el mar se enojaba con ellos. Otras veces escaseaba la pesca. Eso traía hambre a los pocos isleños y a sus familias.

            Un día vieron desde lejos un barco. El velero atracó en el pobre muelle. Venía de tierras lejanas desde el oeste.

            Los pobladores, rústicos y sencillos, se acercaron para ver lo que podían comprar,  a esos raros extranjeros. Especialmente útiles de labranza en metal y calzado fuerte, para los inviernos fríos.

            Descendieron hombres de barba negra y hombres de barba roja. Unos vestidos con pantalones anchos y otros con unas túnicas negras apretadas a la cintura desde donde caía una sarta de pequeñas perlas de madera con un trozo de metal en forma de cruz. Hablaban un idioma extraño pero uno de ellos, en especial, abordó a un pescador y con dificultad le dijo que venían de lejos a traerles una noticia. Él tosco muchachón lo entendió apenas, y le indicó la casa del único que podía entender a los extranjeros. Yakura. Era el mensajero del emperador de la isla Grande, el Gran Señor de su tierra.

            Bajaron los trastos y canjearon productos con los lugareños los hombres de barbas negras. Los de barbas rojas, caminaron lentamente hasta la sima de la montaña donde estaba la casa de Yakura. Éste los recibió con gran ceremonia. Entendía que no lo mandaba su Señor, sino que eran peregrinos y que querían hablar de un tal Nazareno.

            Los acomodó bajo su techo y llamó a Miko, para que les preparara una tina con agua para que se bañaran, tarea ésta que siempre hacían los extranjeros que conocía. Luego les presentó una fuente con pescado cocido y verduras asadas a fuego lento. Bebieron agua de un manantial cercano que bajaba de la cumbre. La montaña era de unos ochocientos metros, pero se notaba que había sido un volcán muerto hacía siglos.

            Así se fueron conociendo. Un mes después uno de los hombres de barba roja se despidió y subiendo al velero marchó rumbo al ocaso. El hombre de barba roja que quedó, se llamaba: Salvador de la Fuente y Márquez. Era jesuita y misionero español.

            Con los meses que transcurrió en la isla, enseñándoles algunas pequeñas industrias o artesanías en metal y madera fue conquistando a los isleños. Algunos pescadores le desconfiaban y no querían conocer a ese Nazareno que habían crucificado hacía mil años. A otros les encantó la historia del niño nacido en Belén y su madre que era muy buena y odiaron a un tal Judas y amaron a un tal Juan. Así pidieron ser bautizados algunos pescadores, en especial le traían las mujeres a sus pequeños niños. Un poco porque les había curado de algunas enfermedades y había enseñado a leer a otros más grandes en su idioma, cosa prohibida por el Gran señor de la Isla Grande.

            Un día llegó un barco del Señor con soldados que venían enojados preguntando por el hombre de barba roja. Los pescadores cristianaos, se escondieron en el otro lado de la isla, donde había unas cuevas muy por debajo de los acantilados. Pero Yakura no, se presentó y sabiendo que él, lo había protegido esperó la palabra de su Señor.

            Apenas se acercó, una espada afilada le cortó el cuello a él, a Miko y al Jesuita lo encadenaron y lo asaron en una enorme parrilla de hierro. Luego cortaron su cabeza y la llevaron triunfante hasta la Isla Grande.

            Dicen que Yakura sabía que vendrían por él. Aún lo nombran y veneran en la pequeña isla de pescadores, donde todos al ver la maldad de su Señor se hicieron amigos del Nazareno Crucificado.

 

 

 

 

EL MILAGRO

 

                            “Recuerda la hora más oscura es la que precede a la aurora” Shakti Gawain

                                                                                                       

            Hilarión Domínguez era hijo de un maquinista de ferrocarril. Aquél, que ya no pasa más por las vías remotas del terruño. Su padre, Don Gervasio, pertenecía orgulloso a la “Fraternidad”, sindicato fuerte en los cuarenta. Él, heredó la tarea y era un apasionado de los rieles. Conocía cada locomotora como a su conciencia. Despertaba a las tres de la madrugada para acicalarse y luego de tomar unos mates silenciosos, preparaba una caja metálica con lo que podía llegar a necesitar. Su viaje era a un pueblo del secano “puntano” para dejar agua potable, leña y alguna mercadería que le encargaban algunos paisanos.

            Iba en el día y regresaba siempre a la hora exacta. Así era el ferrocarril en esa bendita época. Cuando pasaba por la antigua “Corocortas”, salían a saludarlo con las “chupallas” los pocos habitantes que andaban por ahí. Llegaba a esa hora incierta entre la noche y la madrugada, sin luna o con luna, siempre parecía un lugar oscuro. Él, no tenía temor, dos días de descanso y otro viaje, siempre igual. Rutinario pero hermoso. A veces veía correr las liebres por las vías calientes y aceitadas por el gasoil o el alquitrán del vagón de YPF. Otras, un zorro con hembra y crías, tal vez un “choique” y cientos de animalitos que pasaba bajo su mirada atenta. Su atención al trabajo era real. No podía darse el lujo de perder un convoy ni un tanque…, luego pegaba la vista al frente para reconocer algún paisano que le hacía señas con el pañuelo para saludarlo o gritarle un encargo.

            Fue un día nublado y que denunciaba lluvia, raro en esa época y lugar, pero a lo lejos, vio un punto negro entre las vías. Negro, muy negro. De cuarenta kilómetros por hora que era su movimiento fue bajando por las dudas a treinta, a veinte… pero allí se agrandaba la manchita. Tocó el silbato de la máquina. Retuvo la mano en el freno, pero el aceite y alquitrán no le dejaban parar el tren. Vio unos jornaleros que agitaban sombreros y mujeres apostadas en las hileras de alambres de los campos que se agarraban la cabeza.

            Hilarión pensó que había un “choco” dormido ahí, entre sus rieles. No, no alcanzaba a distinguir qué era eso. Su ayudante tomó el manijón de la máquina, del freno. Hilarión sudaba y miró al cielo, pidiendo a Dios y la Santita de los Caminos que lo ayudaran. Descendió del estribo y se quedó helado. Un niño ennegrecido por el alquitrán, el aceite y la tierra reptaba entre las vías. Seguro el tren le pasaría por encima.

            ¡Ruego a Dios nuestro Señor que salga y se aleje…! y vio con sorpresa que el niño se prendía del hongo metálico del cambio de riel y salía. Los lugareños estaban estáticos. A él, se le escapó un insulto.

¿Cómo puede ser que naides se atrevió a cruzar y sacarlo, tuvo que ser “Tata Dios” el que me hiciera el milagro?

            Vio una madre deshecha en llanto. Y un padre que alejaba cabizbajo; pero ahí supo que Dios lo había escuchado. Hizo una promesa… colocó en ese lugar una Cruz Blanca con una estatuilla del Sagrado Corazón y cuando pasaba le tocaba el silbato como saludo.

            Todavía cuando pasan los paisanos le saludan al crucifijo con respeto.

LAS PASTILLAS

 


                        Está fría. Helada. Por lo menos hace veinte horas que está así. No se ve revoltijo ni desorden. No falta nada, según dice la casera y su pareja. Retírenla cubierta con una colcha. No quiero mirones ni periodistas hasta que no se busque hasta que cada detalle se investigue.

                        Mariana llegó a la capital con las ilusiones a ras de piel. Triunfaría como profesional y artista. Había estudiado mucho. Traía certificados de ambas cosas. Sólo necesitaba ubicarse en ese mundo, para ella mágico, en verdad cruel de la gran urbe. Buscó un departamento pequeño y en mercadillos fue consiguiendo muebles y objetos que transformaran esa pequeña habitación con baño y cocina ínfima en un hogar. Buscó un trabajo de medio tiempo y comenzó la lucha. Todo muy vulgar. Nada nuevo e interesante…hasta que conoció a Mayke.

 

BUSCANDO LA LUZ

 

Invítame a recorrer la senda de la noche

Allí donde se pierde el sacrificio y el olvido

Donde mengua el sonido de las hojas del álamo

Y caen las sempiternas lágrimas desde la piel marchita.

 

Invítame a socorrer las aguas del río que se despeña

En la tierra pedregosa del lecho. Consuela al sol.

Mérito del atropello de una tarde de viento cálido

Que mengua con el deshielo la nieve de los riscos.

 

Un avatar me intriga por su misterio antiguo,

Y llega mi pecho en sombra con latido de espuma

Buscando al demiurgo en el intrincado libro

Con un idioma de ignota comprensión de vida.

 

Busco entrar en la noble presencia de la luz

Quiero estrechar los lazos de un arcángel ciego

Amamantando el ave abandonado en el nido

Que grazna entre los sauces que aguardan la mañana.

 

¡Cuánto misterio encuentro en las páginas blancas!

Las letras bailotean entre mis ojos fríos. Quietos.

Invítame a escarbar en el mensaje oculto.

Descubrir con destreza las llagas y heridas escondidas.

 

 

 

LA PAREJA.

  

                        Gregorio salió del departamento 3 de planta baja y fue a buscar un cable para arreglar el timbre. Encontró a Kiki en una posición extraña. No lo veía desde hacía algún tiempo. Pensó que había pasado más de un mes. Con los brazos afrentándose las piernas encogidas, sobre la alfombra algo gastada del palier. Miró el ascensor y se preguntó por qué no había subido al 7º A. Recordó que ayer su mujer le comentó que el casillero de correspondencia de Tai, el del séptimo, estaba repleto. Nunca lo veían pero era tan metódico que le llamaba la atención ese detalle. En ese momento apareció la doctora del 8º A, para pedir que le avisara al del 7º A que cerrara los ventanales. El golpeteo de noche no la dejaba dormir. Salió sin mirar siquiera al muchacho en el piso. Gregorio sorprendido no quiso interrogar mucho a Kiki sobre Tai. Eran pareja desde hacía varios meses y el joven entraba y salía a su antojo del edificio. Tenía llaves. Cuando quiso subir al ascensor, el pequeño travestido lo miró desolado. Tenía aun el rimel corrido, se había acomodado la larga cabellera con un elástico y su cara desfigurada por un tremendo golpe. Sintió piedad por ese ser casi fantasmal. Volvió sobre sus pies, se agachó y encaró al joven. ¿ Qué pasaba que no ingresaba en el departamento de su amigo? Si tenía temor, él, lo podía acompañar. Sabía la bondad del viejo bribón, eso se lo guardó para sí. El desventurado con sollozos le explicó que había intentado todo pero que no podía entrar; la llave estaba puesta por dentro y nadie respondía.  No tenía fuerza y además tenía un terrible miedo de encontrar a su amigo muerto o ¿quién sabe? Gregorio suspiró: ¡Por Dios, problemas en puerta! Llamó a la policía y esperó.

            Cuando llegó el inspector Fernández, sólo se fijó en Kiki a quien pidió su nombre, dirección, trabajo y un sin fin de datos. El infeliz sopillaba como un imbécil. Llegó Cárdenas y se sumó al grupo. Con rapidez  lograron ingresar en el vetusto departamento 7º, mas... ¡Oh sorpresa! El silencio, el orden y la sobria belleza de los ambientes dejaron a los dos hombres callados. Revisaron cada rincón sin encontrar nada. Ni un cuerpo, ni una nota, ni tan siquiera una pista que indicara lo sucedido con el dueño de casa. Cárdenas abrió los placares y comprobó, con la ayuda de Kiki, que toda la ropa y los enseres de higiene que usaba el “hombre” estaban en su lugar. El televisor encendido en blanco, el video detenido y sólo abierta la puerta ventana del salón. Los cortinados se movían suavemente con el aire que necesariamente entraba a esa altura del edificio.  Ese ruido era el que molestaba a la vecina. Pero allí no había nadie. Ni siquiera un vaso abandonado o un objeto fuera de lugar.

            Esa noche se quedaron merodeando por los cafetines gay de la zona. No sacaron ningún dato excepto invitaciones para tomar una copa de dos o tres personas. Al día siguiente casi se desmayan cuando vieron aparecer a Kiki, vestido como hombre. Era bien parecido y su infinita tristeza marcada en el rostro aniñado. Él, quería mucho a su padrino. Los hombres se miraron y comenzaron a desentrañar algunas historias.  La correspondencia acumulada les dio alguna pauta de los negocios del desaparecido.

Dueño de varios departamentos, casas y campos, tenía un ingreso superior a lo imaginado. Rastrearon sus datos y descubrieron que era descendiente de una familia muy importante de la ganadería y política de cierta provincia. El silencio rodeaba su vida. Siempre separado de aquellos, a los que podría importunar su condición y apetitos sexuales. Nadie sabía de él desde hacía tiempo y la mayoría de sus familiares trataron de desaparecer muy rápido de las oficinas policiales, antes de ser señalados como parientes. Nada se aclaraba y Kiki, ya instalado era observado en forma permanente por alguien de la oficina. El caso era desafortunado.

Una mañana, Gregorio necesitó limpiar el hueco del ascensor y descubrió un enorme cuchillo ensangrentado. La sangre estaba seca pero aun sus marcas mostraban la ferocidad del uso. Llamó a Fernández y éste tomó el objeto con los cuidados propios de su experiencia. Comenzó el trayecto a la deducción. ¿Quién pudo matar al desaparecido? ¿Había desaparecido y estaba fuera del país? La oficina se pobló de intrincados peritajes y fotos del padrino de Kiki. Los medios no hacían otra cosa que hablar del caso.

Apareció un abogado con papeles muy importantes. Había una fortuna en juego y la dudosa necesidad de abrir el testamento. ¿A quién había dejado semejante legado?

De repente comenzaron a aparecer parientes que hasta poco tiempo antes ni lo aceptaban como tal. El único que seguía llorando su desaparición era Kiki o mejor dicho Daniel Hernández. ¿Sería él, quién lo heredaría o tal vez fue quien lo mató?  

Nadie encontraba el cuerpo y sin cuerpo, no había un caso.