En el silencio de la noche solo se oía el lejano ladrido de los perros. La luna estaba apenas dibujada tras una enorme trama de gasa grisácea de nubes. Se movían las hojas de los enormes eucaliptos entre la mala hierba que taponaba el sendero por donde cientos de pasos, había abierto antaño una senda irregular, irrespetuosa. Trepidaban los pajonales con un viento frío y desordenado que circulaba como una calesita de tamaño gigante.
Hacía frío. La noche se dispersaba con perfumes y olores de las alcantarillas abiertas para drenar el agua de las lluvias sempiternas. No se veía un ser humano desde donde esperaba Artemio el sulky de Fresneda que tenía que acercarlo a la funeraria. Tiritaba y se apretaba las manos contra el pecho derrotado por la tristeza y la furia.
A lo lejos vislumbró una breve luz agónica que se movía por lo que alguna vez fue un camino. Los caballos resoplaban por el aire húmedo y el viento. Seguro que se morirían de frío si no le había puesto la capota. El chambergo y el poncho de lana de vicuña, que le había regalado su padre hacía muchos años, ya no tenía ese apretado tejido de antaño. Mucho uso y poco cuidado. Se agachó para avistar mejor debajo de la niebla que ascendía de la tierra hacia los plátanos y eucaliptos.
Ya cerca, pudo ver bien a los caballos y al hombre que se envolvía en un enorme poncho negro. Una boina le cubría la cabeza despejada de pelo hacía tiempo. Sonreía. Su boca era una enorme tronera oscura sin dientes y su nariz filtraba un lánguido jugo acuoso y desagradable. ¡Qué frío de mierda, suba Artemio! De un salto se sentó junto al hombrazo.
Día infernal para este trabajo, dijo mirándolo de reojo. Parece que todo está hecho para hacerme sentir un pedazo de nada. Y usted, Fresneda, tener la cordial ayuda de llevarme. Algo se movió debajo del poncho del vecino. ¡Eh, viene con compañía! Y mitigó el sonido el chasquido de unas ramas que se derrumbaron frente a los caballos.
¡Parece que la muerte nos está buscando! La cabeza peluda de un perro sin estirpe, asomó debajo de la prenda negra. ¡Ah, Júpiter, volvé a tu lugar! Y empujó con fuerza la pequeña cabeza del cachorro. No me lo puedo sacar de en sima. Es de la patrona, pero me sigue a todos lados. Artemio, suspiró y se acomodó mejor junto a Fresneda. ¡Lindo amigo!
De pronto... detrás de una planta de granado, saltó un aguará guazú y le hincó el diente al perro El grito rompió la noche. Y un ronquido lastimero se desparramó por el sulky. Júpiter, adonde te lo llevas, maldito animal... devolveme al cachorro. ¡Qué puta suerte! Justo a nosotros y en esta noche de infierno. Los caballos siguieron galopando con una rapidez de locura. El miedo se trepaba por la ruedas del pequeño vehículo. Los hombres, se apretujaron bajo las prendas oscuras y el látigo sonaba y restallaba para azuzar más a los pobre animales. A lo lejos bajo un charco de sangre tibia quedó Júpiter con sus miembros rotos por la mandíbula fuerte del felino.
¡Mire que raro, estos andan de día y no en la anoche! Pero ya estamos por llegar. A lo lejos se veía el lugar donde velaban a la mujer de Artemio. Era una noche larga por delante. El campo santo no recibe a nadie a estas horas del día y menos con este clima. Y se dejó ver en Artemio una lágrima fría que corría por las arrugadas mejillas del hombre, Fresnedo se caló aun mejor la boina, no fuera que lo viera llorar su compañero. Pero él lloraba por su querido Júpiter.
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