Callada y seca, la Guerendà, camina por la pequeña senda abierta en la tierra por el paso perpetuo de hombres y animales; acercándose a cada trozo de madera que puede ser útil. Llega sin hacer ruido hasta un recodo entre talas y espinillos. Sus pies duros, trozos de huesos apergaminados, arrastran el cuerpo arqueado por el peso y la edad. Es la única que se ha quedado con los niños. Todos, los otros, han partido en busca de trabajo a las ciudades. Ella sola habita el páramo endiablado que le deja el hombre blanco. La reserva, le dicen, y nada queda de reserva...ni agua, que hay que buscar desde varias leguas, ni árbol que talar, ni animalitos...Ella camina mucho y en una arpillera junta lo que puede recolectar en su camino. La esperan ansiosos los niños...son catorce panzas chifladoras que arremeten con todo lo que logran entrar en sus bocas hambrientas. Está muy cansada, su cuerpo flaco y torcido por el peso de los bultos que transporta en la espalda, ya no responde como antes. ¡Está muy cansada¡
Cada
madrugada sale cuando el sol aparece apenas como un forastero entrometido entre
la casucha de palos y barro. Unas gallinas escuálidas picotean entre el polvo
febril de los alrededores. Permanecen como un símbolo de otro tiempo de
bonanza. A veces cuando nada pesca o caza, tiene que desmembrar el cuerpo
endurecido del ave que espasmódica se retuerce entre sus manos. Las plumas
servirán para hacer engañosos anzuelos y hacer cosechas primorosa en el río.
Algunas veces pesca patíes, otras, las más raras, dorados sabrosos y carnudos,
que asa en la forma antigua que le enseñó sus padre. Su padre...había sido un
hombre justo y sabio. Él le había enseñado todo lo que sabía, hablar su lengua,
la medicina, encontrar agua y todo lo que su raza guardaba en su historia de
tierra y ancestros. Lo que supo enseñarle fue entender los tiempos. Comprender
al hombre. Hombres mezclados con el alcohol y la crueldad. Porque esos hombres
que hoy llegan hasta su tierra son salvajes. Nada saben y todo destruyen en su voracidad
injusta con la madre tierra. Las muchachas iniciadas en la maternidad sin saber
lo indispensable para sobrevivir en ese mundo simple pero perfecto de los mbyà.
Guerendà resopla con rabia. Algo le aprieta en su interior. Una enorme mano
aprieta y duele en su pecho. Se apoya un instante en un amba-í que medio
derribado le sirve de descanso. Un sudor frío le atraviesa el miedo. Nadie está
cerca para ayudarla en este momento de soledad. Su vida depende de su fuerza,
de su templanza. Cierra los ojos y resopla el aire fresco de la tarde.
Piensa...¿Qué pasará con
todos los chiriguí ’ì de su pià ‘á?
Están tan desamparados. Se queda ¿dormida? O simplemente pasa a un estado casi
inconsciente donde abrumaban los ângatupîrî ...o tal vez añá.
Reconoce
el límite de la selva y el inicio del río. La correntada atrapa peces de
infinitas variedades que se devoran unos a otros. En la espesura aparecen y
desaparecen esos hombres aviesos que han llegado a talar los pindó y los
urunde’í, dejando sin verde zonas donde antes había aves y animalitos. Ella
sabe cuándo puede tomar uno para alimentar los niños. Se están yendo los monos
y los yaguané de las orillas mismas del matorral. Y la vida toda escapa por el
alma cada vez más triste en la espesura que ya no cubre sus cabezas. El miedo
la acosa y sueña o siente que se hunde en una modorra distinta. No hay ni fuego
ni agua fría. Ella está allí entre un sin fin de seres que no reconoce. Se le
acerca una vieja con el rostro curtido por los años, pelo canoso y ralo. Detrás
un hombre joven que aun lleva en su labio inferior atravesado un trozo de
petiribì dorado, él es fuerte y su piel morena brilla con la luz que la ciega.
Un ave gigantesca se posa en un pindó cercano y comienza a gritar con un sonido
estridente. Su mano deja caer el atado de leña que le pesa mucho en la espalda
dolorida. Busca en su ropa un trapo que le oculte el rostro. Ha comprendido que
esta en presencia de seres de otro mundo y el respeto es primero. No mira.
Silenciosa espera señales de sus antepasados. Un movimiento sutil corre el paño
que oculta su vista de los aparecidos. Allí están quietos con los brazos en
cruz como si necesitaran abrazarla. Se dispone atrevida a hablar y no puede. Su
vos está muerta pero ellos hacen movimientos acercándose hacia ella. Piensa en
los niños y unas lágrimas viejas se desploman en sus mejillas secas y
arrugadas. Grita de nuevo el pájaro y ella dispone el pecho para que el afilado
pico atraviese su corazón quebrado. Pero la selva toda se conmueve con sus
lágrimas. Despierta del extraño sopor, allí han dejado un atado de leña grande,
muy grande y un cesto con verduras. No hay nadie. El dolor se ha disipado en su
pecho siente una fuerza nueva como cuando era joven y sale arrastrando la carga
que puede. Luego regresará por el resto. Los niños están llorisqueando, la
esperan en la orilla de la huella. Kenè, el más grande ha preparado un cocido
de mandioca. La Facù acomodó a los más
pequeños junto al trasto donde guardan el agua de la lluvia y los ha lavado
para que coman. Al ver regresar a la abuela el griterío la hace retornar a su
naturaleza. Manda a Kenè al lugar del bosque para que traiga lo que ha quedado,
no sea que alguien de las madereras se los arrebaten. Se sienta en su lugar
delante de la vasija que le presenta Facù. Es maravilloso comer algo tibio
después de tan largo camino. Los pequeños la miran alegres. El terror de
perderla ha dejado sus cuerpos pálidos. En un silencio calmo cada uno toma la
porción que le ha dado. Nadie habla.
Guerendà
se acomoda en su hamaca a fumar petÿ enrollado con miel de catavü . El sol ya
se ha trasladado y un infierno de insectos trata de penetrar la espesa carpa de
humo que rodea la tapera. Ella cada noche prende una fogata de hojas de yerba
mate verde para hacer un humo espeso que ahuyente los bichos. Se quedan
dormidos y el ruido irrefrenable de la selva avanza en la noche. Chicharras,
ïsomichï enormes, tahïi gigantes, yu`í enamoradas llamando sus hembras a
aparearse...el ruido infinito que da la seguridad de estar solos. Se queda dormida
y sueña con ese guerrero que la ha visitado en el día y, en la anciana guaraní.
Ese
hombre. El negro pelo le resbalaba en su rostro agreste y señudo, crines de un
animal transportador hacia el gemido de la noche estéril de presagios. Fuerte
el cuerpo dibujado en negro tinte de apecumá para alejar los maleficios äñà y
los guerreros paraguaes malignos. - Asesinos
crueles, los hombres morenos, que cruzan a nado el río a destruir los poblados,
robar mujeres y niños para esclavizarlos en sus mandiocales y maizales. –
El rostro ancho marcado con el aro de palo en el labio inferior como usaban
antes, ese, el del sueño, era una figura
que la retrotraía a su infancia cuando aun el hombre blanco no había
llegado con el hacha a destruir la arboleda majestuosa de su tierra. Él venía
hacia ella envuelto en una capa de ñandutì rebordada en pequeñas plumas de aves
multicolores que palidecían el brillo del sol. Le hacía una señal que indicaba
el norte...y se despertó asustada. Un enorme yapacuïtà de ojos luminosos merodea
entre los leños que languidecen en su fogata casi extinguida con el
irrefrenable deseo de tomar por bocado a uno de los más pequeños. Toma un tizón
y descarga con furia contra el animal que sale corriendo por el sendero y se
pierde en la rala espesura. ¡Es la segunda vez que ese aïpò ta`irè ñandeyara la
ha salvado de un tormento profundo! Se despierta totalmente recuperada de ese
dolor que la tiene acosada desde hace varios días en el costado izquierdo. Se
queda pensando en el sueño y recuerda que el guerrero no le ha hablado sino que
le hacía señas con los rudos brazos morenos. Se van despertando los niños que
provocan ruidos diferentes a los de la naturaleza. Un cocido de capî ´îvá y huití es lo que encuentran en sus
escudillas de barro. La tibieza de la comida atrae a los perros que esperan las
sobras. Así comienza la jornada entre el griterío de los cunumì que quieren ir
al río. Ella los observa y piensa en sus hijos allá lejos en la gran ciudad
trabajando entre los “blancos” que seguro los burlarán sin saber...ellos
eran los dueños de todo...tierra...ríos...hasta del sol. Una nueva jornada
espera a sus pies cansinos. Siente el olor acre de la tormenta que se avecina.
Un oscuro gris verdoso intensifica el anuncio de una furia que la selva trae
enajenada. No puede detenerse pues la tierra no espera para entregar sus frutos
y después de un chubasco nada quedará en pie. Ata algunas palmas sueltas que
techan la tapera. Sale dando mil recomendaciones y obliga a quedarse a los
niños adentro mientras se lleva consigo a Kenè para auxiliarla en las faenas.
El río viene indómito. Una pared de rojiza agua amarronada, de un metro más o
menos, se eleva donde antes sólo había orilla. El banco de arena donde se apoya
para pescar ha desaparecido en la bravura agresiva del caudal que despeña río
arriba la corriente. Sus sedales y sus anzuelos perdidos quién sabe en que
recoveco de ese infierno acuoso. Ahora tiene que juntar los pocos animales que
le quedan. El viento retuerce las ramas juiciosas de los árboles ribereños.
Fuertes truenos y relámpagos iluminan la oscuridad reinante. Cae un rayo
incendiando un carandà ´ï reseco. Da un
salto atrás para que el fuego no toque al Kenè y entre las frondas ve la figura
sublime del hombre intangible. No duda de su idea nocturna. Es caayaryì
representado por un guerrero. Siente que por primera vez no está sola. La selva
le ha traído un ángel protector. Siguen por el sendero hasta una lomada y desde
allí cortan bananas y paltas. Luego sacan un pequeño ca´ì y huevos de pájaros que con cuidado ponen en
hojas de palma. Regresan en el estrépito de la tormenta. Medio palmar ha
sucumbido con las furiosa ráfagas de viento. Todo caído y destrozado, pero el
agua igual se acumula en un barril que han encontrado en el río. Los colores
del dibujo que tiene el armatoste, son de los hacheros que desgajan la selva,
las madereras, pero ellos lo esconden y
sólo es sacado afuera de la teyupà cuando llueve para tener agua clara y
limpia. Si algún blanco llega a verlo seguro ella será sacada a la rastra por
algún capataz borracho, golpeada y bueno, ya es demasiado vieja para otra cosa.
El
frío pone los labios morados. Tiritan los niños y el fuego protector sólo es un
brillo rojo vivo escondido en las piedras del fogón. La abuela se siente muy
vieja, desea tener el cuerpo joven, sueña ser la mujer fuerte que atravesó su
selva para buscar objetos necesarios para su gente...hablar con blancos cuando
era tabú. Sus hijos han marchado canoa abajo en la marejada dorada del río. No
regresarán hasta el próximo verano. Ya no hay recogida de animales salvajes.
Nada de mandiocales grandes. Los sedales casi muertos. Los rayos iluminan la
oscuridad y el ruido infernal domina el
sollozo de los más pequeños. Canta una antigua canción de amor. Esperan que
amaine la tormenta. Entre la luz difusa de relámpagos y rayos la figura
sorprende a los niños. El miedo cierra las mentes, los pequeños corazones
quieren creer que allí no hay nadie. ¡Y no hay nadie ¡ La figura intangible se
desdibuja en las sombras.
Amanece.
La zona que rodea la casucha es un montón de barro y ramas rotas de árboles y
palma. Los muchachitos más grandes, el mayor tiene alrededor de catorce años,
se apresta a corregir los destrozos cuando advierte que casi nada ha ocurrido
en su casa. Trabajan todos para limpiar el resto. Azorados ven que la abuela ha
amanecido fuerte. Casi más fuerte que antes que se fueran los padres y tíos.
Alegres agradecen al cielo y creen que por allí anduvo algún buen dios o algún
ánima difunta benefactora. Guerendà se
anima y les relata todo lo sucedido en el matorral...su visión, el dolor del
pecho..., el guerrero...la dama de cabello blanco. Uno de los pequeños le
pregunta si el guerrero tiene un labio atravesado por un palo de petiribí...,
él siempre lo ve en la espesura. Nunca le habla. Lo sacó del río un día que se
cayó pescando. Y ya Letò relata su encuentro en un serio enfrentamiento con un
yaguaretè hambriento. Algunos ruidosos se ríen. ¡Mentirosos! Piensan
avergonzados los que nunca lo vieron. La mujer se calla y escucha asombrada. A
Mangá en cambio, la señora anciana, le sacó la calentura aquella vez que estuvo
tan enferma. Kenè no se anima hasta que suelta la lengua...muchas veces le ha
traído carne o huevos frescos. Se los deja allí sobre la tabla verdosa que les sirve
de mesa. Siempre que tienen hambre ella trae en silencio algo de comida. Nunca
habla. Sólo sonríe con su hermosa boca desdentada. Kenè no se atrevía a decir
nada porque cuando intentaba seguirla desaparecía en la nada. Ya no le tiene
miedo como la primera vez. Esa vez se orinó y la Anciana lavó con sus manos el
vestido que había tirado al piso y secó el pedazo de tierra mojado. ¡Qué
vergüenza había sentido al verla agacharse para ayudarla! Después se fue en
silencio. Su sonrisa era muy bella. La abuela cae de rodillas y sollozando
agradece a los dioses antiguos. Ellos los han asistido en el sufrimiento.
Han
pasado dos veranos y los jóvenes padres regresan de la ciudad. La tapera está
deshecha. Nada queda de los animales ni de las parcelas de mandioca. El hijo
mayor busca y revisa cada palmo de terreno. Nadie en la zona sabe qué sucedió
con la anciana abuela y los pequeños. Se acercan con seguridad adquirida por la
vida allá entre los blancos, a las madereras. El tendotà aseguró no haberlos
visto. Sólo se habla de un grupo de extrañas aves rapaces que asolan la región comiendo todos los animales. Hablan
los hacheros de un hombre antiguo, vestido como los ancestros con el labio
atravesado, que acorrala a los obreros entre los matorrales y les atraviesa el
corazón con una afilada daga de ivaità y que allí donde incrusta al hombre
comienza a hincharse y le aparecen manchas; de las manchas salen especies de
lombrices y devoran todo. Luego entre los huesos sale una planta que da una
extraña y ambarina flor cetrina, en el centro un pétalo color rojo sangre y un
largo pistilo blanco como un palo de petiribí. ¡Es parecido al que usaban los
antiguos en los labios! ¿ Vio? Y una fuerte transpiración grosera empapa frente
y cuerpo tembloroso. Muchos no quieren venir más a trabajar en la maderera y el
aserradero, dice-“ el patrón está por cerrar. Yo ya estoy pensando en irme a la
ciudad. Acá el calor aprieta y queda poco que cortar. La vida está dura y más
con el “ äñà” por estos pagos. Además el río ha cambiado su ruta cuatro veces
en el año. Y cada vez las tormentas son peores. Se inunda la región y el agua
brava se lleva todo. El mes pasado un aluvión cargó con medio estero. Las
yarará atracadas en las ramas se disputaban un lugar alto para descargarse y
anidar”.
Menchu
se va hacia el lugar donde su madre ha quedado con los niños. Lo esperan las
mujeres y sus hermanos que hablan con desesperación. No sabe cómo decirles lo
que puede haber sucedido...¿ En realidad...tiene una respuesta?
En
el pueblo más cercano unos periodistas están rondando en busca de `la noticia ´
por la zona hay esclavistas...¡Sí, han descubierto que esa gente inescrupulosa
mata a los adultos y se lleva a los niños y jóvenes para hacerlos trabajar en
forma inhumana en fábricas clandestinas!
Menchu y los otros rastrean la zona.
Encuentran los huesos blanqueados de la anciana madre. Sobre sus huesos crece
una hermosa flor de ñapindà imirí pità , pero saben que nada tiene que ver con
su muerte.
Vocabulario Guaraní – castellano:
Mbyà: ñandutí: ca’í
Amba-ì: yapacuïtà: yaguareté:
Chiriguì ´í: aïpò ta ’iré
ñandeyara:
Pià’à:
capî ’îvà:
tendotá:
Pindò:
cunimí: ivaitá:
Urunde’ì:
caayarv ’ í :
ñapindá imirí pitá:
Apecumá:
petiribí: yu ‘ì:
Petÿ:
äñá:
Catavü:
teyupà:
Ïsomichï:
huitì:
Tahiï: carandà
‘ ï:
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