Siempre
impecable, bien peinada, con su uniforme blanco almidonado, el cabello recogido
en la nuca y una enorme sonrisa; atendía en la farmacia La Familiar. Cuando
recibía a los clientes, parecía que encontraba a su amiga o amigo de toda la vida.
Dialogaba sobre las pequeñas noticias barriales o familiares de cada uno de
esos personajes que venían muchas veces con un pretexto a la botica, solo para
charlas unas breves palabras con ella.
Rosario era
la mujer más amable del barrio. Su vida personal, nadie la conocía. Nadie sabía
que era hija única de un matrimonio “chapado” a la antigua. Que cuidaba a su
padre enfermo y muy cascarrabias. En su silla de ruedas daba órdenes y señalaba
lo que deseaba con un bastón afilado que algunas veces, sin querer se
encontraba con las piernas de su dulce hija, dejándole una marca azulosa que
con los días se amarilleaba hasta la próxima oportunidad.
Su madre,
una mujer callada y sensible que se hacía cargo de todo… y ese todo era muy
complejo. Bañar, afeitar, vestir, calzar, cortar cabello y uñas de manos y
pies, al exigente esposo. Limpiar toda la casa como una diligente obrera.
Cocinar exquisiteces con el dinero que traía Rosario de su trabajo. El hombre
de la casa, de joven trabajó en el ferrocarril; mas un día un accidente de
trabajo lo dejó sin poder caminar y lo mandaron a su casa. El sueldo magro, se
convirtió en muy magro y si Rosario no salía a la farmacia, no entraba lo
suficiente para los tres.
La pequeña
casa quedaba en el barrio, eran propietarios y gracias a eso, no tenían ese
gasto extra que es el alquiler. La muchacha ya había pasado los cuarenta años,
no salía nunca con amigas y cuando regresaba cansada de su tarea, la sonrisa se
desdibujaba en su rostro. ¡Estaba muy cansada! Ni pensar en tener un compañero,
novio o marido. Su madre con setenta y tres años, estaba muy cansada y su
cuerpo arruinado por la fatiga de cuidar a su marido, al que amaba, pero ya sin
ese sortilegio de cuando eran jóvenes.
El dueño de
la farmacia, había envejecido y tanto su esposa como sus hijos, habían optado
por no ir todos los días al negocio. Por lo que Rosarito, era como la dueña de
las medicinas y toda clase de objetos que se vendían allí. Cada noche cerraba
la caja, dejando apilada en un escondite el dinero, que extrañamente al día
siguiente ya no estaba, excepto el cambio chico. Una tarde apareció un caballero, de traje oscuro,
camisa impecable y corbata. Se detuvo observando a los anaqueles y optó por una
crema de afeitar. Se acercó a Rosario y le pasó un billete, mientras hacía un
comentario con cierta suficiencia sobre un acontecimiento que voceaba un
canillita en la esquina.
Ella,
comentó que no sabía lo sucedido y que en la noche vería con su madre si en la
radio se sabía algo del caso. El hombre, la miró a los ojos y le dijo: Su
esposo le va a contar, seguramente. Rosario lo miró y con su natural sonrisa,
le dijo: “No hay un esposo”, hay un padre y una madre mayores que cuido y
alimento. Él, salió, colocándose los anteojos y el sombrero de fieltro negro, y
le dijo: Lo siento. Hasta mañana. Ella no puso mucha atención a su saludo.
Siguió trajinando con cajas y pastillas.
Todos los
días el caballero, siempre elegante y formal, venía a la farmacia, esperaba un
rato que la muchacha se desocupara y luego de un breve diálogo, compraba una
chuchería o algún remedio. Era mayor. Tal vez le doblaba en años… pero no, un
día le pasó el documento para que cobrara con la tarjeta de débito y leyó su
fecha de nacimiento, el nombre y profesión. Florencio Román Grassotti, abogado;
nacido el 22 de febrero de 1948. Ella era nacida el seis de marzo de 1965, por
lo que no le doblaba en edad. Pero pronto olvidó esos datos.
Dos semanas
después, él, trajo una receta que ella miró, primero sin darle importancia,
luego se dio cuenta que era un medicamento para enfermos de cáncer avanzado. Lo
observó y no pudo dejar pasar un comentario: ¿Señor, es para usted o para su
esposa? Para mí, no tengo ni esposa ni hijos. Soy solo.
Rosario se
quedó afligida. ¡Lamento saber de su mal! Pero acá tendrá prioridad en la
atención o si no puede venir, me llama y yo le acerco a su casa los remedios.
El hombre se quedó mirando en la profundidad de sus ojos verdosos. ¡Gracias!
Pasaron
unos meses y la muchacha recibió el primer llamado. Le solicitaba un remedio
para los dolores que cada vez eran más agudos. Cuando cerró el negocio, tomó un
colectivo y buscó la dirección que le
había dado. El barrio era en la parte alta, al llegar al número vio que era una
mansión añosa pero hermosa. El parque que rodeaba el frente le pareció
magnífico. Tocó el timbre y apareció una mucama de mediana edad. Ya se retiraba
cuando escuchó la voz del dueño de casa que le solicitaba que entrara. Ella lo
hizo a regañadientes, no le pareció correcto. Quedó boquiabierta. ¡Era un
palacete! La hizo sentar y le contó algunas cosas de su vida y trabajo. Era
juez, ya estaba fuera de su tarea diaria por la enfermedad, solo y sin familia,
necesitaba horas que le sobraban para escuchar música clásica y leer. La
biblioteca era gigante.
Rosario,
prácticamente huyó. Un miedo incrustado en su memoria familiar, le hacía
desconfiar de todos y de todo.
Así, fue
durante varias semanas a la casona con sus medicinas. Un día el hombre estaba
acompañado por dos señores de mediana edad. La cuidadora la hizo pasar y le
espetó: El doctor Florencio la espera, necesita hablar con usted. Un escalofrío
le recorrió la espalda. ¿Qué querría ese pobre hombre? Siempre tan educado y
cortes.
Pase
señorita Rosario… le presento a mis amigos el doctor Haroldo Fuentes y el
contador Santiago Freytes. Ella les tendió la mano que estaba fría y sudada,
por el extraño recibimiento. ¡Siéntese, por favor! Habló el doctor Haroldo,
mire señorita nuestro amigo está muy grave, tiene muy poco tiempo de vida y
quiere a través nuestro, señalando a su otro colega, hacerle una oferta.
La muchacha
temblando levantó la mirada e hizo el amague de pararse. Quería huir, no la
dejaron. “Florencio es solo, no tiene esposa, hijos, madre, hermanos o demás
descendientes por lo que le ofrece dos cosas: Primero casarse con usted en las
condiciones que usted desee y en segundo lugar que una vez concretada la boda,
venga a vivir acá en esta casa. Sin compromiso de tipo marital, hasta que él,
muera”. Un sudor frío escapaba del cabello recogido en la nuca de Rosario, le
temblaban las manos.
El rubor le
daba un tono rojizo a sus mejillas que habían sido muy blancas. Se le borró la
sonrisa. Y luego de un profundo quejido comenzó a decir: Yo soy el único sostén
de un padre discapacitado y una madre muy cansada, si hago lo que me piden
quién velará por ellos. No tendré libertad entre el trabajo, cuidar del doctor
Florencio y mi familia.
¡No tendrá
que trabajar porque le deja una altísima cuenta bancaria y entradas para
mantener a cinco familias, si así lo necesitara! Dijo el contador, mostrándole
unos enormes libros con números. La mucama, detrás de la puerta, hacía
morisquetas y se reía sin sonido. Escuchó, el ruido de una copa que caía de la
mano del enfermo. Corrió a ayudarlo y él tomándole la mano le miró a los ojos y
le dijo: ¡Usted es una dama y tendrá todo lo que yo tengo para que nadie se lo
quite! Podrá traer a sus padres y los cuidará acá. Nunca perderá su libertad.
¡Se lo prometo!
Salió con
lagrimas en los ojos, porque le respondió desde su corazón… ¡No puedo aceptar
su propuesta, no me interesa ni el dinero ni las comodidades, lo cuidaré por
ser un ser humano digno y bueno que está sufriendo! Y salió casi corriendo,
dejando la incógnita si se haría o no, la boda de esos dos seres llenos de
compasión.