martes, 24 de mayo de 2022

UN MISERABLE

 


            Usted no lo conoció. Asdrúbal Segovia, el hijo del hacendado, gustaba de las rameras. Verlas caminar semi desnudas por el lupanar; con sus nalgas bailoteando en su andar por los pasillos, con las tetas algo flácidas en vaivén de acá para allá. Siempre buscando un granuja que las atrapara. Les sacaban todo el dinero que tenían. ¡Eso era lujuria! ¡Y eso era su única dicha!

            No era malo el Asdrúbal. Era tan sólo un miserable lleno de desconcierto sobre la vida. Un insecto lleno de miedos y que olisqueaba el perfume de cebolla que descargaban los sobacos de las pupilas. ¡Ni hablar de las jóvenes nuevas! Esas que llegaban aterradas, desterradas de sus ranchos por ignorantes y padres mal entretenidos.

            Las seguía como el zorro en celo. No podía sentir el olor de la fritanga de ajo y cangrejo que había en los pasillos del lupanar. Eso era el éxtasis, se excitaba y deliraba, pero sufría. Un pillo desvergonzado e ignorante que fue cuidado por una madre enferma de tisis que lo dejó siendo niño. Su existencia fue un desastre. El olor caliente de los intestinos flojos de su mamama, o de la “Niña”, lo enloquecía. Salía por las siestas abrasadoras buscando la orilla del río, donde desnudo retozaba, hasta que vio a un mulato atrapar una muchacha y escondido entre los matorrales aprendió. Quiso ser igual de atrevido y ganador. Tenía trece años y ninguna lectura. Ni números en el ábaco.

            Así creció el Asdrúbal, como perro en celo. Su hermana, la Niña, tomó las riendas con un par de años más que él. La hacienda daba frutos, pocos, pero alcanzaba para mantener la casa y los empleados. Su  padre, el capitán Segovia, que no era militar sino ayudante en un bote de río, se fue hacía como ocho años y nunca regresó a la casa.

            Ya el muchacho, no recordaba su cara ni su figura. Sí, cuando dormía, soñaba con los gritos que daba cuando golpeaba a los animales del corral, a los azotes que daba en la baranda del balcón profiriendo blasfemias. Un bebedor que dejaba su huella en los bares de poca monta del poblado.

            Una mañana lo encontraron tirado en el portal de la hacienda con un enorme tajo en los brazos, un ojo hinchado y negro; casi desnudo, con barro y sangre por cada orificio de su cuerpo. ¡Era una venganza de algún petimetre del lupanar!

            Lo llevaron al médico, que no quiso atenderlo, en principio. Cuando vio los billetes, llamó a su mujer y luego de lavarlo, comenzó a coserlo como a un fiambre. Los gritos se oían desde una calle abajo. Así se quedó en la casa de su familia.

            El cloroformo lo dejó medio dormido por muchas horas y cuando despertó no podía hablar ni moverse. ¡Menos mal, decían todos! Pero los días pasaban y las cosas seguían igual. Así es que la casa parecía un hospital. El olor de los remedios y tisanas, el ruido de los pasos sordos de cada familiar era un cambio fenomenal en la hacienda.

            Tomaron a un “toruno”, un muchacho joven muy fuerte que lo levantaba en brazos para poder cambiar las sábanas y limpiar su cuerpo de las heridas malolientes. Apenas hablaba el mozo y Asdrúbal, gemía por el dolor caliente de sus costuras, esas que le habían salvado la vida. De noche despertaba a los gritos, soñaba con la muerte.

            Mamama hizo traer a un fraile de la Ermita de santa Escolástica, para que expulsara los humores del cuerpo y del alma. Así comenzó una verdadera guerra entre el herido y el hombre de Dios. Una contienda de palabras y rezos, de mentiras y perdones, de rosarios y puteadas. Al fin ganó Asdrúbal y el fraile se resignó. Mamama no se lo perdonó, Asdrúbal, se puso cada vez más enfermo. El médico pidió que se lo llevaran a la ciudad, él, no quería comprometerse más. Así partió el enfermo en una carreta por los caminos irregulares hasta el asfaltado y de allí a la urbe.

            Largo fue su tiempo en el sanatorio y tan diferente regresó, que desde entonces se trata de otra historia.

           

             

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