martes, 27 de septiembre de 2022

LA CABAÑA DEL BOSQUE


 

Me duelen las manos. Y también la espalda. Hace una larga semana que trajino. Quiero, pero no puedo. Sí quiero realizar todo este pedido que recibió Joaquín de esa nueva casa de comida que construyeron en la ladera este.

¡Es linda esa parte! Tiene un pequeño sabor salvaje. La  tierra húmeda, la  fina llovizna de las nubes que se apoyan cansadas sobre pinos. ¡El olor resina y a polen! La comenzaron a construir el mismo día de nuestro encuentro. Yo iba con mi bicicleta por el sendero buscando setas frescas. Nos encantan revueltas con cebollas y finamente picadas huevos y queso parmesano. Yo me movía por esos rincones que conozco desde pequeña, que recorría con el abuelo Marco, y él, me iba regalando sus cuentos y secretos. Bueno iba por allí; nos encontramos. Parecía un astronauta recién llegado de un planeta lejano. Era un muchacho fresco, alegre y vivo. Era como el bosque. Me gustó así, de rápido. Yo le gusté, y seguramente, porque me charló como si me conociera de todo la vida. Tuve que sentarme en un tronco, que caído desde hacia un tiempo, albergaba un sin fin de pequeños seres tan vivos como su risa, su mirada clara, se movía, deslizándose por los pinos,”piseas” y robles.

Casi nos olvidamos para qué habíamos llegado allí. Fue Joaquín el que se dio cuenta de la  hora, yo salí corriendo con la  mitad  de las “setas” de lo acostumbrado. Llegué a la cabaña  y caí sólida  en el banco rústico de mi cocina. Ese, mi hogar tiene el perfume cálido de las casas del bosque.

Me sentía feliz cuando llegaba a su saloncito. Hasta allí llegó el otro día Joaquín con su camioneta ruidosa. Allí transformaba su horno de cerámica y cientos de pesados moldes de yeso. Me sorprendió. Me intrigó. Me gustó el perfume ácido de la arcilla, de los extraños objetos de la tarea creativa  de mi nuevo amigo. Me invitó a realizar su  trabajo  y acepté. Me gusta eso de ir  armando un mundo de útiles objetos familiares.

Ahora, cada pequeño plato, taza o fuete tiene su alma, su espíritu ingenuo y personal, le doy a cada uno un gramo con vida de soplo y le regalo una pequeña chispa de vida propia , me gusta, me siento creadora, donadora de historias magras.

Hoy estoy cómoda. Es mucho para hacer. Tengo que hornear el bizcocho de toda una vajilla y mis manos se niegan. Siento pena porque me falta una chispa para encender el fuego de la creación. Debo recuperar la alegría y aderezar con belleza la ingenuidad de los adornos. Rescatar el bosque en cada una de las fuentes. Que al mirarla, penetren en el perfume de la tierra  húmeda  y de los helechos. El amor del latido de los pájaros del   “robledal” y los granos del pinar. ¡Por eso amé a Joaquín, porque le ponía el bosque a cada pieza! Pero una mañana desperté y se había ido. Me dejó una nota. Tal vez regresaría el próximo invierno

LOS OLVIDADOS


                        A los inmigrantes echados a su suerte.                  

 

Nos quejamos

Nos lloramos

Nos vamos

Nos quedamos

Somos aves migratorias que buscamos un destino.

Nidos desnudos.

Nidos nuevos, vacíos.

Nidos viejos y rotos cual espejos

Donde se multiplican las miradas.

Ojos perdidos.

Ojos despiertos.

Ojos vivos.

Constelaciones lejanas que vuelan

Son las aves al viento.

Hombres que escapan de la vida, al silencio.

Llanto que nadie escucha.

Lágrimas que nadie avizora.

Gritos que nadie oye.

Olvido. Hambre. Muerte.

PASEANDO POR BALBANERA


            Leyendo sentada en un café de capital, de pronto se me presentó un hombre. Su gabardina no era de este tiempo, su rostro, apenas se veía por el sopor de la hora. Las siete en punto. El reloj de carillón del viejo bar, sonaba. Mi corazón apelaba a la locura. ¡Un compadrito! No podía creerlo. Había salido de las páginas de Borges.

            Me miró con rústica sonrisa y sin sacarse el chambergo, apenas pronunció su nombre. Soy Ulpiano Suárez. Se inclinó sobre la mesa y buscó apurado entre las hojas del Aleph su nombre. Lo marcó. (¡Claro que yo cuando leo pongo comentarios en tinta en el borde de las hojas, subrayo lo que me gusta…!) Y él, estaba muy enojado. Mire dama, me han usado el nombre a mil kilómetros de aquí. Hay otro Ulpiano Suárez, sepa. No me gusta. Hay un solo hombre como yo. Y la memoria de mi cuchillo y mi vida sólo los quiero en las hojas amarillas de ese libro. ¡Es Mi memoria!

            La muerte merodeaba por Balbanera cuando Borges se cruzó conmigo en ese libro. Y yo no supe quién era y me perdí en sus hojas hasta que me leyó la gente en ese libro. Me han despreciado, me han dejado desnudo de historia y de hombría. Soy una sombra. Febril y malhumorado. Fui el “capanga” de Azevedo Bandeira en la otra orilla.

            ¿Me mataron por codicioso y ladino? O por guapo y arriesgado. Se reía.

            Lo miré asombrada. El café estaba frío y el mozo, me miraba sonriendo. ¿Vino el loco? Me dijo. Viene siempre que ve a alguien leer ese libro que usted tiene. Pelea y desaparece entre los cuadros viejos que hay con fotos en las paredes de este bar.

            Me erguí y comencé a observar las amarillentas fotos con firmas de artistas conocidos. Había de “Pichuco”, de “Tita Merello y Sandrini”, de “Ringo Bonavena”, de “Gardel” y por supuesto de Borges. Y según me comentó el mozo, viejo encorvado y cejijunto de gran bigote, otros que se habían robado con el tiempo. Algunos sucios con caca de moscas y chorreados de espera. Porque allí esperan ser mirados y admirados por un público indiferente e ignorante, al que nada le importa la cultura…

            Me trajo otro café. Caliente y perfumado. Y como autómata le eché azúcar sin mirar a los otros parroquianos. El corazón me ametrallaba preguntas incontables. La piedad se mezclaba con el miedo. ¿Quién soy yo, para que venga un “Compadrito tan efímero y tan viejo”?

            Se abrió la pesada puerta de vidrio y un rayo de luz iluminó el café. Detrás venía un hombre. Un moderno alfeñique que tenía tatuado en un brazo la cara de Gardel. Sostuve su mirada mientras se sentaba en la mesa detrás de la mía. Sus aros brillaban con la poca luz del bar. Tenía en las orejas el sempiterno cable del celular. No oía a nadie. Estaba imbuido de ruidos cavernarios. ¡Eso es la música hoy! Me distraje de mi libro nuevamente. Él, había sacado el Aleph de su mochila. Manoseadas la páginas ocres y marrones. ¿Ese libro leído por un rufián cableado? Caray, me dije, éste sí que me sorprende.

            Y apareció de nuevo el “compadrito” y se peleó como es su costumbre de matón de Balbanera. Sacó el cuchillo e intentó ensartarlo en el pecho del muchacho. Pero pegaba en vano, su hoja afilada y asesina, se deshacía en cuanto intentaba clavarla en el cuerpo del parroquiano.

            Pagué los café y salí del bar. Caminé por la calle empedrada de rumores porteños, de gritos de mujeres y de niños que salían por las viejas ventanas. Las paredes llenas de humedad, con grafittis, propagandas políticas antiguas y mucha mugre en las veredas de los conventillos y las casas nuevas que crecen como hongos en todo Buenos Aires. Alcancé a subirme a un “Bondi” y llegar por avenida Belgrano hasta calle La Plata. Me bajé sin darme cuenta que en el asiento estaba mi querido libro de Borges.

            Tal vez, Ulpiano Suárez atropelle a otro lector en algún café de una esquina. Que el libro camine entre las manos inquietas de ávidos lectores de un Grande… que no quede tirado en una alcantarilla y viaje por los profundos  laberintos cloacales de la ciudad enferma.

            ¿Dónde estará Ulpiano Suárez, me pregunté? El otro, el que tanto enoja a la sombra de las páginas del magnífico libro. ¿Será el “Hombre Duplicado” de José Saramago?  O simplemente es mi mente que insiste en buscar fantasmas en los antiguos espacios de cultura que resisten. Yo, seguiré investigando. Y resistiendo a la mediocridad que nos está abrazando.

ANTHEIA, UNA ESCLAVA DE RODAS


 

Antheia sostiene una lámpara sobre el lecho en donde tiembla el cuerpo afiebrado de la joven Licaria. El aceite agoniza en el candil. La esclava también. La persistente fiebre ha hecho una silenciosa tarea. Dos mujeres que, no pertenecen al mismo amo, pero se conocen por origen.

Preocupada la compañera, destapa las piernas de la enferma y observa una herida a punto de estallar en la extremidad derecha. Amoratada la piel, se nota tirante y busca una salida que, inminente, empujará hacia el exterior sus humores. Un olor penetrante y pútrido invade la estancia. La mujer murmura palabras incomprensibles. Tiene sed. Está sola.

            Antheia le humedece los labios agrietados sin tocarla. Puede ser una desgracia que los dioses Hermes Trismegisto o Hades, envían en venganza a las que fueron robadas en la guerra. Tal vez un mal contagioso o la enfermedad maldita. Cubre con mucho cuidado, casi sin rozarla, la pierna, con fría tela de lino mojada. Buscará alguna manera de bajar la temperatura. Evita que reviente, para que no se desparrame la secreción verdosa, como suele desprenderse de una lesión, tal cual está el tobillo de la enferma. Los dedos de Licaria se aferran a la tosca túnica que cubre el cuerpo de quien la protege. Murmura y bisbisea palabras incomprensibles. La lengua primitiva y lejana de su ciudad perdida es la que desahoga el terror a la muerte.

            La compañera sale presurosa a buscar ayuda. Las piedras de la calle que debe atravesar hasta llegar al caserón, donde habita su dueña, penetran con filoso calor las sandalias de fina suela de cuero y cáñamo. El sol cae plomizo sobre la piel oscura de la sierva. Impregnado de sudor, el cabello y la túnica se pegan al cuerpo. Se desplaza como se suele hacer a esa hora de medio día, entre la pobre sombra de las paredes en losas que amurallan la casa de los señores guerreros o comerciantes de Rodas.

Su figura juguetea como marioneta efímera entre la “stoa” que la conduce a su hogar. Debe solicitar auxilio a su señora para la desdichada Licaria.

            Llega al atrio. Luego de hacerse anunciar, se refresca en la copa junto a la cisterna pluvial. Ese enorme copón de piedra resiste el tórrido verano. El agua es fresca y limpia. Una pequeña esclava egipcia, busca en el interior al ama, quien se hace esperar. La fina mano, ornada de anillos de exquisita orfebrería, acomoda el cabello preciosamente trenzado, mientras se desplaza al propileo. Está disgustada por la interrupción. Queda unos segundos en silencio. Kalithea, la dueña, espera que la muchacha hable. La esclava no se atreve ni siquiera a elevar la vista. La pregunta surge de los cuidados labios de la dama. Antheia le ofrece una detallada descripción de lo que sucede.

            La importante griega, ha tenido un sueño esa noche. Palas Atenea en forma de ave gigante revoloteó sobre el tejado de la columnata, señalado alarmantes signos de enormes calamidades para la casona. Despertó conmovida y llorosa. La presencia de la esclava la sobrecoge y se torna más inquieta y alerta. ¿Cuál será esa catástrofe? Tal vez la peste o una nueva guerra. Ingresa a las habitaciones y regresa con unos “dragmas”, que pone en la mano temblorosa de Antheia. También trae hila de lino limpias y de algodón egipcio que compró en tiendas cerca del ágora. “Busca a Hipóstrato, él y Diocléous, tratarán de curar a esa mujer. Dile quién te envía”. Regresa al dormitorio, despidiendo a la muchacha. Comienza una súplica a los dioses protectores en el altar familiar.

            Antheia sale rápido por la angosta calzada ardiente. En el barrio oeste, bajo el templo de Atenea Kamira, sabe que encontrará al médico. Primero se detiene en el templo para hacer una rogativa a la “diosa Higeia y al dios Apolo”, dejando un “dragma”, en la seguridad de que ellos aceptarán la ofrenda. Despliega una rama de olivo junto a una pequeña imagen de la diosa Hestia que ennoblece un retablo en la calle por donde atraviesa y continúa el camino. Compra una talega de mirra para mantener el fuego sagrado. Lo entrega luego al pasar, a las celosas protectoras del templo de Atenea Kamira. Un extraño silencio acongoja el ánima. Los cuervos se han echado en los tejados abriendo las negras alas, que abrazan las tejuelas con el azabache brillante de sus plumas. Ensombrece la oscuridad el resplandor rojizo de la techumbre. Oprime esa inquietud siniestra que merodea Rodas. 

Electrizada en franco dolor la esclava suspira. Sólo se escucha, al pasar, el murmullo de las voces solemnes cantando loas a la venerada Hestia, en boca de las sacerdotisas.

Con celeridad, llega a Filouspapos, el barrio de los eruditos, y busca la casa de Diocléous, que yace en su “oikos” bajo la higuera refrescándose. En la puerta de madera, tallada con mano hábil, una intrincada serpiente que enrosca el bastón de Mercurio indica el sitio exacto. Es allí. Golpea y espera. Aparece una anciana ciega. Antheia, le explica qué la trae a molestar al galeno. La agobiada mujer queda aguardando a quienes ayudarán a Licaria. Hipóstrato y Diocléous deben prepararse. Salen ambos ancianos con un morral repleto de instrumentos y medicinas. Los sigue un puñado de esclavos capadocios. Ligeros e inteligentes, se adelantan con sahumerios y rezos a los dioses de la salud. La prisa domina al grupo. Antheia señala el camino. Son doce hombres. Ella, atrás, por ser mujer y esclava, los sigue sin levantar los ojos.

Al ingresar en el habitáculo, el hedor de la carne humana, pone a los expertos en guardia. Encienden numerosas lámparas. Los esclavos capadocios traen cubos de agua limpia. Un afilado estilete penetra la carne palpitante y fétida. Un grito desgarrador atraviesa el espacio. En una vasija de barro caen los humores infectos. Licaria pierde el conocimiento. El dolor, la fiebre y un deseo intenso de dejar la vida, la envuelven. Esclava por la fuerza, atropellada por soldados que, siendo niña, la arrebataron del cuerpo inerte de su madre. Sólo ansía volver en un viaje alado, el de la muerte, a su país natal. Ya no recuerda mucho de su tierra, ni tiene en la memoria el rostro de la madre. Ha huido de su mente por el sufrimiento el mundo íntimo de Licaria.  Está atravesando el delgado filo entre la vida y la no vida. Presiente la cercanía de la barca de Cancerbero. La ve. Delira.

Diocléous, raspa hasta el hueso la carne pútrida y arranca sin piedad trozos de piel y músculo. Los esclavos sacan, entre hilas y paños, los despojos. Los entierran en un profundo hoyo tras la casa. Agregan hierbas y sal marina. Adentro, agua, emplasto y el fermento líquido de las vides, hacen gemir a la enferma. Le dan a beber vino de “Phaistos”. Confunden con la bebida su conciencia y mengua el dolor.

Comienza a disiparse el mal olor y se desparrama el aroma del vino. Dionisos, el dios del delirio místico se encarna en el brebaje. Le dan a beber, más y más; y lo derraman en cada llaga. Además, queman bayas de plantas de adormidera en un brasero, que va envolviendo con humo denso el lugar. Adormece a Licaria y a los que se quedan en vigilia junto a ella. Sueña.

En un breve murmullo, escucha Hipóstrato a la joven mujer que llama su patria. “Alexandria, me gusta el mar por la mañana. Déjame regresar a ti, ciudad querida”.  Un remezón conmueve el piso. Comienza un ronronear de la tierra volcánica. El ruido y el movimiento turbulento sacuden todo. Terremoto y horror. Olas gigantes arrollan la isla de Rodas y las vecinas Creta, Epidauro y Delfos.

Licaria vuelve a Alexandria. Esa que está tan distante, tan lejos como la vida. Tan lejos como la libertad para la esclava.

 

 

 

VOCABULARIO

Stoa: fila de columnas dóricas con cámaras para tiendas y alojamiento en la parte trasera, que se alzaba sobre una cisterna con capacidad de 600 m3 de agua para abastecer a 400 familias en Rodas. Siglo VII a C.

Dragmas: moneda común usada en la antigua Grecia.

Oikos: en las casas de los “señores” el Oikos era la parte de huertas, cuidadas por esclavos, donde se criaba el pequeño rebaño familiar. Sólo lo tenían familias patricias. Siglos V, VI en adelante. De la palabra Oikos deviene la palabra economía.

Ágora: espacio o plaza donde se desarrollaba la vida pública, muy importante en Gracia antigua. Allí se creaba la Cultura y la Filosofía.

Higeia y Apolo, Atenea Kamira, Hestia, Dionisos, Cancerbero: Mitología Griega. Dioses que acompañaban a los hombres en su vida diaria.

Alexandria: Ciudad actual de Alejandría, norte de Egipto, sobre el Mediterráneo y en la desembocadura del Río Nilo. Famosa por su histórica biblioteca.

Phaitos: región fértil de Grecia, donde se cultivaba vid y se hacía vino.


LA LOLA


 

            La criaron como se cría a un huérfano. Con mucho trabajo y poco afecto. La persona que la quiso más fue doña Purificación, gallega hasta los tuétanos. El marido apenas hablaba español. Siciliano testarudo y de mal carácter, ni miraba a la criada. Sólo recordaba, la niña, que se llamaba Lola. Ni el apellido, ni el día de su cumpleaños; no tenía identidad. La finca poseía extensos parrales y árboles frutales. Era su refugio. Trabajaba desde el amanecer hasta el crepúsculo, sin pedir absolutamente nada. Difícil, enclenque y dolorido, su cuerpo era quien le daba ese calor épico a la vida. Sólo unos enormes ojos color Chablís, entre amarillo topacio y dorado verdoso, con pequeñas chispitas marrones, la embellecía y hacía que la gente la observara sorprendida. ¡Y la permanente dulzura de su rostro infantil!

            Arrastraba una pierna. Según dijo el médico de Tupungato, había tenido una fisura en el hueso mal curada, en algún momento de la infancia. La espalda, con escoliosis, era una “s” itálica que le daba la imagen de una extraña figura. No hablaba. No conocía la risa, ni participaba de bailes. No repetía cantos que la madre adoptiva solía tararear mientras guisaba. Jamás la mandaron a la escuela. Pero era despierta y rápida con las cuentas, que hacía con garbanzos o fichas en la cosecha.

            Pasó el tiempo y comenzó a tener las transformaciones propias de una mujer. Fue su ruina. Tenía hermosos senos blancos, cadera ancha, cintura fina y cabello de color trigo. Trastornó sin saberlo a los jornaleros, tomeros y al contratista, que comenzaron a decirle toda clase de guasadas. Impávida, siguió su tarea, sin mirar ni responder. Alrededor de marzo, el tiempo de cosecha, próxima a los catorce años, mientras echaba maíz a las gallinas, un obrero golondrina la agarró de las trenzas y le apretó la boca. Luego, apoyándole un cuchillo en el cuello, la arrastró por la amarga tierra hasta un cobertizo y la atravesó con su verga. Desesperada, trató de defenderse, pero el mordisco, patada y golpe de puño, no alcanzó para salvarla del ataque salvaje. El tipo escapó como un zorro rastrero. Sola, allí, con su sangre chorreando por las piernas y desorientada, sólo atinó a ir al galpón para esconderse. Unos barriles de vino blanco, fue lo único que encontró. ¡Y se lavó con vino! Después, sin llorar siquiera, regresó a su tarea habitual.

            Cada vez más silenciosa. Más triste. Lola.

            Tres meses pasaron hasta que el Juan, tomero de la zona, descubrió que vomitaba apretada a un parral. “La Lola no me engaña, la muy raposa, tan callada y esquiva, está preñada” Y se fue derechito hasta donde estaba doña Purificación. ¿Sabe la noticia? La Lola, lo tenía bien escondidito. Está preñada. ¿Ahora qué van a hacer con la “santita” esa?

            Doña Purificación se sentó con terrible sofoco Con el faldón del delantal blanco, se secó el rostro sudoroso y haciendo un gesto de desprecio al chismoso, dijo airada: ¿Qué te importa a vos? Sos muy metiche y lenguaraz. Andate de mi casa, no te quiero ver por acá. Desgraciado. ¡Bien que si la hubieras podido agarrar vos, ahora te estarías escondiendo como perro rabioso! ¿Y quién dice que no fuiste vos, malparido? Manoteó un cucharón para tirarle a la cara alcahueta del Juan que salió como lagartija asustada, mientras negaba puteando airado.

            Al entrar a la cocina, la mujer miró el rostro y el cuerpo de la Lola. ¡Vení, sentate! Contame, ¿qué te ha pasado a vos y quién es el padre? Un mar de lágrimas inevitable, escapó de los ojos de topacio. Cuando terminó de hablar, con sollozos entrecortados, doña Purificación la abrazó y acunó, como nunca lo había hecho. ¡Pucha, che, en medio de la vendimia, uno no puede estar atenta a estos ladinos! ¡Son tan hijos de puta algunos… ya vamos a ver qué hacemos!

            La discusión con el viejo, fue histórica. Grito va grito viene mientras la Lola se tapaba los oídos... Al final, el testarudo, se desparramó de amor y casi llorando dijo que allí había un refugio para un niño. Purificación le dio un abrazo como cuando tenía veinte años; y unieron el corazón pensando en el hijo que no pudieron concebir.

            Pasado unos meses, necesarios, entre tejer y coser; luego de preparar una cuna y el tiempo justo en la espera, nació una niña. Hermosa. Morena con ojos color Chablís, como los de la madre. Una verdadera joya.

            La Lola quiso bautizarla con vino blanco de aquella barrica que le lavó la sangre en vendimia.


INFIDELIDAD


 

Apesta el olor a fritura en la galería. Los visillos dibujan filigranas sobre el corredor que lleva en damero a los fondos de la casa. Es vieja. Hace calor y hay humedad. Las chicharras clamorean sus atractivos sexuales buscando aparearse. Una modorra manifiesta se despliega en los dormitorios. Ventiladores perezosos desdoblan sus aspas gastadas, con zumbidos de insectos invisibles, sobre las sábanas de algodón que clarean las sombras. Hay perfume a clavo de olor, canela y vainilla, mezclado con otro hediondo. Puro sexo. Vómito y mierda.

Fantino yace semidesnudo bajo el sopor del vino y la cerveza. Ron y cachaza, noche tras noche, amancebado con las busconas de Puerto Las Palmas. Un vientecillo suave, mueve las cortinas de una puerta ventana, atrayendo aire con hedor a río que se entrevera con aromas interiores de la casa. Aire que espanta moscas y mosquitos que, en la oscuridad sacrifican, con su necesidad de sangre, la grosera piel del ajumado moreno.

            Temprano ha comenzado el ruido de los carros que llevan la pesca y los mariscos al mercado. Los gritos de los hombres que trabajan no lo despiertan de su interminable borrachera. Una gallina atrevida ingresa en la habitación en penumbra y picotea el piso donde hay restos mutilados de comida derrochada en la jarana. Nadie se atrevería, como el bicho, a acercarse. Seguramente, un zapatazo sería la respuesta. Sin embargo Nunila, escoba en mano, limpia el patio de tierra sacándole brillo al polvo cerca del catre. La cadera sazonada sostiene la enorme falda, de algodón blanco, que arriscada atesora su cuerpo mulatazo.

Las manos hábiles fabrican, para curiosos y extranjeros, metros y metros de puntillas en las sombras de la tarde, cuando espera el grito de Fantino que la llama. Odia esa voz. Odia al hombre. Odia el mundo y a las hembras que venden su cuerpo a esos machos y al infame gordo alcoholizado. Su marido. Está siempre tirado, pensando vivir sólo para copular noche tras noche, incluso contra la voluntad del cuerpo que apenas se resiste. Grotesco. Inmundo.

Nunila fue bella. Morena de ojos claros y larguísimo pelo ondulado con brillo de perlas negras. Creyó en él. Creyó que la sacaba del infierno donde vivió hasta los doce años. Del rancho, donde cada hombre era más y más bruto con el ron o la ginebra en su cuerpo infantil. Estaba allí, ahora, en la semi oscuridad de la vieja casa que guardaba un secreto. Antiguo caserón con estirpe de épocas pasadas, donde la riqueza relucía entre los marrulleros comerciantes que traían oro y plata de las minas del interior. También esmeraldas y putas.

Cada barco que atracaba era un escándalo en el puerto. Atiborrado de mujerzuelas y borrachos. Gritos y peleas, que acababan en las zanjas con sangre de algún infeliz nunca buscado por alguien.. Marginales. Para Puerto Las Palmas no había una ley y, si la había, nadie sabía cuál era.

Nunila en silencio sobrevivía al horror de todo ese horror. Callada, cocinaba plátanos fritos, marisco y pescado, arroz con cerdo y especies. Nunca le dio ni una moneda, el Fantino. Nunca. Sólo vivía de las manualidades. Pagaba a algunas rameras con los pocos billetes que conseguía de los extranjeros que en el mercado, se enamoraban de los encajes que elaboraba con habilidad de maga. Le daba dinero propio a las putas que tenían hijos criados por abuelas del campo.

 El áspero vino fiestero y el alcohol de caña, lo traía Amancio —socio de su marido— que en realidad era el dueño del burdel y de hembras robadas con engaño del interior empobrecido. La casa era de la suegra.

La morena era fiel. Era Nunila la “mujer” de Fantino. Salía, con el turbante entramado, que escondía el tesoro de pelo que usaba en una ceñida trenza. Ronroneaba cadencia la pollera suelta que le cubría hasta el tobillo. Descalza. Seria. No era igual a esas infelices que traían cada noche a la bullanga.

            A veces, se atrevía a los altos, por la escalera desvencijada y entraba en la gran alcoba de la señora Santina, la suegra muerta; y abría los cofres cubiertos de mantos de seda filipinos. Se ponía uno de aquellos trajes de seda que fueron la gloria de la madre de Fantino. Soltaba la cabellera. La sujetaba con peinetas de carey o nácar; y usaba los aretes de oro y zafiros que escondidos en un pequeño cajón de la cómoda, dormían en descanso de tiempo. Se transformaba en señora. En dama. Caminaba sobre la alfombra de Persia. Se daba aire con el abanico de plumas de ave del paraíso. El espejo le devolvía un fantasma. Gloriosa su belleza nativa. Majestuoso su porte de reina. El preferido era el verde agua, con encaje de Bruselas. Las enormes enaguas de lino aún conservaban la fortaleza del almidón. 

Nunila parecía una pintura arcaica de la colonia moribunda. El cuadro era de otro siglo. De otra vida. Después se desvestía, guardaba su secreto y volvía al traje de algodón blanco y al turbante. Nada sacaba para sí, su marido, si la atrapaba, le daría tantos palos como pelos tenía en la cabeza. La señora Santina su suegra, esa que ella cuidó hasta la muerte y que nunca la consideró esposa del hijo idealizado, no permitiría su travesura. ¡Si viera a Fantino! Borracho todo el día, encamándose cada noche con una, dos y hasta tres mestizas del puerto, cuando ella se encerraba en el dormitorio. Caería en otra apoplejía como la que sufrió cuando supo que, su finado Evaristo, tenía una manceba con nueve hijos por ahí, en las afueras del Puerto. Hijos que, por supuesto, hizo desaparecer sin recelo de la zona pagando a unos matones sin escrúpulos, antes de caer en esa inmovilidad que la desquició.

            Después, con el tiempo, la mulata tomó por costumbre pararse frente al cuadro de doña Santina para hablarle. Como le charlaba en el lecho, mientras le curaba las escaras evitando que se infectara. El calor era una molestia que irrumpía a destajo con toda clase de bichos, casi invisibles, que picaban y mordían la piel dejando heridas. ¡Insectos infernales!

 Otras veces, cuando le daba de comer, la madre se negaba a abrir la boca y algunas lágrimas corrían por su piel lechosa. Ella, con un pañuelo secaba una a una y le acariciaba la frente. Igual, nunca la quiso. Nunca devolvió un gesto, una palabra, nada. Nunila, bella mestiza, era hija incestuosa, tenía madre-hermana, negra y el padre blanco y borracho empedernido de ojos claros. Por eso alardeaba la mujer de los propios. Eran de cielo cambiante y, según se avecinaba una tormenta, mutaban en destellos tentadores en una mirada profunda. Un día en la feria, tropezó con un hombre que le dijo: ¡Hembra tienes ojos de mar tormentoso! ¡Sí que eres bella, serías mía si te atrapo! Huyó, dejando abandonada la cesta con la compra, sobre un mesón de madera en la calle.

Provocada por la seducción de las palabras escuchadas escapó. El hermoso extranjero trató de atraparla, corrió, pero lo evitó desapareciendo entre los callejones malolientes del puerto. Después, lloró su destino. Entre los paraísos en flor, lloró su suerte.

            Al regresar una mañana a la casona, un grupo ruidoso de gente; entre ellos dos vecinos que siempre la codiciaron, y Amancio la esperaban. Algo extraordinario había ocurrido. Fantino salió gritando por la calle. Cayó como partido por un rayo en las piedras mugrientas de la acera. Balbuceó algo. Una espuma blancuzca le burbujeaba entre los labios. ¡Nunila ayúdame! ¡Santina vino a buscarme! ¡Mamaaaaá! Luego, dando un revolcón en tierra, quedó sin conocimiento. Los ojos en blanco y uñas amoratadas como los labios. Fue lo último que se vio en él, antes de que se hundiera en la perplejidad de la muerte.

            Nunila con el señorío y silencio de siempre, redujo todo a un sepelio corto. Sin ruido y sin llanto equívoco. Pocos conocidos fueron para acompañarla. ¡Mejor!       

            Despachó con fiereza a prostitutas y al Amancio. Los parroquianos salían disparando cuando les tiraba con lo que tenía a mano. ¡Vuelvan a sus mujeres! Les incitaba. ¡Vuelvan a ser hombres de verdad!

            Una semana más tarde, limpió la casa. Pintó con cal cada habitación, lavó y cepilló ventana por ventana, mueble y piso, dejando que la luz de la vida regresara a la vivienda. Se transformó en la dama que soñó ser. Con la tela de los vestidos de doña Santina se hizo ropa a la moda de la época, se adornó el cabello con aquellas peinetas de la difunta y habilitó el salón, para que allí, se aprendiera a fabricar encaje. Pronto, las muchachas de otros barrios llegaron para aprender. El murmullo de las voces juveniles, le cambió el estilo a la zona.

            Un atardecer, estaba sentada Nunila en la galería, cuando vio que bajaba por la escalera misia Santina, resplandeciente con el traje de seda amarillo pálido, le tomó la mano y dejó en su palma una caja llena de joyas, que nunca supo, ni Fantino, que existían. Luego, le dio un beso en la frente y salió por la galería desapareciendo para siempre entre los jazmines.   


 

ENCUENTRO EN DURBAN

           

            Hoy encontré la carta que escribí hace años a los Reyes Magos. La letra es la de una niña de ocho años que recién comenzaba a crecer, soñar y esperar. La leí emocionada recordando aquellos días. “Queridos Reyes Magos, les pido que este año me dejen la muñeca de ojos azules que está en la mercería de doña Porota. Soy la alumna que tiene las mejores notas en todo cuarto grado y, en clases de baile, ya logré hacer punta por más de quince minutos. La señorita Sonia dice que tengo futuro como bailarina, pero mamá dice que ni sueñe, que nunca me va a dejar. Yo ahora prometo no ser bailarina si me traen la muñeca. Con cariño: Luciana”.

             Me senté en la orilla de la cama de mamá, mientras tomaba una copa de Cabernet fresco y recordé cada minuto de esos días. Encontré varios papeles y cartas, que escondió, para que no lograra llegar a la capital, a la selección de becarias en el Teatro Coliseo. A su pesar, lo conseguí.

 Renuncié, esta vez, a varias funciones en New York y Durban, para realizar la horrible tarea de enterrarla y desarmar la vieja casa en el pueblo. Los vecinos, en el cementerio, me miraban con envidia. Creerán que hacer un trabajo como el que tengo es mejor que el de ellos. Viajar tanto en avión de París a Londres, de Moscú a Berlín o Tokio, no es como caminar por las calles tranquilas del pueblo en que crecí. Andar bajo los paraísos en flor o los jacarandaes violetas, con olor a tierra húmeda y escuchar el canturreo de los pájaros. ¿Qué es mejor? ¿Quién sabe? A veces, cuando estoy sola en un hotel, en el que ni siquiera salgo a recorrer la zona, siento nostalgia de esta patria chica. El querido pueblo de la niñez.

Una lágrima está borroneando la tinta de la hoja de cuaderno en que hice el pedido de Reyes. Esa muñeca todavía permanece en mi nostalgia, acompañándome. No es llanto de dolor el que se escurre, sólo añoranza de la infancia.

 

            Hace exactamente tres años, cuando papá iba desde Paraíso del Indio al pueblo, en el viejo Chevrolet, un tornado lo elevó sobre el pastizal de los Silveira. Desapareció. A los seis meses encontraron parte de la carrocería en un bañado como a noventa kilómetros de casa. A mamá le dieron pequeñas pertenencias de papi, que hallaron algunos chacareros en los campos. Nada importante: un pulóver, un zapato marrón, la caja de herramientas vacía, además un libro de Víctor Hugo, embarrado y con pocas hojas. De él, nada en concreto.

 Al año siguiente, en Semana Santa, encontraron un cadáver. El comisario dijo que era el cuerpo de papá. Lo lloramos como si en realidad lo fuese. Nadie estuvo seguro que fuera él.

            Me llamo Luciana. En noviembre cumplí los ocho. Como todas las niñas del pueblo, voy a la escuela y a danza. La señorita Sonia es mi profesora.  Ella —dicen mamá y la tía— era una gran bailarina. Un día tuvo no sé qué enfermedad en los tendones y ya no pudo competir en audiciones de ballet. Nosotras miramos, sobre el piano de la sala, un sin fin de fotografías en que se la ve, en algunos teatros, con tutú y zapatillas de punta. Están firmadas por gente muy importante y destacada, me parece.

 

            Mi pueblo sigue tranquilo. La pereza abunda entre sus habitantes y crece lento. Los que viven aquí están detenidos en el tiempo. Abrumados por los miedos. Los moradores, beben en bares todo el tiempo vino casero, ginebra y caña. ¡Es un problema!

 

Acá las madres temen todo. Si te ven hablar con alguien mayor, no les gusta; si te ven jugando en la plaza a la siesta o en la tarde y comienza a oscurecer, salen a buscarte. Es como si detrás de cada hombre, hubiera un monstruo capaz de comerte. La mayoría trabaja en la chacra. Cosecha y siembra. Mi papá vendía plaguicidas y abonos. Nunca encontraron el maletín donde llevaba las muestras.

            La señorita Sonia dice que no pierda la esperanza de reencontrar a papá. Mami se enoja cuando le cuento lo que hablamos entre paso y paso de baile.

            Pronto será la cuarta navidad esperándolo. Es feísimo esperar y esperar, aunque la parentela nos invita a pasar la fiesta con ellos. Siempre agradece mi mami, pero nos quedamos solas en casa. Es más triste, pero es una manera, de estar más juntas. Unidas en nuestra desgracia.

 

Al principio, no me daba cuenta de que nos faltaba plata, luego descubrí que recibían ropa para arreglar y después hacían vestidos, camisas y pantalones, para vecinos del pueblo. Así pudieron mantener la casa.

 

            Ayer, me mandó a la casa de la señora Clarita. Debía llevarle la falda nueva, ésa de color blanco que iba a usar en el baile del colegio. Luego, pasé por la mercería a comprar hilos y un cierre cremallera color anaranjado. Allí la vi. La muñeca más hermosa que jamás pude haber soñado. Estaba sobre el mostrador de vidrio, junto a una caja llena de guantes de seda, ésos que usan los chicos que hacen la primera comunión o son abanderados.

            Recuerdo que me quedé un rato mirándole los ojos azules y el cabello castaño, de pelo natural que caía como en bucles sobre el vestido de plumetí rosado. ¡Los zapatitos color negro de charol, con dos pequeños pompones y hasta medias blancas! Tenía dos dientecitos que le asomaban por los labios apenas abiertos. Lucía pestañas de verdad y cejas pintadas suavecito, sobre las mejillas de un sonrosado que apenas le daban color, como a una niña recién nacida. Deditos regordetes. Aritos y pulsera de perlas. La señora Porota, me dejó observarla un rato, sin decir nada. Después, dijo que le llevara las cosas a mamá, pues estaría preocupada. Ya caía el sol y si oscurece sabe que se asusta.

           Volé con alas entre nubes de ensueño. Jamás volveré a pasar por ahí sin mirarla, recuerdo que me prometí. Se la voy a pedir a los Reyes Magos. Esa muñeca será mía. No una parecida, ésa.

            Le conté a mamá. Dijo que no pidiera algo tan caro, porque los Reyes, tienen que repartir juguetes a muchos niños. La tía me miró mal. Pensé que era una bruja porque vivía retándome por todo y tal vez haría algo para que los reyes no me la dejaran.

           Anoche escuché a mamá llorando. Le decía a la tía, que era imposible comprar nada extra. Imaginé que hablaba de los zapatos que necesito, pero el corazón me dio un porrazo cuando le oí decir. “No le puedo comprar la muñeca a Luciana, deberá esperar, tal vez más adelante” ¡Doble pena, saber que los Reyes Magos no existían y que nunca tendría la muñeca de ojos azules!

            El día de la fiesta de fin de curso, grande fue mi sorpresa, cuando entré en la dirección de la escuela y vi la caja con ella en una mesita. ¡La iban a rifar! No tengo más esperanzas, pensé. Me fui a casa y lloré a escondidas. Mamá sufrió bastante con la desaparición de papá, no debía darle más pena. Me acosté con los ojos rojos e hinchados, pero igual me dormí. Esa noche soñé con mi papi. Venía volando. Entró por la ventana y traía en la mano un papel con el número 8. Sonriendo me mostraba el cielo y por allí se iba.

Cuando desperté, le conté a la tía y sonrió. Salió rápido de la cocina hacia su habitación, me dio un peso y dijo que corriera y comprara el número de rifa de la escuela. “Comprá el 8 “. Y no corrí, volé. Lo encontré. Gracias a Dios nadie había querido ese número. Con el papelito verde en la mano, apretado contra mi corazón, se lo llevé y de alguna manera supe que la tía, me quería y no era mala, como pensaba yo, cuando me regañaba. Al número, lo guardó en una Biblia vieja que era de la abuela, y así llegó el día de la rifa. Cuando escuché que cantaban el 8, casi caigo desmayada.

La directora tomó de mi mano el número, miró el que un nene de jardín de infantes tenía en la mano, al que sacó de una bolsita donde estaban todos y tomando la caja, me la puso con cuidado en los brazos.   

            Pronunció un largo discurso, que no entendí, pero creo que dijo: “Luciana se lo merece. Porque es estudiosa y ha perdido a su papá”. Cuando llegué a casa con la muñeca, saltábamos abrazadas alrededor de la mesa del comedor. Mamá comentó que papá me la mandaba desde el Cielo. Ese día creí nuevamente en los Reyes Magos.

 

            Hace unos meses, caminando por el aeropuerto, antes del debut en Durban, en Sudáfrica, se me acercó un nativo, muy extraño, vestido con una túnica amarilla y un enorme turbante de color brillante. Su piel oscura, relucía con el neón de los pasillos. Los ojos parecían dos estrellas negras en un mar rojizo. Una enorme sonrisa acarició mi desconcierto cuando, en perfecto francés, habló: “Su padre, al que veo, dice que el cuerpo está en el fondo de un lago en su lugar de América. Él, su espíritu, está siempre cerca, ahora mismo permanece parado a su lado. Sonrió y señaló la muñeca que llevo desde niña en brazos cuando viajo. Se la regaló cuando usted tenía ocho años. Le expresa que la ama y que se cuide al bailar”. Luego, con paso lento, se perdió entre la muchedumbre en el aeropuerto.

 

 

MITOS AL VIENTO

 

Esa es la verdad, tan solo un mito

La carretera despejada para que circule el viento

así podrían quedar hojas desterradas en oro,

nuestros labios en mudo sortilegio

 

pero mis brazos

y tus brazos se ajustarán a las sombras

buscando el surco donde nace el almíbar

la carne desplazada en la cumbre de la puerta

el músculo sonriente

para imbricar el embrujo palpitante de tus ojos

con un lazo de ébano astillando la tierra

mi cuerpo, mi tierra, edén dormido

que se estremece con la música del viento

 

 

EL CRACK


 

Al Carloncho  “le sonaba “como un bombo en la cabeza, que tenia que ser un creas en futbol. De chiquito se iba a la canchita del colegio de los chicos grandes, se metía por una rotura que tenía el alambrado y practicaba solo. No sabía que lo miraban desde adentro. Cundo llegaba a la casa todo transpirado y sucio, su mamá al principio sacaba la chancleta y dale que dale en la cola. Después bajo los brazos ¡Era de madera ese hijo! ¡Pero acertó que algún día podía llegar a la primera!

A los doce años lo probaron en el club y asombrados, lo aceptaron. Cambió su vida. La madre necesitó cambiar la comida y hacer una dieta especial. Toda la familia estaba revolucionada, un día lo llevaron a la capital. ¡Lástima! ¡Tenía apenas quince años y estaba en el banco en espera para remplazar a los titulares!

Un día llegó. Sintió: ¡Cambia el 8 por el 11! ¡López el 8; desgarrado se retira del estadio en ambulancia! Vamos pibe, demostrá que por tus venas hay sangre de crak. Gritaba el director técnico y la gente parecía hormigas a las que le han revuelto el hormiguero.

El sol se escondió, una nube maligna agredió con una brutal tormenta. Diluviaba y cayó granizo. Carloncho solo veía la pelota. Corrió, gambeteó, voló, hizo mil piruetas y metió un gol, que le dio el triunfo al equipo. Nunca se va a olvidar de ese comento. El griterío, los aplausos y el ruido de mil cornetas eso era la fama, el abrazo de sus compañeros que lo revolcaban por el pasto mojado. De repente el numero 5 del otro equipo se le tiró encima. Todo se oscureció. Una negra noche sin luna se le metió en el cuerpo.

Dicen que ahora en una especie de silla mecánica, mira los partidos y con la cabeza, que es lo único que mueve, dirige los partidos.

En club le hacen muchos homenajes. ¿Pero a él, de qué le sirven, si no puede jugar nunca más? 

ATRAPA SUEÑOS


Fui al piano y me senté. Mi amado piano. Mis manos se movían solas, como si tuvieran independencia de mi cuerpo y de mi mente. La melodía era hermosa, perfecta, pero no la conocía.  No era ninguna de las canciones de los músicos que me había enseñado mi profesora de piano.

Mi mente se quería guardar en su memoria esa melodía. No podía, algo me impedía guardarla. Era como cuando comemos en los sueños un chocolate y no sentimos el sabor.

En el momento en que me desperté, fue como cuando los pájaros salen todos volando de un árbol, así se fueron las notas de la melodía, todas salieron escapando por encima del piano y me quedé sin ella.

Todo el día quería recordar aquella música tan bonita, fui a la escuela pero no escuchaba nada, sólo quería recordarla.

Pero era imposible.

Ni bien llegué de la escuela me senté en el piano, comencé a tocar desde Mozarth a Pink, tal vez si me inspiro puedo recordar.

Pero nada.

Espere ansiosa la noche, quería tener sueño, quería escuchar otra vez la melodía, quería tocarla, quería atraparla.

Nuevamente me fui a dormir, y mi último pensamiento fue imaginarme sentada, en la sala, tocando la melodía.

El piano otra vez. Las teclas blancas, brillantes. Veo mis manos que comenzaron a moverse solas, otra vez la melodía mágica. Hoy está más bella. En mi sueño cierro los ojos para escucharla mejor, así hago cuando quiero escuchar una canción que me gusta mucho cuando estoy despierta.

Otra vez intento atraparla. Preparo mi mente para recordar, a cada nota voy anotándola en mi cabeza. Estoy alerta, ese es un DO, aquel un MI, un RE sostenido por allá. ¡Voy anotando todo en mi mente, ya casi la tengo!

Nuevamente como pájaros se escaparon.

Mis ojos se abrieron y vieron techo de mi habitación. Estoy lejos del piano y no tengo la melodía.

Todo el día otra vez. Desayuno, escuela, los profesores, sus materias, no, no me interesa matemáticas, menos química!!  Almuerzo en el buffet, vuelta clases. Eterno ese día.

Y sin melodía.

Pensé que mejor me tomo las cosas con más calma. Tengo que hacer un plan. Voy a cenar poquito, dicen que no hay que comer mucho en la cena si uno no quiere dormir profundo.

Me voy temprano a mí habitación. No me duermo del todo. Estoy más despierta que dormida. No me pienso dormir del todo. Esta vez no se van a escapar.

No sé a qué hora comencé a soñar, pero sabía que estaba soñando, me fui así, dormida, al piano. No abrí los ojos. Me senté en mi butaca. Abrí la tapa. Esta vez las teclas estaban frías, sentí su textura y dureza. Las sentí. Estaba emocionada.

Comencé a mover mis manos entre las teclas, un poco las dejaba hacer, un poco hacia yo. Cada nota quedaba guardada en cada dedo. Memoria. Las estaba atrapando en mis manos.

Sentí a mis padres hablar preocupados cerca de mí. Eso me aseguro donde estaba. En mi piano, mi amado piano, y estaba tocando MI melodía.

Fui abriendo los ojos de a poquito porque tenía miedo. Estaba nerviosa pero feliz, porque mis manos habían atrapado las notas, y las notas sumadas hacen MI melodía.

No deje de tocar, mis padres estaban asombrados, no entendían nada.

Yo sí, atrapé mi sueño.

 

 

 

miércoles, 21 de septiembre de 2022

¿Y SI NO CÓMO SERÍAN TUS CARICIAS?


En el verde destello de la tarde

Con las palmas sedientas de ternura

Buscamos la caricia que huye lenta

Y descansamos la mirada en la penumbra.

No habrá clamor en la contienda

El hombre escapará sin esperanza

Dejando un centenar de historias y leyendas

Esperando descubrir lo que no alcanza

A comprender del mundo que lo atrapa

Sojuzgándolo sin piedad con la tutela

De titanes despiadados y tiranos

Amantes de la mediocridad y las disputas.

¡Entonces, cómo serían tus caricias?

Aves ligeras que depredan y abandonan.

O plagios de caricias cavernarias.

El hombre mutando amor por horror

Desmorona el amor y la ternura.

Mata a lo que más dice querer con euforia

Deja sangrando la mirada huidiza de quien ama.

 

LA NOSTALGIA


 

            Cerró la puerta y una lágrima se escurrió por su mejilla. La niña Esilda había dejado la casa enojada y a los gritos. Ella, la cuidó desde el día que nació. Su madre tenía una enorme depresión y necesitó de todo el amor para superar su descuido. Hasta que un día nefasto la mujer se subió al barandal del balcón y se desplomó sobre el adoquinado de la calle.

            Su tarea fue doble. Consolar al joven Carlos y seguir siendo la madre sustituta para la chiquilla. Cuando llegó la abuela e impuso el nombre de su anciana madre, don Carlos me dijo que estaba loca, pero que no tenía fuerzas para oponerse a la suegra. Así la llamaron y así creció. Odiaba cada día más su nombre. Cuando comenzó a ir a la escuela las chicas le hacían burla. Ella llegaba llorando y yo, la consolaba con algún dulce u otra monería.

            Dos años después el padre de Esilda conoció a una muchacha joven y simple. La trajo a casa para que yo opinara. ¿Qué podía decir yo? Soy simplemente el ama de llaves y aya de la niña. Se casó y la instaló en la casa. Mi niñita, la comenzó a odiar apenas la vio.

            Pero conseguí hacer que la tolerara y se entendiera, ya que no sería posible que el padre la echara. La nueva ama se llama Rosmarí. Es una joven de sonrisa franca y le encanta la música. Por lo que la radio siempre se prende temprano y la mesa del desayuno tiene ese rumor alegre de la música popular. Conmigo, la nueva ama es amable. No se mete con Esilda porque sabe que la odia. Se lo ha dicho en todos los modos posibles. Le cortó el mejor vestido con una tijera, le roció el cabello con pintura verde, le sacó los tacos a los zapatos nuevos… mil travesuras, que don Carlos iba arreglando como podía.

            Cuando cumplió quince años, armaron una fiesta hermosa. El salón estaba adornado con las flores que esilda adora, el vestido lo compramos juntas en un negocio de la ciudad y se le hizo todo los arreglos a cabello, manos y uñas, quedando muy bonita. Ese día le pidió al padre que Rosmarí no asistiera y la mujer aceptó para no arruinar la vida de su amado.

            Ese día conoció a un joven forastero que la enamoró. Era un muchacho unos años mayor que ella, la niña, ya no era la misma. Caprichosa, nerviosa y malcriada por todos, hacía lo que quería. Fue mi culpa. Un día desapareció. La buscamos por todos lados. En el parque, en la ciudad, en los cines y hasta en clínicas cercanas. Nada. Apareció a los dos días. Era mujer.

            Al poco tiempo, el compañero vino a hablar con el padre y se la quiso llevar. Él, se enojó y lo echó. Yo, solo lloraba junto a Esilda que estaba embarazada. Hasta en eso me siento culpable. La mañana que se fue, cerró la puerta y se fue llorando. Y yo miro todos los días con nostalgia la acera por donde marchó porque se llevó parte de mi corazón de madre sustituta.

 

martes, 20 de septiembre de 2022

DON JOSÉ EL BUEN MECÁNICO

  

 Un día supimos que el vecino se llamaba  José y era un verdadero mago para arreglar todo. Eran épocas en que las casas no tenían rejas y las puertas cancel permanecían abiertas en los zaguanes.  Las veredas brillaban y a la nochecita se escuchaba el silbato del policía que hacía la ronda para tranquilizar a las familias. Todos se conocían y salían en las tardes de veranos con silletas a tomar el fresco en las veredas. Los niños jugaban con las bicicletas o patines. Otros a la mancha venenosa o las bolitas. La payana era el preferido de las chicas de doce a trece años y los varoncitos las miraban de reojo mientras intercambiaban figuritas de fútbol o automovilismo, la difícil era la de Fangio en Italia. Los vecinos hablaban trivialidades o sobre fútbol y las mujeres de la última película o novela en capítulos de folletín.

Don José, como todos, se sentaba en una silla baja y entre las piernas colocaba algún motorcito que estaba limpiando o arreglando. Sus manos siempre hábiles, tenían impregnado el aceite de máquina o la grasa de litio. Hacía maravilla con las “Singer” cuando se trababan y ya sabía arreglar los lavarropas a paleta, que eran el tesoro de algunas señoras del vecindario. 

Los chicos lo querían y lo rodeaban porque mientras hacía sus tareas contaba historias de cuando era chico. Había vivido siempre junto a la alameda, al lado de la sinagoga y los rabinos le daban un espacio para que guardara algunas máquinas que no le entraban en su tallercito.

Un día se fue del barrio sin explicaciones, se lo extrañó tanto, que todos preguntaban por él. Una vecina le contó a mi mamá, que el bueno de don José, se había enamorado de una mujer casada, que vivía en la calle España. El marido, que era violento y golpeador, lo descubrió y prometió matarlo con su escopeta. Huyó, sin dudas. Así después de muchos años lo vimos regresar, canoso y senil el rostro, buscándola. Supo que había enviudado. Nunca la encontró. Dicen que está internada en “El Sauce”, el psiquiátrico de Bermejo. El viejo la fue a buscar, pero nadie quiso decirle si ella vivía. Papá, me relató, que Asunción, así se llamaba aquella mujer, había vagado un tiempo por el barrio hablando sola, juntaba bolsas con papeles y trapos, dormía con unos perros callejeros y que nadie la ayudaba. Apenado papá, trató de ayudarla, pero se negaba asustada. Él, le  pidió a un amigo que la internaran y cuando desapareció, creyó que había sido en un hospital de enfermos mentales. Mamá me contó otra cosa… pero prefiero olvidarlo, ¿para qué saber cosas tan tristes que no tienen remedio?

EL BOCHA

                   

   Escúchame… Petiso esto es serio, te necesito. Sólo con vos podemos cambiar algo las cosas. Es por don Paco.

                   Cuando le llegó el telegrama de despido al Bocha,  se “pudrió” todo. Justo a la semana siguiente que le pidió plata prestada al padrino, para ir a BS.AS.. Imagínate que nadie mejor que él, para deber “guita”. La mitad de su vida garroneó para sobrevivir. Su infancia heroica en la calle, aconsejado por el padrino. “¡Tipazo bonachón!”Pensar que lustraba botines en la esquina de San Martín y Lavalle. Porque don Paco…fue, es y será bueno de alma. ¿Te acordás los sánguches que traía de su casa, la de la Alameda, para todos los pibes que rondábamos por ahí cerca del ferrocarril o en el mercado “La Pirámide”? Yo, si eran de mortadela con lechuga o tomate, me volvía loco, me gustaban tanto, que a veces le pedía dos, pero él decía: - “Pará “Chueco” dejá pa´los otros que también tienen ganas”- Nunca habló del hambre para no hacernos sentir mal. ¡Un tipazo, el don Paco!

                   Crecimos, algunos bien, otros torcidos, como él decía, te acordás hermano... Eso lo abrumaba. Un día me lo contó, porque nos quería como a hijos; que su mujer nunca pudo darle un pibe. Él, nos metió en el bocho el amor a la Argentina, al “laburo”, nos obligó a estudiar y por supuesto a honrar al equipo de nuestros amores, Boquita. Pero mirá, el Bocha ahora, justo ahora, se metió en un lío. No sé qué vamos a hacer. ¿Me dejás que te recuerde por las dudas? Vos fuiste de los que menos necesitaste del viejo lustrabotas, tenías a tu papá y a tu mamá, los dos con trabajo seguro.  ¡Humildes pero de fierro!.

                   Hace como dos años, don Paco le consiguió al Bocha, un laburo en una empresa contratista del estado, que construye caminos, ahí él, manejaba los camiones. Era bueno al volante. Todos aprendimos  en la chatita de don Paco los domingos después que se terminaba el lustre. El Bocha aprendió a manejar re bien. Y ahí comenzó a laburar con él. Me acuerdo que a veces nos llevaba a comer tallarines que amasaba su “jermu”, después, todos salíamos en la chata hacia la cancha. Banderas, cornetas y el termo con yerbiado y tortitas con chicharrones. ¡Qué época inolvidable, ¿Te acordás?! De acá en Mendoza, él, era hincha del Globo, pero si le daba el bolsillo, más de una vez nos llevó a ver un clásico en la cancha, a ver los equipos de la “capi”, los grandes de la primera. Vos sabés ¿cómo me emociono cuando veo alguna foto que nos sacó en una vieja máquina de su hermano?. Están amarillas pero todavía nítidas. El Bocha me dejó perplejo cuando me llamó desde la frontera. Fijate que llevaba una carga importante por el corredor andino, y lo atrapó una nevada de esas que te dejan varado diez o doce días. Allí conoció a un camionero brasileño que le pidió entregara por él, un paquete en Chile.  Me llamó, el Bocha, porque está en cana. Los gendarmes lo pararon, le revisaron la carga y... ¡Sorpresa! Le encontraron el bagayo. De inmediato me hace viajar para allá, y me encuentro con los “bifes” listos. ¡El Bocha, como idiota que es, preso! Como soy el abogado de todos, comienzo el expediente y lo hago trasladar a Mendoza. Todo un caso. Lo primero que hacen los patrones, es echarlo y dejarlo en banda. Y está bien, hasta ahí todo era de esperar. Pero el carioca no apareció ni por el vuelto. Y don Paco y yo de acá para allá, de un Juzgado Federal a otro. ¿Querés que te diga lo que preguntó el Juez?: -¿Para qué quería la guita el Bocha?-;… y el muy tarado dice que le debía plata a don Paco porque quería ir en avión a ver a Boca. Asistir al clásico con River... no le creyó ni por las tapas, por supuesto; el tipo pensó que le tomaba el pelo. ¡Y lo que le dijo era cierto!; pero no la guita de la “carguita”, sino lo que había pedido prestado plata a Don Paco. ¿No sé que voy a hacer; vos que sos más hábil y estudioso, me das una mano? Pensá los años que comimos juntos mortadela en la calle. Ayudame para que ayude al Bocha. Consultá toda la jurisprudencia que exista sobre la causa, hay que sacarlo a tiempo Sino será uno menos viajando a ver el clásico el mes que viene y sería un pecado. Boquita se merece que otra vez estemos todos juntos con Don Paco en la “Bombonera”. Para eso somos los amigos ¿No?

MARÍA, LA ESPOSA

 

           Reinaldo es un chico tan lindo que se paran en la calle frente a la carriola, para mirarlo. ¡Dicen: Parece un Jesús pequeñito! Y la madre se persigna por miedo al famoso pensamiento mágico del que hablan sus abuelas. ¡Lo van a “Ojear”! Cosa de comadres y vecinas sin trámites para hacer, excepto chismorrear.

            Rubio, de ojos celeste y piel muy blanca, como su mamá y su papá, sólo sonríe con dulzura y es tan, tan bueno que es un angelito que crece. ¡Y creció!

            En la escuela era el candidato perfecto para los actos escolares. Su memoria prodigiosa, le permitía recitar, hablar de lo que sus maestras le escribían y aun más, él mismo inventaba discursos preciosos a vistas y oídas de sus docentes. Cuando terminó la escuela primaria salió con el mejor promedio y medallas, fue abanderado y mejor compañero, porque realmente era generoso con todos los chicos.

            Su padre, un hombre sin cultura ni estudios, lo hizo dejar en primer año del colegio secundario y lo mandó a trabajar en una panadería. Allí, lo vieron tan inteligente y serio, que el dueño le enseñó a manejar sus vehículos y repartía todas las mañanas por la ciudad las mejores medialunas y panes de la ciudad. Pronto con su buena educación, logró la confianza de algunos hoteles de lujo y fue contratado para llevar a algunos “turistas” especiales por la ciudad en una “Buataré” de un patrón nuevo que se lo robó al panadero.

            Su padre lo obligaba a entregarle todo lo que ganaba y las jugosas propinas que recibía por su destacada atención a extranjeros. Nunca le dio un dinero para su bolsillo. ¡Eso lo transformó en un muchacho callado, tímido y triste!

            Le encantaba la música. Su madre en escondidas del padre, con sus ahorros domésticos compró una radio y aseguró haberla ganado en la “tómbola de la escuela”, para evitar la ira del su esposo.

            Éste era chofer profesional. Con el trabajo propio y del hijo, compró un automóvil hermoso. Era un Ford negro brillante, con asientos de cuero rojo, radio y todos los chiches de esa época: 1952.            

            Todos los viernes, sábados y domingos, participaba de transporte de novios a las bodas, cumpleaños de todo tipo: quince años, bodas de oro, de plata y mil actividades religiosas de todos los credos. De lunes a jueves el auto dormía en una cochera donde dormía debajo de unas mantas luego de ser lustrado y perfumado.

            Al poco tiempo compró otro de marca diferente; amplio y de color blanco, más delicado y lo usó para llevar turistas de hoteles famosos a personajes “importantes”. Paro ya tuvo que poner a su hijo en uno de los vehículos, porque casi todo el tiempo se superponían los acontecimientos sociales.

            Reinaldo era eficiente y carismático. Su silencio y escucha hacía que los clientes lo prefirieran a él, sobre la charlatanería y mal carácter del padre. Eso molestaba a su progenitor, pero como le entregaba todas las ganancias se callaban y no hacía sino ahorrar para tener mucho dinero en el banco.

            Reinaldo, se levantaba temprano, solía hacerle algún trabajo a su amigo el panadero, por lo que éste le daba un pequeño sueldo que él, juntaba sin decir nada. Así, un día se compró una motoneta Siambreta. Cuando el padre la vio le pegó con la fusta de un caballo de carrera que ya había probado su esposa en varias oportunidades y alguna vez su única hija. ¡Pero permitió que la conservara, siempre que sirviera para trabajar!

            Avaro y rústico, un día le dijo a su esposa: “Prepare una buena cantidad de ravioles caseros con un tuco de mejillones” ¿Para cuándo, preguntó Susana? ¡Para este domingo, que va a venir una familia amiga mía!

            Ese día la mujer y la hija trabajaron mucho. Lustraron los cubiertos de alpaca, heredados de la madre de Susana, la vajilla más fina inglesa, regalo de boda de los tíos de ella, las copas de cristal regalo de un amigo de los padres de Susi, y el mantel finamente bordado por Clarita, la hija que en las monjas donde había estudiado la escuela primaria, le habían enseñado a hacer delicias con hilos y telas. (Nunca le permitió seguir en secundaria y la puso con trece años a trabajar en la farmacia de la esquina)

            A las doce en punto llegaron. Don José Rosales, Josefina López de Rosales y su hija María. ¡Entraron pisando fuerte! Eran rústicos, vulgares y poco sociables. ¡Pero, como dijo Lucio, el dueño de casa… eran los futuros suegros! Sí, era para hacer una transacción social y comercial con los hijos. Reinaldo debía casarse con María, la hija de esos españoles, que tenían una hermosa casa y una muy jugosa cuenta en el mismo banco de Lucio, donde se conocieron.

            La chica menos agraciada del mundo se plantó frente a Reinaldo y le sonrió como un espantapájaros de paja. ¡Éste que había transportados muchachas hermosas, alegres y finas, sintió que su corazón se estrellaba contra un muro! Allí, se murió su espíritu alegre y juvenil

            Nunca jamás podría opinar sin ser golpeado ferozmente por su padre. ¡Era otra época! Finalmente organizaron la boda. La joven mujer se presentó en la iglesia vestida de blanco, sin una pequeña muestra de maquillaje, ni con un peinado especial para un día tan especial; y él, con un traje usado de su padre, de color oscuro, camisa impecable blanca y corbata, parecía un muñeco de fiesta.

            Reinaldo, era alto, rubio, de ojos de un celeste profundo, su bigote fino y su cabello bien peinado lo hacía distinguir entre los clientes que usaban los autos de su padre. En general, gente de mucho dinero y prestigio. ¡Por su educación y buenos modales, era muy apreciado y siempre llamado por jueces, altos gerentes de empresas y sus familias!

            De tarde con su motoneta llevaba correspondencia a empresas. Un día encontró un portafolio con cincuenta mil dólares, cuando llegó a casa de su padre, le interrogó cómo hacer para reintegrar al dueño ese dinero. El padre, avaro pero recto le dijo: ¡Pon un aviso en el diario avisando que tienes el portafolio y da el teléfono del bar del club, para que se comuniquen contigo! Pide una seña sobre los papeles que hay dentro del portafolio, así no te engañarán los carroñeros. El muchacho hizo lo que le aconsejó su padre.

            Pasados tres días apareció el verdadero propietario del dinero. Se encontraron en el club y el hombre cumplió con las consignas. Le regaló cien dólares y se fue. El dueño del bar del club relató a un amigo el hecho y al día siguiente supo que vendría un reportero del diario para hablar con él. La fama se hizo presente por un tiempo. Él, fue un héroe por varios meses. Mientras tanto su vida conyugal era un desastre. La muchacha, que cada día se vestía con ropa muy usada y no se arreglaba, le rogó no salir del lado de su madre y padre. Vivían en una casa con dos cocinas, dos baños, pero las alcobas pegadas cabecera de la cama de padres y de la pareja, por lo que siempre había un pretexto para no tener vida común con María. Reinaldo supo que no tendría un hijo el día que ella y sus padres le plantearon: ¡Mire, un niño significa mucho gasto, trabajo extra en la casa, y María tiene un problema de hormonas que ya sabe…no puede engendrar! La vida se desplomó de pronto. Lo habían engañado y nunca le comunicaron, antes de la boda, que ella era una mujer estéril. ¡Además evitaba el contacto con su marido de todas las formas inimaginables!

            Pasaron los años, los padres fueron dejando este mundo y partían al cementerio. Reinaldo era un enamorado de la lectura y de la música. Soñaba con tener una mujer que lo acompañara al teatro o al club, cosa que nunca logró. Una mañana cuando Reinaldo cumplió cincuenta y seis años, le dio un A.C.V. vivió unos meses y dejó este mundo. Lo lloraron sus clientes, sus conocidos de club y nosotros sus parientes que lo apreciábamos mucho. María no lloró ni en la despedida en el Campo Santo.

            Al año, fuimos con Juan Carlos y Florencia, mis hermanos a saludarla. ¡OH, sorpresa…vestida con la ropa de su “padre”, el cabello cortado como un soldado prusiano, y borceguíes! Era un hombre de la época de la segunda guerra mundial. Nos atendió con una sonrisa irónica y nos invitó a conocer su oficina. Allí descubrimos que era amante de la tecnología y de las más “interesantes” novedades sobre climatología del mundo. Tenía aparatos muy modernos para detectar todo tipo de factores ambientales de la atmósfera y sus tormentas. ¡Aun nos preguntamos si en realidad era un hombre en el cuerpo de una mujer! ¡O una mujer ocultándose en la figura de un hombre! ¡Eso sí, vivía encerrada como un monje dentro del caserón que escondía una historia de novela! Su verdadero yo.