Cerró la puerta y una lágrima se
escurrió por su mejilla. La niña Esilda había dejado la casa enojada y a los
gritos. Ella, la cuidó desde el día que nació. Su madre tenía una enorme
depresión y necesitó de todo el amor para superar su descuido. Hasta que un día
nefasto la mujer se subió al barandal del balcón y se desplomó sobre el
adoquinado de la calle.
Su tarea fue doble. Consolar al
joven Carlos y seguir siendo la madre sustituta para la chiquilla. Cuando llegó
la abuela e impuso el nombre de su anciana madre, don Carlos me dijo que estaba
loca, pero que no tenía fuerzas para oponerse a la suegra. Así la llamaron y
así creció. Odiaba cada día más su nombre. Cuando comenzó a ir a la escuela las
chicas le hacían burla. Ella llegaba llorando y yo, la consolaba con algún
dulce u otra monería.
Dos años después el padre de Esilda
conoció a una muchacha joven y simple. La trajo a casa para que yo opinara.
¿Qué podía decir yo? Soy simplemente el ama de llaves y aya de la niña. Se casó
y la instaló en la casa. Mi niñita, la comenzó a odiar apenas la vio.
Pero conseguí hacer que la tolerara
y se entendiera, ya que no sería posible que el padre la echara. La nueva ama
se llama Rosmarí. Es una joven de sonrisa franca y le encanta la música. Por lo
que la radio siempre se prende temprano y la mesa del desayuno tiene ese rumor
alegre de la música popular. Conmigo, la nueva ama es amable. No se mete con
Esilda porque sabe que la odia. Se lo ha dicho en todos los modos posibles. Le
cortó el mejor vestido con una tijera, le roció el cabello con pintura verde,
le sacó los tacos a los zapatos nuevos… mil travesuras, que don Carlos iba
arreglando como podía.
Cuando cumplió quince años, armaron
una fiesta hermosa. El salón estaba adornado con las flores que esilda adora,
el vestido lo compramos juntas en un negocio de la ciudad y se le hizo todo los
arreglos a cabello, manos y uñas, quedando muy bonita. Ese día le pidió al
padre que Rosmarí no asistiera y la mujer aceptó para no arruinar la vida de su
amado.
Ese día conoció a un joven forastero
que la enamoró. Era un muchacho unos años mayor que ella, la niña, ya no era la
misma. Caprichosa, nerviosa y malcriada por todos, hacía lo que quería. Fue mi
culpa. Un día desapareció. La buscamos por todos lados. En el parque, en la
ciudad, en los cines y hasta en clínicas cercanas. Nada. Apareció a los dos
días. Era mujer.
Al poco tiempo, el compañero vino a
hablar con el padre y se la quiso llevar. Él, se enojó y lo echó. Yo, solo
lloraba junto a Esilda que estaba embarazada. Hasta en eso me siento culpable. La
mañana que se fue, cerró la puerta y se fue llorando. Y yo miro todos los días
con nostalgia la acera por donde marchó porque se llevó parte de mi corazón de
madre sustituta.
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