viernes, 16 de septiembre de 2022

EL CASAMIENTO

 

            Cuando nació Claribel, por ser la décima hija mujer de entre quince hijos, no fue una fiesta. Guardaron el vino frío en el aljibe, para otra oportunidad. Diez mujeres y cinco hombres, era una desproporción de brazos para trabajar los campos. Laureano, el padre, rudo macho de campo, entretejía sueños para el futuro. ¡Pero otra nena! Era demasiado.

            Elvira, su mujer lloró. Esperaba que con ese parto se terminara la espera de otro varón. ¡Algo pasaba entre el “santito y ella” que no le hacía parir  machitos! Hasta las ovejas y las vacas, tenían hembras. Por lo único que se alegraba su marido, porque se preñaban y cada vez tenía más hacienda.

            Había que agrandar la casa. Agregar otra habitación y tal vez, conseguir hacer un baño digno, como lo vieron en la gasolinera cerca del pueblo. Ese año de sequía, faltaba pastura para los animales y los muchachos y las chicas, tenían que ir lejos a buscar algo verde que consumieran los bichos.

            La nombraron Claribel, y era tan buena, que no se la oía ni cuando se olvidaban de darle de mamar. Así fue creciendo, solitaria y callada. El cabello ralo y mejillas flacas. Ojos grandes de color sereno y piel enrojecida por el sol y el aire.

            Pasaron los años, once para ser justos y se fueron yendo de a uno los más grandes para formar sus chacras y sus laboreos. Juan, el mayor, aprendió por constancia la herrería. Nacho, el segundo, era muy bueno domando equinos y fabricando muebles de campo. Leonor, se fue de acompañante de una vieja tía, en otra ciudad a muchos kilómetros de la “casa”. Rolando, se metió en una riña en una taberna y terminó preso, por matar a un comerciante forastero. Laureano, no permitió que ninguno de la familia lo fuera a ver al penal. ¡Que se pudra, dijo!

            Así fue pasando el tiempo, cada uno con su vida, Claribel un día salió al patio y se encontró con un par de ojos verde oscuro que la miraron asombrados. Era un comprador de los “chacinados”, que hacían en su casa. Chorizos de muy buen sabor y calidad, famosos entre los buenos cocineros. Ambos quedaron embobados. Ella nunca se había cuestionado su figura, su larga cabellera que en cascada de rulos caía sobre su cintura en un rabioso color azabache. Sus ojos de color Celeste y una piel clara y simple como la del durazno maduro. Sin palabras, quedaron perpetuas en las mentes. Él, dijo: ¡Niña, llame a su padre, es lo más bello que he visto después de andar por medio país!

            Ella tartamudeó asombrada: Pase y espérelo unos minutos que ya viene. ¿Desea algo? ¡Sí que se case conmigo! La muchacha se moría de risa, y sus mejillas tornaron de un rosa pálido a un rosa fuertísimo.

            Cuando ingresó el padre advirtió como se miraban esos dos. Pero Claribel tenía catorce años y el hombre por lo menos treinta. El padre intervino enviando a su hija a preparar un café, dada la hora. Desapareció la niña y regreso con una bandeja y las tazas finas de café, y bizcochos de canela y miel. El, temblando tomó lo que le ofrecía, el corazón saltaba de su pecho tratando de abracar cada movimiento de la chiquilina. Bebió y estaba tan caliente que se quemó el paladar. Se sintió perdido. Pero sus ojos seguían ensimismados en Claribel. El padre advirtió la situación y apuró la venta. Darío, el comprador encargó para comprar cada veinte días una partida de productos de cerdo y especias. Salió con un enorme cajón de productos y el corazón en la mano, loco de toda locura: el Amor.

            Cada veinte días llegaba con su pequeño coche y esperaba encontrar a Claribel, siempre le dejaba una nota de amor, un regalo o flores. Ella cada día ponía más su ilusión en esas visitas que esperaba con ternura. Pero su padre asustado por la diferencia de edad, la envió a cuidar a una de sus cuñadas al sur, que al caer de la escalera se había fracturado una pierna y tenía tres niños pequeños. Así, logró separarlos. Pero…él, esperó. Sabía que regresaría.

            Ese verano habló con Laureano, le pidió permiso para ser novio de Claribel, cosa poco usual en ese tiempo. ¡Pedir la mano se había dejado de usar pero viendo cuánto le incomodaba al padre el romance, lo hizo! Y entre protestas y rodeos, le permitió que con un hermano saliera a tomar un refresco o un helado los domingos a la tarde. Así pasaron los años. Claribel cumplía veinticuatro años y un domingo esperó y esperó a Darío. No vino. Diez años esperando para verse sólo un rato por semana y ese día no había llegado.

            Darío, mandó avisar que estaba enfermo. Su hermana se presentó en la vivienda y expresó su pena y pidió que apenas se mejorara Darío, se organizara el casamiento. Y así se hizo. Claribel se cosió un hermoso traje de novia, usó el velo de tul de su madre y esperó con las flores rodeándole en diadema la frente. Él, llegó en un brillante auto negro. La boda fue hermosa. Sólo la esposa sabía cuán enfermo estaba su amado. El tiempo de amor fue breve. A los seis meses, el corazón de Darío dijo basta y se detuvo. Los brazos amorosos de Claribel, recibieron su adorado cuerpo como un regalo de los cielos. Pero no lloró, sólo sintió que el miedo y prejuicio de su padre, le negara más tiempo de felicidad.

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