viernes, 31 de enero de 2025

UNA MONEDA DE ORO DE LUÍS XV

  

Nunca supe cómo llegué a las manos de mi dueña. Ella es una doncella de catorce años y vive en una casona en Rue Saint Michel. Ayuda a Madame Regine de Garigny en la recepción de sus amistades, cuando a las tardes se reúnen para leer a los poetas.

De unas manos, que ni recuerdo, pasé a ser el bien más preciado de Cristinne. Y me escondió en un pañuelo que encontró olvidado en el sillón de terciopelo gris del salón una noche al despejar la sala. Como un amuleto, me dejó en el cajón de sus enaguas. La pobre muchacha ha llegado del interior, de la Provenza, un otoño en que París parece languidecer con las calles y los Campos Eliseos, están bastante despoblados. En algunas zonas se ven personas que hacen fuego con pedazos de maderas que juntan de los barrios altos y se calientan, los pies descalzos o mal cubiertos, con botas viejas y rotas.

Cristinne, sale con madame al mercado a comprar quesos y verduras, algunas chuletas y vino. El coche las espera rodeado de chiquillos que mendigan unas monedas y pan. Madame Regine suele repartir generosamente pan y algunas monedas de baja valía.

Al ingresar en la casa, se saca el sombrero y le pide a la jovencita que caliente agua para sumergirse en la enorme bañera de latón. Pone perfume de violetas y con jabón de malva tiene que ayudarle a sacar el olor fuerte que trae del mercado. Son momentos en que mi dueña sueña. Piensa en todo lo que puede hacer con un Luís de oro.

Han pasado los años, Cristinne, se casó y dejó París, me llevó consigo en su pequeño bolso, pero en la carretera a España, los asaltó un grupo de hambrientos y yo caí en manos de unos truhanes. ¡Qué horror! Cuando me vieron un hombre sucio y con un solo ojo, me mordió y dio un grito de júbilo. Yo creí morir, siquiera me derritiera como las velas de sebo que usan para iluminar sus magras cuevas. Nunca más veré a mi niña. Siempre perfumada y bondadosa. ¡Era su más preciosa joya! Y estos malhechores, me manosean con sus dedos llenos de ajo y tierra. Creo que hay uno, que tiene un diente de oro, que va a matar al que me mordió la primera vez, porque le leo la mirada de avaricia cuando el mugroso me expone a los ojos de unas pobres mujeres infelices cargadas de chiquillos enfermos y hambreados. Sucedió. Lo acuchilló por la espalda y me arrebató de un braguero inmundo que tenía el difunto. Me besó. ¡Qué asco! Su boca parece una cripta donde yacen cien muertos pudriéndose. Me escondió en su bota, que a decir verdad le robó al esposo de mi querida Cristinne. Pero el olor nauseabundo es de sus calcetines viejos y rotos por donde emergen dedos llenos de ampollas y sangre seca.

Este monstruo viaja con dos landreros que se solapan en los recodos y asaltan los coches de gente decente como uno. Si encuentran otras parientas mías, dan gritos que retumban en los bosques donde se esconden. Yo, me caí en un cruce de caminos de las botas del ladrón y lo perdí de vista. Quedé allí, enterrada en un colchón de hojas y barro por bastantes años.

Aparecí en un siglo que por los sucesos es por lo menos cien años después. Una máquina muy ruidosa, me despertó removiendo árboles en el bosque. Cuando vio, quien la usaba,  algo tan brillante entre las raíces de un viejo árbol soltó un grito: ¡Alto!

Buscaron y rebuscaron por más, pero, yo soy una sola. Mi nuevo dueño es un tipo rudo, mal hablado y hosco. He visto unos carros muy ruidosos que no llevan caballos. Parecen animales metálicos con un motor. Escuché que le dicen automóviles, pero son muy primitivos, ya verán más tarde por qué. Me llevó en una bolsa pegada a la tela de su chaqueta en dónde había una sarta de cosas: una navaja, unos papeles, un peine, monedas que ni se asemejan a mí.

Cuando se hizo noche, se alejó en un aparato parecido a dos ruedas con unos caños que supe es una bicicleta. Llegó a una humilde vivienda de las afueras y entró como un tropero, vociferando que había encontrado algo “precioso”. ¡A mí! Una mujer lánguida casi desnuda, sin peluca ni faldas amplias, lo cazó de un brazo y le exigió que me mostrara. Ella tendió su mano y ahí, quedé yo, sola, triste y preocupada. ¡Esa mujer no tiene la ropa adecuada como mi ama anterior!

Algo extraño pasó. Me dejaron escondida debajo de una losa del suelo en una habitación junto a una chimenea a carbón. Y desde allí solo escuchaba las peleas de esos dos seres que parecían rugirse. Pasó un tiempo corto y llegaron unos pequeños, por las voces diría con mi poca experiencia que eran como siete. Hablaban con unas palabras que yo no había escuchado nunca. Era un argot novedoso y tardé un tiempo en descifrar lo que significaba. Los muchachos y jovencitas venían de un mercado cercano en el que mi descubridor vendía madera y plantas o hierbas medicinales. ¡Eran puras mentiras! Las plantas no curaban a nadie, pero traían jugosas monedas que un día juntaron conmigo. Gran error. Una de las chiquillas, una noche hurtó varias, entre ellas a mí, y me llevó a un bar donde un muchachote la embriagó, la amancebó y por supuesto le quitó su dinero, luego, supe por oídas, que apareció en un callejón con la cabeza aplastada. El indigno varón, fue puesto en un barco como prisionero y lo llevaron hasta una isla, en medio del Mediterráneo. Lo despojaron de su bolsa y yo fui a parar a un cofre muy paquete del capitán del bote. Así luego de unas cuantas detenciones en puertos del oeste de Europa, se hizo a la mar, con un pequeño grupo de marineros y siguió hasta la Isla de Asunción. ¡Qué clima hermoso! Allí pasé de mano en mano por compras y ventas varias y fui regalado a una verdadera dama.

Con Sully Kinleroyt permanecí un tiempo largo. Me hizo incrustar en una pendiente que bailoteaba entre sus senos jóvenes y tibios. ¡Era, yo, una atracción a los ojos avaros de muchos: hombres y mujeres!

 Mi adorada Sully envejeció. Un día me regaló a la más bonita de sus sobrinas. Anny, quien me guardó entre varias joyas que recibió de sus mayores.

Pasó mucho tiempo para que yo entrara en el continente americano. Viví en Brasil, luego pasé a Paraguay y terminé en Buenos Aires. ¡Una enorme ciudad del sur!  Por todo lo que me ha sucedido me defino como un sobreviviente.

En esa gigante ciudad ya había entrado el siglo veinte. Tenía calles enormes, pampas enormes y era un país enorme. No puedo recordar cuándo me entregaron en un Lugar donde prestaban dinero cuando dejaban objetos: Algo como: Monte Pío. Junté paciencia en una vidriera oscura y oscura. Hasta que vino un inmigrante libanés y se prendó de mí. Era un comerciante inteligente y creativo.

Viajaba haciendo negocios por todo ese enorme territorio que parecía tenerlo Todo: trigo, arroz, ganado vacuno y equino, petróleo, un mar gigantesco y gente que hablaba español y mezclaba con palabras de los distintos idiomas de sus exiliados del mundo.

De él, he oído de dos guerras de las que me salvé en Europa y de otras en oriente. Pero ya soy un poco más finita, más pequeña, por el eterno desgaste al que me he visto torturada. ¡Es mi dignidad por ser de oro!

En una zona montañosa donde Amín, mi dueño, se enfermó con un enorme bulto en una muela; me tuvo que entregar a un “dentista”; en mis épocas pasadas se les decía “saca muelas” y lo hacían los barberos. Pero ahora he visto, cuando le pasó conmigo varias libras esterlinas de oro, un papel recortado en un marco de madera, un certificado de este señor de bata blanca; que indica que es Cirujano Dentista. Me miró con curiosidad y se puso a hablar de historia, mi historia. ¡Bueno, de la época en que me acuñaron allá en Francia! El entusiasmo del hombre, el otro con la boca abierta, lo escuchaba embelezado. ¡Siempre los dentistas los tienen con la boca abierta!

Gracias a ese caballero, un erudito en historia, me enteré de cientos de cosas inventadas y creadas entre que me acuñaron y hoy. ¿Saben que han encontrado un remedio para la viruela, la peste negra y hasta hay un descubrimiento que cura la “tisis”, la lepra, la sífilis y tantos males que llevaban a la pobre gente a las fosas? Yo no lo conocía. Es un milagro. El libanés quedó encantado con el orador. Le pidió si quería que le enviara clientes y por supuesto, dijo que sí.

Cuando el comerciante dejó el lugar sin su muela y su flemón y con unas monedas valiosas menos, el doctor ingresó en su hogar y llamó a su esposa y le mostró mi cuerpo. Ella, le pidió, que la quería guardar. Él, la quería vender para comprar herramientas para su consultorio; ganó la mujer. Así, viví un tiempo en una pulsera de oro que tenía como dije mi dueña. Me amaba. No era avara, era una persona llena de amor por las cosas bellas.

Un día que salió a festejar un aniversario de bodas, entraron dos cacos y me arrebataron del cajón donde estaba guardada. Y junto a otras chucherías bonitas me llevaron a un sótano donde me hicieron lo peor que le puede pasar a un ser especial como yo: me derritieron y me juntaron con otras joyas para no ser detectados por la policía. Los muy ignorantes, no sabían que tenían una “Inmensa Historia” frente a sus narices.

Todavía mi ex familia me llora. Yo, no puedo decirles donde estoy, no lo sé.

 

VIAJERO INESPERADO


         

Era una melodía antigua. Llenaba el gran salón de la casa familiar. Allí se acomodaban como panes tibios los recuerdos de la juventud de Rosaura. Era una de esas tardes espiraladas de ensueños. El perfume inconfundible de la humedad de los cortinados de seda pesada como la memoria, se enroscaban en su interior creando un laberinto de música secreta. Volvió en mudo despertar a la edad del amor incontenible. Recordaba la figura perfecta del muchacho que llenaba su interioridad. Era un joven macho, lleno de fuerza y misterio. Era él, su enamorado inalcanzable. Casado con su hermana Matilde, era el ser más imposible para su pasión adolescente.

                        El piano era el lazo frecuente para su acercamiento amoroso. Juntos solían sentarse orillando teclado con ágiles y febriles movimientos. Chopin era el favorito. Jugaban con la mágica filigrana de las notas. Allí podía expresarse en únicos momentos. Él apenas la miraba pero igual compartía un diálogo íntimo y alegre. Él nunca conocería  su amor.

                        Matilde, su hermana mayor, se reía con la ingenuidad de quien nunca desconfía de la sangre. Matilde inusitada enemiga. Dulce y amada Matilde. ¡Era su querida hermana! Él, apasionado como pocos, adoraba ese rostro, esas manos y ese cuerpo que vivía deformado por eternas maternidades. Matilde era la madre perfecta, la esposa indispensable. Era noble y buena. Ella, Rosaura, en cambio era arisca e innoble. Con sus quince años... recontaba los minutos y desafiaba al cuñado en el piano. Era su reto. La vida y su futuro.

                        El tiempo, escoria del destino... la dejó sola e inerte. El corazón vacío. No pudo amar a otro. Sus recuerdos la enroscaban a la historia de su vida. Los recuerdos... la bandada gris, iba colmando el cielo de su mente. Ya tenía casi ochenta y ni él, ni ella lo sabrían... ya no estaban. La canción perduraba en la memoria inesperada. El sol se iba alejando entre los cristales y los viejos cortinados cenicientos. Sus ojos se cerraban lentamente y él entró en la sala, caminando directo hacia el piano, le tomó la mano y la invitó a tocar junto a su cuerpo extrañamente joven. Matilde observaba desde el sillón favorito, con una tenue sonrisa. La sonata de Chopin... desgranaba sus notas como una cascada de agua plateada y cometas. Se alejaba... se alejaban.

 

JUAN MANUEL

 

            Por su porte, lo miraban todas las muchachas y algunos muchachos. Pero aun era un púber. Trajinaba calles vendiendo frutas de la chacra de sus abuelos paternos a quienes le debía su educación. Su padre le era una especie de fantasma imaginado perpetuamente porque nunca regresó de un viaje por las islas del sur. La amarillenta fotografía que tenía de él, se estaba desdibujando con el tiempo y la humedad de la casa.

            De su madre, solo escuchaba chismes malintencionados de las vecinas y del cuchichear de sus abuelos. Le parecía que era una vampiresa de esas de las novelas que escuchaba su abuela por la radio. Pero nadie le decía la verdad. No sabía ni siquiera cómo se llamaba y si vivía en ese pueblo.

            Soñaba despierto. Pensaba que sería un torero como el “Piquín” o el “Muletilla”; pero ya a su edad no lo aceptarían en ningún ruedo. A veces iba con el abuelo a los toros. Miraba azorado el valor de esos muchachos que enfrentaban los toros en la arena.

            Un día, una mujer de mediana edad, se acercó y quiso hablar con el viejo, pero este se hizo a un lado y lo tironeó de la camisa bruscamente. ¡Vamos, salgamos de aquí que hay un demonio cerca! Y se lo quedó mirando mientras la mujer le decía dos o tres mezquindades.

            Esa noche escuchó clarito una discusión entre ellos, sus abuelos. ¡Que no dejaste hablarle al niño! No, mujer, si casi me insulta. ¿Pero él la vio bien de cerca? Bueno había mucha gente alrededor, puede que no la viera muy bien. Y el murmullo se fue sofocando como él, pues comprendió que algo importante tenía esa mujer con los abuelos y su persona.

            De camino al mercadillo, un sábado, se cruzó con ella. Se la quedó mirando y se imaginó que podía ser su madre. ¿Cómo le hablo? Pensó, pero siguió rápido su camino, no fuera que sus abuelos se enteraran y se armara un lío.

            Juan Manuel cumplía los dieciséis años y vino de la aldea de Portezuelo un tío, que era su padrino. Le traía un traje de tela gris oscura. Un regalo inesperado para ese chico que tenía poco y nada propio. El padrino era hermano de su padre. Y le habló muchas historias de cuando eran niños. Se fue tarde, casi al anochecer.

            ¡Mira Juan Manuel, parece que se viene una buena… la mili está muy alborotada y el general Franco, está dispuesto a enfrentarse con los rojos! Y de golpe sintió orgullo de sus ideas. ¡Quiero ir a la mili, abuelo! Tú, niño, ni pensarlo. Dicen que se viene la guerra y ni te imaginas lo que se sufre con ella. ¡Es un monstruo que no dispara con justicia, sino con odio y venganza!

            Ese domingo se puso el traje que le regaló el padrino y decidió ir a la iglesia del pueblo. Que lo vieran las muchachas. Que creyeran que era un hombre y que su pecho, ya no enfrentaría a un toro, sino a un soldado o cien o miles.

            Juan Manuel, estás muy guapo. Este muchacho es un milord en persona. Un majo. Un mozo de orfebrería. Y una y otra comparación que no entendía. Se sintió enorme, sabio e inteligente. Se sintió un elegido.

            Pocos días después, comenzaron las riñas en el pueblo. Ya no había esa amabilidad que era su fuente de alegría. Los vecinos peleaban, se decían vulgaridades y hasta se comenzaron a pegar con herramientas de labranza. Aparecieron camiones con hombres de otros pueblos y después del ejército. Los primeros tiros, eran oídos sin preocupación, hasta que al salir a la calle vieron al cura muerto con un balazo en las sienes. Otro día en la noche, se sintieron disparos más fuertes y cayeron don Paco y Lisandro. ¡Eran rojos, dijeron!

            Juan Manuel, ya no se sentía un chiquillo, era un hombre dispuesto a luchar. Pero una mañana que salió para llevar las naranjas, vio muchos muertos en las calles y él, no quería participar de esa locura. Caminó por la orilla del río y vio más caídos. Más sangre y de pronto, una mano de mujer lo sujetó con fuerza. ¡Vete niño! Era la mujer del encuentro. ¿Y a usted quién le dio vela en este entierro? ¡Soy tu madre, y te ruego que vuelvas con tus abuelos y se escondan y guarden toda la comida!

            La mujer llevaba una escopeta y un brazalete de paño rojo. ¡Esa era su madre! Y le quería evitar un desastre. Juan Manuel no alcanzó a preguntarle el nombre cuando un balazo le entró en las tripas. La mujer se agachó sollozando. Amor mío, te quiero con toda mi alma. Y cerró los ojos del niño que se creía un héroe de verdad.

LILA

 


“Cae lentamente al estanque, donde los nenúfares le hacen bromas a las libélulas que copulan para continuar con la vida” Anónimo.

 

        La pequeña Lila va dejando esa edad, cuando no se ha vivido sino una niñez tranquila y festiva. Al cumplir los once años, su amada Edelmira, madre del corazón, comenzó a tener esa tos pertinaz y dolorosa, que la derrochaba sobre blancas sábanas y almohadones orlados de puntillas. Comía poco y dormía mucho. Su piel se transformó en un frágil alabastro suave, a veces ambarino, a veces por las fiebres y calenturas de un encendido color encarnado. Una fina pedrería de sudor, refrescaba su arrebol. Cual rocío matutino cada prenda que cubría su escuálido cuerpo humedecido, el satén y las sabanillas. El ralo cabello otrora dorado, era una mata selvática que desparramaba sombría, desdibujada y pajiza.

        Lila la veía como se iba deshaciendo día a día. Casi como una hoja transparente de seda, o de esas que se colocan entre las hojas de los libros y semejan un encaje ocre, simulando ser hoja, simulando ser un tul de finísima estructura. La amaba. Espiaba cada momento sus convulsiones que comenzaron a ser cada minuto más cercanas y terminaban con unas gotas de sangre. Los ojos hundidos y condecorados por medialunas violáceas.

        Su padre, Alcides Morelos, la había traído cuando Lila apenas daba unos pequeños pasos para caminar, y ella, le dio la mano y el amor de una madre inexistente. Nació del amor de ellos, un muchachito de cabello negro, ojos oscuros y rebelde. Creció jovial y dislocado. Reía y rompía cada regla, cada voto, cada reflexión que quisieron inculcarle, en la casa era infrecuente verlo sentado a la mesa, dormir a las horas apropiadas y en la escuela duró tan poco que apenas aprendió algunas letras y números del ábaco.

        Siempre el padre observaba a ese muchacho díscolo y mal aprendido, con desconfianza. Y sí, un día se escapó llevándose una jaca brava. Tenía apenas doce años. Lo trajo un juez, con un moretón en la mejilla y un brazo fracturado. Sin caballo y sin zapatos. El padre, pagó la deuda de los destrozos que había hecho en el pueblo y lo encerró una semana en la alcoba. Lila le llevaba en escondidas algunas confituras y limonada fresca.

        Salió más tranquilo, pero… lleno de ganas de vengarse. Edelmira murió. Su esposo, lloró sobre el cuerpo triste y el corazón vacío. Lila lloró a su lado y juntos la llevaron bajo el jacarandá que ella amaba.

        Cuando el muchacho cumplió quince años, su padre fue a buscar un cargamento del puerto y se quedó dos meses, esperando el barco. Cuando regresó encontró a Lila con el rostro sombrío. Callada y triste. Creyó que extrañaba a Edelmira. Pronto supo que la muchacha estaba embarazada. Su hermano, la empujó por la escalera y el niño murió sin nacer.

        Pasó un tiempo en que el padre trató de saber quién era el padre de aquel vástago. La niña callaba. Cada momento más taciturna y esquiva. Su hermanastro la miraba con dureza y presagio de golpizas. Ella cumplió quince años y el muchacho catorce. Lila le rogó a su padre que la dejara marchar de la casa a un convento. No era posible que la aceptaran si sabían del embarazo y pérdida. Se transformó en un fantasma en vida. Cada noche, encerrada en su alcoba, espiaba por una hendija cuando su hermano pasaba rondando por los pasillos como gato silenciero.

        El padre necesitó marchar nuevamente al puerto y cuando regresó, ella nuevamente estaba encinta. La duda ya no era duda, claramente era el muchacho el causante de ese destrato. Golpeada y arrastrando su pudor adormecido, llegó a término. Nació una hermosa niña. El muchacho, en la noche, la tomó cuando Lila dormía y la llevó al río y allí la arrojó sin el menor dolor.

        Los gritos despertaron la casa. ¿Dónde está la niña? ¿Adónde y quién me la ha quitado? La risa descontrolada del muchacho dejó a todos boquiabiertos. Un malvado demonio vengativo. Un truhán. Un asesino.

        Con quince años había sido capaz de abusar de su hermanastra y matar su hijo. El padre tomó la escopeta y sin pensarlo mucho, lo corrió por el campo y lo acribilló cayendo, este, sobre el trigo dorado que ya maduro, quedaba mojado por la sangre de quien fuera de su propia sangre.

        Dicen los lugareños que al día siguiente Lila flotaba en el estanque junto a las libélulas y flores de pétalos blancos.   

 

 

martes, 28 de enero de 2025

ANA FRANK

 

       

 

            RASGUÑÓ LAS PAREDES DEL ALTILLO

            SURGIERON SÓLO ESTRELLAS AMARILLAS.        

 

RASGUÑÓ LA PIEL DE MARGO Y DE SU MADRE

 

SURGIERON BLANCAS VIOLETAS PERFUMADAS.

 

RASGUÑÓ LA PIEL DE “PETER” EN UN ABRAZO TIERNO

SURGIERON MARIPOSAS DE COLORES QUE ESCAPARON

 

RASGUÑÓ LAS TABLAS DEL VEHÍCULO

SURGIERON GOTAS DE SANGRE Y LAMENTOS…

 

RASGUÑÓ LAS PAREDES DEL HORNO CREMATORIO

SURGIERON LÁMINAS DE PLATA EN EL AIRE DE BERGEN BERGE

 

REGRESÓ SU PADRE AL TIEMPO DE LOS CAMPOS

SURGIÓ UN CUADERNO CON TU NOMBRE… ANA.

EL HOMBRE DEL BASTÓN


 

Amanecía en “Las Compuertas”, campo si los había, pletórico de sembradíos. El trigo en paños se movía como la cabellera rubia de una doncella, los girasoles, abrazaban el sol con un esfuerzo supremo de convertirse en ese inmenso disco de fuego, alabando al demiurgo, el maíz estiraba sus verdes brazos hacia el infinito con sus penachos dorados que inseminaban los granos de los maíces.

El ladrido de los dogos, alteraban el suave sonido de las aves. Unas nubes rosadas se almacenaban sobre los eucaliptos al oeste. Entre la vegetación, sobresalía la casa. Antigua y dura. Las piedras con musgo empobrecían las viejas paredes despintadas y la cal sólo se enseñoreaba en las zonas altas. Los ventanales distraían la mirada de los que se atrevían a llegar hasta el portón de hierro en la entrada. Atadas con cadenas, se retorcían los postigotes rotos por las tormentas.

Un parterre de flores amarillas, apretaban sus pétalos dorados, confiando en la orilla de la escalera la entrada. La puerta, despintada había sido verde. Una aldaba de bronce, con la figura de un extraño duende o demonio, servía de anzuelo para llamar a los habitantes de ese caserón avejentado.

Celmira, se asomó, cuando los animales comenzaron a desgarrar sonidos agudos. Una sombra se deslizaba sobre los pastos duros del camino. Un sombrero negro, ocupaba el cuerpo de un alguien atrevido y ajeno. La capa soportaba el torso desgarbado del personaje y un bastón sobresalía a cada tranco que revoleaba para sacarse de encima los perrazos.

¿Quién vive? Gritó la mujer, secándose en el delantal las manos húmedas de miedo. Deténgase o disparo. Los animales dejaron de ladrar y zigzaguearon alrededor del cuerpo mustio y desgarbado. Ella, abrió la ventana con cuidado. Apenas asomó el rostro y el perfume del tabaco fino y a humedad del susodicho, le dio en la nariz.

Mi nombre es Plácido Villoria. Vengo desde el Cortijo de Andrada. Me envía don Lezica. Quiero hablar con usted o con su padre.

Celmira, sintió un escalofrío. ¿No sabía Lezica que su padre yacía en un lecho perdido, sin conocer a nadie, ni siquiera a ella? Cerró la ventana y pidió licencia para acomodarse un poco. En realidad, buscó el viejo revolver de Francisco y lo escondió bajo su delantal de cocina. Abrió lentamente la puerta. Lo miró de frente. Unos ojos negros se clavaron punzantes en su rostro. Hable conmigo, mi padre duerme y no lo voy a despertar por un desconocido. Hizo un ademán y la rodearon los mastines.

¿Puedo pasar?- dijo el desconocido. ¡De ninguna manera! Acá no entra nadie sin mi consentimiento o el de mi capataz. Francisco ha ido a comprar herraduras y un barril al pueblo. Regresará más tarde. ¿Qué necesita?

Disculpe mi atrevimiento, pero, don Lezica y su tío Andrada, me pidieron que viniera a por la cosecha del trigo. Quieren comprarla y yo se las voy a llevar al molino de Ahumada. Quieren que me diga un precio a pagar por todo el grano.

Celmira, se acomodó contra la pared, necesitaba aire. ¿Cuánto podría pedir por semejante cantidad de trigo? Se restregó las manos. El hombre clavó sus ojos de ascuas en los dedos deformados por el trabajo duro que veía en ellas. Lo voy a pensar. Esperaré que venga mi capataz y haré números con mi padre.

Plácido Villoria sonrió, le brilló un diente forrado en oro en una boca austera de otros dientes. Si quiere lo esperamos. O despierte a su padre y él, podrá decirme cuánto quiere. Sacudió el bastón sobre el lomo de un animal que se acercaba mucho. ¡Ey, no me muerdas tunante!

Sal de ahí, Ulises, el señor te tiene miedo. Y el animal bajó las orejas pero el brillo de los pelos marrones, erizados, reflejaba su astucia y atención. ¡Dije que no pasa nadie a esta casa!

A lo lejos una nube de polvo se acercaba. Era Francisco que regresaba antes de lo previsto. Llegó con los caballos sudados y sedientos. Al apearse, mostró el trabuco en su cintura. ¿Qué anda buscando el caballero? Doña Celmira, vaya adentro que yo me arreglo con este señor.

Ulises, se sentó entre ambos gruñendo. Celmira, ingresó, pero quedó con las orejas pegadas a la ranura de la puerta. Desconfiaba de ese hombre. Difícil que Lezica y Andrada, no supieran que su padre tenía demencia senil. Ellos, si bien hacía tiempo no venían por el campo, sabían por los obreros, que el dueño de Las Compuertas, ya no sabía ni que su hija era ella. Quien lo cuidaba, le daba de comer en la boca y lo afeitaba. Difícil era bañarlo. Y el médico venía una vez por mes a revisarlo, darle algún remedio o tizana para que no tosiera tanto. De golpe sintió un estampido.

Abrió la puerta y Ulises, saltó sobre el bandido. Le asió con sus colmillos la mano y evitó que detonara otro balazo a Francisco. Éste, yacía bajo un charco de sangre. Un calor agrio le atravesó el cuello a la mujer y un grito salió apenas de su garganta herida.

La empujó y con el bastón le hincó un afilado puntazo en el pecho. Ulises, cayó herido también, y se vinieron los demás animales y desgarraron al asesino.

La noche se desparramaba sobre la escena cuando llegó un desorientado Lezica, herido pero vivo. Él, no había logrado desatarse antes, para avisarles a sus vecinos que ese matrero les venía a robar.

Cuando abrió la puerta de la habitación del viejo, éste, lo miró y dijo: Lezica, ayude a mi Celmira y a Francisco. Algo malo ha pasado. Yo nunca he podido. Y se volvió a perder en su universo de olvidos.

EL MILAGRO


                            “Recuerda la hora más oscura es la que precede a la aurora” Shakti Gawain

                                                                                                       

            Hilarión Domínguez era hijo de un maquinista de ferrocarril. Aquél, que ya no pasa más por las vías remotas del terruño. Su padre, Don Gervasio, pertenecía orgulloso a la “Fraternidad”, sindicato fuerte en los cuarenta. Él, heredó la tarea y era un apasionado de los rieles. Conocía cada locomotora como a su conciencia. Despertaba a las tres de la madrugada para acicalarse y luego de tomar unos mates silenciosos, preparaba una caja metálica con lo que podía llegar a necesitar. Su viaje era a un pueblo del secano “puntano” para dejar agua potable, leña y alguna mercadería que le encargaban algunos paisanos.

            Iba en el día y regresaba siempre a la hora exacta. Así era el ferrocarril en esa bendita época. Cuando pasaba por la antigua “Corocortas”, salían a saludarlo con las “chupallas” los pocos habitantes que andaban por ahí. Llegaba a esa hora incierta entre la noche y la madrugada, sin luna o con luna, siempre parecía un lugar oscuro. Él, no tenía temor, dos días de descanso y otro viaje, siempre igual. Rutinario pero hermoso. A veces veía correr las liebres por las vías calientes y aceitadas por el gasoil o el alquitrán del vagón de YPF. Otras, un zorro con hembra y crías, tal vez un “choique” y cientos de animalitos que pasaba bajo su mirada atenta. Su atención al trabajo era real. No podía darse el lujo de perder un convoy ni un tanque…, luego pegaba la vista al frente para reconocer algún paisano que le hacía señas con el pañuelo para saludarlo o gritarle un encargo.

            Fue un día nublado y que denunciaba lluvia, raro en esa época y lugar, pero a lo lejos, vio un punto negro entre las vías. Negro, muy negro. De cuarenta kilómetros por hora que era su movimiento fue bajando por las dudas a treinta, a veinte… pero allí se agrandaba la manchita. Tocó el silbato de la máquina. Retuvo la mano en el freno, pero el aceite y alquitrán no le dejaban parar el tren. Vio unos jornaleros que agitaban sombreros y mujeres apostadas en las hileras de alambres de los campos que se agarraban la cabeza.

            Hilarión pensó que había un “choco” dormido ahí, entre sus rieles. No, no alcanzaba a distinguir qué era eso. Su ayudante tomó el manijón de la máquina, del freno. Hilarión sudaba y miró al cielo, pidiendo a Dios y la Santita de los Caminos que lo ayudaran. Descendió del estribo y se quedó helado. Un niño ennegrecido por el alquitrán, el aceite y la tierra reptaba entre las vías. Seguro el tren le pasaría por encima.

            ¡Ruego a Dios nuestro Señor que salga y se aleje…! y vio con sorpresa que el niño se prendía del hongo metálico del cambio de riel y salía. Los lugareños estaban estáticos. A él, se le escapó un insulto.

¿Cómo puede ser que naides se atrevió a cruzar y sacarlo, tuvo que ser “Tata Dios” el que me hiciera el milagro?

            Vio una madre deshecha en llanto. Y un padre que alejaba cabizbajo; pero ahí supo que Dios lo había escuchado. Hizo una promesa… colocó en ese lugar una Cruz Blanca con una estatuilla del Sagrado Corazón y cuando pasaba le tocaba el silbato como saludo.

            Todavía cuando pasan los paisanos le saludan al crucifijo con respeto.

CORTAR LAS TORMENTAS

 

            Artemio echa a andar entre los parrales de verano. Las uvas están muy verdes todavía, hay que esperar para que maduren. Va con la azada al hombro con las manos arqueadas por el polvo de la tierra agreste de las montañas. La acequia cantarina trae poca agua y los sauces se hincan para adsorber el líquido que se encapricha ser ausente.

            Un año con poca lluvia. ¡Como siempre, el Zonda, arremete con furia de fuego sobre los viñedos!

            Las alpargatas levantan un talco terroso y prieto cuando camina Artemio. El sol se va ocultando tras unas nubes negras y amenazadoras. Tormenta. El miedo se arrebata a sonidos de campanas al viento. Granizo. La mirada desesperada se entromete en el fuego del latido austero del hombre del viñedo.

            Se enjuga la frente, que copia el aullido de las ráfagas de viento. Está desesperado. Un año, carpiendo, podando, atando y ahora que el verde se entremezcla con la vida, se viene la tormenta.

            La Justina viene al trote entre los surcos, cuidando de no caerse, que pierde la oportunidad de cambiar la historia. Trae una bolsa de sal y otra de cenizas. Trae esperanza de campesina laboriosa y con antiguas costumbres de los ancestros.

            Cuando cae el primer rayo, luego se siente un trueno que moviliza la tierra. Hace tanto que no escuchan ese sonido augural de la pobreza. Los perros aúllan en el caminito que ha dejado el hombre. Deja la azada apoyada en un álamo. Saca la pala ancha para hacer el rito. Se buscan y se encuentran entre truenos y relámpagos, entre un granizo seco y pequeño que puede triturar la vida.

            Ella, la Justina hace el espacio para comenzar la ceremonia. Él, acerca las cruces que lleva en la ancha faja de su vientre exiguo y recrean las “cruces de sal y ceniza” como lo hacían los abuelos. Rezan de rodillas entre los plantíos que se van mojando poco a poco y merman los granos de hielo que se transforman en lluvia copiosa y fértil.

            La acequia comienza a crecer y ellos empapados, se abrazan por haber logrado desembarullar la tormenta y salvar los frutos.

            En un par de semanas con sol y agua, habrá un misterioso crecer de los parrales y vendrán las uvas a brillar con su color de fiesta y vino futuro.

            La usanza antigua ha dado su amor y su constancia de frutecer sin miedo. El rito antiguo de alejar las tormentas con las cruces de sal y ceniza sigue vigente en la vida de los campesinos.

AFUERA HACE MUCHO FRÍO

 

.                                                        

 

                                                        Hacia fierros, hasta sus músculos parecían bronce o piedra. Sabía que era súper “macho”, un metro ochenta y seis, con su cuerpo bien formado. Rostro armónico, cabello oscuro, ojos verdes. Estaba seguro que si lo hubieran invitado para ser modelo lograría ser famoso,  pero él era muy hombre para ese tipo de cosas. Sus compañeras de oficina le hacían todo tipo de invitaciones. Incluso las casadas. ¡Que minas locas!  Él era el que conquistaba.

                                                        Un día que cambió de horario en el gimnasio, conoció a  Regina, una mujer poco agraciada pero de un espíritu maravilloso y pasó lo inusitado: se enamoró. Ella era solitaria, inteligente y alegre.

                                                                   La vida comenzó a ser un privilegio: viajes, cenas en lugares mágicos, paseos a lugares novedosos. Pero un día pasó lo inesperado. Apareció el ex marido de Regina que sacó un arma y desrajó un balazo en el rostro bellísimo del muchacho.

                                                                   Ella lo amó hasta hacer que el hombre se transformara en un niño, el amor estrechó su vida hasta ahogar la esperanza.

                                   

LOS AMIGOS DE LA JUVENTUD

 


Preparamos el viaje con muchas expectativas. Mi esposa y las niñas, discutían calurosamente: qué podían llevar y que debían dejar. Yo tenía una larga lista de los "imprescindibles...", bueno eso me pasaron en la oficina de la empresa.

El lugar era tan distante que conocíamos parte de las costumbres y de la idiosincrasia de la ciudad y del país. Sabíamos que tenía unos lugares de ensueño, paisajes marinos y antiguos fuertes y palacios de viejas épocas. Me habían dado una maravillosa historia de su antigua vida que se remontaba a cientos y miles de años. Pero no tenía mucho tiempo para sentarme a leer. Había muchos detalles que prever, la ropa, los libros, los recuerdos personales de cada uno y las niñas, que pretendían llevar hasta sus libros de escuela, cosa que no se preveía en los plazos y planes de la empresa.

Marcela, mi señora, comenzó a sentir esa fatiga que solía asomarse cuando estaba nerviosa. El médico le recetó unos calmantes y llevamos una cantidad regular; yo estaba seguro que pronto pasaría. Después de realizar todos los documentos y papelería que no exigía mi jefe. Sacaron los pasajes. En un avión iríamos nosotros y en otro los cajones con nuestros objetos de uso familiar.

Llegamos a Casablanca en la mañana. No esperaba un asistente de la empresa con una furgoneta moderna para esa época. Las niñas y Marcela estaban muy cansadas y preguntaban: ¿El porqué de cada cosa que veían? El chofer nos miraba por el espejo retrovisor y murmuraba en un raro español, una explicación que no alcanzábamos a comprender. Mi tensión aumentaba. La carretera era buena. Pasamos por dos o tres ciudades con nombres muy difíciles de repetir. Teníamos que llegar a Tetuán, sede de una de las oficinas principales de la empresa. De allí nos darían el destino final.

Paramos en un hotel muy acogedor y con las huellas de haber sido una casa señorial antigua, remodelada para hospedaje. ¡Era fresca, limpia y agradable! Sus dueños, como siempre amables y atentos. Marcela apenas pudo se recostó en el lecho y las niñas quisieron salir a conocer los alrededores. Yo no sabía qué hacer. Mi esposa me dijo: Acompaña a las niñas, yo dormiré un rato. Tomó su medicación y se durmió. A pesar del cansancio yo salí con las nenas. Zunilda, era la que se interesaba más por lo que veía. Alina se distraía con los vendedores ambulantes que llevaban sobre su cuerpo infinita cantidad de objetos, eran vendedores de agua. Se detuvo en un negocio y preguntó que era ese hermoso objeto de cerámica azul. Un vendedor que hablaba bien el español, le dijo que era un Tajín y se cocinaba sobre las brasas. Regresamos al hotel y luego de ducharnos fuimos a comer. Marcela no mejoraba. Comimos harira, cuscús, seffa y algunos chocolates que compramos en el aeropuerto en Buenos Aires.

Al día siguiente me avisaron que habían llegado nuestros petates a Tánger. Llamé por teléfono para que nos vinieran a buscar y llegó el mismo chofer, que nos dejó en el aeropuerto. Les regaló a las niñas una pulsera de cuentas muy bonitas. El avión era más pequeño y llegamos casi en dos horas. Nos esperaba un secretario de la empresa. Saludó con la amabilidad que les es notoria y subimos a un vehículo que nos llevó a un departamento enorme en la zona de la plaza principal. Se oía el altavoz de la mezquita. Marcela de nuevo estaba enferma. Me dejó perplejo y preocupado. Pedí un médico que vendría al día siguiente. La casa estaba bastante ordenada. Había muebles típicos de la artesanía marroquí, espejos y plantas. Una enorme pajarera con aves muy hermosas, que adoraron Marcela y las nenas. Vino una joven y una señora que designó la empresa para ayudarnos. Ambas eran mujeres bereberes del Atlas. Yo muy agradecido porque Marcela cada día estaba peor. Un gerente de la empresa me envió a un médico para que ayudara a Marcela.

¡Cuál fue mi sorpresa cuando entró en la sala y nos miramos! Era Ben Hasám mi compañero de la escuela secundaria en Buenos Aires. Un abrazo nos unió en los recuerdos compartidos como temerarios jóvenes que escudriñan su futuro. Hoy venía a ver a mi esposa enferma. Lo dejé de ver cuando a su padre lo enviaron a otro país como consejero de su embajador. Y esas cosas de la vida de inmaduros mozalbetes, nunca volvimos a vernos, no supimos uno del otro... y ahora estaba entre mis brazos de hombre preocupado.

- ¡Alejandro, cuántos años sin saber de ti!- Que hermosa sorpresa. Vengo dispuesto a socorrerte en este Tánger ruidoso y mundano. Nunca imaginé que eras tú, quien me estaba esperando.

- Beni, amigo, estoy muy preocupado por la salud de mi esposa. Te presento a mis dos niñas Zunilda y Alina. Tienen diez y doce años. Son muy "porteñas", pero sabes de qué te hablo. Pasamos tantos sucesos juntos en la juventud.

- Oye amigo mío, somos unos jóvenes muy dispuestos a vivir y a salir adelante...yo te ayudaré en lo que pueda. ¿Dónde está tu esposa? Llévame a ella.

- Beni Hasám eres mi mejor esperanza acá, tan lejos de mi tierra. Pasa y te mostraremos los estudios y medicación que traemos.

Como viejos compañeros atravesaron el pasillo y llegaron a la alcoba. Allí, pálida y doliente se acurrucaba Marcela sobre el lecho. Él, Beni Hasám, la vio y se detuvo. En principio, hay que abrir las celosías para que entre aire puro, luego con más luz veremos esos estudios. ¿Sabes Alejandro que estudié medicina en Alemania? Pero me sirvió mucho lo que aprendí en el colegio en Buenos Aires. Tuvimos unos profesores de química y biología excelentes. Nada que envidiar a los de por acá.

-¿Cómo ves las cosas? Yo la veo peor que antes del viaje. Beni, por la amistad que nos unió y nos une, te ruego seas explícito y me des una buena opinión. Yo sé que nunca mientes.

- Salgamos Alejandro, quiero estar seguro y para eso haremos estudios en mi clínica. Creo que con una nueva medicación podremos detener el problema.

- ¡Gracias Beni, no dudo que harás lo mejor! Se alejaron del dormitorio y por el ventanal se escuchó el llamado a la oración. Por lo que el hombre miró la alfombra recién extendida, la acomodó y se puso a orar. Alejandro, esperó con ternura porque vio el crecimiento y madurez de su ex compañero de secundario; hoy especialista en neurología.

Laila, atrajo a las niñas y las llevó al interior donde las brasas crepitaban y se olía el exquisito perfume de las especias y de la carne de cordero. Ellas, corrieron a buscar a su mamá que no pudo acompañarlas. Cuando Beni Hasám, se retiró, Alejandro se acercó y abrazó a Marcela, mi amor... estamos en manos de un queridísimo amigo. Estarás sana muy pronto.

La cena fue una fiesta con las nenas. Zunilda le pidió a su papá que le contara la historia de Beni en su juventud. La charla se alargó hasta que el sol se fue recostando en el horizonte. La brisa marina, le trajo el aroma de los mil sabores de Tánger.

A la mañana siguiente buscaron a Marcela y en manos de Beni Hasám, fue escrutada médicamente. Las nenas fueron a su primer día de escuela y Laila y Sira, se hicieron cargo de la casa como si toda la vida hubieran hecho su tarea allí.

Cuando regresó Marcela, el almuerzo la esperaba. Se acercó a la mesa y probó una ración de rica sopa que habían cocinado las mujeres. La vida comenzó con la esperanza en cada uno de los que allí vivían. La amistad de los antiguos compañeros permitió avizorar un nuevo amanecer en sus vidas.

jueves, 23 de enero de 2025

CARNAVAL EN ZAMBA Y FUEGO


            Sintió el sonido febril de unos tamboriles en las adyacencias. Era carnaval y su pueblo amaba esa fiesta pagana. Despertaba la sangre negra escondida por siglos. Se asomó a la ventana. La mujer con su rostro descompuesto de ira, rompió el cristal de la ventana para que el sonido se acercara a sus oídos excitados. Su sangre fluía a borbotones por sus piernas sin poder sacarse el deseo de su hombre. Un agudo calor le atravesó el vientre. ¡El carnaval había llegado trayendo los recuerdos de su juventud! Sintió el aire fresco de la mañana en su rostro alegre. Su corazón sonaba como los tambores. Se estaba muriendo envuelta en el fragor del ritmo loco.

            Había conocido a un dios robusto, amante caliente y fervoroso en una tarde en Copacabana, en la Rua. Ella estaba vendiendo su cuerpo como siempre desde su más tierna pubertad. Lo miró. Sus ojos se metieron en un mar bravío. Silencioso como dios pagano la arrastró hasta un hotelucho. La amó desesperadamente. Se fue dejándole una soledad desmesurada. Ni su abandono en la infancia la dejó tan desnuda de calor humano. Sintió que ya nunca podría amar a otro hombre. Se emborrachó como hacía mucho no lo hacía y volvió a la calle. Rodó. Rodó. Moría en cada sexo que penetraba su fantasma. Ya estaba muerta.

            Tal vez al conocer a Oliverio comenzó a resucitar. Era un hombre calmo. Bueno. Se fue con él un día después de una tormenta. La Fabela le apretó el silencio. Le llenó de gritos y de risas. Pintó sus carnavales con ráfagas de fuego. Pero en medio del extravío ensoñaba con su dios perdido. Una lluvia de estrellas conectó su mundo con la vida. Se quedó embarazada. Una mañana descubrió entre sus brazos morenos a su niño. Regocijó su espíritu. Cantó su alma. Canturreó y armó batucadas nuevas en su cuerpo exuberante. Alimentó de las calles a sus hombres con hombres que mantenía a distancia de cien fuegos. Era feliz a su manera.

            Una noche sucedió...encontró a su dios perdido. Estaba solo y borracho. La cachaza rebotaba de su aliento afiebrado. Habló como no hubiera hablado con nadie. Ella lo amó desesperadamente. Sabía que nuevamente lo perdería. La ruas lo tragaron como entonces. Ella ya no era la niña de aquel tiempo. Tenía cien años en su rostro. En su alma milenaria no cabía esa pasión. Regresó al alba y lo esperó la tragedia. En su ausencia, la Fabela se había incendiado y murió su hijo. Quedó petrificada de dolor. Oliverio buscó ayuda. Estaban tan solos como los pobres solos de las favelas violentadas. Vinieron a llevarlos a un refugio y ella fue como una muñeca moribunda. No podía respirar por la tristeza. No tenía esperanza.

            Se acercaba el carnaval. Despertó una mañana con un mal presagio

 


UN RARO SUCESO (APARECIDA)


            Estaba sentada en el comedor, tranquila, corrigiendo una interminable cantidad de exámenes  de mis estudiantes. ¡Como siempre, no habían abierto sus libros! La luz era  la misma de esa hora del crepúsculo, casi nocturna. La araña de antigua data, de bronce, tenía varias lamparillas fuertes.Veía muy bien a pesar del cansancio. Había un silencio normal para mi  casa a esa hora de la noche, de vez en cuando un ladrido de perros callejeros o el rumor de autos  que pasaban lejos.

            Era un día, como todos. Nada auguraba que me iba a suceder algo tan extraordinario, capaz de cambiar mi vida. Estaba tan ensimismada en  los trabajos, que pasaba el tiempo y yo no levantaba la vista de las hojas; levanté la mirada que tenía pueta en mi tarea, ya que una sombra o mejor dicho una diferencia de luz, me pareció  que  cambiaba dentro de comedor. Algo percibí en la pared... diferente, impreciso. ¡Continué leyendo..."el citoplasma  y el núcleo de la  célul..." volví a alzar la vista y una figura indescriptible estaba atravesando la pared.                              Parecía manteca derretida, o espejos... o humo...¡ Me quedé quieta por el miedo y  la curiosidad, sin pestañear siquiera! Debo estar dormida, estoy en un sueño y ya voy a volver a lo mío. ¡Pensé...!¡ No ! Debo estar loca, yo no estoy viendo algo así..." una mujer tan hermosa "...¡Pero tiene un camisón de color marfil, amarillento por el uso, con puntillas y lazos de seda! ¡Usa una bata de color rosa viejo, que arrastra por el marmol, con sus pies descalzos! No. ¡Yo divago, despertaré y...! ¡ Me mira con tanta dulzura! Noto que evita acercarse o tocarme. Eso me tranquiliza. Veo que atravieza el ventanal que da al jardín, y allí, se sienta en los fríos y húmedos sillones de hierro. Está inmóvil.Yo la contemplo extasiada. La envuelve una cabellera de color castaño muy larga.Está bastante despeinada, y le caen por los hombros rulos sueltos. ¡Siempre  deseé  tener así el pelo, cayendo hasta la cintura !¡Qué belleza !

            ¡Esto no me está pasando a mí ! ¿O si ?. Soy yo, no huelo aromas extraños..., no hay ráfagas de aire frío..., no hay ruidos raros o diferentes. Cuando vuelva a la realidad...seré  la misma . ¡ Suena el teléfono , me incorporo y voy al  dormitorio para atender!. Se rompe el hichizo.

            _¡ Mami, estoy en casa de Teresa estudiando, no me esperes...!

            _ ¿ Ana?¡ Yo..., me parece..., bueno cuidate mucho...!

            _ Mamá, ¿te pasa algo?...tenés una voz tan rara...¿llegaron los chicos?, me pareces tan ..¿emocionada? ¡  Me perturba tu voz !

            _ No, tranquila, luego te explico. No interesa, estoy muy bien..., pero..¡te quiero mucho hija..!

            _ Mami...¿a vos te pasa algo ?. Yo también te quiero, sos muy " loquita gordita fea"; chau y fuera...!!!_el sonido del teléfono sin interlocutor me disgusta, es muy desagradable. Apoyé el auricular y corrí a ver,  por entre las cortinas, el jardín. ¡Ya no estaba  allí y me quedé desepcionada, apenada y con la rara sensación de no saber seguramente  si la insólita  visita era real !

            Pasaron varios meses y como  estoy siempre tan ocupada,  me había olvidado del episodio. Como  por temor  a que pensaran que ese día estaba enajenada, callé, no le relaté a nadie la extraña experiencia.

            El día que Ana rindió filosofía, estaba leyendo un libro de mi escritor favorito..."Manucho Mujica Lainez", cuando...veo en el  jardín , parada junto al enorme jazminero, que estaba mi inusitada visitante... Miré el reloj y noté que era bastante tarde; se volvió hacia mí y me sonrió con simpatía  ¿o  era alegría?...luego se volvió al sillón, se sentó.   Su rostro y sus ojos transparentes mostraron una infinita pena.

            "No es tan linda,,,pensé, y como si escuchara  me volvió a sonreir, corregí, tiene una belleza distinta. No podía calcular su edad .¡Si se acercara, tal vez  podría....y¿si me hablara? Decididamente  me estoy volviendo loca. Debe ser el estrés de la enseñanza. Me enfermo lenta y paulatinamente. Yo no acostumbro hablar con ..."fantasmas",¿aparecidos?, ¡  muertos! ¡Dios mío, no puede ser...Santa María Madre de Dios, ruega por...- Se ha ido...- ! Tengo ¿ tanto miedo que ella lo advierte?

            Pasó el verano, con el calor sofocante de Mendoza, con esas tormentas de granizo, que  rompen todo, ella venía a sentarse en mi jardín. Ya no me animaba  a salir de noche. Trataba de transferirme algo, una pena , algo que la  angustiaba. Aunque parezca mentira traté de dejarle lápiz y papel , pero no escribió nada. Me desanimé y ¿por qué no?...me enojé. No la buscaría más.

            Un tiempo después, atravesando la pared del comedor, donde estaba el cuadro de "Sarelli", apareció de la mano de una chiquilla de alrededor de cinco años. Era preciosa, inquietante en su semi transparencia. Apenas si me miró. ¡Esa noche  pasó de largo  y en el jardín se quedaron jugando a algo parecido al " Don pirulero, cada cual atiende su juego" !

            ¡Me sentí mal, disgustada, si seguía trayendo más gente, se me llenaría la casa de "espíritus", de raros espéctros y fantasmas y ya no podría ocultarlo ! Antes de desaparecer,  tomó de mi mesa  papel  y lápiz y escribió :"Estela Maris, mi hija, 12 de febrero de 1893".  Al lado del mensaje dejó un jazmín fresco, recién cortado de mi planta. Ella me trató de "amiga" y confiaba en mí. Algo me inquietaba.¿Quién era? ¿Qué les había pasado o les estaba ocurriendo? No me animé a hablarlo con mi familia que ignoraba todo.¿Qué podía hacer?

            Me fui al único lugar lógico. Al viejo cementerio. El empleado me miró sorprendido ...-¿De qué año me pide?...¡De 1893...?!!!

            - Sí,por favor, del mes de febrero... ¿si fuera posible?

            -Y...¿si para usted es importante...! Se volvió murmurando: " la gente está cada vez más loca"!!!, y trajo un libro enorme, lleno de tierra, telas de arañas, húmedo y muy maloliente...- Acá tiene su libro...- y golpeó sobre la mesa con el pesado armatoste...- Busque usted, yo tengo mucho trabajo. Y salió tras un armario que lo separaba del público.

            - Gracias ...-apenas podía hablar con toda esa tierra que estaba respirando, y busqué freneticamente... 27 de febrero..., no, antes debía ser antes...¡acá... 12 de febrero  ...!

            -¿Señora ,ese fue el  año en que hubo no sé qué peste acá en Mendoza?-dijo el empleado algo interesado sacando la cabeza entre unos ventanucos de madera.

            -¡No sé,  en realidad estoy buscando a ciegas!-dije leyendo...Domingo García...Muerte natural...Godofredo Poirett...Caída de un caballo... Estela Maris Miller ...Ahogada... Renata  Martos de  Miller... Muerte por tristeza. ¡Ellas, son ellas ! Comprendí rápidamente  toda la tragedia de esas vidas. Sus almas estaban ligadas a mí, por algún extraño designio.

            Decidí ir al diario "Los Andes" y buscar las crónicas periodísticas de antaño. Devolví el pesado librazo, y cuando estaba saliendo del recinto, el empleado me preguntó-¿Encontró lo que buscaba?- Le comenté brevemente  lo hallado y me dijo-¿No quiere ver la tumba de esa gente... ?¡Es tan linda y sabe que están por derrumbarla, los descendientes la vendieron....y

            -¿Dónde, dónde está?- dije con urgencia.

            Me señaló - Allá, mire, es esa del ángel de mármol rosado!

            Corrí. Casi caigo al camino de granza por hacerlo.  Llegué a tiempo para ver que una gran topadora tiraba las vetustas paredes, que cayeron con gran estrépito. Una nube de polvo me dejó cubierta del cabello a los pies de un polvo blanquecino.¡ Había llegado tarde ! ¡O me lo pareció !

             ¡Cuando regresé a casa, sobre la almohada de mi lecho alguien había dejado dos rosas blancas! Nunca supe quién fue pero lo presiento.

                                                          

LA PAREJA

 

                        Gregorio salió del departamento 3 de planta baja y fue a buscar un cable para arreglar el timbre. Encontró a Kiki en una posición extraña. No lo veía desde hacía algún tiempo. Pensó que había pasado más de un mes. Con los brazos afrentándose las piernas encogidas, sobre la alfombra algo gastada del palier. Miró el ascensor y se preguntó por qué no había subido al 7º A. Recordó que ayer su mujer le comentó que el casillero de correspondencia de Tai, el del séptimo, estaba repleto. Nunca lo veían pero era tan metódico que le llamaba la atención ese detalle. En ese momento apareció la doctora del 8º A, para pedir que le avisara al del 7º A que cerrara los ventanales. El golpeteo de noche no la dejaba dormir. Salió sin mirar siquiera al muchacho en el piso. Gregorio sorprendido no quiso interrogar mucho a Kiki sobre Tai. Eran pareja desde hacía varios meses y el joven entraba y salía a su antojo del edificio. Tenía llaves. Cuando quiso subir al ascensor, el pequeño travestido lo miró desolado. Tenía aun el rimel corrido, se había acomodado la larga cabellera con un elástico y su cara desfigurada por un tremendo golpe. Sintió piedad por ese ser casi fantasmal. Volvió sobre sus pies, se agachó y encaró al joven. ¿ Qué pasaba que no ingresaba en el departamento de su amigo? Si tenía temor, él, lo podía acompañar. Sabía la bondad del viejo bribón, eso se lo guardó para sí. El desventurado con sollozos le explicó que había intentado todo pero que no podía entrar; la llave estaba puesta por dentro y nadie respondía.  No tenía fuerza y además tenía un terrible miedo de encontrar a su amigo muerto o ¿quién sabe? Gregorio suspiró: ¡Por Dios, problemas en puerta! Llamó a la policía y esperó.

            Cuando llegó el inspector Fernández, sólo se fijó en Kiki a quien pidió su nombre, dirección, trabajo y un sin fin de datos. El infeliz sopillaba como un imbécil. Llegó Cárdenas y se sumó al grupo. Con rapidez  lograron ingresar en el vetusto departamento 7º, mas... ¡Oh sorpresa! El silencio, el orden y la sobria belleza de los ambientes dejaron a los dos hombres callados. Revisaron cada rincón sin encontrar nada. Ni un cuerpo, ni una nota, ni tan siquiera una pista que indicara lo sucedido con el dueño de casa. Cárdenas abrió los placares y comprobó, con la ayuda de Kiki, que toda la ropa y los enseres de higiene que usaba el “hombre” estaban en su lugar. El televisor encendido en blanco, el video detenido y sólo abierta la puerta ventana del salón. Los cortinados se movían suavemente con el aire que necesariamente entraba a esa altura del edificio.  Ese ruido era el que molestaba a la vecina. Pero allí no había nadie. Ni siquiera un vaso abandonado o un objeto fuera de lugar.

            Esa noche se quedaron merodeando por los cafetines gay de la zona. No sacaron ningún dato excepto invitaciones para tomar una copa de dos o tres personas. Al día siguiente casi se desmayan cuando vieron aparecer a Kiki, vestido como hombre. Era bien parecido y su infinita tristeza marcada en el rostro aniñado. Él, quería mucho a su padrino. Los hombres se miraron y comenzaron a desentrañar algunas historias.  La correspondencia acumulada les dio alguna pauta de los negocios del desaparecido.

Dueño de varios departamentos, casas y campos, tenía un ingreso superior a lo imaginado. Rastrearon sus datos y descubrieron que era descendiente de una familia muy importante de la ganadería y política de cierta provincia. El silencio rodeaba su vida. Siempre separado de aquellos, a los que podría importunar su condición y apetitos sexuales. Nadie sabía de él desde hacía tiempo y la mayoría de sus familiares trataron de desaparecer muy rápido de las oficinas policiales, antes de ser señalados como parientes. Nada se aclaraba y Kiki, ya instalado era observado en forma permanente por alguien de la oficina. El caso era desafortunado.

Una mañana, Gregorio necesitó limpiar el hueco del ascensor y descubrió un enorme cuchillo ensangrentado. La sangre estaba seca pero aun sus marcas mostraban la ferocidad del uso. Llamó a Fernández y éste tomó el objeto con los cuidados propios de su experiencia. Comenzó el trayecto a la deducción. ¿Quién pudo matar al desaparecido? ¿Había desaparecido y estaba fuera del país? La oficina se pobló de intrincados peritajes y fotos del padrino de Kiki. Los medios no hacían otra cosa que hablar del caso.

Apareció un abogado con papeles muy importantes. Había una fortuna en juego y la dudosa necesidad de abrir el testamento. ¿A quién había dejado semejante legado?

De repente comenzaron a aparecer parientes que hasta poco tiempo antes ni lo aceptaban como tal. El único que seguía llorando su desaparición era Kiki o mejor dicho Daniel Hernández. ¿Sería él, quién lo heredaría o tal vez fue quien lo mató?  

Nadie encontraba el cuerpo y sin cuerpo, no había un caso.

UN BOSQUE LLENO SUEÑOS

 


                        Me duelen las manos. También la espalda. Hace una larga semana que trabajo sin descanso para cumplirle. Quiero pero no puedo. Sí, quiero completar todo el pedido que recibió Joaquín de esa gente. Es una nueva casa de comida, hotel, casino y albergue. Es nueva y única. La construyeron en la ladera Este. Es muy linda. Está construida en una zona hermosa de la región. La más bella. Tiene un sabor salvaje. Esa tierra húmeda, la fina llovizna de unas nubes que como velo de novia se deposita o se apoya en las largas columnas de pinos, arrayanes y piceas. Es un regalo fortuito que regala el amanecer de los días de otoño. El sol está cansado de moverse por el bosque como novio enamorado de los duendes del pinar. ¡El olor a resina y polen! Las cabañas son hermosas, las comenzaron a construir en primavera, el mismo día de nuestro encuentro. Yo iba con mi bicicleta por el sendero buscando setas frescas. ¡Nos encantan “revueltas con cebolla finamente picada en juliana, huevos y queso parmesano, con una pizca de sal y pimienta, una cucharada de salsa inglesa y vino jerez”! Bien, como decía, me movía por esos rincones que conozco desde pequeña, esos que recorría con el abuelo Marco, y él, me iba regalando cuentos, recetas y recuerdos. Bueno, iba por allí y nos encontramos. Parecía un astronauta recién aterrizado de un planeta lejano. Era como de otra galaxia. Fresco, alegre y vivo. Sí, como mi bosque de cuento. Me gustó, así rápidamente, con su sencilla forma de pedirme la receta de los hongos. Aparte, desconfiado, creyó que eran venenosos. Yo le gusté, seguro, porque me comenzó a contar su vida.  Parecía como si me conociera de toda la vida. Me senté en un tronco caído, junto a un árbol lleno de pájaros. La madera podrida en parte, albergaba un sin fin de pequeños seres vivos como su vital risa contagiosa. Su mirada clara se movía, deslizándose por mi rostro, que sudoroso y sucio, aparentaba no haberlo lavado en meses. Los pinos, piceas, abetos y abedules, eran el marco perfecto a ese encuentro informal y romántico.

                        Casi me olvidé para qué había venido al bosque. Si él, no mira el reloj y da un salto, seguimos hablando en el crepúsculo que le había puesto una mortaja violeta a los rayos rojizos del sol. Joaquín se despidió, me ayudó a trepar a mi bicicleta y partí. Cuando llegué a casa me encontré en la penumbra más cerrada, corrí con la mitad de hongos acostumbrado. Llegué a la cabaña y caí sólida en el banco rústico de mi pequeña cocina. Pensé cómo haría una cena sin la cantidad de setas frecuentes y decidí hacerlas en la receta del abuelo:”con miga de pan mojada en leche, salsa blanca o bechamel, perejil y ajíes rojos y verdes. Así armé un budín que mezclado con dos huevos y nuez moscada”, alcanzó para los cuatro. Papá quedó feliz, cuando le conté que había conocido a Joaquín, el muchacho del bosque, pues lo trató en el pueblo y conversó mucho. Le pareció muy simpático y además era alfarero. Papá dice siempre que hay oficios santos: carpintero, alfarero, boticario y labrador. No quiere a los carteros, tal vez porque un cartero siempre le trajo las noticias tristes. Mamá en cambio es más desconfiada. Casi no habló. Mi casa es la típica casa de campo con olor a fogón caliente, levadura, ajo y vino. El abuelo nos enseñó a hacer el pan. Él guardaba un trocito de masa para levar y se levantaba a la madrugada para hornear. Cuando estaba todo listo se acostaba y al comenzar el día con un enorme tazón de leche tibia recién ordeñada de Chichí, la vaca, comíamos una rebanada de pan caliente con manteca que mamá batía a mano en un bol y dulce de grosellas que hago todos los años. ¡Qué rico era desayunar así, con el amor del abuelo! Hoy lo recuerdo y se me hace un nudo acá, justo aquí en la garganta. Bien sucedió que a los dos días sentí el ruido de un motor por el camino de casa. Era Joaquín que me invitaba a trabajar con él. La camioneta destartalada y muy ruidosa se escuchaba de lejos. Atrás traía un horno para cocer cerámica y un sin fin de moldes de yeso y herramientas. Me entusiasmó su seguridad. Sus ganas. El dueño del complejo hotelero le había encargado toda la vajilla especial con sabor, color y forma de nuestro rincón lejano. Me intrigó su exaltación y sus sueños. Era muy creativo. El perfume ácido de la arcilla me entraba a los pulmones como una saeta inesperada. Acepté. Yo nunca había hecho alfarería. Pero como amo cocinar imaginé que era como hacer un pastel de berenjenas. Ese que me enseñó el abuelo. “Se pelan cinco berenjenas medianas y se hierven con sal. En una sartén se re fritan en aceite de oliva con dos dientes de ajo; los dos tomates picados en daditos, dos cebollas en juliana, dos pimientos y un puñado de hongos recién cosechados que se filetean. Se pisan con un tenedor las berenjenas ya blandas y se agrega el  menjunje, con pan rallado, una tasa de queso rayado, dos huevos y mucho perejil. Se hornea veinte minutos y ¡paf!: un pastel para re-chuparse los dedos. Si las berenjenas son algo amargas se le agrega a la pasta una cucharadita de azúcar”. Así era hacer todos esos recipientes de arcilla. Con un gran amor y buen gusto. Yo le agrego además los gnomos del bosque pintados y hasta los muérdagos y ardillas. Cada pequeño plato, escudilla, taza, fuente, tiene un pedacito de mi bosque. Es su espíritu ingenuo y personal, el que creó la chispa de este mundo mágico que hemos hecho juntos. Creo que me he enamorado de Joaquín y él de mí. Estoy cansada pero tengo que hornear todas las piezas en bizcocho de arcilla. Las pintaremos juntos y cuando amanezca y cuando inauguren la casa de la colina, cada persona se asomará un instante a nuestro mundo.

                        Realmente me falta esa chispa para encenderle a cada jarra una señal con el fuego de la creación aderezándole un pequeño trozo de monte perfumado de bellotas y musgo. Debo recuperarme. Joaquín duerme junto al horno un rato esperando el pequeño milagro de amor cotidiano. Mis manos lloran arcilla y falta una buena parte de los platos y adornos para terminar la tarea. Anoche, antes de quedarse dormido, Joaquín me dijo que estaremos juntos para toda la vida y me dio el anillo de boda de su madre. El amor ha llegado a mi vida en forma inesperada. Estoy conciente que es extraña la forma de nuestra relación pero espero. Mañana será un festival de sueños cumplidos. Toda la vajilla terminada, la inauguración de la posada de la montaña y el anuncio de mi boda.

 

                                                             

INEXPLICABLE PRESENCIA

 

            Lautaro soñó con esa casa. Pasó cuando tomó un desvío por la carretera 131 y se dirigía a la antigua abadía de La Torre azul. Los frenos chirriaron cuando aplicó el pié en el pedal. Se detuvo y perplejo miró la casa que siempre veía en sus sueños recurrentes. Con mucho asombro vio el cartel que vociferaba: ¡SE VENDE! Se apeó y dio una vuelta por detrás de las rejas, que enmohecidas le daban un aire de casa abandonada y que envolvía una fronda de jazmines y rosales de flores blancas, pequeñas y perfumadas. Las ventanas enormes estaban en buen estado a simple vista. Y la balaustrada de color parduzco atiborrada de macetones con hortensias florecidas de tono rosa o azul.

            ¡Serás mía! Anotó en un papel el número que proporcionaba el cartel. Llamaré esta tarde cuando regrese de la reunión. Ascendió al vehículo y siguió viaje sin pensar en otra cosa que en la casa. Cuando llegó al hotel donde se hacía la convención, dio la charla bastante rápido. ¡Lautaro, te veo distraído! Le dijo el jefe. Se preguntó si les relataba lo sucedido o no y sólo comentó que estaba por emprender un negocio inmobiliario familiar. Los comentarios fueron como derrame de aceite. Cuando terminó el simposium Lautaro partió apurado, quería llegar a tiempo para llamar al intermediario. No quería perder la oportunidad.

            Le atendió una voz sofocada, de respiración dificultosa y áspera. Le dio cita para el día siguiente, a las nueve de la mañana en la propiedad. Él, llegó en tiempo. El otro lo hizo esperar unos cuantos minutos, casi dos horas. Por el sur llegó un auto antiguo y el chofer resultó ser una dama de más o menos setenta a ochenta años. Elegante y seria. Se presentó como la única dueña de esa casa. Sin herederos y con deseos de despojarse de la propiedad lo antes posible. Maritza Menéndez Cayo, venga, acompáñeme. Tomó una llave de bronce y haciendo gala de tenacidad, abrió la gran puerta. Ingresando a un espacio abierto, sin muebles ni cortinados. Destrabó una celosía y el sol entró como un chorro de fuego plateado.

            Los pisos eran un damero de maderas y mármol que brillaba, la escalera distribuía habitaciones y pasillos en el piso superior. Lo condujo en planta baja hasta las zonas de fuego donde no se veía ollas o utensilios caseros. Le mostró un receptáculo donde según dijo se podía almacenar comestibles o ropa blanca. Luego le señaló sin darle demasiada importancia una salida en el piso que ocultaba un sótano.

            En un salón de la derecha, que según la señora era la gran sala de la familia había unos hermosos cuadros. Eran pinturas al óleo y pasteles que habían quedado después de vender el resto de objetos. ¡Eran bellos y sensuales! Algunos representaban a dioses griegos, otros eran más actuales y al final, sobre una pared enorme se destacaba un gran cuadro con una pareja de jóvenes que representaban una boda.

            El precio era justo y le daba todas las garantías para pagar en el banco de la ciudad, frente a un escribano. La transacción se hizo sin problemas. Lautaro tenía un préstamo en dicha institución con prenda sobre la mansión. La dama, contenta, se alejó del recinto dejándole las llaves y un sobre cerrado con lacre que dijo, debería abrirlo siempre que se presentara cierta circunstancia.

            La mudanza fue compleja. Sus chicos tenían pereza de cambiar de casa, de escuela, de amigos y protestaron varios días. Maribel, su esposa estaba feliz. Así comenzó una vida distinta a la del departamento amplio, pero ruidoso del centro. El jardín era espléndido y se presentó un hombre mayor, José, que dijo haber cuidado el mismo durante toda su juventud. Conocía cada planta y cada rincón del parquecito.

            Pasado el verano, un otoño frío y ventoso comenzó a distraer el color de los árboles. La casa era algo fría. Y en las noches, comenzaron a sentir ciertos extraños ruidos que no podían descubrir de dónde provenían. Maribel, se quedaba despierta hasta altas horas de la noche leyendo junto a la chimenea hasta quedarse dormida. Despertaba con el murmullo de voces. No sabía de qué lugar salían. Iba a la habitación de los niños y estos dormían sin problemas cansados de los juegos y las tareas escolares. Lautaro, creía que era imaginación suya sentir pasos que subían del subsuelo hasta la cocina.

            En pleno invierno, cuando la nieve comenzó a cubrir el bello jardín a Lautaro, le apreció que una figura se movía desde el cuadro del salón, hasta el sótano. ¿Estoy mal de los nervios! Es el stress de los negocios. Y no le dio importancia.

            Una noche de tormenta, Maribel, con una lámpara en la mano, iluminó la figura de una bella muchacha que se había sentado en el escalón superior de la escalera. La miraba sorprendida. Un rayo iluminó el cuadro y ¡OH, sorpresa, la joven no estaba en la pintura! Se le cayó el farol y el ruido hizo que saltara la bella mujer y regresara al cuadro. Muda y llena de terror, se fue a la habitación a ver si los niños estaban bien. Ellos dormían. Lautaro, la encontró por el camino y cuando quiso hablar él, le tapó la boca y le señaló una extraña figura que se desplazaba por la escalera. ¡Era el joven del cuadro!

            Rápido fueron a buscar el sobre lacrado que les diera la dama. Lo abrieron con el corazón saltando entre sístoles y diástoles, enloquecidos. Allí había una carta relatando la historia de la pareja del retrato. Esa noche no durmieron, pero apreciaron saber que nunca les harían daño. Esos dos se habían amado tanto que aun salían para amarse en un mundo mágico de ultratumba.