martes, 14 de enero de 2025

Un chico lleno de utopías

 

Caminaba con pasos ágiles y rotundos en las veredas de su barrio. Nunca había mirado así a la gente que habitaba Villa Crespo. ¡ Qué diferente lo veía todo! No podía creer lo que le había sucedido en tan pocas horas.

Había levantado la vista cuando el rabino le colocaba su talit y su tío Abraham le ataba en la frente los rollos. El tío Abraham nunca lo había mirado y tampoco le dirigía la palabra en las reuniones familiares, sin embargo era el hermano mayor de su padre y hoy le colocaba también la quipá. ¡ Por fin he cumplido los 12 años, se dijo en un murmullo!  Pensó cuánto le costó aprender La Torá. De repente todos en su familia lo habían aceptado  y lo veían por primera vez. Hasta le mandó, tía Rebeca desde Tel Aviv, una quipá bordada en terciopelo negro con la estrella en hilos de oro, ella que decía que era un chico ruidoso y molesto. Sí, ella nunca lo quiso. Miró la cara del rabino que cantaba, el color dorado de los rulos que caían desde sus orejas hasta los hombros, lo deslumbró. Desidió no cortarse jamás las suyas. Lloraba y no conocía la causa. Todos los tíos cantaban  con sus preciosas voces La Sagrada Torá. Su padre lloraba. Quería mirar para arriba para ver a la bobe  y a su mamá, pero el palio se lo impedía. Se acordó de todos sus amigos y compañeros de juegos que no lo comprenderían cuando les contara. Ya no sería igual porque había entrado en la vida de los adultos y en el futuro. Él ya era hombre. Seguía mirando a la gente en la calle que parecía una vieja olla hirviente, había tanta gente y ruido. La gente salía de la escalera del subterráneo como lava borboteante con llamaradas de ira, pasión, locura y con torbellinos de humedad y vapor. La multitud chorreaba ansiedad. Los miró con interés y se preguntó cuántos se darían cuenta que él, era ya un hombre.  Su Bart Mitz Bat, le había dejado marcada una llaga de amor y  raíces desde su intimidad más profunda. Ya no era el niño... era...

Un soldado que estaba herido y despertaba entre gritos y aullidos histéricos de la gente, una gente que él no reconocía. Le pesaba mucho el fusil entre los brazos ensangrentados. Quería moverse y los brazos y el cuerpo no le respondían.

Era imposible. Nuevamente estaba allí entre su familia, en el aeropuerto en Buenos Aires. Se iba a Israel al sueño de sus mayores. Besaba a Yael, su novia, con ternura y euforia, ya volvería con cientos de medallas de su otra patria. Le dolían las piernas y se quería mover  y sentía un calor húmedo en el pecho que tenía muy apretado. Era la bobe entre sus brazos que le rogaba que no se fuera, le daba algo, era caliente y húmedo. Volvió a  despertar y allí había unos ojos penetrantes que lo observaban, le hablaban en un idioma que él no entendía tampoco. Lo recogieron entre varias personas y se lo llevaron, le hablaban, no comprendía y contestaba en castellano. ¡Qué estúpidos eran! ¿Cómo no lo entendían? Pidió agua y ayuda y no lo entendían. Trató de mover las manos y sólo vio dos trozos de carne sangrante. ¡Estas son mis manos!  Lo recojieron entre varias personas y lo llevaron corriendo hasta un lugar infernal. Gritos lastimeros, llantos, insultos y entre ese pandemonium, él pedía sólo agua ...agua. Nadie le podía ayudar.

En Buenos Aires llovía como siempre. En la televisión los noticieros con la seriedad acostumbrada  comentaban  que un nuevo atentado terrorista, había puesto fin a un acto de celebración del Nuevo Estado de Israel.  La gente acostumbrada  a los ataques del terrorismo en Medio Oriente apagó el televisor casi indiferente. Nadie sabía que allí, mutilado, se moría un chico de Villa Crespo, un muchachito argentino  lleno de fervor e idealismo agonizaba entre extraños. Para ellos era tan sólo un hombre más.

 

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