Caminaba con pasos ágiles y rotundos en
las veredas de su barrio. Nunca había mirado así a la gente que habitaba Villa
Crespo. ¡ Qué diferente lo veía todo! No podía creer lo que le había sucedido
en tan pocas horas.
Había levantado la vista cuando el
rabino le colocaba su talit y su tío Abraham le ataba en la frente los rollos.
El tío Abraham nunca lo había mirado y tampoco le dirigía la palabra en las
reuniones familiares, sin embargo era el hermano mayor de su padre y hoy le colocaba
también la quipá. ¡ Por fin he cumplido los 12 años, se dijo en un
murmullo! Pensó cuánto le costó aprender
La Torá. De repente todos en su familia lo habían aceptado y lo veían por primera vez. Hasta le mandó,
tía Rebeca desde Tel Aviv, una quipá bordada en terciopelo negro con la
estrella en hilos de oro, ella que decía que era un chico ruidoso y molesto.
Sí, ella nunca lo quiso. Miró la cara del rabino que cantaba, el color dorado
de los rulos que caían desde sus orejas hasta los hombros, lo deslumbró.
Desidió no cortarse jamás las suyas. Lloraba y no conocía la causa. Todos los
tíos cantaban con sus preciosas voces La
Sagrada Torá. Su padre lloraba. Quería mirar para arriba para ver a la bobe y a su mamá, pero el palio se lo impedía. Se
acordó de todos sus amigos y compañeros de juegos que no lo comprenderían
cuando les contara. Ya no sería igual porque había entrado en la vida de los
adultos y en el futuro. Él ya era hombre. Seguía mirando a la gente en la calle
que parecía una vieja olla hirviente, había tanta gente y ruido. La gente salía
de la escalera del subterráneo como lava borboteante con llamaradas de ira,
pasión, locura y con torbellinos de humedad y vapor. La multitud chorreaba
ansiedad. Los miró con interés y se preguntó cuántos se darían cuenta que él,
era ya un hombre. Su Bart Mitz Bat, le
había dejado marcada una llaga de amor y
raíces desde su intimidad más profunda. Ya no era el niño... era...
Un soldado que estaba herido y
despertaba entre gritos y aullidos histéricos de la gente, una gente que él no
reconocía. Le pesaba mucho el fusil entre los brazos ensangrentados. Quería
moverse y los brazos y el cuerpo no le respondían.
Era imposible. Nuevamente estaba allí
entre su familia, en el aeropuerto en Buenos Aires. Se iba a Israel al sueño de
sus mayores. Besaba a Yael, su novia, con ternura y euforia, ya volvería con
cientos de medallas de su otra patria. Le dolían las piernas y se quería
mover y sentía un calor húmedo en el
pecho que tenía muy apretado. Era la bobe entre sus brazos que le rogaba que no
se fuera, le daba algo, era caliente y húmedo. Volvió a despertar y allí había unos ojos penetrantes
que lo observaban, le hablaban en un idioma que él no entendía tampoco. Lo
recogieron entre varias personas y se lo llevaron, le hablaban, no comprendía y
contestaba en castellano. ¡Qué estúpidos eran! ¿Cómo no lo entendían? Pidió
agua y ayuda y no lo entendían. Trató de mover las manos y sólo vio dos trozos
de carne sangrante. ¡Estas son mis manos!
Lo recojieron entre varias personas y lo llevaron corriendo hasta un
lugar infernal. Gritos lastimeros, llantos, insultos y entre ese pandemonium,
él pedía sólo agua ...agua. Nadie le podía ayudar.
En Buenos Aires llovía como siempre. En
la televisión los noticieros con la seriedad acostumbrada comentaban
que un nuevo atentado terrorista, había puesto fin a un acto de
celebración del Nuevo Estado de Israel.
La gente acostumbrada a los
ataques del terrorismo en Medio Oriente apagó el televisor casi indiferente.
Nadie sabía que allí, mutilado, se moría un chico de Villa Crespo, un
muchachito argentino lleno de fervor e
idealismo agonizaba entre extraños. Para ellos era tan sólo un hombre más.
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